No menos de 3.000 indígenas chamí habitan en las cabeceras del río San Juan, en la zona noroccidental del departamento de Risaralda. La región, ubicada en la vertiente occidental de la cordillera Occidental presenta características físicas similares a las del Chocó, aunque un poco moderadas.
El grupo indígena se encuentra en avanzado proceso de descomposición social, y no es aventurado afirmar que la comunidad chamí, si alguna vez existió como tal, ha desaparecido, superviviendo pequeños núcleos familiares y, mayoritariamente en ciertas zonas, individuos de origen indígena en proceso de proletarización acelerada y de casi completa despersonalización cultural.
Si se visita la región en forma periódica, es posible observar un fenómeno claro y en rápido desarrollo: cada vez más tierras desmontadas, cada vez más sembrados de cultivos comerciales (caña de azúcar, cacao, café), cada vez más y más grandes potreros de pasto artificial o no, cada vez más blancos y menos indígenas.
Un análisis atento permite correlacionar sin lugar a dudas los dos hechos mencionados, y colocar al segundo de ellos como la causa esencial del primero.
Y así entonces el estado de los indígenas chamí dentro de la situación actual del campo colombiano: el proceso despiadado de la expropiación de las tierras del campesino y del indígena por parte de terratenientes y capitalistas, amparados por el gobierno que los representa políticamente y cuya base clasista son.
Y, una vez separados los productores directos de sus condiciones materiales de producción, la más rapaz explotación en todas sus formas, la competencia entre explotadores por exprimir el máximo de ganancia a indígenas y campesinos antes de arrojarlos a un lado como bagazo inútil.
Situación agravada para los indígenas por las peculiares condiciones en que se desarrolla lo anterior y que lo acompañan con la propia extinción biológica del indígena colombiano.
Miremos cómo actúa este proceso de expropiación y extinción sobre los chamí, sobre la original comunidad primitiva que constituían antes de su contacto con la sociedad blanca, o mejor, con los explotadores blancos, cuya explotación se ejerce sin diferencias de raza ni color.
A la llegada de los españoles, los chamí eran una comunidad que vivía de la agricultura del maíz, con una fuerte incidencia de la caza, la recolección y la pesca en el suministro de los elementos necesarios para la subsistencia.
Su organización económico-social, al menos hasta donde los datos de los cronistas permiten inferirlo, se daba al nivel de la comunidad primitiva, basada en dos elementos primordiales: la propiedad y usufructo colectivos de la tierra y el aprovechamiento colectivo de la misma. Aunados al trabajo comunal y a una distribución colectivista e igualitaria de los productos.
Más tarde, la invasión española, sumada a circunstancias internas tales como el crecimiento natural de la población, sentó las bases para que el grupo debiera adaptarse a una nueva situación, desarrollando formas de propiedad familiar que, aunque le permitían continuar existiendo, se constituían en los primeros gérmenes de descomposición de la comunidad, principalmente al debilitar el peso de los trabajos colectivos remplazándolos, al menos en lo que hace a la producción de gran parte de los alimentos de origen agrícola, por formas de trabajo al nivel de la cooperación familiar.
Sin embargo, la defensa que el grupo como un todo hacía de su territorio frente al invasor colonialista, fue un lazo efectivo de cohesión e integración, permitiéndole subsistir como tal grupo, (en lugar de disgregarse en una serie de pequeñas comunidades familiares aisladas e independientes unas de otras), manteniéndose así, en lo esencial, la organización tribal.
Empero, la familia se fortalecía considerablemente frente a la totalidad de la comunidad.
¿Por qué? Para explicarlo debemos tener en cuenta los factores que basan la comunidad primitiva y que mencionamos atrás. De ellos, es el trabajo colectivo el que reproduce no sólo la comunidad misma, sino también al individuo como miembro de ella. Y la propiedad colectiva o su usufructo en las mismas condiciones son la base sobre la cual tal tipo de trabajo puede realizarse. Esta reproducción de la comunidad y del individuo miembro se da siempre y cuando la apropiación del producto, y sobre todo, del trabajo excedente que pueda efectuarse, se haga por la comunidad como un todo y en beneficio de la misma. Ya que la tierra sin el trabajo del indio no tiene ningún valor, ella sola no podría dar basamento firme a la existencia del grupo comunal. Es esta circunstancia la que da al trabajo colectivo y a la apropiación comunal de su producto el papel rector en la reproducción de la comunidad.
Precisemos de pasada que otro factor de importancia: el carácter cooperativo general que presentan las relaciones de producción, nos exime de explicar aquí la ausencia de explotación entre los miembros del grupo. Simplemente debemos recalcar el bajo nivel de desarrollo de los instrumentos de producción y, en general, de las fuerzas productivas que subyacen a esta organización económico-social.
