De todos es conocido que, con posterioridad a la abolición de la esclavitud en Colombia, una gran parte de aquellos esclavos que quedaron libres, y de sus descendientes, han mantenido durante casi 150 años una marcada tendencia hacia la integración a la nación colombiana. Muchos de ellos la alcanzaron, pero no sin que el racismo imperante en Colombia les negara la posibilidad de hacerlo en los niveles más altos de riqueza, cargos públicos y reconocimiento social. Otros muchos, al contrario, mantuvieron o crearon comunidades específicas en sus antiguos asentamientos o en sus vecindades, desarrollando formas de vida diferentes a las de otros sectores de la sociedad colombiana y claramente distinguibles de ellas.
Los amplios procesos de urbanización han sido factor importante, entre otros, en tales procesos de integración, que algunos han llamado “blanqueamiento”, aunque debe entenderse que esta denominación no hace referencia sólo a hechos de tipo biológico, como la mezcla racial, de todas maneras presente y amplia, sino, sobre todo, a fenómenos de tipo cultural, como aquellos que han servido para que en muchas sociedades indígenas se hable de algunos de sus miembros, integrados o integracionistas, como de gentes a quienes se les “mestizó la mente”.
Tal tendencia ha venido representando un obstáculo para el desarrollo y consolidación de los movimientos de los descendientes de los antiguos esclavos traídos del África, pues éstos chocan contra las posiciones de aquellos de los suyos que se consideran como colombianos comunes y corrientes y sólo buscan reivindicaciones de tipo cívico o clasista, o bien contra quienes desean lograr una integración que les es negada. La aceptación de que tales tendencias existen, pero, sobre todo, el esclarecimiento de sus causas, su amplitud e importancia, los efectos que han producido, los sitios de su incidencia, sus formas de manifestación, etc., etc., son absolutamente claves para que el movimiento pueda avanzar reuniendo al mayor número de gentes y sectores.
Nada ayudan, en cambio, las afirmaciones que justifican o disculpan las tendencias integracionistas que existen en algunos “grupos negros”, como ésta de Arocha: “para combatir la exclusión, los descendientes de los esclavos no tenían otra alternativa que integrarse de lleno al mercado y aferrarse a las redes del clientelismo político” (Observatorio de Convivencia Étnica en Colombia, p. 52, subrayado mío). Quien, además, trata de apoyar su criterio con falsedades como la siguiente: “Durante muchos años, los indígenas de Nariño lucharon por la eliminación de sus resguardos, como lo repetía hasta la saciedad el antropólogo Milcíades Chaves, ya fallecido” (id., p. 52). Afirmación falsa, como lo han mostrado investigaciones históricas (como las de Mamián y Rappaport), pues lo que Chaves hizo siempre fue defender él la parcelación de los resguardos, pero como criterio suyo, sin buscar fundamentarlo atribuyendo tal pretensión a los indígenas.
O como esta otra, de Saturnina Sánchez de Friedemann: “Los grupos negros han apelado a estrategias de huida y enfrentamiento. Una huida de lo negro hacia lo blanco con los consiguientes conflictos de la despersonalización [...] El enmascaramiento de cualquier tradición y del ser negro fueron más viables que revalorizar y reconocer cualquier pasado africano para lograr un presente con identidad étnica propia” (“Negros en Colombia: Identidad e invisibilidad”, América Negra, No. 3, pp. 27-28, subrayado mío).
O esta, de la misma antropóloga: “El hecho de haber participado activamente en los procesos de blanqueamiento genético y cultural y algunos grupos haber accedido a la vida urbana en estrategia de sobrevivencia y de participación en el país, se interpreta como un ingreso incuestionado en ámbitos de clase social y desvinculados de cualquier condición étnica” (id., p. 31, subrayado mío).
