Frecuentemente se discute en busca de establecer formas de educación y capacitación encaminadas a conseguir que los miembros de los sectores sociales llamados marginados entren a participar en las actividades sociales. O, dicho en otras palabras, se buscan mecanismos de integración a la vida social de las poblaciones marginadas, centrados ellos en la educación.
Muchos principios generales han sido formulados al respecto y muy variadas formas educativas han sido creadas y puestas en práctica para llevarlos a cabo. Sin embargo, aún hoy no existe una evaluación concienzuda de sus resultados y cuando esta se intenta difícilmente va más allá de los términos estadísticos de cubrimiento, etc., o, en el mejor de los casos, de saber si los miembros de la población afectada se han vinculado realmente a la vida social de su medio.
Subyace siempre la idea de que el “marginalismo” es un “defecto” de la sociedad actual y de que es posible superarlo dentro de los marcos de ella. El dilema se plantea, pues, como “marginalismo” versus “participación”. Y el puente buscado que una estos dos polos es la educación, la formación y capacitación de los miembros de la comunidad.
Al contrario, creemos necesario comenzar por la realización de un análisis estructural de la sociedad en la cual se da el fenómeno de “marginamiento” y cuáles son los sectores de la población afectados por él; también vemos necesario el estudio a fondo del tipo de actividades sociales de las cuales se considera “marginada” a dicha población y en las cuales creemos que es precisa su participación. Finalmente, los intereses que los sectores de la población participante tienen con respecto a aquellos “marginados” no son menos necesarios de establecer y definir; lo mismo que, frente a ellos, cuáles son los intereses objetivos de la población “marginada” y de qué manera ellos están relacionados con los “beneficios” derivados de su participación.
En resumidas cuentas, es preciso partir de un cuestionamiento de las estructuras sociales con las cuales tratamos y de la búsqueda en ellas de las bases centrales que originan, explican y determinan el fenómeno estudiado. Y, luego, llevar el análisis a la situación concreta de cada sector afectado.
En cuanto se refiere a algunos países latinoamericanos, entre los cuales se cuenta Colombia (no quiere esto decir que situaciones similares no puedan darse en otros continentes), el tema que discutimos puede hacer referencia a dos grandes situaciones. Una de ellas, cuando el sector “marginado” hace parte de la sociedad a cuyas actividades se quiere integrarlo; tal el caso de grupos o comunidades campesinas, ciertos barrios urbanos, etc. La otra, y a la cual voy a referirme en particular, cuando el sector “marginado” es una sociedad diferente de aquella en la cual se busca su participación; tal el caso de muchos de los grupos indígenas que aún quedan en nuestra América, sin que formen todavía parte (o al menos no plenamente) de las sociedades nacionales que se desarrollan en el continente.
Digamos, ya de entrada, que en este caso la integración, la participación de las sociedades indígenas en las actividades sociales siempre hace referencia a las de la sociedad nacional con la cual se encuentran en contacto y no a las de la suya propia, en la cual se da por descontado que su participación es plena. De este modo, lo que se busca resulta ser nada menos que un proceso de asimilación nacional que va directamente contra los derechos a la autonomía nacional, a su autodeterminación, que tales grupos indígenas tienen o, por lo menos, debieran tener. Se quiere transformarlos en miembros de la correspondiente sociedad nacional, lo que implica necesariamente su desaparición como nacionalidades diferentes.
Aquí, el proceso de participación desemboca, en caso de ser efectivo, en la negación para los sectores indígenas (calificados de “marginados”) de los derechos ampliamente reconocidos a nivel internacional a cualquier sociedad nacional y, en los casos extremos, aun al derecho a su existencia como tales indígenas. Esto nos muestra claramente cómo el problema no puede ser tratado al simple nivel de los sistemas educativos que promueven eficazmente la participación, ni de su cubrimiento ni de su efectividad. Por eso queremos entrar a realizar con la mayor brevedad posible el análisis pertinente de un caso que nos permita ilustrar y ver en su funcionamiento real la labor que la educación puede cumplir como mecanismo de asimilación de los grupos indígenas.
