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LA HISTORIA ES UN IR Y VENIR
No hay nada sin historia. Quien no la tiene, se acabó. Los blancos dicen a los indios: cuénteme un cuento. Y si ellos hablan, los blancos dicen que es cuento. Y solo queda eso: un cuento. Y allí se acabó la historia. La historia es de todos; cada uno debe hablar su parte; entre todos se da un redondeo.
Taita Abelino Dagua, exgobernador
[Los guambianos llaman “gente grande” (numisak) a los antepasados venidos en el agua en el primer día. En el segundo, estos sembraron la autoridad, que constituye el centro alrededor del cual se conforman como una sociedad, y las plantas del conocimiento. Al beber su jugo, interiorizaron el sentido, el saber del mundo. Aún hoy, cuando nace un niño, se le da a beber el zumo de estas plantas].
Se narra lo que hizo la cacica mama Manela Caramaya
Cuando los españoles vinieron, llegaron investigando. Cogieron a los que vivían en Cajibío, que llamaban Novirao, y les enseñaron castellano. Con ellos preguntaron todo. Llamaron a los que más sabían y les preguntaron para saber todas las cosas sobre los guambianos. Cuando ya supieron bien, comenzaron a dominar, a poner los tributos, a organizar las cosas y la gente a su manera. Encargaron a los caciques que recogieran todo lo que ellos querían para llevar a Popayán.
Para venir de Popayán a llegar al plan de Nuyapale, el plan de la casa grande, el camino subía a la derecha del río Piendamó. Por él caminaba1 mama Manela. Ella fue a Popayán y la detuvieron, después la trajeron con el ejército. Querían que ella recogiera los tributos, y se negó. Amenazaron con matarla y tuvo que aceptar. Recibía de la gente las jigras, lanas hiladas, piedras de huso de hilar lana, mates de chicha, ollas de preparar chicha, piedras de moler, oro, fríjol rojo y amarillo, batata, papa, lenteja, arracacha, aguacate, piña. Al completar de recoger el tributo, lo llevaban a Popayán en diez o doce caballos. Los otros caciques tenían que hacer lo mismo.
Pero mama Manela Caramaya no quería que los guambianos siguieran viviendo tan pobres, haciendo sus trabajos para dar todo a los conquistadores. Y no quiso seguir entregando. Los españoles mandaron razón de que si no entregaba iban a venir y a matar a todos. Ella vivía llorando por eso, porque iban a venir a quitar todo, la tierra, los cultivos y animales y hasta la vida de la gente.
Cuando avisaron que ya venían los españoles, alistó todo. Mandó recoger mucho alimento para sus cuyes, mandó llamar a sus más allegados y avisó a los demás de nuestra gente, de los namuy misak.
Los españoles ya estaban muy cerca, pensando que iban a poder coger a la cacica y obligarla a que entregara sus riquezas, bautizándola. Pero ella, que vivía en el plan de Nuyapale, en donde tenía su casa, se fue a las peñas que hay allí, arriba de la casa de la hacienda de San Fernando, acompañada con sus familiares y llevando sus grandes cuyes negros. Abrió la puerta de la peña y entró con todos sus acompañantes; la peña se cerró detrás de ella y todos quedaron allí.
Así, los españoles no la pudieron agarrar, pero sí cogieron a los guambianos y los bautizaron; con eso, muchos de ellos se enfermaron por comer la sal del blanco, sal del Reino que llamaban los mayores. Esos muchachos, pobrecitos, al comer la sal en el bautismo y como nunca la habían probado, quedaron una semana sin deseos de bocado porque les supo fea y todos esos días pasaron vomitando, hasta que ya aprendieron a gustar cosas con el sabor de sal del Reino; ellos se llamaban por apellido, porque así les pusieron, Tumpé y Tumiñá, aunque nadie recuerda el nombre de cada uno.
A veces, cuando alguno pasa por el pie de esa peña puede oír chillar los cuyes de mama Manela. Otros dicen que si se pasa de noche en la Semana Santa, puede verse cómo se abre la peña y mama Manela sale a alimentar sus cuyes en el Nuyapale. Al cabo de un rato, se entra de nuevo y la peña se cierra otra vez, porque ella sigue viviendo allí dentro con toda la gente y con sus cuyes.
Los mayores dicen que mama Manela está esperando y que no ha olvidado a sus hijos, los guambianos. Cuando estos hayan recuperado de nuevo todos sus territorios, aquellos que habitaban a la llegada de los españoles, saldrá de la peña para vivir otra vez con ellos, para gobernarlos.
Va a venir cuando estas tierras estén todas en manos de los guambianos. Si hay extraños no va a volver.
Francisco Tumiñá Pillimué, de Pueblito, y Segundo Tombé y Francisco Muelas, de Mishampi, contaban así.
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De lo que hay que caminar para recorrer el caracol del tiempo
Mañana no es otro día, es el mismo que ha crecido y ha regresado, dicen los indios Hopi.
“El tiempo es como una rueda, que da una vuelta; es como un poto2 un aro, que vuelve al mismo tiempo; así es el camino que marca el sol sobre la tierra, así es la forma en que camina el kosrompoto, el aroiris3, cuando al voltear da un redondeo. Pero también es el caracol o el aroiris, que tienen tom, una articulación que relaciona todo y marca la época o el período. El tiempo va y vuelve, pasa y vuelve, pasa y vuelve. Y, en medio de todo, todo crece. La medida del tiempo de los antiguos es muy clara, cuando ellos dicen que va a venir el verano, ahí llega”.
“El mundo no se acaba, es como una cosa que al moverse no se mueve. Los mayores han vivido y trabajado para que nosotros estemos y haya una estabilidad. Todo lo que los sabedores tradicionales hacen es para calmar, para volver a la tranquilidad, y no para quitar o acabar nada”.
“El hombre es como el viento, si el viento sopla en una dirección, todo sopla en esa dirección”. En Guambía, el viento del este prevalece sobre el viento del oeste; de ahí nace la orientación de todo, hacia ese lado corre también el agua grande, Nupi, el río Piendamó.
En cada hecho que se recuerda y se cuenta está contenida la historia entera; este la manifiesta, pero, además, la conforma y la modifica. De ese modo la continuidad y el cambio se entretejen, asimismo la tradición y la transformación. No existen acontecimientos sin un sistema de referencia que permita reconocerlos, interpretarlos, pensarlos. Si tomamos algunos cambios es porque son claramente distintivos, porque marcan cada vuelta del tiempo, porque enseñan la dirección de las cosas.
Ubicar el lugar en que ocurrieron los orígenes o en que pasó cada suceso es fijar un centro y atar el tiempo, desarrollar una cronología que significa moverse por ese espacio, recorrerlo; el tiempo fluye, se desenrolla a partir de ese centro, ahí está amarrado el extremo del hilo. Pero ese tiempo se repite y confluye con el presente en la medida en que sigue estando ahí y es escenario de la vida de la gente, como el territorio, la gran casa.
En el pensamiento guambiano, al contrario de lo que ocurre en la llamada concepción occidental, el pasado está adelante, es merrap, lo que ya fue y va adelante; wento es lo que va a ser, lo que viene atrás. Entonces, lo que aún no ha sido viene caminando de atrás.
En el curso de la vida, los mayores, los anteriores, aquellos que ya pasaron, van adelante; ellos abrieron el camino e indicaron por donde hay que andar. Los guambianos de hoy van caminando tras las huellas de los primeros tatas, cuya obra aún no se ha acabado. Así debe ser con los que vendrán, aquellos que vienen andando atrás y por lo tanto no han llegado todavía, aquellos que llegarán después, en el futuro.
Pero los antiguos no se han ido para siempre, su hilo sigue atado al centro, que está aquí y ahora, en el territorio y en la vida actuales. Una vez cada año, en la época de las ofrendas, enrollan su hilo y vuelven para acompañar a los de hoy, para comer las comidas que se les ofrecen y traer las lluvias que harán germinar las semillas recién sembradas. Esos mayores, según dice la concepción tradicional, no están muertos, solamente se despidieron y se fueron al kansro, al otro mundo, pero siguen vivos y por eso pueden volver a acompañar en el momento de los grandes trabajos, de las mingas de comienzos de la preparación de la tierra para las siembras, de inicios del ciclo anual que coincide con la llegada de las primeras lluvias a mediados de septiembre.
Hablar la historia implica un discurrir que no es lineal pero tampoco circular. Es como una espiral en tres dimensiones, cuyo centro está en lo alto; los guambianos hablan de que es srurrapu, un caracol. Muchas piedras en varias veredas del resguardo están talladas con petroglifos; entre ellos hay una figura dominante: el caracol. Sencillo, doble, inscrito en círculos concéntricos, su presencia es manifiesta y repetitiva.
El sombrero tradicional de hombres y mujeres, el kuarimpoto, formado por una larga cinta —tejida con varias hebras— que se cose en espiral a partir de un centro, repite la figura del caracol. Los mayores pueden leer en él la historia, así como su visión de la sociedad en su conjunto y de la manera como las cosas están interconectadas. En él están marcados el origen del tiempo y del espacio. En su centro comienza todo y allí vuelve.
Pero el srurrapu, no es solamente un hilo que se desenrolla a partir del centro. Cuando llega a su extremo, a su límite, —pues siempre se mira como al interior de un círculo—, el hilo se enrolla de nuevo hasta llegar al centro. Si miramos bien, se trata de dos caracoles superpuestos, el que desenrolla y el que enrolla, y es posible desplazarlos para que aparezcan los dos, enlazados por el extremo del hilo como muestran algunos petroglifos.
Este ir y venir no se detiene nunca; una vez enrollado, el hilo vuelve a dar un nuevo desenrolle. Es como una permanente pulsación que recuerda el “pelo” de un reloj, que enrolla y desenrolla para marcar el transcurrir del tiempo sobre el espacio circular de la muestra. Así es la vida, así es la historia, así se recorren y se da su dinámica.
Aquí aparece con claridad una relación particular entre tiempo y espacio: el transcurrir se expresa por medio de recorridos espaciales, de movimientos que se dan sobre un territorio. Los cambios en el tiempo, las transformaciones socio-culturales se conciben como un desenrollar y enrollar el territorio y sobre él. Es decir que el tiempo no se manifiesta de un modo independiente del espacio. La existencia humana no se piensa en forma abstracta como ser en el tiempo; el propio verbo ser, como tal, no existe en el idioma guambiano. Siempre se es en una posición espacial determinada; se es sentado, acostado, colgado, viviendo en algún lugar, etc.
Vista de este modo, la historia guambiana es, en lo esencial, una historia de la dinámica territorial alrededor de la cual se mueven sus demás elementos. La historia está en el territorio y debe “leerse” en él.
El caracol tiene una orientación fundamental, se forma en dirección contraria a la de las agujas del reloj. Este es el sentido “natural”, así aparece en las enredaderas, en el crecimiento del fríjol, en algunos árboles cuyo tronco se divide para que, luego, una de sus partes se enrolle en espiral sobre la otra, etc. Esta orientación tiene un peso considerable en la vida cotidiana y también en el trabajo de los sabedores tradicionales. Aunque es posible encontrar caracoles que van en sentido contrario, pues la izquierda y la derecha siempre son relativas.
Tal como es la historia, así se la habla. El hablarla va y vuelve, siempre al mismo punto pero a un lugar distinto, da vueltas una y otra vez sobre sí mismo, desenrollando, luego vuelve al centro, al origen. Cada vez que recae sobre el mismo tema, sobre idéntico acontecer, amplía, aporta nueva información, un nuevo análisis o una profundización del anterior. Cada vez que el relato vuelve a hablar lo mismo, sabemos algo nuevo, entendemos de un modo más agudo el carácter de los hechos, comprendemos cómo son pensados, aprehendidos y, a la vez, creados por el pensamiento guambiano. Recorrer el caracol produce el efecto de un taladro: a medida que su espiral gira, profundiza, penetra más.
En este sentido, el srurrapu, no es, contra lo que ha planteado la mayor parte de los antropólogos, una metáfora, un objeto o elemento que reemplaza a otro por alguna suerte de relación asociativa entre ellos, sino un concepto; este no se expresa por un término abstracto, por una palabra, sino, en este caso, por la concha de un animal; es esa concha. Desde el punto de vista guambiano, el caracol, como el aroiris y muchos otros elementos materiales de la vida cotidiana, es el concepto; no se trata de que algo “sea como el caracol”, sino que “es el caracol”.
Sucede como en el mito. En su forma externa, en su envoltura, sólo encontramos relatos de acontecimientos, narraciones de hechos que ocurrieron en momentos y lugares definidos y a personajes concretos. Pero todos esos momentos, lugares, personajes, relaciones, acaeceres, son condensaciones de las categorías analíticas y de pensamiento de los indígenas. Son abstracciones que se manifiestan a través de lo concreto, pero no idénticas a la realidad específica y cotidiana, son cosas que ocurrieron, pero, a la vez, que no podían ocurrir, tienen la trivialidad de lo que sucede cada día, pero, al mismo tiempo, el carácter de lo extraordinario, de lo que no podría ser, carácter que precisamente marca su cualidad de algo que no es simple retrato de la realidad diaria, de la que se vive día a día. Retomando la expresión de Marx, podemos decir que son concretos pensados a través de lo concreto.
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[2]
AQUÍ SE HABLA UNA HISTORIA DE AGUA
La historia guambiana es una historia de agua. Nace de muy alto, de los páramos y del Pishimisak y baja hasta llegar al valle.
Los guambianos sabemos que somos de aquí desde siempre
Quien come sal del blanco, olvida todo lo propio.
Los guambianos somos nacidos de aquí, de la naturaleza como nace un árbol, somos de aquí desde siglos, de esta raíz. Nuestros mayores lo saben hoy como lo han sabido siempre; saben que no somos traídos, por eso hablan así:
Primero era la tierra... y eran las lagunas, grandes lagunas. La mayor de todas era la de Nupisu, Piendamó, en el centro de la sabana, del páramo, como una matriz, como un corazón; es Nupirrapu, que es un hueco muy profundo. El agua es vida.
Primero eran la tierra y el agua. El agua no es buena ni es mala. De ella resultan cosas buenas y cosas malas.
Allá, en las alturas, era el agua. Llovía intensamente, con aguaceros, borrascas, tempestades. Los ríos venían grandes, con inmensos derrumbes que arrastraban las montañas y traían piedras como casas; venían grandes crecientes e inundaciones. Era el agua mala.
En ese tiempo, estas profundas guaicadas4 y estas peñas no eran así, como las vemos hoy, todo esto era pura montaña, esos ríos las hicieron cuando corrieron hasta formar el mar.
El agua es vida. Nace en las cabeceras y baja en los ríos hasta el mar. Y se devuelve, pero no por los mismos ríos sino por el aire, por la nube. Subiendo por las guaicadas y por los filos de las montañas alcanza hasta el páramo, hasta las sabanas, y cae otra vez la lluvia, cae el agua que es buena y es mala.
Allá arriba, como la tierra y el agua, estaba él-ella5. Es Pishimisak, a la vez masculino y femenino, que también ha existido desde siempre, todo blanco, todo bueno, todo fresco. Del agua nació kosrompoto, aroiris que iluminaba todo con su luz; allí brillaba, Pishimisak lo veía alumbrar.
Dieron mucho fruto, dieron mucha vida. El agua estaba arriba, en el páramo. Abajo se secaban las plantas, se caían las flores, morían los animales. Cuando bajó el agua, todo creció y floreció, retoñó toda la hierba y hubo alimentos aquí. Era el agua buena.
Antes, en las sabanas del páramo, Pishimisak tenía todas las comidas, todos los alimentos. El-ella es el dueño de todo. Ya estaba allí cuando se produjeron los derrumbes que arrastrando gigantescas piedras formaron las guaicadas.
Pero hubo otros derrumbes. A veces el agua no nacía en las lagunas para correr hacia el mar, sino que se filtraba en la tierra, la removía, la aflojaba y entonces caían los derrumbes.
Estos se desprendieron desde muchos siglos adelante, dejando grandes heridas en las montañas. De ellos salieron los humanos que eran la raíz de los nativos. Al derrumbe le decían pirran uno, es decir, parir el agua. A los humanos que allí nacieron los nombraron Pishau.
Los Pishau vinieron en los derrumbes, llegaron en las crecientes de los ríos. Por debajo del agua venían arrastrándose y golpeando las grandes piedras, encima de ellas venía el barro, la tierra, luego el agua sucia; en la superficie venía la palizada, las ramas, las hojas, los árboles arrancados y, encima de todo, venían los niños, chumbados.
Los anteriores nacieron del agua, venidos en los shau, restos de vegetación que arrastra la creciente. Son nativos de aquí de siglos y siglos. En donde salía el derrumbe, en la gran herida de la tierra, quedaba olor a sangre; es la sangre regada por la naturaleza, así como una mujer riega la sangre al dar a luz a un niño.
Los Pishau no eran otras gentes, eran los mismos guambianos, gigantes muy sabios que comían sal de aquí, de nuestros propios salados, y no eran bautizados.
Ellos ocuparon todo nuestro territorio, ellos construyeron todo nuestro Nupirau antes de llegar los españoles. Era grande nuestra tierra y muy rica. En ella teníamos minas de minerales muy valiosos, como el oro que se encontraba en Chisquío, en San José y en Corrales, también maderas finas, peces, animales del monte y muchos otros recursos que sabíamos utilizar con nuestro trabajo para vivir bien.
Sus límites comenzaban en el Alto de Chapas, cerca de lo que hoy es Santander de Quilichao, de allí iban a la laguna de Chapas, bajaban al río Suárez y, después, pasando por Honduras, subían a Pico de Águila y a Tierras Blancas; bajaban a continuación por El Tambo, abrazando a todos los pubenenses, hasta llegar a Pupayán.6
De Pupayán iban, río Palasro (Palacé) arriba, a llegar a la cordillera de Totoró y pasar por Yerbabuena (montañas adentro por el lado de Malvazá), por las montañas de parentsik lostik kekau, selvas vírgenes llamadas también Kuskuru, y la cordillera de Guanacas.