Volvamos pues, al fortalecimiento de las unidades familiares y al concomitante debilitamiento de los lazos tribales.
Pese a que subsistían, como hemos anotado ya, formas comunitarias de propiedad de la tierra y que ésta se defendía como del grupo frente a los españoles, las actividades agrícolas, las más importantes, se desarrollaron a nivel familiar, dejando de este modo de ser las reproductoras de la comunidad, reproduciendo en cambio la familia. Agreguemos que cuando la productividad relativa aumentó al tomar los indígenas ciertos elementos tecnológicos de los españoles, la reproducción de la familia se hizo en una forma ampliada, no siempre igual a sí misma, posibilitando un aumento en el número de sus miembros, aumento posible a causa del excedente producido.
Y los trabajos comunales se redujeron a ciertas actividades ligadas con la producción pero ellas mismas no directamente productivas, así como a algunas actividades de caza y pesca, siendo los únicos elementos que, junto con la defensa territorial, mantenían la existencia de la comunidad natural.
Ahora, el camino para la relación del indígena con la tierra no pasaba ya por la comunidad sino por la familia.
Diferenciación familiar: Familias ricas y propietarias y otras desposeídas
Esta situación perduró hasta fines del siglo pasado y comienzos del presente. Una oleada de campesinos pobres venidos del antiguo Caldas, vino a modificar radicalmente el desarrollo de los chamí, rompiendo el relativo equilibrio que habían mantenido desde la colonización española.
A diferencia de lo acontecido frente a los españoles, esta vez no fue la fuerza en su forma de guerra la que impuso la nueva expropiación de las tierras de los indios. Se trató, y se trata todavía, de una expropiación “legal” respaldada por la ley, las autoridades y las fuerzas represivas oficiales. Y no porque estos aparatos de poder respaldaran en ningún caso a los campesinos pobres, sino porque tras ellos llegaron los explotadores nacionales y conformaron, también aquí, sus grandes fincas ganaderas y agrícolas sobre la miseria y el trabajo de indios y colonos pobres.
Esto fue posible al enfrentarse dos legalidades: la de la sociedad colombiana y la indígena, con el predominio de la primera. Para el indio la propiedad de la tierra está dada por el trabajo, sin que sea necesario reafirmarla por escrituras y otros elementos de “civilización”. Para el blanco, se trata de una propiedad privada y legalizada mediante un documento de propiedad. Así, para los indios, el territorio chamí era su propiedad en virtud de su trabajo sobre él. Para el gobierno se trataba de terrenos baldíos que era posible adjudicar a quien los solicitara. Con esta base, la tierra indígena pasó a manos de los grandes propietarios a través del colono pobre llegado inicialmente.
Pues es el colono el que arrebata la tierra al indio, siendo a su vez expropiado por el terrateniente, por medios suficientemente bien conocidos a escala nacional.
El nuevo despojo de que fueron objeto los chamí hizo aún más escasa su tierra. Y esto hizo que se rompiera la propiedad familiar, haciéndose poco a poco, propiedad individual para unos y no propiedad para otros. Por ejemplo, la finca heredada por los hermanos no era suficiente para sostenerlos a todos con sus familias; entonces uno de los hermanos compraba a los otros sus partes, quedando finalmente unos propietarios y otros desposeídos. Proceso que dura aun hoy.
E incluso para los propietarios, la tierra no alcanza a proveer la totalidad de sus necesidades, aumentadas por la despersonalización cultural fomentada sobre todo por los misioneros y que lleva al indio a necesitar artículos producidos por la sociedad nacional, mercancías que sólo es posible obtener a cambio de dinero.
Esta desaparición de la propiedad familiar rompe con las últimas formas de trabajo comunal que mantenían la base de existencia de la comunidad y aún de la antigua familia extensa como núcleo fundamental de organización.
Esto a pesar de que autoridades y misioneros han tratado de revivir mediante la Acción Comunal, etc., las formas de trabajo colectivo, sin conseguirlo, ya que el trabajo excedente producido en esta forma no es apropiado ni por la comunidad como un todo ni por las familias, sino en última instancia por la sociedad nacional (pese a que caminos, escuelas, etc., parecen favorecer al indio, en realidad crean factores de “civilización” que dan base y traen la llegada de nuevos núcleos de colonos). Y solo la apropiación comunal del trabajo comunal excedente, da las condiciones para que éste reproduzca la comunidad.
Y al no darse tales condiciones, la comunidad como tal se desintegra, la tribu se rompe, la jefatura de los caciques desaparece, la unidad del grupo y su conciencia de tal se pierden. Únicamente la defensa de las últimas tierras frente a la voracidad del blanco latifundista mantiene aún unos pocos vestigios de unión entre los indios.