El grupo indígena chamí está ubicado en la vertiente occidental de la Cordillera Occidental de Colombia. Su hábitat lo constituye el valle transversal formado por el curso superior del río San Juan y pertenece administrativamente al Departamento de RisaraIda, en su zona noroccidental y limítrofe con el Chocó. De origen Emberá-Chocó, los chamí han visto reducida su población de un poco más de 5.000 a sólo 3.000 en el lapso de menos de 15 años.
La ocupación de la región por los chamí se dio mediante sucesivas migraciones venidas desde el Chocó remontando el curso del río y se realizó en lo fundamental, en su etapa moderna, desde finales del siglo XVIII hasta muy promediado el siglo pasado. Grupos familiares se fueron desplazando paulatinamente y por causas diversas, hasta crear este nuevo asentamiento.
Aquí, los chamí reconstruyeron su organización con base en familias extensas con unidad habitacional y derivando su subsistencia de una agricultura de maíz y plátano, con fuerte incidencia de la caza, pesca y recolección. Y sin tener mayores contactos con la sociedad colombiana.
Esporádicamente, misioneros y comerciantes visitaban la zona. Los primeros, para continuar la labor emprendida siglos antes, y no terminada aún, de catequizar a los indios; los segundos, para realizar un comercio de trueque llevando sal, herramientas y ropas (básicamente) y regresando con carne, cacao y algunas “artesanías” (o con oro) suministrados por los indígenas dentro de los términos de un intercambio desigual y que les era completamente desfavorable. Unos pocos colonos blancos habitaban allí, pero manteniendo muy escasas relaciones con los indios.
A finales del siglo pasado, la región fue escenario de algunas acciones de tropas que tomaban parte en las guerras civiles y sitio de refugio para muchos de sus desertores. Los indios fueron utilizados como guías y cargadores. Pero, terminado el periodo, su influencia en la vinculación del indio a la sociedad colombiana poco se hizo sentir.
De esta manera, los albores del siglo xx encuentran a los chamí viviendo al “margen” de la sociedad colombiana, creciendo por nuevas migraciones llegadas de otras regiones (sur occidente de Antioquia, por ejemplo) y sufriendo algunas transformaciones internas para adaptarse a las nuevas condiciones de vida en un hábitat no idéntico al de origen. Y reponiéndose, además, de las secuelas de la dominación española, del exterminio de las últimas reducciones de que fueron objeto, libres ya de su nucleamiento obligatorio en pueblos, de los tributos, etc. Para los chamí, pues, a diferencia de lo ocurrido con otros pueblos indígenas, la independencia de Colombia frente a España fue también su liberación del dominio español, como ellos mismos lo reconocen en sus tradiciones al hablar de “cuando Bolívar nos liberó”.
Pero esta liberación no constituyó para ellos, como pudiera creerse, una integración a la sociedad colombiana sino, por lo contrario, la posibilidad de reconstituir, hasta donde era posible en las nuevas condiciones, sus anteriores formas de vida. Las nuevas circunstancias les permitieron, durante un tiempo, un desarrollo propio, al margen de la sociedad colombiana, sin que esto quiera decir que fueran completamente independientes de ella y libres de toda influencia.
A partir de 1913 y sobre todo con la segregación de la región del departamento del Chocó y su anexión a Caldas (1914), el gobierno colombiano comenzó a interesarse por la suerte de los chamí, por esta población “marginada”. Y el mecanismo a través del cual manifestó su interés fue la creación de las primeras escuelas. Para 1920 ya existen 6 escuelas distribuidas en la zona, las cuales contaban con una matrícula de alrededor de 300 niños, de los cuales asistían unos 220.
Se trataba de escuelas oficiales, con maestras, aunque sometidas a la supervisión y control de los misioneros claretianos que incursionaban periódicamente entre los indios.