Siguiendo el mismo hilo, colindando con Yaquivá, pasaban a Granizal, Boquerón, Piedra Ensillada, Peñas Blancas y Alto de Pitayó. Algunos comentan que comprendían también los altos de Mosoco, al otro lado de la cordillera.
Se iban yendo por el río de Pitayó a llegar a Jambaló, Lomagorda y Pioyá. De ahí, filo abajo, a Munchique, por cabeceras de Mondomo. De Munchique iban a Santander y a la laguna de Chapas, encerrando. Por esta laguna recorría el cacique en su silla de oro; cuando llegaron los españoles, la dejó en la laguna para que no se la robaran.
Grande, hermoso y rico era nuestro territorio. Los españoles lo fueron quitando, hasta arrinconarnos en este corral de hoy: el resguardo.
Los Pishau ocuparon todo este inmenso espacio, incluyendo la ciudad de Pupayán. La historia de los blancos dice que esta ciudad fue fundada por Belalcázar, pero no es cierto. Cuando llegaron los españoles ya la ciudad existía bajo el sol, creada siglos adelante por nuestros antiguos. Largas guerras, tremendos esfuerzos, enormes crímenes fueron necesarios para que Ampudia y Añasco vencieran al cacique Payán y le dieran muerte, tomando nuestra ciudad.
Pero Yasken y Kalampas los arrojaron de allí, haciéndolos huir hacia el norte, hasta Jamundí.
Más tarde, capitaneados por Belalcázar, enfrentaron de nuevo a nuestra gente, a los namuy misak, hasta derrotarla en una batalla que duró treinta días, realizada en Guazabara; murió en ella Kalampas. Aun así, el español debió conseguir refuerzos para vencer a nuestro cacique Piendamú y retomar la ciudad.
Así cayó Pupayán, nuestra ciudad, nombre que en la lengua de los wampi, la nuestra, quiere decir "dos casas de pajiza", significando la reunión de las dos mitades de nuestro pueblo en esa población.
La derrota lanzó a los Pishau, nuestros antiguanos, lejos de Pupayán. Más tarde también serían sacados de Silvia y arrojados de Cacique, en donde se habían refugiado, obligándolos a penetrar en lo profundo de las montañas.
De esta raíz, y en no se sabe cuántas generaciones, venimos los guambianos.
Arriba, muy arriba, guardando la tradición, quedaron arrinconados los Pishau; así los llamaron los que quedaron abajo, los guambianos de hoy, los que soportaron a los blancos. Los Pishau comían sal de lo propio, los de abajo comieron sal de los españoles, fueron bautizados.
Somos, pues, un pueblo que sabíamos de todo: labrar las piedras, cultivar de acuerdo con el movimiento de los astros, amasar el oro con plantas, ver el tiempo adelante y atrás. Pero hemos olvidado casi todo. Los españoles mataron a los caciques que tenían esa ciencia. Quién come sal del blanco también olvida todo lo propio. Un manto de silencio cubrió nuestro conocimiento.
Ahora, los historiadores de los blancos vienen a decirnos que las huellas de los antiguos que quedan en nuestro territorio no son de los Pishau sino de los Pijao, que fueron nuestros enemigos. Con ese cuento quieren arrebatarnos a nuestros anteriores, quieren cortar nuestra raíz y separarla de nuestro tronco para poder afirmar su mentira de que no somos de aquí.
Eso no es cierto. Los Pishau son nuestra misma gente. Nacieron de la propia naturaleza, del agua, para formar a los humanos. Ellos vienen de Pishimisak que los crió con sus alimentos propios.
Por eso, nosotros somos de aquí, de esta raíz; somos piurek, somos del agua, de esa sangre que huele en los derrumbes. Somos nativos, legítimos de Pishimisak, de esa sangre. No somos venideros de otros mundos. Los blancos... ellos son los venideros.
Así hablan nuestros mayores. Esta es nuestra historia.
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Acerca de lo que va del tatakollimisak al señor gobernador del cabildo
El consejo, korosrop, es como la comida, sin él se muere.
Mercedes Tumiñá Tombé
Antes del Colón, la autoridad guambiana era el Cacique, andaba con el bastón y manejaba todo dando el consejo de la experiencia. Con el Colón llegaron el castigo y el juete para la autoridad. Ya no se gobernaba y se orientaba a la gente con el consejo, ahora daban juetazos según la gravedad de la falta; así se enseñó el Cabildo. Algunos se ahorcaron o se tiraron al río por pasar la vergüenza de haber recibido el castigo del juete.
El principal era el cacique central, alrededor de él estaban los otros caciques, volteando para encerrar; allí se encierra con tom, allí se articula la globalidad de un territorio. El cacique central llegaba a las veredas y volteaba —recorría— por ellas con los caciques secundarios, para dar el sentido de los territorios que se cobijaban y fijar sus límites con otros pueblos.
En Pupayán, el Cacique trabajaba en común; otros caciques se relacionaban con él. Había mingas de cacique que no eran para el provecho personal sino para el bien común; su producción se repartía cuando llegaba alguna escasez.
Toda esta historia está guardada en el sombrero propio, el kuarimpoto, que camina en caracol, como la concha del caracol. Mayá es el punto en el centro del sombrero, allí hay uno, el centro, un cacique. Allí está uno que dirige, que ve todas las cosas y que va girando alrededor, encontrando muchos caminos y organizaciones. Cuando llega al extremo del sombrero, el cacique Payán llega al extremo del territorio, de la casa de los guambianos; pero no se sale de este extremo, no se desprende porque va unido con un tom, con un hilo, y va volteando otra vez para encontrar el centro, se devuelve por el mismo hilo hasta llegar al centro.
Allí es el centro de la casa, en el fogón, en la candela. Cuando los hijos nacen, están reunidos en sus banquitos alrededor del fogón, oyendo a los mayores que dan el consejo que viene de la experiencia. Cuando crecen salen a buscar mujer. Muchos van lejos y decimos que pichip mento kun (desenrollan el hilo); cuando regresan, se dice kirrop mento kun (enrollar otra vez el hilo).
Las familias son un capullo invisible que se forma de un hilo muy fuerte, envuelto y que nunca se rompe. No importa que la gente se vaya muy lejos y por muchos años, nunca deja de pertenecer pues siempre sigue estando unida por ese hilo. En el fogón está el centro.
Esta tierra es como un sombrero de lo propio, kuarimpoto, que flota sobre el mar. Los anteriores vivían allí. En su centro, estaba la laguna. Una vez, de kosrompoto macho, de aroiris macho, salió una luz como amarilla, amarilla, que se veía como una estrella y cayó sobre aroiris hembra, que estaba debajo; así se juntaron y debajo de la hembra, pegado a ella, salió aroiris hijo. La luz siguió derecho para abajo y caía en la laguna; esa luz era un sombrero propio, con el color del kosrompoto, que tapó la laguna. Así duró varios días y la gente tuvo miedo, pues pensó que la luz podía romper el mundo y que el agua entraría por el hueco e inundaría la tierra. Después de un tiempo, la luz no cayó más. Venía mucho el páramo y después se apareció un derrumbe que arrastró una creciente muy grande. En esa agua venía un niño que los mayores sacaron abajo. Cuando se creció, fue un cacique, la autoridad de nosotros.
En Pupayán era el centro del yautú puyá payá; los caciques o cacicas unidos existían allí. Estaban unidos entre caciques, también lo estaban con los indígenas de aquí, de estas tierras: guambianos y pekmisak, los paeces, (pek quiere decir gentes de otra casa, de otro apellido). Trabajaban todas las sementeras y guardaban todos los productos en la casa de los caciques, Pupayán. Y de allí mismo se repartía cuando había una hambruna o una escasez, pues había una unidad. Todos vivían bien, unidos entre todos.
El cacique Payán, con los caciques de Cajibío, Chimborazo, Chisquío, Usenda, Ambaló, Nuyapale, Tunía, Pishitau, Atiku, Piendamú, eran la unidad. La cacica Micaela vivía en Nuyapale. Alrededor de los caciques se encontraban unas mingas, todos se ponían de acuerdo para ver el territorio y poner los límites.
Los caciques se nombraban para cuatro años y los que salían quedaban como ayudando, como un Consejo, quedaban de consejeros y ayudaban a hablar en los matrimonios con su experiencia. Para elegir al cacique no se miraba el vestido sino el manejo, se miraba si aplicaba el mayelo, el latá-latá, el linchap. Esos eran los caciques que venía de tiempo adelante, nosotros venimos atrás de ellos.
Ellos eran los tatas de la gente de nosotros, las cabezas de esta familia. Venían por el agua, salidos de los derrumbes, y la gente los sacaba para que enseñaran y dieran la autoridad y la multiplicación. En las palabras con que llamamos a nuestros mayores, a los abuelos más ancianos se les dice los caciques del agua, los abuelos del agua; ellos son los tatasde cada familia, los mismos para todos nosotros. El cacique era, pues, tatakollimisak.
¿Por qué los anteriores dicen tata al gobernador del Cabildo? Porque es la palabra grande que abarca todo; él tiene que ver a todos los guambianos, malos o buenos, porque son gente de él. Los primeros capitanes, —los antiguos y no aquellos venidos con los ejércitos de las guerras civiles—, así como los caciques, son nacidos del agua. El gobernador está reemplazando a los caciques.
Hay quienes no entienden por qué el gobernador es tata. Pishimisak es el papá de todos, la mamá de todos. Los hijos de Pishimisak venían en el agua. Es el principal padre de todos, la principal mamá de todos. No hay otro, no hay otra. Al cacique se le va a decir que es mi papá, mi mamá. Se le dice tatakollimisak, que es mi papá de razón, de respeto, que es un mayor de experiencia.
Después vinieron los hijos de los caciques, los capitanes. Y del capitán, de los primeros capitanes, se pasó al gobernador. Entonces le decían tatakollimisak, que es el papá de todos los de aquí, que viene de Pishimisak. Desde allá viene un sólo padre para todos. El Cabildo es como el “ministro” de Pishimisak. Al recibir las varas del Cabildo se hacía un refresco a la casa del gobernador, no al gobernador sino a su casa. Hoy ya se ha perdido esta idea.
La gente comenzó a olvidar, adentro empezaron la división y las peleas. Y los guambianos hablaron de tata guberna. Los gobernadores dijeron que por qué me llaman kollik, que yo no soy viejo, que viejo es una ruana deshilachada que no sirve para nada, y les dio vergüenza. No entendían que no es viejo sino mayor en la experiencia, alguien que puede dar consejo; pero ellos daban juete y se olvidó el consejo. Y la gente les habló diciéndoles tata gubernadur.
Otros que vinieron después tampoco tenían cabeza para entender, dijeron que no me diga tata, mire que tata es su papá y su mamá. No entendían que no es tata de la casa pequeña, de la familia pequeña de la sangre, sino del territorio y de todos los namuy misak. Y la gente les habló: señor gobernador. Y así se perdió el hilo de la autoridad propia, no se encuentra el camino.
Este proceso resultó cuando entraron nuevas formas de autoridad, venidas de afuera, al seno de la sociedad guambiana. La República consolidó el Cabildo para desplazar a los caciques, que habían logrado mantenerse durante todo el período colonial. La intención era extinguir toda forma de autoridad propia guambiana y crear un gobierno absolutamente títere.
Los guambianos lucharon por apropiarse este elemento nuevo como una forma de autoridad propia o, mejor, lograron usarlo en ocasiones para conseguir algunos de sus intereses, dándole así un carácter dual, ambiguo: unas cuantas veces lograban ciertas reivindicaciones por su intermedio, las más servía a los fines de terratenientes, curas y politiqueros en contra de los mismos guambianos. Incluso, por un tiempo consiguieron mantener una versión restringida del cacique bajo la figura del gobernador, reeligiéndolo por constantes sucesivos períodos; así lo entendió el gobierno en los años veinte del siglo pasado, cuando obligó a que se cambiara anualmente como mecanismo para contrarrestar la situación.
En 1979, el trabajo que un grupo de dirigentes guambianos realizó entre todos los namuy misak logró “recuperar” el Cabildo y ponerlo al servicio de la lucha por la tierra. Todo bajo el criterio de que es la máxima autoridad, de que se trata de un “cuerpo del Cabildo” del cual el gobernador constituye la cabeza.
Desde entonces, también el gobierno colombiano busca recuperarlo, presionándolo a que se encargue casi exclusivamente de los asuntos de la relación entre guambianos y entidades oficiales, consiguiendo que descuide el trabajo interno y magnificando el papel del gobernador frente al resto de los miembros del cuerpo cabildante. Poco a poco la cabeza se ha ido haciendo todo el cuerpo y cada día el Cabildo pierde autoridad entre su gente.
Entonces, ¿en qué ha venido quedando la autonomía de los caciques con el pequeño cabildo de la ley colombiana? El mayelo, el latá-latá, el linchap se van perdiendo.
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DE LO QUE PASA CUANDO LA GENTE PISHI SE CALIENTA
La amapola es caliente, bastante caliente. Las hojas son lo más caliente. La savia es toda caliente.
Se dice lo que nunca entendió José Gregorio Palechor, gran dirigente del CRIC
En la concepción guambiana toda la vida está ligada a una delicada y substancial relación entre pishi, frío, y pachi, caliente, con la determinación del primero de estos principios sobre el otro. Todo lo que está relacionado con el sol, la luna, el agua, la noche o Pishimisak es frío. El cuerpo humano, en especial la sangre, está ligado a lo caliente. Para que el cuerpo esté sano debe estar chishshik, ni frío ni caliente, en equilibrio entre lo frío y lo caliente; en este estado, el cuerpo tiene fuerza, es resistente a la acción de los elementos fríos y calientes del medio, sobre todo las plantas. La acción de un exceso de frío o de calor sobre el organismo lo trastorna y lo enferma. Cuando eso ocurre, es necesario llamar a los sabios tradicionales para que trabajen7 en restablecer las condiciones “normales” de vida.
Esto es así para las personas, pero también es cierto para el conjunto de la comunidad y de la vida social.
Los guambianos son hijos de Pishimisak. Este ser de las tierras altas y frías, de las sabanas del páramo, es a la vez él y ella. Y es el dueño de todo. En la traducción moderna al castellano, los jóvenes han pensado que pishidebe comprenderse únicamente como frío y que, por lo tanto, Pishimisak quiere decir gente de lo frío. Recurrir a los mayores muestra que esta traducción es en extremo parcial y sólo retoma la significación más simple y más directa del concepto pishi. En la discusión que adelantan los guambianos en el proceso de recuperación de su historia, los mayores han hablado para indicar que pishi tiene un contenido muy grande y abarca muchas cosas, pero que sobre todo hay que tener en cuenta su sentido de tranquilidad, de calma, de paz, de que las cosas están como deben ser, van en la dirección correcta y no hay problemas.
El papel de los sabios tradicionales, de las autoridades y de los mayores es el de mantener este bienestar social, esta calma, esta situación de tranquilidad. Y el de todos los guambianos es hacer las cosas como deben hacerse para que la estabilidad no se rompa y todo esté en paz, bien, sin conflictos.
Así es el agua de las lagunas, de donde proviene la vida. Cuando todo está bien, las lagunas están tranquilas, su superficie en calma, nada agita sus aguas, que brillan tersas como espejos. Si algo va mal, cuando alguien causa problemas, cuando no se cumplen las prescripciones, si algunos recorren el páramo sin tener en cuenta las acciones necesarias para hacerlo en paz, la laguna se enoja y se pone brava, sus aguas se encrespan, la nube baja y envuelve todo, el páramo viene con fuerza y golpea inclemente, el viento ataca con violencia y el rayo deja oír su grito. El Pishimisak se ha enojado y es necesario hacer refresco, refrescar con la alegría del Pishimisak —una planta del páramo—, para restablecer la calma.
Los guambianos son gente pishi, gente de paz, frescos y tranquilos. Por eso, antes del inicio de la lucha de recuperación muchos los malinterpretaron y los acusaron de ser vendidos, aliados de los terratenientes, los curas y los politiqueros, de no haber luchado jamás. No entendían su verdadero carácter, su frescura, pero tampoco su necesidad de restablecer las condiciones de estabilidad social y personal, aquellas que permiten que las cosas sean como deben ser.
Cuando los guambianos fueron a la lucha, todos se sorprendieron de su tenacidad, de su vigor y de su fuerza, de su decisión de llevarla hasta su conclusión a como diera lugar, de que se enojaran y se hicieran bravos, como el páramo, como las lagunas, como el Pishimisak, de que lucharan enconadamente, sin ceder, hasta ganar. A tal punto que algunos observadores externos concluyeron que “ser guambiano es ser luchador”.
Recuerdo aún a José Gregorio Palechor, dirigente del Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC, en la Primera Asamblea del Pueblo Guambiano en 1980, cuando los guambianos expresaron su voluntad de luchar para recuperar las haciendas arrebatadas por los grandes terratenientes. Recogiendo la antigua y difundida falacia, Palechor habló de cómo los guambianos nunca habían luchado y, alzando su jigra con la mano derecha, manifestó su convencimiento de que “nunca lograrían recuperar ni una sola jigradita de tierra”.
Francisco Yalanda, un mayor de conocimiento, cuenta que un día la gente no pudo más y se decidió a recuperar, ya no por el sistema de intentar comprar las tierras a los terratenientes, sino “por la lucha”:
“En la hacienda de cría de toros de lidia de las Mercedes, que hoy se llama Santiago, en la primera ocasión entramos a recuperar como 600 y estuvimos trabajando todo el día. Pero la mayoría eran puros muchachos. En las veredas, la gente decía que de pronto matan a los mayores, y la mamá decía que entonces no va a haber remesa, no va a haber trabajador, es mejor mandar a los muchachos porque ellos son los que necesitan tierras. Si los matan, los mayores van a quedar y va a haber más hijos, decía la gente; si matan a los mayores se va a perder la experiencia, ¿cómo vamos a recuperarla? Tanto sacrificio lo hicieron los más pequeños”.