Para ser válidos, tales puntos de vista tendrían que comprobar en virtud de qué circunstancias y por qué causas “los descendientes de los esclavos africanos no tenían otra alternativa que integrarse”, como dice Arocha, o por qué “el enmascaramiento de cualquier tradición y del ser negro fueron más viables que revalorizar y reconocer cualquier pasado africano para lograr un presente con identidad étnica propia”, como afirma Sánchez. Y esta demostración no ha sido hecha por ninguno de los dos autores.
El camino seguido por muchas nacionalidades indígenas durante ese mismo período indica que sí era posible seguir otras alternativas distintas a la del blanqueamiento y la integración, que tenían espacio y viabilidad los movimientos que buscaran “valorizar y reconocer lo propio como base de reclamar un presente con identidad étnica propia” y que había otras “estrategias de sobrevivencia”. Lo que se hace necesario indagar son las causalidades específicas que condujeron a que tantos descendientes de los esclavos africanos siguieran otra vía, optaran por una alternativa distinta.
En este campo, pienso que una ruta de explicación habría que explorarla en el hecho de que la especificidad de la identidad étnica propia de tales grupos no está en su “pasado africano”, como lo plantea Sánchez, sino que fue construida aquí, en Colombia, luego de lograr su libertad, bien mediante el cimarronaje, bien comprándola, bien por la abolición de la esclavitud. Y ello y en lo fundamental, durante el último siglo y medio. En tanto que la especificidad de las nacionalidades indígenas está basada en una continuidad que viene desde muchos siglos antes de la llegada de los europeos a América.
Es decir, que muchos de los descendientes de esclavos de origen africano crearon un modo específico de vida durante este lapso, modo de vida que los distingue y los identifica hoy, mientras otros buscaron y consiguieron integrarse a la formación de las maneras de vivir de algunos sectores de la naciente sociedad colombiana.
La invisibilidad de la que habla Sánchez en sus declaraciones para el artículo de Gloria Moanack: “Los negros no son el blanco” (El Tiempo, octubre 11 de 1992, p. 1B): “El negro, relegado a bajas esferas sociales, se hace invisible. Invisible ante los ojos de los demás para no ser advertido por ellos y, lo que es peor, invisible ante sus propios ojos”, no es algo que concierna exclusivamente a los “grupos negros”. Manuel Scorza, novelista indigenista peruano, había constatado la invisibilidad de los oprimidos entre los indios del Perú, y su causa: “En la prisión había comprendido la verdadera naturaleza de su enfermedad. No lo veían porque no lo querían ver. Era invisible como invisibles eran todos los reclamos, los abusos y las quejas”. (Historia de Garabombo el invisible, Planeta, Barcelona, 1972, p. 183).
Pero Scorza también indica el camino para resolver ese problema. No se trata de “predicar” a aquellos que no quieren ver a los invisibles para que los vean. Se trata, como ocurre en la obra sobre Garabombo, de que los invisibles se organicen para luchar y que, con sus luchas se hagan ver, se metan literalmente por los ojos de quienes los ignoran; su fuerza los hará visibles. Es lo que ha ocurrido en los últimos 20 años con las nacionalidades indígenas en Colombia; así, y no con las prédicas bondadosas de los antropólogos, se “han sacudido la humillación”.
En 1952, el antillano Frantz Fanon había analizado ese fenómeno en un libro titulado precisamente Piel negra, máscaras blancas (Editions du Seuil, París), para concluir que “el negro que quiere blanquear su raza es tan desgraciado como el que predica el odio al blanco” (p. 33). Y plantear que sólo la lucha anticolonial puede dar fin al llamado “complejo del colonizado”.
Si los descendientes de los antiguos esclavos de origen africano fueron invisibles en la Asamblea Constituyente no fue por culpa de los indios, como quiere mostrar Arocha, fue por su carencia de conciencia y organización suficientes para confiar en sus propios candidatos, por ser invisibles para sí mismos, lo que los llevó a “delegar” la defensa de sus intereses en constituyentes ajenos a sí mismos. Sólo su organización y su lucha los hará visibles ante la faz de Colombia y les garantizará el logro de sus derechos.
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