Un poco después, la gobernación de Caldas nombró Protectores de Indígenas, encargados de velar para que la población blanca (rápidamente creciente por la inmigración de colonos desarraigados del interior de Caldas) no “abusara” en sus relaciones con los indígenas. Según los informes de estos protectores, los casos en que intervenían eran fundamentalmente de comercio: venta de productos agrícolas y marranos por parte de los indígenas a los blancos y, en medida mucho menor, negocios de tierras y de otra índole. Rápidamente los Protectores chocaron con los misioneros, por razones fáciles de adivinar, y estos iniciaron una campaña para lograr su remoción.
A finales de la década de los años veinte, los misioneros comenzaron a evaluar negativamente los resultados de la educación administrada por el Estado, ya que “no lograba contrarrestar la nefasta influencia de la familia indígena y una vez regresado a su casa, el niño deja de lado lo aprendido en la escuela por las presiones de su familia”, comprobando además, que los primeros alumnos de las escuelas, pasados unos pocos años de haber salido de ellas, “habían regresado a su vida salvaje, olvidando todas las enseñanzas que con tanto esfuerzo se les habían inculcado”. Y, finalmente, propusieron al gobierno el cierre de las escuelas y la concentración de todos los recursos económicos de ellas en la creación de un internado que pudiera contrarrestar “la influencia y el poder de la familia sobre los niños”.
La insistencia de los misioneros se vio coronada por el éxito cuando el gobierno accedió a su propuesta y en 1933 el internado abrió sus puertas con el concurso de 6 religiosas de la comunidad de la Madre Laura en calidad de maestras y pagadas (hasta hoy) con los sueldos de las maestras de las antiguas escuelas, que desaparecieron.
El internado comenzó con 52 alumnos, de ellos solo 32 internos. En 1941 habían llegado a 105. Únicamente hace pocos años el cubrimiento del internado alcanzó el nivel que tenían las escuelas casi 50 años antes: los indios habían entendido que con el internado las cosas iban en serio y que el “rapto” de sus hijos era el comienzo del fin de la comunidad.
Por ello, como lo relatan los propios misioneros, los padres “al principio fueron rebeldes en matricular a sus hijos, siendo preciso que interviniera la autoridad, que prestó valiosa ayuda” y “aún faltaba lo más difícil: el convencer a los indios que dejaran venir a sus hijos al internado... hubo ocasiones en que tuve que montar guardia toda la noche, mientras los indios rodeaban el edificio con intención de raptar a sus hijos”.
Demás está decir que los programas escolares del internado eran los mismos de las escuelas suprimidas. Entonces, ¿qué era lo nuevo en el internado?, ¿qué suscitaba tanta resistencia entre los indígenas? Que ahora se llevaba a efecto una nueva política: la integración, la asimilación. Con el internado, la participación de los indígenas en las actividades educativas realizadas por la sociedad blanca, representada en este caso por los misioneros, significaba el abandono de las formas educativas propias de la comunidad; la adquisición de los contenidos de la educación de los blancos implicaba la pérdida de los contenidos de la educación indígena. En resumen, que los niños indígenas al recibir una formación que los capacitaba para participar en la sociedad colombiana perdían la posibilidad de formarse para participar de la suya, es decir, para ser indígenas. Ser interno era la negación del derecho de ser indígena, y los padres se negaban a aceptar esa suerte para sus hijos. Por ello, sólo la coacción podía obligarlos, y no siempre, a la participación.
Hagamos un paréntesis para ver el “cubrimiento” que esta política de integración ha alcanzado en la actualidad. Según estadísticas presentadas por los mismos misioneros, en los territorios misionales de Colombia habita un total de 186.585 indígenas, de los cuales casi 20.000 reciben ]os “beneficios” de la educación misionera. De estos 20.000, 5.768 lo hacen en alguno de los 80 internados para indígenas (o mixtos, es decir, para indígenas y blancos, indígenas y negros, indígenas, negros y blancos), similares en lo fundamental al que estamos analizando. Como resultado de esta educación y capacitación continuadas durante décadas, hoy solo hay “5.000 indígenas completamente marginados” en todo el país; los restantes, “más o menos tienen oportunidad de acceso a la educación, a los servicios médicos y a ciertas oportunidades de promoción humana” (el subrayado es mío). Más adelante veremos en su exacta significación lo que implica este “ciertas oportunidades”.