“Como a las tres de la tarde llegó el hijo del terrateniente y dijo que venía a arreglar a las buenas. Y lo recibimos por brutos, por la ignorancia de uno. Dijo que hiciéramos la reunión allí donde estábamos picando, en el plan de la casa vieja y, en eso, nos acorralaron los policías subiendo por el filo, acercándose poco a poco, cercándonos. Cuando llegaron a veinte metros, dijeron que les damos dos minutos para salir. Se acercaron a diez metros y le dijeron al terrateniente que estaba con nosotros: sálgase, sálgase, que vamos a quemar. Ya estábamos en medio de la muerte, no pensábamos ni salir ni correr, sería la muerte que nos dejó aquí. Yo dije: por qué vienen a molestar aquí, estamos en nuestra tierra propia, ellos están mintiendo cuando dicen que son los dueños porque las eras no se han borrado todavía, todavía las eras están vivas, son de nuestros antepasados, la tierra no es de ustedes, las eras las han hecho nuestros abuelos y no se han borrado; están vivas”.
“Pero la gente no sabía que una lucha así es un sacrificio. Al otro día vino la tropa y nos corrieron con los fusiles hasta arriba. Con empujones, con golpes, con fusiles nos hicieron humillar; pero así, con humillación, la humillación se fue. Hoy trabajamos y vivimos en las tierras de las haciendas de esos que se decían los dueños”.
Al oír esta historia de Francisco, recuerdo que un mayor se refirió un día a la recuperación de las tierras como “pisar terrateniente”. Y recuerdo también que la noche en que se celebró la culminación de la toma de la hacienda, los guambianos bailaron en fila, recorriendo las tierra recuperadas como una gigantesca serpiente que iba detrás y al son de los músicos tradicionales, para que “la tierra conozca que otra vez somos los guambianos los que la pisamos, los que la ocupamos”.
Subo a Santiago a visitar a don Lino, un guambiano que fue mayordomo de la hacienda y que, a la hora de la recuperación, jugó un papel importante junto a su pueblo. Ahora, don Lino vive en su propia casa, todavía en construcción. Cuando llego, está repellando las paredes y poniendo barro al tumbado; le comento en broma que cuando termine no va a tener en donde sembrar pues se habrá gastado toda la tierra en su tarea. Riendo también, pero con verdad, me responde que no será así, ya que él aún sigue recuperando. Y me explica que los adobes para levantar su casa y el barro que ahora emplea están hechos con la tierra de las viejas paredes y los derrumbados techos de la casa de la hacienda, ahora en reparación para ser usada por los guambianos como escenario para sus grandes reuniones y para su museo-casa de la cultura. Pienso que tiene razón y caigo en cuenta que don Lino está recuperando hasta el último grano de tierra guambiana de que se habían apoderado los terratenientes.
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“No nos trajeron la amapola sino la compra de la goma, pues la amapola era silvestre”, o del día en que Felipe descolgó su afiche de amapolas, publicado por las monjas de San Pablo
Felipe, el maestro, tiene una posición en contra del cultivo de la amapola. En la actualidad, él considera que se trata de la fuente primaria de todos los males que acosan a la sociedad guambiana y que, aparentemente, amenazan con descomponerla por completo; dice que es la obra maestra del demonio para acabar con los guambianos. Todo el tiempo hace el ejercicio de buscar en su cabeza el momento en que comenzó su introducción y los agentes y lugares de la misma.
Pero se trata de una tarea imposible. Muchos mayores recuerdan la presencia de la amapola en Guambía desde hace más de cincuenta años y saben que sus primeros cultivos, como flor de jardín, estaban en los alrededores de las casas de las haciendas y en las huertas de algunas escuelas. En esos sitios, en ese tiempo, la amapola era una flor buena y hermosa. Otros mayores hablan de su existencia como una planta silvestre, que aparecía en algunas tierras que se dejaban en descanso después de las siembras de varios años y aportaba sus nutrientes en el proceso de reconstitución de la capa vegetal y de la fertilidad del suelo.
Un día, unos afuereños llegaron anunciando que esa planta daba una leche y que ellos la podían comprar; y comenzaron a hacerlo. Y la pagaron a muy buenos precios. Al ver esto, algunos guambianos comenzaron a sembrarla, trayendo las semillas mejoradas de otras partes.
Con un ingreso ostensiblemente alto con relación a los productores de los cultivos tradicionales, estrangulados por los intermediarios y los mercados cautivos de la cebolla, el maíz y la papa, asfixiados por la escasez insuperable de la tierra, los guambianos cultivadores de amapola lograron comenzar a satisfacer sus necesidades, tanto tiempo frustradas, de comprar y consumir aquellos objetos que la educación escolar, la vida de los centros y de los pueblos, los programas de las agencias oficiales, la televisión, el contacto todo con el mundo blanco, les habían mostrado como apetecibles, como la cumbre de la “civilización”.
Y así, de paso y sin proponérselo, los guambianos comenzaron a sacudirse la otra cara de la humillación, impuesta por los silvianos y otros blancos con la ostentación de los objetos de consumo. Ser indio ya no quiere decir no tener carros, ni motos, ni equipos de sonido, ni televisores en color, ni ropa suficiente, ni casa adecuada, ni, sobre todo, leña para cocinar y calentarse. La amapola dio el acceso a todo esto, permitió el pleno ejercicio de la mentalidad y el deseo de consumo individual que la dominación había venido creando entre los guambianos durante quinientos años: consumir es ser rico, ser rico es consumir, y mientras más suntuario y extravagante el consumo, más rico se es. Pero, por supuesto, esta nueva situación ya ha creado problemas, contradicciones y enfrentamientos entre los guambianos.
Cuando algunos noticieros de televisión, en un evidente intento por desacreditar las luchas guambianas y las posiciones del movimiento indígena del cual hacen parte, iniciaron una campaña para mostrar a los guambianos como malvados cultivadores de amapola, el gobernador del cabildo dijo: “amapola ha habido siempre por aquí, ese no es el problema; lo que ha traído dificultades es la compra de la goma y ese mercado viene de afuera; si los blancos quitan los compradores, todo se soluciona. El problema también es de la falta de tierra para sembrar y de los precios tan bajos que se nos pagan por los productos que llevamos al mercado, si nos entregan la tierra y nos dan precios que permitan que la gente pueda vivir, el problema de la amapola se acaba”.
Un día, Felipe, el maestro, estaba en clase con sus niños. De pronto, como tantas otras veces, levantó la cabeza hacia la pared de su salón y vio con horror un afiche que llevaba años allí colgado y que siempre le había parecido hermoso. Con espanto comprobó que las encarnadas flores junto a las cuales jugaban dos niños angelicales eran amapolas. Se vio a sí mismo como un propagandista del cultivo maldito y, con afán y desconcierto, descolgó el afiche que apreció por tantos años, “inocentemente” publicado por las monjitas de San Pablo... y lo botó.
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[4]
ENROLLAR Y DESENROLLAR EL TERRITORIO
Donde se aclaran la ocupación de Pueblito y las luchas contra el tigre, el oso y el cóndor
Ya han pasado ocho generaciones desde que los antiguos guambianos se encontraron e intercambiaron sus trabajos, sus comidas y sus mujeres.
Anteriormente los guambianos vivían en lo caliente, por los lados de Santander de Quilichao, de Carpintero. Y se fueron viniendo para acá, a estas tierras. Venía uno de los anteriores que era llamado Binto y que después lo nombraron Angulo Tumiñá. Los Daguas también venían con Binto; un tal Celino Dagua.
Binto fue viniendo hasta llegar a Atiku, que ahora llaman Murales; vivió en Atiku. De allí se vino con un hijo, Higinio, y poco a poco llegó hasta Piendamó; y Binto ya vivía 100 años; esa es la primera generación. Con él llegaron los Murales, que en esa época se nombraban Atiku. Los de Pishitau, es nombre de Tunía, que no es nombre español. Había caciques en Pishitau, Tunía y Ushendau -nombres de los árboles de yarumo, usretsilo o carirrucio, que sirve para hacer escobilla.
Los hijos de Binto subieron para Usenda con otros indígenas guambianos: Eusebio y Bernardino Jempuel8, Manuel Jesús y Faustino Kalampas, junto con los Ulluneses; algunos de éstos siguieron para Jepalá. Por Usenda vinieron encontrándose con algunos Chirimuscay y Jempueles. También venían otros, unos de Mondomo, Serafín Dagua y Florentino Chavaco, que tenían tierras que no eran compradas sino propias.
Siguieron subiendo hasta que llegaron a Kallimkullú. Unas veces volvían a lo caliente y después regresaban a trabajar otra vez por aquí. Contaban que venían socolando, descubriendo las montañas, derribándolas. Binto ya vivía 150 años.
De Jebalá, los Ulluneses siguieron a Ampalú; con ellos caminaron los Pecheneses. Cuando llegaron, encontraron grandes árboles en una montaña cerrada, por eso pusieron el nombre de Ampalú. Son los mismos guambianos, aunque ahora hay gente que dice que son ambalueños. Cuando los anteriores llegaban a una parte, ponían los nombres según las cosas que iban encontrando, por eso parece que son distintos, pero son los mismos guambianos.
En Silvia querían hacer un pueblo en donde sonara la campana, primero hicieron al lado izquierdo del río, en el punto que llaman de Manchey, pero la campana sonaba como opaco, mal. Entonces pasaron para el otro lado y sonó bien; allí hicieron el pueblo de Wuampía.
Venían otros compañeros de la misma gente, de los mismos guambianos. Los Pajas eran nativos de Mondomo; junto con los Tumiñases se quedaban en Silvia y en las montañas que había por las cabeceras del Tablazo. Otros iban por Salado. Ventura Paja llegó a Tablazo y pasó a donde es el Núcleo Escolar.
Los Motes, unos que eran blancos y venían presionando, pasaron a Wuachitolo, en donde estaba el templo antiguo con la campana de nosotros, y empujaron a los Pajas a Cacique y a Tranal. Algunos Pajas venían pasando por el lado de Cacique y algunos otros al Chimán. Subiendo por Puente Real venían, juntos con Custodio Tumiñá, los Ulluneses, los Kalampases, que se fueron a Cacique. Derecho, aguas arriba por río Piendamó, llegaron hasta Pueblito.
Los hijos de Binto trajeron de Atiku dos mulas y dos caballos, uno de montar y tres con carga de caña y pusieron un trapiche de mano en Kaullimaytaro para sacar guarapo para los trabajadores. Allí se ven todavía los planes de la casa. Sacaban guarapo y lo dejaban fuertiar y luego lo refinaban, y mingaban para derribar y socolar montaña.
No venían solos, sino que traían a sus mujeres para ayudar en el trabajo y con la cocina. La de Higinio se llamaba Santa Pullimué. Desde esa hora vinieron los Dagua. Los Tumiñases cogieron un lote por Cumbre y los Dagua por arriba de Mishampi. Los Murales cogieron por los Altares. Después vino otro hijo, Custodio Tumiñá, nacido en Piendamó.
Cuando venían por esas guaicadas, oían gritar gritos diferentes a los de los animales y tenían miedo. Iban subiendo por Chillikkulli, por un puente de pasamano; y socolaban y, cuando comenzaban a derribar, gritaba como gente y bramaba y tenían miedo.
Fueron a mirar quebrada arriba y encontraron una peña alta y en ella cuevas del tigre y el oso y cuevas de cóndor, animales bravísimos que olían a la gente y salían a amenazar con comérselos o matarlos.
Custodio e Higinio se volvieron por un tiempo a Carpintero. Cuando regresaron, los animales no dejaban trabajar. Se tenían que ir temprano para que no salieran de sus cuevas a comérselos.
Trajeron más gente, como a Francisco Dagua, que vino a acompañar, y le aconsejaron que cogiera tierra para hacer trabajaderos. Francisco cogió por Peña del Corazón, toda esa planada hasta subir a Yashkullí; cogió con uno de los Murales. Por eso, en esas guaicadas quedó dueño uno de los Murales, junto con los Dagua. Y subieron a derribar montaña con varios compañeros, pero el tigre, el oso, el león y el cóndor amenazaban con comérselos.
Trabajaron seis meses aquí y después duraron casi un año sin trabajar. Al cabo de un año volvieron trayendo un arma especial, un palo de chonta, que era el arma de los anteriores y se llamaba ul. Ese palo traía sacada una punta en forma de lanza muy aguda. Tumbaron un árbol, lo arquearon atándolo con bejuco de pulotsí y le amarraron el ul, le pusieron sombrero de caña, ruana chumbada y una capa de paja para la lluvia llamada tsitse. Vestido como guambiano, quedaba medio inclinado en la dirección en que salían el tigre y el oso. Después de poner la trampa se vinieron a la molienda en el Kaullimaytaro. Era cerca de las cuevas del tigre y ellos decían que tenían miedo.
Al otro día, se asomaron y el tigre estaba ahí, clavado. Creyó que era gente y brincó y se clavó por los ombligos y la chonta le salió por la espalda. Así cogieron al tigre.
Pero el oso no caía sino que les dañaba la trampa. Se arrimaron a la peña y colocaron más trampas, hasta que finalmente cayó el oso y quedó ensartado.
El cóndor también molestaba. Viene y, si uno le grita, se va a mingar, a traer más cóndores para comerse a la gente. ¿Cómo cogerlos, si vuelan en el aire?
Después de un tiempo resolvieron el problema de otra manera, con una trampa papagayera. Uno subía y le gritaba y otro esperaba escondido con un garrote. Cuando el cóndor venía a picar a la gente, le pegaban y lo mataban. Buscaban las cuevas del Cóndor y las encontraron por donde hoy llaman la Kunturia. Allí ponían una trampa de un tejido templado entre los árboles y el cóndor quedaba cogido como en una red.
Las plumas, la manteca y la carne valían miles de pesos. Las espuelas servían para los gallos finos, la manteca para curar lesiones y las plumas para sacar muelas sin médicos ni inyecciones, se chuzaba alrededor de la muela y al tiempo caía sola.
Invitaron más gente para que viniera a trabajar y vino uno de nombre Chillikirá (Chillik quiere decir un barrial; kira se dice cuando uno se cansó y le duele la espalda o la cintura. Es posible que Chillikirá se refiera a uno que se cansó cuando venía por el barrial, por Chillikkulli). A esa hora ya estaban formado los curas o párrocos, ya venían como bautizando y a Chillikirá lo nombraron para que hiciera la fiesta. Los de antes tenían nombres: Yalantas, Tumiñases, Tumpeses, etc. Cuando llegó el cura, se los cambió por apellidos.
El primer caserío se formó porque los animales no dejaban pasar para arriba. Eran cuatro casas y le pusieron Pueblito. Era un nombre de mucho antes.
Los primeros que descubrieron las montañas eran Higinio Tumiñá, los hijos de Binto y los Murales (Agustín, Trino, Esteban, Joaquín, Antonio y Felipe); eran los primeros. Casi todos llegaron allí. Después aparecieron los Tumiñases. Higinio era mayor, Custodio era joven. Venían Yalantas acompañando, linchap, y Atanasio Dagua y uno que era de Pishitau.
Binto ya vivía como 180 años, era muy anciano. Traía chocolate para tomar de día. Custodio e Higinio ponían la panela. No tomaban café; unos tomaban chichas de aguacate y chirimoya y otros chocolate; a veces tomaban por la mañana y otros días por la tarde. En el día comían maíz tostado, molido y remojado en aguadepanela, o comida de sal con cebolla de los antiguos.
Los Tumiñases venían por las guaicadas cerradas, tumbando monte. Al llegar por Kallimkullú encontraron rastros de gente, pero no sabían quién era. Al llegar al plan de Cumbre, al pie de Pueblito, oyeron silbar de lejos, en las alturas, pero no sabían qué era.
Por esa época en que ellos llegaron, el cacique Pellar —luna— vivía en lo alto, atrás del plan de los Ulluneses, hacia el Alto del Achi. Las vegas del río eran pura montaña cerrada y allí no vivía nadie; por eso la gente vivía en los filos más altos. Por las guaicadas no se podía pasar porque eran montañas cuajadas.
Higinio Tumiñá invitó más gente de Murales a que viniera y soplaron candela, y, al ver levantar el humo, se vinieron los otros de arriba y se fueron descubriendo, encontrando. Con la sopladera de candela se encontraron.
Después de un tiempo, los de abajo se fueron a cosechar lo que tenían sembrado en otra parte y los de arriba se subieron a sus lugares y dejaron de encontrarse.
Eran los mismos guambianos pero tenían distintas comidas y se invitaron a comer sus comidas. Era la misma lengua. Todavía hay eras de cultivo de los antiguos en el Alto de la Chorrera. Tienen una brazada de ancho. Había aljibes, que todavía se encuentran en los altos.
Cuando los de abajo subieron otra vez, encontraron al oso y al tigre y al cóndor y tuvieron que vencerlos. La vara de chonta que trajeron se llamaba ultsik, que es una vara derechita; ul también quiere decir culebra.
Pero, allá arriba, en los filos, vivía otra gente. Había un hombre, un tal Casiano. Vivía en un plan grandísimo, junto con sus hermanos, uno que llamaba Tata y una hermana, Tesha, y otro que llamaba Teban, que debe ser un nombre de los anteriores. Hoy, las familias de ellos tienen casas para trabajar en el Alto de Chakpala, que es un plan muy grande.
Allá arriba vivía Casiano, cacique de antes de Colón. Casiano bajaba para charlar con Binto. Se intercambiaron su trabajo, unos subieron y otros bajaron. Binto trajo la caña e hizo guarapo. Casiano vino a una minga y se entrevistó con Binto Tumiñá e intercambiaron comida. Después se casaron unos con las mujeres de los otros.