Los problemas creados por la presión territorial, así como por el crecimiento del grupo sólo podrían solucionarse por uno de dos caminos, ambos imposibles en las actuales condiciones de sujeción y explotación en que los chamí se encuentran. Son ellos:
1. Adecuación de nuevas tierras.
2. El desarrollo de las fuerzas productivas.
El primero de ellos no es viable porque hoy sólo quedan baldíos en las cimas de las montañas, cuyas condiciones climáticas y físicas son muy diferentes a las usuales para los indígenas y no adecuadas para los cultivos por ellos utilizados. La segunda vía no es posible porque la comunidad no cuenta con los recursos necesarios y los propietarios blancos (que los tienen) no están interesados en esta solución.
Así, los caminos para la supervivencia del indio están cerrados en el actual sistema. Pero el gran propietario no quiere dejarlo desaparecer tan improductivamente. Y entonces le ofrece una solución temporal, que retarda su desaparición mientras es explotado inmisericordemente: el trabajo asalariado en las grandes fincas y los trapiches paneleros. Trabajo asalariado que se da solo o combinado a veces con la aparcería.
Y con el salario, rota desde antes la comunidad, aún el individuo indígena está abocado a la desaparición, ya sea esta física o al menos como indígena.
El desarrollo del trabajo asalariado recorre varias etapas, desde aquella inicial en que el indígena posee tierras que no son suficientes y entonces trabaja para obtener un ingreso complementario y lo hace en forma temporal, aunque de duración creciente, hasta aquella en que desposeído por completo, emigra de la zona y busca trabajo en otras fuentes del país.
Es interesante anotar la existencia de una forma intermedia en la cual un terrateniente da el usufructo de una pequeña parcela al indígena, a cambio de la obligación de éste y su familia de trabajar para él la mayor parte del tiempo. Aquí, la parcela es pretexto fácil para que el salario esté por debajo de su valor, en base a que se supone que el indígena deriva una parte de su subsistencia de la parcela mencionada.
Este es el proceso que se está completando. Pero que se ha desarrollado desigualmente a causa de ciertas diferencias dentro de las distintas zonas. Así, mientras en los sitios de más altitud sobre el nivel del mar y más fuerte y antiguo contacto con los blancos, como San Antonio de Chamí, no quedan ya más de 20 familias con unos 120 miembros, familias por lo demás independientes y todas ellas vinculadas temporalmente al trabajo asalariado, en Purembará una parte de las familias se ha refugiado en las cimas de las montañas, manteniéndose a base del cultivo del maíz y el plátano, pero con elementos crecientes de trabajo asalariado esporádico y con cultivos comerciales producidos con miras a la obtención de ingresos en dinero para la compra de ciertas mercancías. Y conservando, sí ya no las formas de organización tribal, sí el vigor de las familias, la supervivencia de elementos de la organización en linajes y algunas formas de cooperación familiar en el trabajo.
Esta situación ha sido posible ya que la zona ocupada por los indios, a más de muy quebrada, carece de vías de comunicación, razón por la cual no presenta suficientes alicientes para los blancos.
La actual construcción de una carretera que atraviesa la zona a lo largo del San Juan, romperá indudablemente con este último refugio de los chamí y los someterá al mismo final del proceso que hemos descrito y que conduce a su desaparición.
Esta visión general del proceso vivido por los chamí, visión necesariamente limitada por la brevedad del tiempo y por la necesidad de dejar de lado los elementos no estrictamente indispensables para su comprensión, nos permiten extraer algunas lecciones sobre el problema de tierras en relación a las sociedades indígenas, lecciones aplicables a los planes en marcha por parte de organismos oficiales para la creación de reservas en algunas regiones del país, tales como Planas, Caquetá, Vichada, Sierra Nevada y en el propio Chamí.
Brevemente, pues no es posible abundar en todos los detalles, el plan se propone, con ligeras diferencias según el lugar: 1) detener el proceso de expropiación de las tierras de los indígenas mediante la delimitación de un territorio de reserva para los mismos; es de anotar que se toma como criterio central el de utilizar tierras baldías, sin tocar los grandes latifundios; la tierra no es propiedad de las comunidades, sino que lo sigue siendo del gobierno colombiano, 2) desarrollar una economía agrícola y/o artesanal con miras a los mercados internos y externos, la última de ellas a través de Artesanías y Colturismo para fabricar “elementos que se ajusten a las especificaciones que demanda el mercado”, 3) creación de una comisión de asuntos indígenas en cada reserva para concentrar y organizar a los grupos y controlar y encausar sus relaciones con el mercado, planificándolas.