Volvamos al chamí.
La situación interna de la sociedad colombiana lanzó cada vez más campesinos desposeídos en Caldas sobre la zona indígena. Campesinos que si bien al comienzo se limitaban a abrir selva y desarrollar una producción de subsistencia (muy similar a la de los indígenas), más tarde descubrieron que era fácil hacerse a las fincas ya abiertas de los indios mediante compra, engaño y aun robo. En esto tuvieron un papel considerable los muchos guaqueros que visitaron la zona y que encontraron en ella, si no riquezas en las tumbas, sí buenas tierras para el cultivo.
Poco a poco comenzaron a llegar también aquellos interesados en crear grandes fincas (cafeteras, cacaoteras, ganaderas, cañeras) a costa del despojo tanto de los indios como de los colonos pobres.
Es decir que, paulatinamente, la sociedad colombiana comenzó a penetrar la zona y expandirse en ella a través de terratenientes, colonos pobres y, también, comerciantes.
Esta implantación y expansión, por las condiciones en que se desarrollaba y siendo los indígenas la mayor parte de la población, hacía necesaria la incorporación de éstos a las “actividades sociales” que se daban allí, a saber, a la producción agrícola para el mercado (siembra de café y cacao, venta del maíz y el fríjol), al consumo de mercancías de todo tipo e introducidas por los comerciantes blancos (las cuales requerían de los indios la posesión de dinero para adquirirlas), la comercialización de la tierra y, sobre todo, la venta de la fuerza de trabajo que hiciera posible la instalación y producción de las haciendas, ya que el terrateniente (ausentista las más de las veces) no se vinculaba directamente a la producción y el campesino blanco en lo fundamental se bastaba con su parcela para sobrevivir y los pocos que se veían obligados a vender su fuerza de trabajo (casi siempre por haber sido despojados por el terrateniente) no alcanzaban a suplir la demanda de ella.
Sin embargo, el indígena continuaba aferrado a su economía de autosubsistencia y sólo ocasionalmente y en muy reducida escala participaba de tales actividades. Era, pues, necesario para el desarrollo del capitalismo colombiano en la zona que los indígenas dejaran de estar al margen de este desarrollo y se vincularan, participaran de él. Pero tal participación, en las condiciones descriptas, tiene un nombre: explotación. Explotación en la vinculación como productores y como consumidoresa un mercado controlado por el blanco y con un notorio desequilibrio en su contra en los términos de intercambio; explotación en su vinculación a un mercado de fuerza de trabajo, su conversión en asalariados, creadores así de plusvalía, es decir, de desarrollo del capitalismo; explotación en su participación en la comercialización de la tierra, cuyo resultado final era que esta se acumulara en calidad de medio de producción en manos de los terratenientes y que el indígena se viera desposeído, además, de su territorio, base de existencia de su nacionalidad.
Y el internado se hizo el eje fundamental de esta incorporación. Las 10 hectáreas regaladas por un indígena para la construcción del colegio, de la casa de las monjas y del misionero (ahora permanente), de la capilla y de una pequeña huerta, se hicieron 450 hectáreas de potrero con casi cien reses, de cañaduzales con un trapiche para beneficio de la panela, de chiqueros para los marranos, gallineros, plataneras, pesebreras, tienda de compraventa, etc. (a lo cual se han agregado temporalmente y en diversas ocasiones telares y ovejas que dieron la lana para los mismos, huertas experimentales, fábrica de ladrillos, caseta de acción comunal, canchas de fútbol y de básquet y, recientemente, hasta un pequeño hospital). Desde el punto de vista productivo, el internado es la finca mejor montada y de mayor rendimiento de toda la región.