Higinio Tumiñá trajo a Atanasio Dagua. Casiano bajó de La Chorrera con su familia y encontró un cura que lo bautizó Luciano Murales; el sitio donde él vivía quedó con el nombre de Muraleschak, que era antes de Pueblito. Los españoles lo bautizaron y así le pusieron. Pusieron nombres de blancos a toda la gente, los cambiaron con el bautismo. Fueron los primeros que se sometieron a la religión y aceptaron pagar los diezmos. Y fueron apareciendo Tumiñaschak, Yalantaschak y los planes de los otros que vinieron.
Había un Chillikirá, que trajo la trampa de ul. Para poder pasar, rompió para arriba, hacia Campana, tumbando montañas. El cura, en una misa, le puso Montano, porque iba socolando montañas.
En las partes altas, además de Casiano y Pellar, estaban tata Limeta y mama Illimpi, que eran de Pikotsutsichak, en Cumbre Alta. Alguien vivía al pie de la peña de Pueblito; se llamaba Mon, hojas de col; no se sabe si era hombre o mujer. Y vivía Paumpaun, hombre, que era uno que tocaba tambor, según habló un abuelo. Shari era una mujer que lo acompañaba, pero no se sabe si era hermana, esposa o qué. Tata Illimpi fue un cacique de antigua, muy arriba, en Piedra Grande, en Ñimpi. Los guambianos no son de una sola parte, sino que venían de varias partes y aquí se encontraron.
También resultaron unos Tunpalases, que, a la hora de bautizar, pusieron Manuel Tunupalá. Custodio Tumiñá era pareja de generación con Atanasio Dagua. El papá de Atanasio era Ignacio Dagua, que vino de Carpintero, como los Daguas.
Antes de Binto eran los nombres propios porque no había blancos. Binto duró más de 180 años; es una generación, no tenía apellidos. Higinio Tumiñá duró 100 años y es la segunda generación; hijo de Binto. Custodio Tumiñá murió de 150 años; es la tercera generación. Vicente Yalanda, vivió 79 años, es la cuarta. Después venimos las tres o cuatro generaciones que vivimos ahora. Ningún guambiano ha podido remontar más allá de estas generaciones.
Solo Pedro Ulluné dice que él pudo remontar a 12 generaciones. Raimundo Ulluné ocupó las tierras por la Peña, cuando vino con Custodio Tumiñá. En los sitios de vivienda de los Ulluné y los Tumiñá han pasado 8 generaciones.
Así contaba Custodio a Vicente Yalanda.
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Historia de lo que hicieron los terratenientes para apoderarse del Chimán y de cómo se fue perdiendo la tierra propia
Los pastos de las haciendas eran sagrados, era delito tocarlos.
Taita Lorenzo Muelas, exconstituyente, exterrajero.
Benilda Morales, antigua terrajera que ahora vive en el municipio de Morales, narra la historia:
“El camino antiguo para bajar del Kausro a Silvia era por aquí arriba de Santiago. No había puentes. En el río, antes de que se construyera el puente del terrateniente Rafael Concha, había pasadero de caballos por donde hoy es el Hotel de Turismo en Silvia. Mi familia quedó de terrazgueros de Concha, quien hizo el puente y el Molino El Carmen para moler la harina; era movido por agua. Recogían trigo de toda la gente de nosotros, lo molían y lo compraban y vendían Harina El Carmen. El 16 de julio era el día de la Virgen, había buena comida de fiesta, daban bayeta y calzoncillos para que dijéramos que era buen patrón. El molino lo manejaba Antonio Velasco, un blanco”.
“Después, trajeron unos burros y un ganado de los Estados Unidos y unos gringos que los cuidaran encorralados, porque la gente de aquí no los sabía manejar; les daban de comer tamo de trigo revuelto con pasto. Todos los días los sacaban a pasear un rato para que se asolearan”.
“Decayó el negocio y se abandonó el molino. El Antonio cogió la estatua de la Virgen y se la llevó a su casa. La tercera generación todavía la tiene. Vendieron una parte de la finca a Juan Ruiz y otra a un nuevo dueño. El nuevo patrón fue desalojando. Mandó al mayordomo Jesús María a que sacara a la gente. Decía que si no se van ligero, venimos a desbaratar la casa. El terrateniente era Mario Córdoba, de Palmira, que vendió a los Mosquera”.
“Los blancos entraban y arrendaban el pasto en veinte centavos; y después de entrar tres veces, se robaron la tierra y llegaron hasta acá arriba. A las tres veces quitaron hasta los planes de la casa de Juan Tama y toda la gente comentaba”.
Josefina Muelas, de Cacique, también recuerda y puede hablar sobre lo mismo:
“Mi papá nació en el punto Srurrapú,, asomando hacia la vereda de Tapias. Allí vivían mis papás y el tío Salvador. Hasta hoy están los planes de la casa de ellos. Los patrones comenzaron a sacar a la gente. Algunos tenían unos pedazos de tierra y arrendaban el pasto, cambiando por remesa o por ropa; recibían una libra de sal o una panelita. Y los blancos pastaban allí sus caballos”.
“Después, los blancos dijeron que eran terrenos comprados y nos fueron echando para arriba. Para no dejarlos avanzar, los guambianos hacían chambas hondísimas. Y los blancos las tapaban y seguían y seguían”.
“Y así avanzaron y a mi papá le tocó irse al Skowampi. Y hasta allá llegaron los blancos y le tocó arrinconarse hacia el lado que ahora dicen Ambaló, derribando monte y haciendo limpiezas grandes. Y allá también subieron los blancos y lo sacaron y tuvo que irse al lado de Malvazá, a una hacienda que llaman Lomitas, y tumbó monte para cultivar papa. Daba muy buena papa por ser tierra nueva. Y allí también los blancos comenzaron a joder y lo sacaron con unas vacas y un caballito que tenía. De allí tuvo que pasar más arriba, donde un Sebastián Niquinaz. Allí murió y lo trajeron para enterrarlo en Silvia”.
“Así fue como los terratenientes sacaron a todo el mundo de Chimán. Unos se fueron a lo caliente, otros para Malvazá, otros para lo que eran los distintos puntos de Guambía. El desalojo se hizo quemando las casas y destruyendo los sembrados de papa, trigo y maíz, metiéndoles los caballos y las vacas de los terratenientes. A los animales de la gente los sacaban afuera, a la calle, a que se perdieran o a que los metieran al coso para cobrar las multas; el que no pagaba, perdía los animales. Y a todos nos amenazaban con matarnos. Todo lo recuperado desde el 80 había sido desde antes tierra de los guambianos y no de los terratenientes”.
“Para levantar sus haciendas, los patrones daban a la gente pedazos de tierra para sembrar durante dos años, a los dos años había que entregar y se hacía potrero para el ganado; entonces daban otro pedazo para tumbar el monte y volver a sembrar durante dos años. Así fue como todo Chimán se volvió potreros”.
“Entonces ya no necesitaban a la gente para abrir las tierras y querían sacar a casi todo el mundo. Prohibieron sembrar y decían que ya no necesitaban crecer más las fincas, que ya era suficiente. Como no dejaban sembrar, tumbábamos monte y sembrábamos dos horas adentro de la montaña”.
“Cuando declararon resguardo en las sabanas de Ánimas, en el páramo, mi papá pidió un pedazo para los hijos. Decía que no quería que les tocara el desalojo, el desalojo como a él, que eso era terrible”.
“En 1963 vino un doctor Marco Aurelio Paz; junto con el gobernador Agustín Almendra —fue gobernador del Cabildo en 1965— cedieron tierras por todo el filo del páramo de Guaduilla. Era por el camino de los páez, pasando por la laguna de la cabecera del río Piendamó a llegar al punto de San Antonio y por la cabecera de Malvazá a Pozo Negro. Cae en la quebrada de Cofre y coge para abajo hasta la unión con la quebrada Aguabonita y sigue abajo al camino de timanaes, de los cazadores, y sube arriba a empatar. Un tal Anselmo vivía allí, en el punto Puerta de Llano, colindando con la finca de Víctor Chaux (un doctor que no sabía nada de doctoría, pero tenía corbata), en la cabecera de la finca de un tal señor Vallecilla. Después vuelve a caer al Cofre y sigue abajo. Este límite del Cofre con Aguabonita es el del 63. Se regresó para abrazar toda Aguabonita, hasta donde Anselmo Tombé”.
“Algunas partes eran pura montaña. El Cabildo llamaba a limpiar. Son tierras comunitarias. Ahora vive allí gente que no colabora, a las que el gobernador Mario dio adjudicación en el 84”.
“Los terratenientes Uribes iban saliendo cuando entraron los Conchas, rígidos con los terrajeros; los mandaban a trabajar a Restrepo, Valle, para abrir otras fincas que por allá estaban levantando los terratenientes. Iban a pie hasta Cumbre, Valle. De allí los llevaban en carro a la loma alta y de ahí a pie hasta Cali. Después estaba Suárez, hasta donde venía el tren del Pacífico. Al regresar, enfermos con las fiebres por el calor, algunos morían en Cali y Suárez o frente al Molino de Silvia9. Otros llegaban a la casa otra vez y morían allí”.
Taita Abelino Dagua, exgobernador del Cabildo, sabe que no sólo los terratenientes usurparon partes considerables de las tierras de los guambianos, sino también los habitantes del pueblo. Por eso narra:
“El pueblo de Silvia también se fue apoderando de grandes porciones del Resguardo. Al principio, Silvia llegaba hasta la casa de un señor Miguel Ángel. Después, los blancos pidieron al cacique Kalampas que diera tierras hasta Puente Piedra, por donde hoy es la salida del pueblo; de ahí llegaron al Belén y luego al Molino. Esa es la primera invasión”.
“La segunda es la del lote de la Iglesia. El Cabildo cedió ese cerro que hay abajo de la balastrera, en donde están las fincas de los caleños; allí llamaba a la gente a que saliera a mingar para sembrar trigo para el padre. Un día, uno de los párrocos lo vendió en silencio a un señor Esterling y se voló con la plata. Dicen que ya no es cura, sino que se casó y tiene hijos. Esterling se lo vendió a los caleños por pedazos. De allí subieron al Tablazo y de allí a Srualpi o Trekullí y al Molino”.
“La tercera invasión se vino para arribita, a la portada de hierro con cemento que hay en la balastrera, para darle al padre de donde sacar el material para construir la iglesia, y siguió para arriba hasta la quebrada Palo Taku y subió por el centro del Tablazo y la casa de Hernán Bolaños”.
“Luego subió a Pulopiu o Katsikualimpi, que es la nueva quitazón, y llegó hasta el pozo de sal en Tablazo, por la tierra de hacer ollas. En la última quedaron en el patio de la casa del compañero Ricardo, el alcalde”.
“Para quitarnos todo este territorio decían que nos ‘cedieron’ tierras en la sabana, desde Campana a Boquerón; el que hizo todo esto fue un antropólogo, Jefe de Asuntos Indígenas, un tal Hernández de Alba. Los de Asuntos Indígenas fueron los que enseñaron a hacer mojones y linderos dentro de nuestro territorio; antes no sabíamos eso. Por eso la llaman División de Asuntos Indígenas, porque enseñan a dividir”.
Otros mayores cuentan que algunos guambianos se contagiaron del ejemplo de los blancos y quisieron hacer lo mismo, acabando con el común de las sabanas.
“Entre 1854 y 1860, los señores Fajardos de Popayán obtuvieron permiso para poner un molino y hacer mangas para caballerías; se quedaron con estas tierras y después las pasaron a José Antonio Concha. En Chimán, los terratenientes Domingo Medina, José Antonio y Bárbara Concha y Apolinar Ponce daban muy malos tratos a los guambianos”.
“No había tierras para el Cabildo. Los exgobernadores y exalcaldes hicieron peleas por las tierras de Aguabonita y dejaron cansada a la gente. Le recogían desde 1 centavo hasta 50 centavos para colaborar en esa pelea. Era contra Demetrio Vaca, que quería quedarse con todas las planadas desde Totoró hasta Aguabonita. Y el Cabildo tenía que ir a Popayán, a Bogotá, a Silvia. Y fracasó”.
“Cuando iba a ir a alguna parte avisaba y la gente ayudaba dando de 20 pesos a 1 centavo. Pero el que daba de a 20 pesos no era por hacer una contribución, sino para coger un punto de vista de la tierra. Decían al gobernador y a los alcaldes: tengan esto para ver si les sirve o no para tomar una chichita para el camino. Y les preguntaban qué día van a volver y los esperaban en Silvia ese día, parados en la esquina de Susana de Hurtado, porque allá era la parada del gobernador”.
“Cuando llegaba, saludaban y lo invitaban a tomar una copita de chicha y lo llevaban al estanco y le daban dos o tres tragos dobles y le pedían una posesión en la sabana, una adjudicación. Y decían: cuando vuelva a ir, vamos a ayudarle como usted diga. Era como comprando tierra y el Cabildo como vendiendo la tierra de la gente de nosotros, las sabanas del común. Lo de la sabana de Aguabonita fue por ahí en 1940 ó 42”.
“Con este motivo de la adjudicación particular de las tierras de la sabana, la cría de ovejas en el Resguardo comenzó a terminarse. Hace unos 10 años, con la entrada de los carros lecheros comprando la leche de vaca, la gente dejó de criar las últimas ovejas para dedicar los escasos pastos al ganado vacuno”.
Según el payanés Jesús María Otero, casado con una silviana, en una escritura de la Notaría Primera de Popayán, radicada el 31 de julio de 1851, folios 136-155, consta que “Mariano Mosquera tiene por suyas unas tierras que tienen por lindero el Cerro Mogotes y el río Tapio, que cae al de Silvia (Piendamó) en el Valle de Guambía” (el énfasis es mío). Estas son las tierras del Chimán, las mismas que el rey dio en encomienda a Francisco de Belalcázar el 23 de octubre de 1562". ¿Cómo llegó Mosquera a tenerlas en su poder y a considerarlas como suyas, si, como es sabido, las encomiendas no daban a los encomenderos propiedad sobre las tierras de los indios?
El mismo Otero indica el procedimiento que los blancos siguieron para “crear” tal propiedad. En la quinta generación de la familia Belalcázar se extinguió la línea de varón. Entonces, en 1752-1753, José Fernández Belalcázar, arcediano de la catedral de Popayán e hijo de Agustín Fernández Belalcázar, aprovechando su situación de prevalencia, hizo a Santiago Fajardo de Belalcázar un mayorazgo de la hacienda de Guambía —cuyo registro existe en la misma Notaría de Popayán. De este pasó a su hijo Matías y de este al suyo, Manuel Ventura. Con la independencia, la República canceló el mayorazgo sobre la hacienda y esta pasó a manos de Juana Fajardo, quien se casó con Mariano Mosquera.
Sin embargo, toda esta tierra al sur del río Piendamó, hasta el río Molino, siempre ha pertenecido al resguardo de Guambía. Por eso, desde antes de 1840, los gobernadores de las parcialidades de Guambía, Ambaló y Quisgó, a la cabeza de sus gentes, construyeron el Molino del Santísimo, con la finalidad de ayudarse para pagar los diezmos que la iglesia les obligaba a entregar para su salvación. Por eso, los mayores guambianos hablan de este molino llamándolo Santo Harina.
Lo usaban gentes venidas de muchos lugares de la región y obtuvieron permiso del Cabildo para pastar sus animales en las tierras del Resguardo. Cada día traían más animales, de silla y de carga, y ocupaban una mayor extensión de terreno. El día menos pensado, como había hecho Mariano, se consideraron dueños y se dedicaron a explotar estas tierras como suyas. Los guambianos se opusieron, reclamaron sus tierras y así empezó esta nueva pelea con los blancos.
En 1851, Mariano vendió a José Antonio Concha, venido de Buga. Rafael A. Concha recibió la tierra años más tarde y en ella levantó el Molino El Carmen en el mismo sitio en que estaba el molino de los guambianos. La construcción se terminó, con su propia planta de luz, en 1915. A medida que los terratenientes se iban apoderando de la tierra, muchos de sus ancestrales propietarios guambianos tuvieron que salir, expulsados y amenazados; otros quedaron en ella, atados a la misma por los lazos del terraje, pagando en trabajo el derecho de ocupar mínimas parcelas en sus propias tierras, vendidos de dueño en dueño junto con ellas. Ronald Schwarz piensa que el pago del terraje en Chimán pudo comenzar hacia 1882.
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De por qué hay que recuperarlo todo para tener todo completo
Esta es una política propia que pensamos en nuestra mente propia para que nos reconozcan en cualquier parte.
Taita Ricardo Tunupalá, exgobernador
Cuando se inició la lucha, la estrategia de la recuperación tenía en cuenta la visión guambiana del territorio y apuntaba a “tener el territorio todo completo”. En la economía vertical de los guambianos, “todo completo” indica el acceso a todos los niveles o pisos térmicos que reconocen, junto con sus productos específicos. La invasión terrateniente les había arrebatado los pisos bajos y cálidos y, con ellos, la posibilidad de producir maíz y trigo, así como el lugar de refugio durante la época brava, cuando el páramo no deja vivir en las tierras altas. Por ello, una vez recuperadas, las tierras de Santiago se cubrieron centímetro a centímetro de sembrados de maíz y trigo y de trabajaderos —que hoy son casas— en donde la gente de Pueblito, Campana, Ñimbe y Piendamó Arriba se viene a vivir durante los meses de la “época brava”, entre junio y septiembre, para regresar a sus veredas con la llegada de las primeras lluvias.
Pero no sólo era necesario recuperar la tierra del maíz y el trigo, kurak yu, pues la parte alta que había quedado en manos de la gente guambiana era solamente la tierra de la papa, el ullucu y la cebolla, kausro, además de las sabanas del páramo, korrak yu. También había que reunir de nuevo lo masculino con lo femenino.