Además hay otras características como la reunión de grupos distintos en una misma reserva, trabajo colectivo y apropiación y ganancia individuales y una aceptación de los siguientes principios básicos: a) El plan se propone integrar a los indígenas a la economía nacional con base en la política fijada en las cuatro estrategias para el desarrollo; b) Se acepta que tal desarrollo destruirá a largo plazo la estructura indígena y se discute si hay alguna importancia real en “mantener la identidad étnica y cultural de dichos grupos”; c) El plan sólo se propone atenuar la violencia de la integración, no eliminarla.
Es obvio pues, que si el proceso de integración de los indígenas a la sociedad nacional pudiera transcurrir en adelante tan sin conflictos graves como se dio hasta hace pocos años, el gobierno no tendría ningún interés en intervenir en su regulación. Ha sido la lucha desarrollada por los indígenas en los últimos tiempos la que ha llevado al gobierno a tratar de atenuar, pero sobre todo a planificar y dirigir, los caminos que debe seguir tal integración.
La experiencia chamí nos muestra que solamente la tierra, y mucho menos cuando ésta no se da en propiedad al grupo sino que sigue en manos de sus exterminadores planificados, no basta para garantizar la supervivencia de las comunidades indígenas, que ella es solamente la base a partir de la cual el trabajo colectivo en beneficio de toda la comunidad, la reproduce. Y vemos cómo en el plan oficial este trabajo será apropiado en parte por organismos del gobierno que fungirán de intermediarios para la venta de los productos y para proveer a los indígenas de medios de consumo y de producción, y otra parte será apropiada por los indígenas a título individual, introduciendo por el contrario un factor de diferenciación y por lo tanto de desintegración en el seno de la comunidad, tal como ya lo vimos para los chamí.
Considerar, además, que tan sólo a largo plazo el plan destruirá a las comunidades es completamente irreal. La experiencia histórica de nuestro país y de otros, demuestra que el sistema de reservas es el mejor medio para la destrucción planificada y acelerada de los grupos, máxime si, como en el caso que nos ocupa, tales grupos serán reunidos coactivamente con otros diferentes, otros serán trasladados de su hábitat original y otros más serán convertidos a la fuerza de recolectores, cazadores, pescadores y, en el mejor de los casos, agricultores estacionales o de subsistencia, en agricultores y artesanos para el comercio. Por ello, no deja de ser demagogia cuando el plan afirma que “se conservarán las características de organización social e ideológica de los grupos” en estas condiciones, negando así la existencia, comprobada por la ciencia, de relaciones entre los elementos que conforman la vida social y el papel que la estructura económica desempeña en relación con los demás elementos.
El reconocimiento de que no se tocarán los latifundios muestra el verdadero carácter de la creación de las reservas, que no es otro que tratar de neutralizar la acción de los indígenas por recuperar las tierras que en el pasado les han sido arrebatadas por misioneros, grandes terratenientes y hasta compañías extranjeras, tratando de distraer su atención con la destinación de unas tierras baldías de pésima calidad que, precisamente por tal razón, no han despertado hasta ahora la atención de los explotadores. Se trata, como se ve claramente, de garantizar la estabilidad de los explotadores, manteniendo en lo fundamental la actual estructura de propiedad en el campo.
Por otro lado, el forzoso aislamiento de los indígenas con respecto a otros sectores de la sociedad nacional, campesinos y proletarios agrícolas, aislamiento que es consecuencia inevitable del plan de reservas, no tiene otra razón de ser que tratar de impedir que los indígenas se unan a las luchas libradas por otros sectores del pueblo colombiano y, a la vez, que reciban la solidaridad y apoyo de aquellos para sus propias luchas. Colocándolos bajo el control directo de la comisión del ministerio creada para tal efecto. Dicho de otra manera, se pretende acabar con los últimos restos de autonomía que tienen aún los grupos indígenas colombianos y que tan peligrosa está resultando para los explotadores, como lo viene demostrando el caso de algunos cabildos.
Como si fuera poco, los propios “beneficiarios” del plan no han tenido ni tendrán ninguna participación en la elaboración del mismo. Ni mucho menos la tendrán en la aplicación de los aspectos esenciales de él.
Al contrario de lo planteado por el plan de reservas, creemos que hay otra solución posible para los indígenas colombianos distinta del “desarrollo del sistema de libre empresa regido por las leyes del mercado”, y es la organización del indígena para la lucha revolucionaria, la adquisición de su verdadera libertad al lado de los otros sectores explotados del pueblo colombiano, la creación de un estado multinacional en que se respeten sus derechos.
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