Periódicamente el internado deja de ser únicamente el sitio de los 150 a 300 niños indígenas de ambos sexos que estudian en él, para hacerse la sede de cursos de capacitación artesanal, del SENA, el ICA, la Caja Agraria y otras instituciones oficiales. O bien, el lugar en donde se crían y desde donde se esparcen los semilleros de variedades mejoradas de café y cacao. O bien es el vehículo a través del cual se reclutan los indígenas que han de ser “beneficiados” con los cursos de capacitación artesanal, de salud y otros que se dictan fuera de la región. Es, así, el núcleo mediante el cual se ejerce y a partir del cual irradia a toda la comunidad la acción del Estado colombiano y de la Iglesia Católica para “integrar” a los indígenas a las “actividades sociales” de la sociedad capitalista.
Hoy podemos distinguir la acción del internado en varios campos diferentes pero necesariamente concomitantes.
Continúa siendo un centro de educación y capacitación. Pero a este nivel su acción no se limita ya a los niños en edad escolar (y aquí hay que tener en cuenta que los indígenas permanecen en el internado hasta los 13-15 años, edad en la que dentro de su grupo ya serían adultos y estarían desempeñando todas las funciones de tales), sino que ha extendido su influencia hasta los adultos mediante los cursos de capacitación, alfabetización y, claro, la prédica religiosa. Tampoco se limita al cumplimiento de los programas educativos vigentes para todo el país sino que, facilitado esto por la modalidad de internado, difunde todas las ideas y valores de la sociedad colombiana en todos los campos de la vida: el parentesco y la familia, las gestiones económicas productivas, distributivas y de consumo, las diversiones y los juegos, la alimentación y los vestidos, la ciencia, la religión y la técnica, etc. Ni se queda tampoco constreñido a los locales del colegio sino que, mediante las visitas de los misioneros, extiende su radio de acción y de control hasta las casas mismas de los indígenas.
Además, y esto constituye su fuerte y la base de su eficacia, el internado se ha convertido, como mostrábamos antes, en una unidad de producción que encierra concentradas, y en su máximo grado, todas las características de las demás unidades productivas que la sociedad blanca ha establecido en el chamí. Es, al tiempo, finca ganadera y agrícola, finca panelera y fonda, centro de captación de mano de obra asalariada y acaparador de la tierra de los indígenas (no siempre por medios legales).
De esta suerte, el internado incluye no sólo la inculcación teórica de una serie de características de la sociedad colombiana, sino también el efecto de demostración de las mismas y la posibilidad de que en él los indígenas realicen la práctica correspondiente. La conjunción de estos tres factores es la razón de su eficacia y de la relativa solidez de su tarea “formadora”.
Al mismo tiempo, los niños, separados de sus familias la mayor parte del tiempo, son sustraídos a la educación indígena tradicional que debería hacer de ellos indígenas. Esta educación, efectuada básicamente por medio de la imitación y la participación, no puede realizarse en la ausencia de los niños del seno del núcleo familiar ni de las actividades sociales de la comunidad y la familia. Se les niega, de este modo, la posibilidad de formarse como indígenas. El internado, entonces, no sólo no forma para la participación en la vida de la sociedad indígena, sino que incluso impide tal formación, rompiendo con la continuidad de la existencia indígena.
No es esto todo. Hay más elementos que es preciso considerar, esta vez a nivel político. Y es que el internado se ha convertido en una verdadera institución política, colocando a los misioneros como los dirigentes, las reales cabezas políticas de la comunidad. El Concordato vigente hasta hace poco entre Colombia y el Vaticano confería un gran poder político a los misioneros en los territorios habitados por indígenas que estuvieran en “proceso de reducción a la vida civilizada”, pero no es esta la única razón, ya que se trata de una prescripción jurídica que debe estudiarse en la manera concreta cómo se realiza en cada sitio.
Hemos dicho más arriba que los chamí se organizaban en familias extensas conformadas en la región como producto del proceso de poblamiento presente, aunque esta era también su forma de organización en sus sitios de origen, agregando a ello lazos de linaje entre tales familias, lazos de los cuales en el chamí no hay evidencia de que hubieran tenido solidez en algún momento. Su organización no iba más allá y no existía ninguna institución o autoridad más amplia que ligara entre sí y en una unidad a estas familias (al menos no hay evidencias de ello). Indudablemente era sólo el enfrentamiento común a la sociedad blanca y la lucha común en la defensa de su territorio frente a ella lo que unía a la comunidad, aunado ello a algunas fiestas y celebraciones que congregaban a algunas familias pero nunca a la totalidad.