Las tierras al sur del río Piendamó, aquellas de que se habían apoderado los terratenientes, eran hembra; las del norte, las que quedaban en manos de los comuneros del resguardo, eran macho. La usurpación las había separado, rompiendo el payl, el par, y disolviendo el tom, la articulación que el río Piendamó establecía entre los dos sectores. Al contrario, el río se había hecho elemento de división, de separación, que desvertebraba el espacio ocupado y, por lo tanto, a la sociedad guambiana; los terrajeros quedaron ubicados y encerrados en lo femenino, los comuneros se vieron ocupando y constreñidos en lo masculino. Los terratenientes controlaban los puentes que permitían pasar de un lado a otro, puentes con puertas y llaves manejadas por celadores a la orden del patrón. La importancia substancial de recuperar esta capacidad de ir y venir entre ambos lados del territorio se expresa en la manera como muchos mayores se refieren a las recuperaciones, las llaman “pasar el río”.
La invasión terrateniente trajo otra ruptura: ruptura entre el río macho, el Marapi o Cacique, y el río hembra, el Piendamó, el agua grande, Nupi. El lugar de su conjunción, la desembocadura del uno en el otro, se encontraba en manos de los terratenientes de la hacienda, allí cerca estaba el puente que daba acceso a la casa de San Fernando. Este lugar de unión de los dos ríos se piensa como piutsok. La punta de tierra que queda entre los ellos se denomina tsop. Todo el conjunto es visto como utik, la “horqueta”. La punta en el extremo de la horqueta es tsop, el sitio en donde se unen varias ramas.
Utik también está relacionado con el telar de tejer chumbe, con el sitio de Utikkullipi, con diversos relatos antiguos, con cruceros de caminos y otros elementos y circunstancias que contribuyen a definir su campo de sentido. Así, por ejemplo: “Esto hay que pensarlo muy profundo. Cuando una hija soltera se va de su casa y después regresa llevando un hijo cargado en la espalda, el papá y la mamá le dicen utikmisha arrinkon, que se fue por un ramal de la horqueta y regresó por el otro”. Es claro que este ir por un lado, llegar al extremo y regresar por el otro tiene un sentido generador, procreador.
En este contexto se piensa la boca del río Marapi en el Piendamó. Los recorridos de ambos ríos, siguiendo por uno de ellos hasta su conjunción y devolviendo por el otro, tienen igualmente un significado de procreación. Allí, el río macho desemboca y penetra en el río hembra, por eso se dice que el río Cacique es el maroppi, el engendrador. Los mayores hablan diciendo que el río Cacique era un agua muy brava a la cual no había que arrimarse; cuando las mujeres se acercaban con el papo o “sucio”, —producido por la menstruación, el parto o el contacto con un muerto—, las dejaba embarazadas.
Se puede suponer que allí, en la horqueta de ambos ríos principales, se engendra el territorio, resulta dotado de la vitalidad capaz de reproducir, de multiplicar la sociedad guambiana. Y que la pérdida de control de ese espacio tuvo que afectar de manera grave las posibilidades de reproducción de los guambianos en su territorio. Había, pues, que recuperarlo para poder transitar por él con libertad, recorriendo su utik, su horqueta.
Cuando los españoles invadieron y, luego, con el correr del tiempo los siguieron otros blancos, los guambianos se vieron obligados a desplazarse aguas arriba de los ríos, hacia las cabeceras, abandonando los valles planos y más cálidos.
En el pensamiento guambiano, la dirección que va desde las fuentes de los ríos hacia su desembocadura tiene una connotación generadora de humanidad, “civilizadora”, creadora de cultura. Los niños del agua bajan en las crecientes de los ríos y son rescatados al llegar a las partes bajas para dar origen a los guambianos mismos y a su cultura. En el mismo sentido vienen los caciques del agua quienes, una vez rescatados, van a originar la autoridad, a enseñar a elaborar todos los objetos de cultura material y a indicar su empleo para la producción de la vida de los namuy misak, como ocurrió con Teresita de la Estrella. “Ella traía todos los objetos en oro, telares de oro, palas de oro, todo. Cuando creció, con esa muestra ella comenzó a enseñar a la gente cómo se fabricaban los productos y cómo se usaban para hacer los trabajos propios”.
La dirección contraria, aquella en que tuvieron que moverse como consecuencia de la invasión, de abajo hacia arriba, hacia las cabeceras, tiene un sentido de pérdida de civilización, deculturador y, en cierta medida, ajeno, aunque la vida indígena y su historia requieren de la complementariedad de ambos movimientos para poder existir. La amputación territorial a la que fueron sometidos los colocó, pues, en una situación de “fuera de completez”. Había que recuperar la dirección de arriba abajo, aquella que enlaza, a partir de las lagunas, a las gentes y las tierras altas con aquellas bajas, a los kausroelo10 con los wampisreelo11.
Y en esta dirección se orientó la recuperación. Los guambianos ocuparon las haciendas de acuerdo con ella: subieron hasta alcanzar las partes más altas, cercanas al páramo y vecinas a la laguna, y luego descendieron hasta llegar a las partes más bajas, en las riberas del río Piendamó, no sólo para dejar una vía de escape para que los terratenientes pudieran salir y sacar sus ganados a medida que ellos avanzaban, sino para ellos mismos bajar y recuperar la “civilización” y la cultura completas, para poder manejar otra vez ambas direcciones. Repitieron, así, el camino marcado tantos años adelante por Manuel Quintín Lame, “el indio que bajó de las montañas al valle de la civilización”.
En la actualidad, la posibilidad de recuperar otras tierras mediante “la lucha” y en cercanías del Resguardo es escasa, pues ya se está entrando en contacto con los resguardos vecinos. Para afrontar la situación, cada vez más guambianos están saliendo a buscar tierra en otros lugares, por lo general ubicados en el pachiku, en lo más caliente, en municipios como Morales, Buenos Aires, Santander de Quilichao, Piendamó y otros. Viven allí y cultivan productos de ese piso térmico, con el café como uno de los principales pilares de su actividad agrícola.
Pero esta migración no constituye una ruptura de los que salen con respecto al núcleo de la sociedad guambiana que permanece en el resguardo. Al contrario, el contacto y los intercambios son permanentes. Los distintos productos de cada medio van y vienen, lo propio ocurre con la mano de obra, que se moviliza siguiendo los ciclos de los diversos cultivos, las visitas menudean y lo propio ocurre con los matrimonios entre gentes del Resguardo y de fuera de él. Este alejamiento no rompe el hilo, al contrario, amplía el tamaño del capullo, la dimensión de la gran casa guambiana. En varios de los nuevos lugares de asentamiento, los guambianos se han organizado y nombrado Cabildos que mantienen estrecha relación con el de Guambía.
En estas condiciones, la emigración se constituye en una forma de recuperar tierras y productos de lo caliente, de los cuales los guambianos fueron despojados desde épocas tempranas de la ocupación española. Se trata de una vuelta al Valle de Pubenza, de un restablecerse sobre los antiguos límites ancestrales del territorio de los caciques primeros.
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ASÍ SE ACABÓ LA HUMILLACIÓN Y LEVANTAMOS CABEZA
No me explico cómo es que uno vive todavía; debíamos haber muerto por la explotación.
Taita Lorenzo Muelas, exconstituyente, exterrajero.
Historia de lo que ocurrió el día de la entrada a la casa de la finca y de cómo se quejaba la terrateniente, narrada por Felipe
Al explicar la historia de la lucha en el patio de la casa de la antigua hacienda de Las Mercedes, bautizada Santiago después de su recuperación, en una celebración en la que los indios pastos de Nariño sirvieron de padrinos, Felipe muestra en donde quedaba la cocina y habla de qué pasó en ella el día en que los guambianos vinieron a notificar a los patrones que habían resuelto recuperar sus tierras.
Su memoria es muy viva y, aunque el momento era decisivo, clave y solemne para los guambianos, Felipe no puede contener la risa al revivirlo. Muestra el lugar exacto y dice que allí se encontraba doña Alma Valencia, hija del terrateniente y poeta Guillermo Valencia y esposa del terrateniente Ernesto González Caicedo12, cuando los indios vinieron a decirles que se tenían que ir.
“¡Cómo quejaba!” —dice Felipe, burlándose— “¡Doña Alma Valencia!”
“¿Cómo que nos tenemos que ir, después de que hemos hecho tanto por ustedes?” —decía doña Alma Valencia.
Y agregaba: “Si mi suegro, el mayor Caicedo, estuviera vivo, le daría un infarto” —sigue narrando Felipe, mientras se burla y remeda la voz y las expresiones de la terrateniente.
Uno de los compañeros que habla con nosotros, agrega su parte cuando la risa se lo permite: “Yo también me acuerdo. El día que llegamos, entramos derecho donde el terrateniente y le dijimos que se tenía que ir, que esta tierra era de nosotros. Entramos derecho a la casa, mientras que antes cuando uno de nosotros, los terrajeros, tenía que ir a hablar con él, le tocaba que quedarse parado en la puerta con el sombrero en la mano y la cabeza agachada, esperando que él diera permiso para hablar. Ese día entramos derecho; ese día levantamos cabeza; ese día se sacudió la humillación”.
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De lo que pasó cuando Domingo Medina pagó las que debía y de cómo renació Santiago
Los Conchas se endeudaron y vendieron parte de Chimán, hasta Aguablanca. Después vendieron todo a Domingo Medina de Bárbara Concha. Este entró como ayudante en la hacienda y se casó con ella, con la hija del terrateniente.
Era más rígido con los terrajeros; los trabajos iban de 7 a 11 de la mañana y de 12 a 4 por la tarde, dos días a la semana. No nos dejaba sacar madera, ellos aserraban tablas y las sacaban a Cali y Popayán y las vendían y no daban nada a los nativos, que eran los dueños.
Domingo Medina no dejaba pasar a la gente a buscar chamizas. Al que entraba le echaban los perros y le quitaban el sombrero, le tiraban piedras, lo enlazaban y echaban al agua. Y hacían tiros. Patrón Medina era demasiado pícaro; así trató a los terrajeros.
La gente comenzó a pensar en recuperar sin saber qué era recuperar, pero sintiendo duro contra los dueños. Lucharon pero no pudieron recuperar, solo un pedacito arriba para sus siembras y animales, y el patrón manejó más fuerte en el terraje, de 7 de la mañana a 4 de la tarde. Cada día seguía tratando con más fuerza.
Por mal manejo con los terrajeros, lo mataron. Fueron Santiago, un mayor, y Manuel, un menor.
Medina venía de la hacienda San Fernando a pasar una portada en la quebrada de Champí. Aquí había un árbol. Le taparon el camino de la portada con piedras, Medina se bajó a apartar las piedras y, cuando se agachó a quitarlas, desde el árbol le lanzaron un palo grueso con punta y lo atravesaron, lo mataron. Le pasó la cintura y botó el chorro de sangre lejos. Como era gordo, botaba mucha sangre. Santiago y Manuel, que era menor de edad, lo echaron al agua y allí quedó.
El agua se pintó con la sangre y lo encontraron. Taita Santiago huyó lejos una semana. Los mismos guambianos avisaron y los cogieron, los llevaron a Silvia y los emborracharon con los ojos vendados.
Otros dicen que el terrateniente todavía estaba vivo y llamaron médico y jueces y él mismo reconoció a los culpables. Citaron a la gente: que no falte nadie, porque a los dos ha conocido.
A las tres semanas de citar, Santiago y Manuel se escondieron en una alta peña del páramo, en cuatro piedras grandes en un alto. La gente tenía que ir a presentar, les preguntaban que dónde estaban los dos guambianos. Y la gente avisó, los mismos guambianos, y los cogieron. Y publicaron en Silvia a los jueces municipales, que alistaran los policías para ir a coger a los dos guambianos. Y los capitanes guambianos ayudaron a citar a la gente. Y el Cabildo ayudó a citar a toda la gente en Silvia.
Citaron a los guambianos y a los blancos de Popayán para demostrar que a un gran hombre no lo podían matar. Y los fusilaron.
Cogieron a los dos guambianos y los bajaron para matarlos. Santiago iba amarrado de las manos y con los ojos tapados con un pañolón rojo. Antes de matarlo, los jueces decían que no pueden hacer más así, si siguen haciendo estas cosas, los seguirán matando. Los jueces dieron la orden que los maten. Y soltaron dos tiros: uno en el pecho y otro en la espalda. Pero, antes, Santiago hacía seña de que lo mataran ligero; antes de morir, levantó la cabeza y quedó doblado.
Al morir, los jueces dijeron que no pueden seguir matando a los señores. Y los guambianos, hombres y mujeres, allí, oyendo. El padre hizo misa y allí dijo que los que lo mataron quedaron condenados. Después, en esos tiempos, los arzobispos y los párrocos hacían misas, diciendo que no hagan daño a los señores grandes que es un pecado criminal. Durante más de seis meses haciendo misas y ceremonias. Y en Popayán mismo celebraban la misa para advertir.
Medina era el yerno de Luis Campo, el primer dueño. Los mayores decían que Eloy Campo era muy bueno, que regalaba la leche y la leña. Emilio Campo vino y se descubrió que había hecho un título falso. Eloy no hacía los regalos por bueno, detrás de la leña y la leche hizo un título. No era por bueno, entró minando por debajo. Con este título, Emilio vendió a Ernesto González Caicedo. El Cabildo le dio un permiso para hacer un camino para pasar un carrito y con ese permiso hizo un título y el Cabildo tuvo que pelear para recuperar allá.
Del río para allá, los comuneros, así sean muy pobres, nunca han sufrido como los terrajeros. Cuando se recuperó la finca, hubo que bautizarla y se la llamó Santiago.
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UNA HISTORIA DE REZOS, CARROS Y CAMINOS
Esta nueva vida de los guambianos, la que tenemos hoy, vino en el mismo carro.
Donde se cuenta el entierro del exgobernador Atanasio Tumpe13, obra de las monjas y gran acaparador de tierras en Guambía
El gobernador era el alma bendita don Atanasio Tumpé, muy buen gobernador pero no pensaba para el desarrollo de la comunidad, no exigía al gobierno sino a los políticos y dejaba llevar de cabestro.
Taita Ricardo Tunupalá, exterrajero, exgobernador
Venimos en el camioncito rojo de los silvianos. De Puente Real para abajo va a paso de tortuga. Allí, adelante, va Atanasio Tumpé en camino a su última morada en el cementerio de Silvia. El camioncito rechina y traquetea mientras se arrastra con lentitud. Allí, adelante, en medio de un río de azules, negros y grises, va taita Atanasio Tumpé, el exgobernador que acaparó tierras y sabanas, en su ataúd de tablas y cristal, rumbo a su bóveda de Silvia.
[Aún recuerdo lo que me contaron una vez para explicarme porqué los guambianos tuvieron que construir el cementerio de Las Delicias para ellos solos, en lugar de seguir enterrando sus muertos en Silvia, como hacían desde mucho tiempo obligados por los curas. Cuando iban al pueblo a enterrar a alguien, la gente blanca de Silvia los molestaba, humillándolos al decirles que todo el pueblo quedaba oliendo a mortecina].
Encima de su caja lujosa va también, inexplicable para mí, la bandera guambiana, cubriendo a quien fue contrario de la lucha.
En el camino hay quienes se apartan a orinar, lavarse las manos en el río, tomar una gaseosa, descansar un poco o charlar con algún conocido, para después incorporarse de nuevo al cortejo, al acompañamiento.
Aunque todavía no son las ocho de la mañana, el sol comienza a pegar duro, quemante, sobre los sudorosos cuerpos de los cargadores de la camagracia en que conducen a Atanasio Tumpé, “gamonal de Campana”, como a su paso lo llama una profesora del Núcleo.
Y allí, en el camioncito repleto de gente que prefiere no ir caminando en el entierro, sentados en el suelo en la parte de atrás, apretujados y bamboleando, seguimos sin querer a taita Atanasio Tumpé, a su cuerpo, hacia su estadía en el cementerio de Silvia.
Por la carretera cruzan los niños y niñas que van a las escuelas, especialmente aquellos que se encaminan a la de las monjas, en Las Delicias. Adelante, ya cadáver, va quien introdujo entre los guambianos propiedad privada, riqueza y poder, idea de los blancos, tomada de las monjas.
Allí van los niños, caminando en la encrucijada entre dos mundos, mientras, por doquier, campos y sembrados refulgen verde, amarillo, negro, irisando bajo el inclemente sol que estalla en el cielo azul, brillantísimo y sin una nube, en tanto que algunos guambianos se lamentan por la muerte de “otro de los mayores que se va”.
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Del día en que se apareció la virgen en la peña de Cacique y la contradicción que hubo con las monjas por la propiedad de la religión
Lo más importante que enseñaban las monjas en las escuelas era a rezar.
Un guambiano vino a trabajar cerca de esta peña y llovió todo el día. Dos compañeros escamparon en la peña. Uno se durmió y el otro se estaba emparamando cuando la vio. Avisó al compañero que la virgen hablaba con él solo. El otro dice que le avisó dormido, en el sueño. Durante un año no contó a nadie, no quiso decir. Solamente él venía a ver lo que había pasado.
Allí, ese lugar era seco, y cuando la gente vino a visitar vio que había nacido un agua; escarbaron y el agua creció. Los que vienen a visitar se lavan y también lavan la ropa de los enfermos... y se curan. Otros vienen a bañarse y botan la ropa, la tiran y la dejan enredada en los árboles y se alivian lo mismo.
El que la vio cuando apareció, lleva el agua bendita a donde lo inviten y cura a los enfermos: Malvazá, Toribío, Santander, Tierradentro, en todas partes en donde habiten los guambianos.
El que vio dice que la virgen con el niño está en la peña, que allí se puede ver si uno mira con cuidado, marcada sobre la piedra. Las monjas vinieron a ver a la virgen en cuanto supieron, pero no vieron nada. Se fueron diciendo que el que viene no ve nada y no cree. Por eso hicieron recoger entre la gente veinte mil pesos y con ellos compraron una pequeña imagen de yeso. Entonces la pusieron a un lado de la peña, como a dos metros de donde apareció y no en el sitio en que la gente la mira cuando viene. Ellas no creen, no tienen fe.
Las monjas dijeron que había que hacer una capilla para la virgen y para que las gentes pudieran venir a rezar en la casa de dios. Los guambianos no quisieron y el dueño de la tierra no dio el permiso para hacerla. Las monjas se enojaron y durante mucho tiempo hablaron para que la gente no pudiera venir. Pero seguían viniendo.
Vienen guambianos de todas partes, de por aquí del Resguardo, pero también de lo caliente: Morales, Piendamó, Mondomo, de todas partes. Hasta los que están en Bogotá por tantos años, cuando vienen a visitar a sus familias, llegan a ver a la virgen. Hay flores diversas y quiches. Cebolla y cientos de crucecitas de palitos. En los huequitos de la roca hay granos de café, hilos de merino, plumas y papeles —quizás escritos—, ajos y maíz. También hay lana de oveja, pelos humanos y hasta cuadernos escolares.
Todo eso se trae y se deja para que la virgen dé buenas cosechas. Los merinos se ponen para que rindan los trabajos de tejer. O traen telares pequeñitos para poner ahí.
Así era en los antiguos sitios de soñar: se llevaban cosas, se enterraban y se dejaban allí. Con eso, los hombres y las mujeres tenían buena mano; así les salían bien sus trabajos. Pero los misioneros quitaron eso, decían que eran agüeros y ahora la gente ya no va, los jóvenes han olvidado. Pero los escolares todavía vienen aquí y dejan los cuadernos para poder ser buenos estudiantes.
Más abajito de la peña, cerca a Tres Chorreras, está el alto de Michikuria; allí la gente iba a dejar cosas enterradas. Unos dicen que al otro lado de la quebrada, casi a la misma altura de esta peña, cerquita de la chorrera, hay un túnel que sale al Huila, a la tierra de los paeces, y que por él caminaban don Juan Tama y doña Teresita de la Estrella, los caciques antiguos.
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Historia de la entrada de las madres y los carros
La carretera llegaba hasta Las Delicias, al frente de la casa de las madres. Hasta allí llegaban también los carros.
“En reuniones anunciaron la llegada de las monjas, unos querían y otros no. Hicieron votación y ganaron los que las querían, dizque porque enseñaban mejor. Cuando llegaron, los padres de familia tenían que pagar el estudio. Después, ellas recibieron un auxilio departamental y los padres dejaron de pagar. Los que tenían tres o cuatro hijos habían sufrido mucho con los pagos”.
“Las monjas venían desde antes y ponían a los niños a hacer sombrero y a las niñas a hacer sus oficios. Cuando ya iban por tercer año, se murieron unos niños y la gente dijo que en la escuela llegaba la enfermedad. Muchos se retiraron por eso y no estudiaron más. Pero otros sí siguieron. Mirando bien, parece que unos que se quedaron han sido contrarios a la lucha y unos que se salieron, como taita Segundo, fueron dirigentes que lucharon en las recuperaciones”.
“En 1930 entraron las monjas a Las Delicias. Los muchachos asistían a la escuela ya siendo jóvenes y los más pequeños les decían papá, mamá, y se aburrieron. Muchos de esos jóvenes se salieron, pero ya no quisieron quedarse aquí y se fueron a trabajar por el Valle, a jornalear. Algunos de ellos se murieron con el paludismo, por el calor”.
“Las monjas iban a mandar a los niños más adelantados a Medellín para que estudiaran para curas; eran unos diez. A los antiguos no les gustaban las ideas de los blancos ni olvidar las costumbres antiguas. Los padres de familia no quisieron mandarlos. Sólo se fue Rafael Aranda y volvió ya siendo cura, pero siempre vivió en otras partes; se murió el año pasado y ahora la familia y las monjas están peleando por la casa y por las tierras que dejó al frente de la escuela”.
La presencia de las monjas era para muchas discusiones. Y todavía lo es. Un mayor de Cacique, que respaldó y ayudó cuando llegaron, piensa que “como resultado del trabajo de las monjas en Las Delicias resultaron un sacerdote y varios profesores. Fue una escuela de provecho para la humanidad y la vereda; por eso estoy contento de haber trabajado en eso”.
Otros han comprendido el doble carácter de los resultados de su enseñanza: por un lado es progreso, por el otro pérdida: “por no estudiar nos quedamos en el atraso. Si hubiéramos estudiado, no necesitaríamos la tierra”, dice un exgobernador de la lucha (y lo subrayamos nosotros).
El estudio de las jóvenes y las niñas también trajo problemas y los padres y las familias se enfrentaron por eso. Una mujer habla de cuando estudió: “entré a la escuela por mi hermano, que era negociante con mi papá y le dijo que había que aprender a hacer cuentas para no dejarse engañar. Entonces, unos viejitos del pueblo le pegaron a mi papá por haber mandado una hija mujer a la escuela”.
Sebastiana Tumpé, una luchadora, habla que “mi mamá no me puso en la escuela porque los mayores decían que si uno entraba se volvía ladrón, que aprendía a robar cualquier cosa, que se vuelve pícaro”.
Pero el problema no era sólo de cada uno. Era toda la gente namuy misak la que sufría, la que corría peligro. Varios mayores de distintas veredas hablan de lo que pasaba como consecuencia de que llegaran los curas y las monjas.
“Cuando venían los misioneros, también traían la peste. Cuando ellos se iban, la gente se enfermaba y se moría. En las parejas que ellos casaban se moría uno de los dos o ambos o empezaba la peliadera hasta que se separaban. No se sabe por qué pasaba así. Moría mucha gente. Los más rezadores, aquellos que iban a rezar todos los días con los misioneros, también se morían. Y cuando los misioneros se iban a despedir, no había que estar en la bendición, porque al que lo alcanzara se moría”.
“Cuando el arzobispo venía cada doce años para las confirmaciones no traía nada bueno, sino la peste. Cuando se iba, a la gente le daba tos, enfermaba y moría y hasta los cementerios no daban cabida para enterrar a tantos muertos”.
“Hubo muchas cosas que la gente hablaba. La iglesia de Las Delicias la hicieron con auxilios de la Amistad Misionera de todo el mundo y no del padre Julio, como dicen las monjas. Al contrario, ellas se cogieron una camioneta que vino de la misma institución para la gente de nosotros, los guambianos. Ellas decían que era un regalo para la madre superiora. Como la gente supo, la cambiaron por otro carro y lo guardaban en la capilla. Allí le robaron el motor y se quedaron sin nada. Hubo otro auxilio para una fábrica de bayetas y las monjas lo atajaron y no llegó sino una poquita parte y no alcanzó para hacer nada”.
“Pero ese no es el único problema que hubo con motivo de los carros. Desde que entraron, muchas cosas empezaron a cambiar para nosotros. Por eso, los guambianos del lado de Quisgó dicen: ‘allá viene otro vagamundo, sonando duro y levantando polvo’. Es el carro, que engaña en todas las compra-ventas. Cuando Manuel Aranda era el gobernador (1961), no había carretera. Y nadie sabía malas palabras”.
Jesús María Otero afirma que hasta 1876 era desconocida la región de Los Cuchos, a partir de Pueblito para arriba. De su exploración surgió el nombre de Las Delicias y el proyecto de un camino a Inzá por allí. Los dueños de las haciendas de Malvazá, Chero y Chuluambo hicieron el banqueo con sus terrajeros y se podía transitar a pie hasta Coles. En 1892 se inauguró la totalidad del camino de herradura de 55 kilómetros que lleva desde Silvia hasta Inzá.
“En todo caso, cuando llegó la carretera, venían los ayudantes a alzar la cebolla donde las madres; hacía páramo y se resbalaban en el barro y decían: vida hijueputa, vida puerca. Y los guambianos aprendieron”.
“Hoy, los grandes se toman una media de aguardiente y quiebran los envases en la carretera. Antes los guardaban para vender. Bestias, ganados y carros se perjudican con los vidrios quebrados. Así llegó la nueva vida que tenemos hoy”.
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De los terribles sucesos que se vieron el día en que los guambianos se pusieron zapatos
La llegada de las monjas a establecer escuelas que recogieran una gran cantidad de niños y aun de jóvenes guambianos, —aunque antes de su entrada ya había algunas escuelas manejadas por maestras blancas, pero seglares—, produjo efectos de decisiva importancia para la vida guambiana.
Algunos mayores cuentan que en esa época todo mundo andaba descalzo. Las monjas emprendieron una campaña para obligar a que los niños se calzaran para ir a la escuela; los padres se vieron obligados a bajar al pueblo a comprarles zapatos; rápidamente se pudo presenciar el espectáculo de los niños que andaban calzados, mientras sus padres, abuelos y demás guambianos que no asistían a la escuela continuaban con los pies desnudos, pisando directamente la tierra y recibiendo de ella sus señales14.
La campaña no se detuvo ahí. Luego se buscó que los niños hicieran presión sobre sus familiares para conseguir que también ellos adoptaran el uso del calzado. Las burlas de los niños y su permanente intervención en los hogares lograron, finalmente, hacer calzar a los mayores.
Se había descubierto que era un mecanismo efectivo establecer una brecha entre la costumbre de los mayores y la de los escolares, para luego desacreditar aquella entre estos últimos. Como resultado de este procedimiento se produjo una ruptura entre las generaciones.
Aún hubo otro aspecto sobre el cual la táctica mencionada tuvo un efecto devastador. En la escuela se despreciaban y subvaloraban sistemáticamente los consejos de los taitas, todo aquello que los mayores hablaban a los niños con base en su experiencia. Frente a los niños, todo ello se calificaba como agüeros, bobadas, supersticiones, manifestaciones de atraso e ignorancia. Muy pronto, los niños respondieron con burlas a los consejos de los abuelos y los padres; “eso son bobadas”, les decían.
Los mayores aún recuerdan el sufrimiento que les produjo ver rechazadas las tradiciones de los antiguos por los niños y los jóvenes, verse convertidos en objeto de burlas por vivir conforme a las costumbres. Y se callaron. Sobre la palabra de los antiguos cayó el silencio y se perdió el consejo. Ahora ya no se aconseja desde la cocina. Hace sesenta años que no se habla el consejo, que los jóvenes no lo han oído hablar.
Desde hace dos generaciones los mayores no volvieron a hablar la palabra y se sumieron en el mutismo. Como consecuencia, se detuvo la transmisión de la tradición, se rompió el hilo que ataba el presente con el pasado, se interrumpió la historia propia. Así se logró “que el pensamiento propio quede silencio, que esté oculto”.
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LA PROPIEDAD PRIVADA HACE SU ENTRADA EN LA HISTORIA LLEVADA DEL BRAZO POR EL SEÑOR ALCALDÍA
La tierra era de todos, vino el alcalde de Silvia y se repartió. Vinieron los insumos para cultivar la papa y la historia se partió en dos.
De cómo llegaron las adjudicaciones15 y el papel que le cupo en ello a Ceno Otero, el alcalde
Así los jóvenes pueden dar su colaboración personal al país.
Ceno Otero, exalcalde de Silvia.
“Antes se pensaba en un global y no en adjudicaciones, ahora van pedaciando el global y cada uno va pensando en parcializar. Pero no fue de una vez, sino poco a poco: primero fue el recibo, después la constancia, luego el documento, siguió el acta de adjudicaciones, hasta hoy”.
“Antes del alcalde Ceno Otero, la tierra era de todos. El territorio era uno solo y no tenía título. Después se repartió en parcialidades con la venida de los españoles: Guambía, Quisgó, Ambaló, Pitayó. Después, Otero dio la adjudicación”.
“El alcalde de Silvia decía que venía para asegurar, para garantizar. Los blancos subían para ver el croquis del terreno y redactar la adjudicación. Pero eso no era ninguna garantía, dependía del que pagaba más tributo”.
“El recibo se dio primero; ahí empezó todo. El recibo no dice quién escribió, ni quién recibió, es un pedacito de papel. La constancia ya tiene firmas, pero no hay sellos. Con Otero, ya se vino el papel sellado. El acta ya no sólo lleva firmas y sellos del Cabildo sino del alcalde. Las actas de las adjudicaciones las hacían los secretarios del Cabildo, que durante mucho tiempo fueron blancos del pueblo”.
“Otero dijo que desde los dieciocho años los hijos ya tenían derecho a recibir posesión. Con eso, los papás quedaron sin tierras, pero el Cabildo dio orden de que los hijos los mantuvieran. Después, los hijos excluyeron a los papás y les negaron el acceso a la tierra y hasta los sacaron de las casas para que murieran en la calle. El alcalde dijo que así el joven puede dar su colaboración personal al país”.
“Después, la Caja Agraria trajo ese alambre que es tan barato y todos alambraron sus pedazos, especialmente las adjudicaciones en la sabana”.
“Con las adjudicaciones fuimos perdiendo, pues nos destrozaron las propias costumbres. Un primer paso para cambiar esto y recuperar sería hacer actas de adjudicación global a las familias, para que haya unidad, al menos entre el papá, la mamá y los hijos”.
Los documentos de adjudicación nacieron en 1922-1924, en papel sellado del municipio. Los anteriores, de 1910-1915, hablan de la jurisdicción municipal de Silvia, en inmediaciones de tal sitio; no dicen de veredas, ni tienen sello, son en papel limpio, común — “se escribían en papel común porque eran de comunidad”.
Los primeros créditos de la Caja Agraria se hacían en Popayán y los entregaban para ganadería; no querían darlos para sembrar. Los más grandes eran de 200 pesos. Todos los créditos necesitaban adjudicación y papeles y por eso la gente comenzó a pedir que le adjudicaran. Si no era con papel sellado y firmas del alcalde, el documento no servía para recibir el crédito. Los papeles del Cabildo no valían nada en Popayán.
Con las adjudicaciones, la escasa tierra disponible se ha atomizado pues, cuando muere el adjudicatario, la parcela se distribuye entre los herederos que tienen derecho. Así, cada guambiano o guambiana tiene la tierra que posee dividida en un buen número de parcelas pequeñitas, muchas más de diez en ocasiones. Pero esta es también una forma de verticalidad económica, pues las múltiples parcelas están ubicadas en gran variedad de sitios, de nichos ecológicos y distintas alturas. De ese modo, a la mayor parte de los guambianos le es posible cultivar diversos productos y en diferentes épocas del año, asegurándose un mejor y más amplio abastecimiento.
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Del día en que vinieron para quedarse los insumos para cultivar la papa y los cantos del Instituto Lingüístico de Verano
Junto con los cultivos modernos de la papa llegaron la religión y la división.
El profesor Antonio Aranda, director de la escuela de Cacique, habla la historia:
“En 1955, el Ministerio de Agricultura trajo los abonos y fungicidas para la papa; aquí no se conocían. Un ingeniero vino a buscar un sitio para hacer una demostración, pero nadie quería sembrar con eso y a los dos meses se fue sin conseguir nada”.
“Las monjas de Las Delicias convencieron al director de la escuela de Cacique de que dejara hacer la prueba en el lote escolar y este lo prestó sin permiso del Cabildo”.
“Se sembró entre abril y mayo y había que regar todos los días porque había comenzado el verano. Al mes y medio se desyerbó y se fumigaba cada quince días con la orientación de los empleados del Ministerio. En junio salieron los niños a vacaciones y, para que los de segundo de primaria volvieran a recibir la papa que les tocaba por su trabajo, se creó el tercer grado”.
“La cosecha fue de sesenta bultos con la siembra de sólo tres arrobas de semilla; al ver eso, todos se dedicaron a usar los abonos y venenos y la papa comenzó a cultivarse aún en las tierras de abajo, pues antes solamente se cultivaba en las partes altas, y a sembrarse en cualquier época y no en las temporadas que tocaba. Se perdieron las semillas de lo propio porque no producían con los nuevos insumos que vinieron”.
“Desde entonces, la historia de la gente de nosotros se partió en dos, pues nos volvimos más dependientes. Ya nadie pudo cultivar por su cuenta. Había que ir a la Caja Agraria a pedir el crédito para los abonos y venenos y hasta para las semillas, porque decían que las de aquí ya no servían. Ahora sí la Caja empezó a dar créditos para agricultura y no sólo para ganadería, como pasaba antes”.
Otro mayor agrega su parte de la historia, pues únicamente entre todos sale completa:
“Cuando llegaron la papa nueva y el abono, con los tiempos de Rojas Pinilla en el 54, se dieron los préstamos para sembrar, pero se entregaron individuales. Hasta esa hora todavía se hacían las mingas pequeñas para trabajar juntos, en unidad, entre los guambianos. El préstamo individual era para comprar el abono y las bombas de fumigación. Lo daba la Caja Agraria. Allí se acabó la minga y se introdujo el trabajo a jornal entre los mismos guambianos”.
“Vino el Nifoscal doble, que era buenísimo y valía tres o cuatro pesos el bulto, comprado en la Caja Agraria. Con dos arrobas de abono se sacaban dieciocho cargas de papa. La gente lo llevó al páramo y se fue secando la tierra y se pudo sembrar más arriba; limpiaban la tierra para sembrar con abono. Estos químicos matan los microorganismos que descomponen la materia orgánica y la tierra se esteriliza. Con este abono, la gente pudo tumbar la montaña para sembrar, pero la tala total dejó sin defensa la tierra frente a los fuertes aguaceros y vientos”.
“Antes, se usaba un puñado de abono para cinco matas de papa roja. Después, para tres matas. Luego, para dos. Ahora, para una sola mata y no es suficiente”.