La presencia de la misión y su desarrollo por la vía que hemos descrito introdujo una nueva circunstancia, constituyéndose en un factor de unificación de todo el grupo. Las tareas de construcción del internado, la apertura y mantenimiento de una amplia red de caminos (con el internado como centro), y, principalmente, las ceremonias y actos de culto católico fueron este factor. A ello hemos de agregar que las acciones que del internado o a través suyo se volcaban sobre los indígenas los consideraban como una unidad y sus modalidades se conformaban en consecuencia.
Otro factor unificador fue la escasez de tierras, que se presentó como una consecuencia del despojo que los indígenas sufrían a manos de los blancos. La agricultura itinerante del grupo, basada en una amplia rotación de tierras, se vio impedida y el grupo se sedentarizó dentro de un territorio cada vez más estrecho, lo que contribuyó al establecimiento de una amplia red de relaciones, antes inexistentes, entre las distintas familias
Este proceso unificador fue recogido por la misión. Esta se constituyó en la autoridad, en la cabeza que materializaba y culminaba el proceso de centralización y unificación de los chamí. En otras circunstancias habría surgido una autoridad indígena; en estas, la autoridad fue el misionero por medio del internado, como que éste era el principal impulsor de la unificación. Pero las cosas no podían ser tan burdas y tan evidentes. Conscientemente, los misioneros transformaron a los policías escolares (existentes desde la creación de las primeras escuelas y luego del internado y cuya misión era obligar a los padres a enviar a sus hijos a estudiar y capturar y regresar a los niños que escapaban) en autoridades títeres, nombradas además por ellos y ratificadas por los corregidores civiles de la zona. Surgieron así, una vez más, los gobernadores indígenas que ya en la época colonial habían servido de correas de transmisión entre el poder español y sus comunidades. Pero este hecho no oculta en manos de quien está el poder real sobre la comunidad.
Vemos pues cómo, aunque centrado en la educación como actividad fundamental, el internado se ha tornado, en virtud de las condiciones específicas en que aparece y existe, en una unidad económica y política sostenida por la educación y la religión.
A través suyo y en virtud de estructura tan sui generis, los indígenas se han “integrado” —¡por fin!— en una medida considerable a las “actividades sociales” del capitalismo colombiano.
Allí, en el internado, han aprendido a cultivar productos comerciales y a comerciar con ellos (muchas veces en la tienda del colegio); allí han “entendido” los beneficios de la propiedad privada de la tierra y se han decidido a sustraerla al patrimonio familiar para hacerla titular y luego venderla libremente (o donarla a la misión en busca de méritos para ganar el cielo); allí han adquirido los hábitos de consumo de la sociedad colombiana en lo referente a los objetos de uso personal, los utensilios de cocina, los alimentos, el radio transistor (¡por supuesto!) y otras cosas. Allí descubrieron de repente, sin aún entenderlo muy bien, que su verdadera patria es Colombia y que ser blanco es ser civilizado. Allí han sabido que la religión blanca, el parentesco blanco, las cosas y costumbres del blanco, las actividades sociales del blanco, son las únicas buenas y aceptables; allí las aprenden y las ponen en práctica por primera vez, así como allí aprenden de las bondades del trabajo asalariado y lo realizan por vez primera (luego de años de trabajo gratuito realizado mientras son internos, cargando leña y piedras, cultivando, cuidando el ganado, los marranos, el gallinero; barriendo, aseando y cocinando si son niñas).
Allí, finalmente, aprenden que ser indios es ser salvajes y que deben dejar sus usos y costumbres, que deben renunciar a lo que son para llegar a ser “como” los blancos. Allí se abren al mundo blanco y se niegan al mundo indígena y se convierten en víctimas del etnocidio. Y allí, queriendo ser blancos, caen en la última trampa, y la principal.