“Thomas Branks, del Instituto Lingüístico de Verano, trajo la semilla de papa coconuqueña y la enseñó a sembrar en Pueblito, en una parcela que pidió prestada. Como estaba mejorando la casa para poder vivir ahí y hacer sus estudios, invitaba a mingar a los guambianos y a cada uno daba una jigrada de papas por su ayuda, como era la costumbre propia. La gente se entusiasmó y comenzó a sembrar la misma semilla. Cuando ya estaban acostumbrados, los invitaba a cantar en su religión, diciendo que así habría buena cosecha. Así entró esa religión”.
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[8]
AQUÍ SE HABLA DE LO QUE SIGNIFICA VIVIR COMO NAMUY MISAK O DE ESO QUE LOS BLANCOS LLAMAN COMUNIDAD
Hace unos sesenta años la palabra de los mayores quedó silencio; los jóvenes han olvidado todo.
En tiempos de los anteriores Nupirau era todo, era nuestro territorio; se pensaba la gente en relación con la tierra que ocupaba, no se pensaba por separado, no había una idea de comunidad aparte. Esa idea de comunidad salió de los blancos, ellos la trajeron y nosotros no sabemos qué es comunidad.
En ese entonces todos los caciques trabajaban en común; había mayeiley porque había alimentos y productos guardados para dar a todos en las épocas de escasez. Había mingas y no había necesidad de que cada uno llevara su colaboración sino que quedaba en el fondo común. Mayeiley significa que “hay para todos”.
El latá-latá y el linchap eran algo muy propio que se ha ido perdiendo. Están relacionados con todos los sentidos de la vida de nosotros —y no solo en el compartir la comida y el trabajo—, con toda la vida familiar y de la gente. Se van reemplazando por cosas de afuera. En las mingas se ha tratado de conservarlos, pero son más débiles cada día. Este sentir no se transmite a las nuevas generaciones.
Maya quiere decir todos juntos, todos en general, todo el pueblo guambiano. Elo significa que hacemos alik, minga, que somos wam, que estamos sobre y al lado de algo. Mayaelo es el conjunto, como el cacique o el gobernador que están en el centro y todos alrededor suyo. Elo es como una identificación. Ma da un sentido de compartir; si se dice ma, se entiende que coma; ya es la casa nuestra.
Mayaelan también es todo, pero ha desaparecido su uso. Cuando una minga se llegaba con un niño recién nacido, se le saludaba igual que a los demás asistentes y si entraba a la cocina también le servían comida como a todos. Era parte de todos aunque fuera un niño; le saludaban con café o con sopa a su medida, pequeña, aunque la recibía y tomaba la mamá. Así se lo reconocía como persona. Mayaelan quiere decir que “es para todos”.
Se decía mayaelan porque se refería al territorio, a la casa grande, la de todos los namuy misak. Cuando se dice “los de la cocina”, yaumpuelo, se refiere a uno, a un padre de familia y a una madre con sus hijos e hijas. Para tratar a los hijos e hijas que viven por fuera porque se casaron, se dice “los de la casa”, yawelo. Si se dice nam misak mera, se generaliza, se encierra a todos los guambianos. Se principia con la de tres, la familia, y se encierra con una sola, que los blancos llaman la comunidad. Se encierra con el ciclo del agua y con los sabedores propios.
Lo que mantenía unida la familia era la comida común, el comer juntos. Si se reparte desigual, comienza la desunión porque no hay igualdad. Cuando se empieza a mezquinar, allí empieza la pelea.
Latá-latá es una idea muy grande. Si se dice sólo latá da idea como de un concepto personal, individual. Al decir latá-latá abarca en global; sólo al decirlo dos veces adquiere ese sentido. Si decimos ñim meray kuchá latá se entiende para uno sólo, no se extiende a los demás. En latá-latá ya hay dos palabras y da un sentido amplio.
Se entiende mejor cuando vemos lo que pasa con la comida: si una mujer no sabe repartir la comida, a veces saca con mucho caldo y otras solamente con el revuelto. Sirve mal, no hay latá-latá, no hay igualdad.
En las mingas también se da latá-latá, porque hay que fijarse en todos y no dejar a ninguno sin comer. Pero tampoco se puede dar a todos con la misma medida, a cada uno corresponde una medida según lo que él es, por eso hay tazas de distintos tamaños, unas más grandes, otras más pequeñas. El que pasa la taza al que va a comer no puede entregar a cualquiera, debe tener en cuenta el orden, a quién hay que entregar primero, a quien después y en qué medida a cada uno. Por eso las mujeres deben ser soñadas y curadas para servir bien y los hombres deben ser soñados y curados para repartir bien. Es una gran vergüenza cuando uno estira la mano para recibir la taza cuando no le toca.
Aquí entra el derecho, es derecho de todos; no se debe preferir a alguno, como cuando se prefiere a los hijos mayores y no se le da nada a los menores, se los deja sin derecho.
El que sabe, debe decir: hay derecho para mí y para ustedes también, hay comida para mí y para ustedes igual. Es igualdad según el derecho de cada uno. Por fuera están los derechos menores, los de los blancos. Están alrededor del encierro del escudo guambiano, no están adentro.
Cuando vinieron los españoles, el tatakollimisak cogía la vara con la derecha, con toda la fuerza, con toda la autonomía. Cuando pedimos el derecho después de que terminó la guerra, no fue por destruir a los campesinos y a los ciudadanos, sino que se hablaba en general. Lo que nuestras leyes querían hacer era una ley conjunta con los blancos, una ley que recogiera los derechos de todos, según le correspondiera a cada cual, una ley que saliera desde la raíz hasta llegar al cogollo, basada en el respeto y el amor. Pero se quedó en teoría, los blancos no querían nada conjunto con nosotros, querían todo para ellos sin respetar nuestro derecho, hicieron las leyes solos, desde el cogollo hacia el pie; y esas leyes y los derechos quedaron solo para ellos. ¿Por qué quisieron quitar la flor de la papa y de todos los frutos?
Con la tierra se da un derecho de posesión en partes iguales a cada hijo; si reclaman los nietos, es un segundo derecho y entonces es menor y les toca menos tierra; si hay un tercer derecho, entonces se dará menos. Ahora no hay tierra suficiente y se han perdido los derechos menores; no es ya el tiempo de antigua.
En el matrimonio, el latá-latá quiere decir que los dos se comprometieron a acompañarse y compartir en el trabajo. Cada uno tiene que ayudar en el trabajo de su suegro. Hay un intercambio de trabajo. El matrimonio son dos, latá-latá. Es intercambio entre familias, aprenden a compartir latá-latá, a compartir en igualdad. Los caciques mayores compartían con los caciques menores. El préstamo de mano de obra es también latá-latá.
Para trabajar bien en las cosas de nosotros hay que mirar el derecho, aship, después hablar el derecho, waminchip, y luego trabajar, dar el derecho, marop.
Linchap es acompañar. Si voy a hacer un trabajo, puedo ir donde los familiares e invitarlos: acompáñenme a hacer un trabajo. Y ellos se comprometen.
Unos hablan igual, piensan iguales, latá-latá. Otros no dicen nada pero sí están, aunque sea de bulto, pensando en su gente. Compartimiento y acompañar es lo mismo. Cuando uno llega, le dicen: “entre, acompáñenos, gracias por la compañía, descanse; aunque no haya desayuno o comida, acompáñenos. Mamuchip lincha, kimtrap munuku, si hay, comamos, y si no, pasemos así”. Uno contesta: “trenchap, hagámoslo así”.
El de la casa en donde hay una reunión dice: ka lincha munukui. Aunque no hablen, comparten una unidad, comparten la compañía. Y no se van sin decir nada, sin despedirse. Dicen: “tengo algo que hacer, hasta aquí acompañé, si tengo vida nos veremos en otras vueltas”. Le contestan: “si es así, en otra oportunidad le vengo a invitar, gracias”. Los de ahora se van sin despedirse.
Cuando hay una asamblea, eso es un acompañamiento aunque la gente no esté poniendo cuidado, aunque esté hablando de otras cosas, porque está dando fuerza a una idea. El que no acompaña es un personalista, una vergüenza grande. El que está en silencio está dando valor a la reunión. Pero el que está cerca y se opone y destruye, ese no está acompañando, se dice que usted no quiere acompañar esta reunión, usted no quiere esta organización, usted está al contrario.
Si el territorio se concibe como la gran casa de una gran familia, la guambiana, el mayaelo puede verse como la autoidentidad de esta gran familia, pues elo es un identificador; quiere decir los que somos de esta casa, entendida como gente y como espacio, lo que somos nosotros, los wam. Mayaelo, lo que somos nosotros los que compartimos la comida de esta casa, la identidad de esta casa, unidos, juntados alrededor de nuestra autoridad.
Latá-latá, linchap, se comparte para formar la pareja de los dos y formar una familia, recibiendo el consejo y teniendo sus experiencias; así se forma una casa, un grupo, una unidad. Y viene la multiplicación.
Los de fuera de la casa van viendo y escuchando ese comportamiento y esas palabras. La gente se da cuenta y sigue el ejemplo. Y le piden favor al padrino, que dé consejo, dé su idea. Si da resultado, va a un cargo más grande, puede ser cacique, puede ser gobernador. Los demás guambianos lo recomiendan y se hace gente grande de experiencia. Y dice a los niños que, cuando crezcan, ellos también van a ser adultos de experiencia, namuy misak.
Los tres conceptos encierran como parte de nosotros, lo que somos. Aquí hubo primeramente uno sólo, pensante en vivir y en producir; no había contradicciones, como era pishi, era fresquito, vivía tranquilamente con su familia. Salimos nosotros, los namuy misak, y se formó el namuy merrap tatakollimisak, el cacique, que tenía relación con otros pueblos nativos. Traía tres formas para resolver y unir, que son estas tres palabras de nosotros.
Maya es el centro del sombrero propio; en su centro hay uno, un cacique. Elo va dando todos los colores que rodean el centro, los colores del aroiris. Allí está uno que dirige, que ve todas las cosas. Sale del centro y va girando alrededor, encontrando muchos caminos y organizaciones. Va saliendo pero no sale del todo. Cuando llega al extremo, el cacique Payán va voltiando para encontrar otra vez el centro. Y se devuelve por el mismo hilo, el tom, que lo devuelve hasta llegar al mismo centro. Maya es de todos: usted está conmigo, usted también está conmigo, usted, usted, usted, el cacique Payán con los caciques menores.
Elo quiere decir que todos tienen el derecho de comer, sean muchachos o muchachas. Hoy apenas decimos: “el derecho es de todos”, pero eso es en castellano. En guambiano es mayaelan ashshikey, queremos que nos mire a todos y a todos nos dé de comer o de beber.
El tom globaliza todo, es el que une, el que encierra; el aroiris tiene tom mera en donde se empatan los colores. Entre nosotros no se hablaba de común sino que se decía mayaelo. Los mayores decían que el hilo de lana o de merino para los tejidos que hacen las mujeres era un sostén para que los caciques llevaran una organización firme, sostenía el organismo para que no cayera.
En ese tiempo, cuando se contaba la historia, los mayores preguntaban a los hijos: “a partir de hoy, ¿qué haremos para los guambianos y para todos?”.
Cuando los blancos llegaron nos quitaron el sombrero, nos rompieron las ruanas, nos rompieron las camisas, nos quitaron las bayetas, arrasaron con todo lo de nosotros; todo lo acabaron. Por eso estamos así.
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[9]
DONDE SE MIRA LO QUE SUCEDE CUANDO SE ROMPE EL HILO
Los blancos han llegado diciendo que hay que modernizar, que hay que desarrollar para la nueva Colombia, para el nuevo siglo. Entonces, el hilo de lo propio se rompió.
Así pasó cuando los niños guambianos de hoy trataron de recuperar la música
“Las flautas de la música propia guambiana constituyen un par; tienen igual longitud pero diferente diámetro interno; son una ‘prima’ y una ‘segunda’; esta última se llama en guambiano nekuchipik”.
“Los anteriores llamaban a los demás a trabajar en las mingas. A los muchachos, como no sabían trabajar bien, los ponían adelante para que fueran medio remontando las eras para sembrar; los mayores venían atrás, arreglando y terminando; éstos eran los nekuchipik, que arreglaban lo medio trabajado y lo dejaban bien. El que va adelante forma como un camino y el nekuchipik va acompañando atrás, atrás... y arreglando”.
“Así sucede con las flautas, una comienza a tocar primero y la otra comienza después, va siguiéndola, acompañando detrás. El que trabajaba primero le decía al de adelante: vaya subiendo primero, yo voy atrás, nekuchipik”.
En un curso de recuperación de la música que tenía lugar en la escuela veredal de Cacique, cuando repartieron las flautas a los niños, los musiqueros mayores, de experiencia, que actuaban como maestros, insistieron en que con cada par de ellas los niños se hacían compañeros entre sí. Pero los niños no entendieron; cada uno pensaba que cada flauta era distinta e independiente y quería una para él sólo; recibieron la suya y se la llevaron para la casa con el fin de ensayar esa noche. No entendían que ninguna flauta puede tocar sola y que ninguno de ellos puede aprender a tocarla sin un compañero que lo acompañe. Además, no veían que las flautas tienen que buscar los tambores que las acompañen, un par de tambores, y por eso la música propia es de cuatro instrumentos que tocan. No tenían el concepto de par. Al día siguiente, en el momento de tocar, la música no salía pues cada flauta iba por su lado, no tenía acompañamiento, no tocaba en igualdad, no pensaba en los tambores.
“Par es paylo, da la idea de que se forma con cuatro, dos parejas, cada una de las cuales es una unidad. Los ojos, las orejas, son pakato. El matrimonio es el par por excelencia, son dos distintos que forman uno solo, pero que después da una multiplicación; también están el padrino y la madrina del matrimonio, una pareja, un hombre y una mujer. Por eso sólo pueden tener un ahijado y una ahijada; si tienen dos, uno de ellos se muere. Kato es como un ayudante que no puede ir solo, esa palabra no puede ir sola. Un par de animales son macho y hembra y no dos del mismo sexo. Los ríos Piendamó y Cacique ‘sentimos que son par’, son hembra y macho pues corresponden a una cacica y a un cacique, Teresita de la Estrella y Juan Ignacio Tombé, respectivamente; los otros ríos y quebradas no son par, son los hijos e hijas. Las dos partes diferentes de un par están ligadas entre sí por un tom, un hilo, una articulación, un nudo”.
Cuando el par se descompone, el hilo se rompe y la unidad se desintegra; si cada uno va por su lado, la unidad se pierde y la igualdad no puede realizarse. Cada uno busca su derecho sin pensar en el derecho de los demás, ni respetarlo. Así pasa con la familia. Hoy, en las nuevas condiciones, el matrimonio no se vive como un acompañamiento, como un compartir en igualdad. El hilo de la familia se rompe y cada uno va por su lado, aparte. Y se rompe la multiplicación, no tanto en el sentido de la reproducción humana sino en el de la reproducción social. Cuando se rompe el hilo de la familia, ya no es posible que el derecho nazca de las cocinas y se extienda a toda la sociedad guambiana; el capullo se destruye.
“Cuando se hicieron las recuperaciones, se pensó en la igualdad y se picó el pasto en global, pero algunos sentían individual y ya tenían el alambre de la Caja Agraria escondido bajo las camas o en los tumbados. Después de tantos años de adjudicaciones, las tierras recuperadas se parcelaron en bufanditas de diez por cien metros para cada uno y se dijo que era para todos igual. Pero esa era la igualdad de los blancos que no tiene en cuenta que no todo es igual, que hay que distinguir. Entonces se rompió el hilo y comenzaron los problemas por la tierra. Ese día se acabó de terminar la unidad”.
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De la locura de la división en veredas
En tiempos adelante, los guambianos estaban organizados con base en un sistema de parentesco claramente clasificatorio, conformando grupos de parientes o “casas”. Los distintos grupos que constituían la sociedad guambiana se emparentaban entre sí a través de los “abuelos del agua”, los caciques venidos de las lagunas y los derrumbes por los ríos y que, en su sistema de parentesco, eran los mismos para toda la comunidad.
Estos abuelos encabezaban las líneas de descendencia común y a ellos se llega, todavía en la actualidad, cuando se asciende por las genealogías de los diferentes grupos. De esta manera, todos los guambianos hacen parte de la gran “casa” o gran familia guambiana, como una unidad que comparte la comida en las grandes mingas, es especial las de los antiguanos.
La llegada de la organización en veredas, como un mecanismo ajeno pero que permite lograr, como en el resto del país, algunos beneficios mediante la adscripción clientelista de la Junta de Acción Comunal a algún político local o regional, trajo también las relaciones de vecindad y las enfrentó con aquellas que existen entre los parientes, debilitando y desestabilizando la organización tradicional de la gran familia. Al mismo tiempo, la interrupción de la tradición oral a causa del silencio de los mayores, ha ido borrando la memoria de los comunes antepasados y haciendo de cada grupo parental una unidad aparte, sin vinculaciones reales con los demás.
En la actualidad, cada uno de tales grupos busca beneficios para sí mismo, sin casi tener en cuenta los restantes. Cada uno quiere tener su propia escuela, su propio acueducto, su propia carretera y, para tratar de conseguirlos, quiere conformarse como una vereda aparte, atomizando el conjunto de la sociedad, que ve crecer a pasos acelerados la división interna con el aumento descontrolado del número de veredas y de juntas.
Además, el auge de las juntas y su capacidad de obtener beneficios para los vecinos de su vereda, constituye un contrapeso creciente para la autoridad del Cabildo, menguando el papel unificador del mismo en tanto que autoridad única de todos los guambianos. El mayaelo se pierde cada vez más.
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Ir de lo local a lo nacional o el día en que se confundieron las lenguas
La palabra es un poder.
Entre los guambianos, como entre muchas otras sociedades indígenas, la palabra tiene un poder creador. Este poder le viene de que ella transmite y pone en acción la experiencia, la historia toda de la sociedad, condensada en las historias de los antiguos y en los consejos con que se educa a los niños y se orienta a los mayores. La palabra mantiene viva la historia y le permite guiar la vida del presente y reconocer el futuro aun antes de que este llegue. Para cada problema de hoy, para cada decisión que hay que tomar por parte de la autoridad o de los mayores, pero también para cada actividad de la vida cotidiana, la palabra pone de presente un amplio repertorio de posibilidades, de soluciones que vienen del pasado pero que hay que adaptar al hoy, adaptación que además modifica ese repertorio, adecuándolo mediante la discusión colectiva, a través de la reflexión en grupo, que se desarrollan también por la palabra. Así nace, crece y avanza el pensamiento propio. Asimismo, la palabra sustenta la autoridad. Alcanzar un cargo de autoridad es una cuestión de experiencia y esta se condensa, expresa y actúa mediante el consejo. El papel político por excelencia del cacique, del gobernador, de la autoridad, es dar consejo.
La palabra guambiana camina en caracol, vuelve una y otra vez sobre lo mismo, sobre el tema de que se habla, ahondando y profundizando cada vez más en él a medida que se lo conoce. A cada vuelta, el saber es más profundo. Hoy, cuando los jóvenes se ven enfrentados a las palabras de los mayores —que han vuelto a hablar—, tienen un problema grande de comprensión, pues les parece que todo da vueltas y vueltas en el mismo punto, como un círculo, sin avanzar, diciendo siempre lo mismo. En sus mentes mestizadas, la palabra ya no crea, solo repite. En sus labios, la palabra de los mayores —que renace— corre el peligro de llegar a convertirse solo en una permanente repetición, en un discurso que se aprende de memoria y, por lo tanto, que está muerto.
En la tradición, la relación de semejanza entre palabra y caracol es completa. Por eso, los caracoles que aparecen grabados en las piedras del territorio son para ser hablados, son el modelo de lo guambiano, que amplía a la vez que encierra. No podemos dejar de recordar aquí las volutas —espirales— de los códices indios centroamericanos, que servían para representar que alguien está hablando.
Las relaciones con la sociedad blanca, la institución de autoridades títeres, como fueron los cabildos —y lo son todavía en algunos sitios—, dieron origen a un nuevo tipo de palabra, hasta entonces desconocido: el discurso, en especial el discurso que quiere parecer político. No es extraño que en las reuniones en las cuales corresponde hablar por turno a cada una de las autoridades indígenas presentes, parezca que los discursos de la mayoría de ellas, y más cuanto mayor es su relación con los blancos, no dicen nada, que son sólo palabras carentes de un sentido aprehensible. En estas situaciones, la palabra ha perdido su eficacia social, pero conserva su carácter de expresar la autoridad. Al hablar en forma interminable y, a veces, sin sentido aparente, cada autoridad indígena está diciendo, simplemente, soy autoridad.
A lo anterior hay que agregar el hecho de que las autoridades de los Cabildos indígenas de hoy, incluso las guambianas, son cada vez más jóvenes y vinculadas con lo blanco y carecen, por lo tanto, de la experiencia y el conocimiento que habrían de llenar de sentido propio sus palabras y podrían dotarlas de un poder creador, de una amplia eficacia entre las gentes de sus sociedades.
Cuando el taita Lorenzo Muelas habló en la Asamblea Nacional Constituyente, terminó su discurso con unas palabras pronunciadas en el idioma guambiano, “para que ustedes se den cuenta que somos distintos”, palabras que no tradujo. Es decir, que el contenido de lo que dijo no era relevante, solo expresaban la diferencia y el derecho a ella. “Todo es lo mismo, pero no todo es igual”.
En el curso de las deliberaciones de esa Asamblea, sus intervenciones se fueron tornando complicadas. Era claro que allí, en ese recinto, su palabra carecía de poder, de eficacia social, no tenía autoridad entre los restantes constituyentes, no trataba de crear sino de convencer con argumentos y lógicas que no eran propias. La Constituyente no tenía espacio para el diálogo, para la confrontación de saberes y, por consiguiente, para la creación conjunta. Cuando el taita Lorenzo escogió hablar en castellano en las demás sesiones, sin exigir con firmeza su derecho a expresarse de la manera propia y en su idioma, nació la confusión de lenguas, se alzó una nueva torre de Babel. Al pasar del plano local, el de la vida de los namuy misak, a expresarse en el plano nacional, la palabra guambiana perdió su poder, su autoridad. Y produjo una incomunicación con sus propias gentes, que se vive todavía.
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[10]
PARA QUE LOS GUAMBIANOS PODAMOS VIVIR Y CRECER
Así habla el exgobernador taita Abelino Dagua la historia de sus ideas sobre la vida de Guambía y de los guambianos.
¿De dónde salió este pensamiento?
Un día, después de una reunión, llegué a mi casa pensando y pensando sobre todo lo que se habló y sobre qué es lo que aquí necesitamos. Estaba tan preocupado que hasta hablaba solo y yo mismo me contestaba.
Entonces, me reuní en la cocina, sentado alrededor del fogón con la mujer y con los hijos, y entre todos hablamos y pensamos; de allí salió toda esta idea. ¡Así es como el derecho nace de las cocinas!
¿Cómo empezó todo?
Antiguamente no se conocían las adjudicaciones de la tierra, a cada familia se le entregaba su parcela con un recibo del Cabildo y nada más. Luego, Ceno Otero, un alcalde de Silvia, creó las adjudicaciones, y el secretario del Cabildo, que en ese tiempo era siempre un blanco del pueblo, hacía las actas de posesión.
Con las adjudicaciones, ya la gente podía vender la tierra; muchos vendieron, aún sin contar con la autorización del Cabildo. La gente de nosotros no quería que se vendiera y ayudó, vigilando y dando aviso, pero vendían al escondido.
Anteriormente la parcela se entregaba a la familia; con las adjudicaciones comenzó la división de la tierra entre los hijos, entre los hermanos, entre los familiares. Las parcelas se volvieron chiquiticas y aparecieron las peleas al interior mismo de las familias; se inició la desunión.
Hasta los primeros años del 50 todavía se hacían bastantes mingas, aunque ya no eran tan grandes como antes; eran mingas más pequeñas, pero se trabajaba en común.
En 1954, con el gobierno de Rojas Pinilla, llegó la papa nueva y, con ella, el abono para que produjera más y los insecticidas para que no la acabaran las plagas. Entonces, la gente necesitó de préstamos para poder sembrar, abonar y fumigar. Y llegaron los préstamos de la Caja Agraria para comprar la semilla, el abono, las bombas, los fungicidas.
Esos préstamos se dieron individualmente; cada uno tenía que responder por el suyo y era dueño de las ganancias o las pérdidas que tuviera, por eso no le convenía trabajar con los demás, ni gastar su tiempo acompañando en el trabajo en las tierras de los otros. Para obtenerlos, la Caja exigía la adjudicación; por eso, éstas cogieron fuerza y todos las pedían, para llevar su papel a la Caja. Hasta las reservas de tierras que tenía el Cabildo en las sabanas se adjudicaron en individual. Así se acabaron la leña, las ovejas y la lana.
Ahí se acabó también la minga y se introdujo el trabajo a jornal entre los mismos guambianos. La Caja Agraria lo introdujo, acentuando la desunión y dando principio a las envidias y a las peleas entre las familias.
En esa época, teníamos nuestras propias semillas, mejoradas a nuestra manera, pero no lo supimos y nos dejamos engañar por los funcionarios del gobierno que nos ofrecían las de afuera. Y perdimos las de nosotros. Ahora tenemos que comprar las semillas mejoradas que nos traen. Y. además, tenemos que comprar el abono, porque estas semillas no producen sin él, como sí producían las nuestras.
¿Cómo estamos ahora?
Todo ese gasto que hacemos, no gana nada. El trabajador se mata, se suda para los grandes comerciantes, para los grandes fabricantes. El productor se enflaquece; el consumidor se enflaquece también. Y el gran empresario sigue engordando, engordando. Esto es lo que nos pasa hoy.
El explotador no es uno solo, son muchos; esa es la Gran Flota Mercante. Por eso se cambiaron las cosas; ahora, casi todo lo de nosotros es comprado. Apoyamos a esas empresas, a esa Gran Flota Mercante, comprando esas botas, esos sombreros, esos paños, esos merinos, esas comidas, esas herramientas. Y vendiendo todos nuestros productos a sus intermediarios. Todos los apoyamos comprando y vendiendo.
También el trabajador de la ciudad, el obrero, sigue enflaqueciendo para hacer funcionar esa maquinaria, enflaqueciendo todo untado de aceite.
El engordador es el dueño, son los dueños de toda esa Flota. Sentados en la cocina, en círculo (poto) alrededor del fogón, se cuenta cómo se mata el trabajador para engordar la Flota. Sale un precio bajo en la fábrica y sube al ir a la agencia; el intermediario que compra en la agencia por toneladas también sube los precios y se engorda. Así se entiende con cabeza propia en la familia por qué no alcanza para la remesa, para comprar herramientas para los hijos. El consejo circula en las cocinas.
Ellos nos ponen los precios; nos venden bien caro y nos compran bien barato. Todo lo tienen planificado. Saben en qué meses y en dónde hay hambruna. Entonces, lo que compran barato aquí, la Flota lo lleva allá y lo venden caro.
La Flota tiene una relación en el mundo entero, tiene sus cadenas para quitar en todas partes. Los de aquí negocian con los extranjeros para echar todo lo que aquí se produce para afuera. Y luego se espera que llegue todo lo de afuera, y dicen que aquí no hay. El guambiano es un vehículo de carga para llevar para afuera.
Y así pasa en los otros países como el nuestro. También en el Japón y en los Estados Unidos.
La Flota Mercante trajo el feroz, contagió a los guambianos para que aquí pensaran así, para que los territorios se volvieran pedacitos. Hasta el Papa de Roma llegó a servir para afuera, para la Flota, y sufrieron los campesinos blancos, los ciudadanos blancos, los que trabajan en las fábricas y los indígenas.
Y a nosotros, ellos nos traen sus precios mejorados para vender bien caro. Si el que va a consumir no quiere comprar, guardan los productos y al fin el consumidor tiene que comprar porque es su necesidad., de otra manera ya no puede vivir. Pero la plata no alcanza para poder comprar todas esas mercancías. Y si uno cayó enfermo y no puede trabajar, ahí se quedó sin con que comprar la mercancía, no puede comprar siquiera la droga. Y ahí se murió y quedó “por los siglos de los siglos, amén”.
Y el engordador de la Flota Mercante Grancolombiana sigue engordando.
Si pensamos por qué se sufre, hay que decir que es porque hay quien nos mande desde afuera, porque se perdió la autonomía. Pero la religión, que también organiza para echar todo para afuera, para el otro mundo, dice que es porque no se ha prendido una mecha para alumbrar en los altares.
Chocan reyes contra reyes, lanza contra lanza, puño contra puño. Se enfrentan y hasta los dueños de la Flota sufren. Dicen que es voluntad de dios, pero no, es mando del gran capataz. ¿Quién mandó que fusilaran a Santiago? ¿Dios? No, un capataz mandó.
Lo que no entiende la gente de nosotros
Por eso la historia tiene que recoger cómo pereció lo nuestro, cómo perdimos las cosas que teníamos para producir nosotros mismos y en común; la historia tiene que recoger cómo quedamos así, como estamos ahora.
Si la gente de nosotros no lo entiende, todo va a seguir lo mismo. Seguirán los préstamos individuales y seguirán las adjudicaciones y así hasta el último pedacito de la tierra guambiana. Y seguirán las ventas y unos pocos de nosotros también irán engordando con las tierras compradas y con el trabajo a jornal de los otros compañeros.
En el 84, cuatro, seis, ocho de cada vereda se rebotaron en contra de las tierras del fondo del Cabildo. Hubo asamblea en el circo y los alborotadores miraban a ver quien hablaba en su contra. La mayoría les tuvo miedo y solamente los taitas Segundo, Abelino y Ricardo respaldaron las tierras del Cabildo.
Nuestra gente no entendía, y no entiende aún, que lo que es del fondo del Cabildo es de la propia comunidad.
Pero los guambianos somos como el cangrejo: lo toca una pajita por un lado y camina para el otro, lo toca por el otro y va para otro lado, lo toca por delante y camina para atrás, lo toca atrás y va para adelante. Así somos los guambianos.
Los guambianos no entienden que el Cabildo puede arrendar la tierra o producir él mismo con mingas de nuestra gente y de ahí sacar para los puentes, para organizar la producción de hortalizas y de ganados para las escuelas, para dar sitios de trabajo a los Comités, para hacer las canchas de fútbol, para que no tenga que ocurrir como en Pueblito, en donde los muchachos entraron en un cebollar, arrancaron la cebolla y la tiraron al río para poder hacer la cancha y jugar. Todo esto para la propia comunidad.
¿Qué podemos hacer?
Es mejor que la tierra recuperada vuelva a ser del Cabildo. Y que este la reparta a grupos de 50 personas, creados por nosotros en forma organizada y que tengan la financiación de las entidades del gobierno que dicen que quieren ayudarnos.
Estos grupos se encargarían de las distintas producciones para las necesidades del mismo grupo y para las de la gente de nosotros: pan, hortalizas, paño para los vestidos, las botas, quizás hasta los sombreros, ganadería de diversas clases (caballos, vacas, ovejas y otros animales), carpintería, herramientas y todas las demás.
Y que todo lo que sea mercado se haga y se controle por parte del Cabildo, como un centro, como la cabeza, como el padre de la gran familia guambiana. Este compraría todo lo que haya que comprar y lo distribuiría por medio de tiendas veredales, confiadas también a grupos y manejadas por ellos y con la financiación de las entidades oficiales, para comenzar.
Lo que haya que vender se recogería por todas estas tiendas, en las veredas, hasta llegar al Cabildo, que lo almacenaría y lo vendería hacia afuera buscando los mejores mercados y los precios más altos, dejando por fuera a los intermediarios.
Esta economía del Cabildo, organizada y fuerte, podría incluir unas dos o tres mil personas de las nuestras, para todos poder vivir y avanzar.
De otro modo, por más tierra que se logre recuperar no habrá ninguna mejora importante en la vida de los guambianos; seguiremos cada vez peor, como hasta ahora. Con solo la producción de la agricultura ninguna tierra será suficiente para tantas personas y la gente de nosotros se seguirá acabando. Toda esa tierra apenas servirá para que unos pocos la sigan acumulando y sigan creciendo y sobresaliendo a costa de los demás. Eso será el fin de los guambianos.
Y la Gran Flota Mercante Grancolombiana seguirá engordando.
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De cómo se hunde el que se embarca en la Flota Mercante Grancolombiana
Esta visión de la relación entre sociedad guambiana y sociedad colombiana considera el mercado como la base de las relaciones de sujeción y explotación de la primera por parte de la segunda. En esta dirección, la Flota Mercante Grancolombiana es la clara materialización del capital mercantil, efectivamente predominante en una región como el Cauca, con bajísimos niveles de desarrollo industrial y, por supuesto, de avance del capital financiero. Al mismo tiempo, resulta claro que la adscripción más amplia de los guambianos al mercado es presionada por el endeude, como sucede en tantas sociedades indígenas de Colombia, pero esta vez en una forma más “moderna” y menos personal que en otras de ellas, la del crédito concedido a través de la Caja Agraria.
La extracción de los recursos de la sociedad guambiana y su apropiación por parte de la sociedad colombiana se hace, pues, por los mecanismos de un intercambio ampliamente desigual, en el cual los precios de los productos de los guambianos están completamente monopolizados y determinados por los intermediarios que los adquieren, al tiempo que aquellos de las mercancías de producción nacional que deben adquirir escapan igualmente a su control.
Por supuesto, la vinculación guambiana al mercado no es reciente. La tradición oral recoge en forma amplia el recuerdo de las rutas de intercambio y de los productos que se movilizaban desde y hacia Guambía, incluso de los comerciantes que los conducían. También considera el período de la producción de la quina, con Silvia como un importante centro de acopio de la misma. Pero los años 50 implicaron una situación nueva desde el punto de vista de la amplitud de tal participación, especialmente en cuanto a la venta de productos necesaria para cubrir el pago de los créditos y adquirir herramientas y algunos elementos de vestuario y alimentación.
La necesidad de vender, con el objetivo primordial de adquirir productos manufacturados en amplia escala, es todavía más reciente, en especial en lo atinente a la alimentación, electrodomésticos, bicicletas y algunos otros bienes.
Cuando se tienen en cuenta los diversos aspectos de la vida social guambiana, resulta indudable que los últimos cincuenta o sesenta años representan una aceleración considerable de los procesos de penetración en su propio interior de elementos y relaciones de la sociedad colombiana. La década de los cincuenta marca otro hito, otro salto en la misma dirección, sobre todo en el campo de la economía. Es lo que recoge el análisis sobre la Flota Mercante.
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Donde se empata el volteo del Srurrapu
A veces, cuando alguno pasa por el pie de esa peña puede oír chillar los cuyes de mama Manela. Otros dicen que si se pasa de noche en la Semana Santa, puede verse como se abre la peña y mama Manela sale a alimentar sus cuyes en el Nuyapale. Al rato, ella se entra de nuevo y la peña se cierra otra vez, porque ella sigue viviendo allí dentro con toda la gente y con sus cuyes.
Los mayores dicen que mama Manela está esperando y que no ha olvidado a sus hijos, los guambianos. Cuando estos hayan recuperado de nuevo todos sus territorios, aquellos que habitaban a la llegada de los españoles, ella saldrá de la peña para vivir otra vez con ellos, para gobernarlos.
Ella va a venir cuando estas tierras estén en manos de los guambianos. Si hay extraños no va a volver.
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