Y es que la sociedad blanca no es homogénea. En la región, los blancos son terratenientes, grandes comerciantes (fonderos), misioneros, o bien son campesinos ricos y medios y pobres y jornaleros agrícolas (muy pocos).
Y es aquí en donde las “ciertas oportunidades” que hacíamos resaltar más arriba tienen su explicación. Porque al indígena se le promueve, se le capacita, se lo integra, no como terrateniente, ni comerciante y ni siquiera como campesino rico o medio, sino que las actividades sociales que se le han asignado son aquellas de los campesinos pobres y de los jornaleros. Es decir, se lo forma para ser explotado y para que con su trabajo enriquezca a unos cuantos explotadores blancos.
Según las propias palabras de un misionero, “nosotros le enseñamos al indígena aritmética y a leer y escribir para no que no se deje engañar en las cuentas de los jornales, para que entienda el manejo de la plata en el momento en que vaya a vender sus productos o a comprar algo en la fonda o en el pueblo”.
Y otro tanto ocurre con la capacitación que se le imparte en otros campos y que está orientada solamente a que sea capaz de desempeñar eficazmente sus tareas como arriero, hornero, mayordomo y carpintero, etc., al servicio de los finqueros y propietarios.
Pero por ninguna parte existe la capacitación que pudiera llevarlo a ser, él, el dueño de las fincas y trapiches, de las fondas y ganados. El indio sabe, es plenamente consciente de ello, que estas actividades sociales no son para él y que están exclusivamente reservadas para los blancos. Y este es el mayor logro de la labor formadora a la que ha estado sometido, ya que se le ha hecho creer, no de una manera explícita, ¡claro está!, que cada raza lleva naturalmente asociadas ciertas actividades sociales y que sólo un cambio de raza, que el indio no está dispuesto a hacer ya que rechaza todo mestizaje, podría cambiar la situación.
Así, ahora que un programa de reserva indígena se propone recuperar de manos de los blancos las tierras para entregarlas nuevamente a los indígenas, estos se oponen porque “necesitamos a los blancos, sin ellos ¿quién nos va a traer sal?, ¿quién va a vender el azúcar y las herramientas y la ropa?, ¿quién nos va a dar trabajo en las fincas y a pagar el jornal?, ¿quién nos va a comprar el café y el maíz?”. Y ante las sugerencias de que ellos mismos pueden crear cooperativas que se encarguen del mercadeo y del consumo, de que ellos mismos pueden administrar las fincas para tener carne y azúcar, etc., responden, seguros de lo que dicen: “El indio no sabe hacer negocio, el indio no sabe tener ganado, el indio no sabe tener tienda, el blanco es el único que sabe negociar y acumular riquezas”.
Si esto no es el resultado de haber inculcado al indio la más profunda ideología racista haciéndole creer que la estructura de clases en la región está determinada por la raza, no sé a qué otra cosa se la podría considerar racismo. Hoy, la región de los chamí se ha convertido, si hemos de creer a los misioneros y terratenientes y aun a ciertos funcionarios oficiales, en una zona rica y próspera, cuyos productos abastecen mercados de pueblos y ciudades aledaños, incorporada cada vez más a la economía nacional, y en la cual los indios están cada vez más integrados a las actividades sociales (claro está: en el puesto que se les ha asignado). Y lo que es mejor, con una ideología que da a su posición de explotados y dominados todo el fatalismo de las leyes naturales.
No se puede negar que la labor educativa y formadora de los misioneros sobre los indígenas, encaminada a integrarlos y lograr su participación amplia en las actividades sociales de la región, es todo un éxito por su efectividad y cubrimiento. Sólo quedaría preguntarse: un éxito, ¿para quién?
Para terminar quiero recordar una información incluida al comienzo: en menos de 15 años los chamí han perdido más del 40% de su población.
Frente a ello pensamos que toda consideración del caso en términos de las modalidades educativas empleadas por los misioneros, de su cubrimiento en relación con el número de indígenas “beneficiados” por ellas y otros índices similares, carece completamente de sentido.
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