Como Harris, su maestro teórico, Arocha recoge un buen número de planteamientos deterministas, débilmente cobijados bajo una tenue capa de materialismo y frecuentes llamados a la acción de la cultura que no logran esconder su verdadera naturaleza.
Así, sus ideas de que “la multiplicidad de formas de vida y conducta representa un seguro contra las incertidumbres que causan los cambios en el ambiente” (Observatorio de Convivencia Étnica en Colombia, p. 6) y de “el polimorfismo mediante el cual la evolución tiende a garantizar el futuro” (Observatorio..., p. 45), no son sino el trasplante mecánico a lo social de postulados del evolucionismo biológico que afirman que los organismos menos especializados tienen una mayor capacidad de adaptación a los cambios del medio natural. Habría que recordar que estos planteamientos evolucionistas conllevan otro, que Arocha niega pero no refuta: que tales organismos están abajo en la escala evolutiva. También hay que tener en cuenta que la especialización orgánica, y no su “polifonía”, condujo a la aparición misma de la humanidad.
En su explicación de los fenómenos sociales atribuye un peso fundamental a las relaciones que los grupos sociales establecen con su medio. Pero en ellas, el mayor énfasis lo pone en las características naturales de ese entorno, que por lo demás aparecen como constantes, y no en las características de la sociedad. Por eso, para Arocha, lo que explicaría las regularidades o continuidades de las formas de violencia en los valles del Cauca y el Magdalena desde antes de la llegada de los españoles hasta hoy y que “reaparece a lo largo del tiempo es el rigor de la relación entre un pueblo y su entorno” (Observatorio..., p. 11, subrayado mío), afirmación que no tiene en cuenta las diferencias obvias entre los pueblos aborígenes y los pobladores de hoy. En otro ejemplo de la misma concepción, planteada de un modo más general, considera que el hecho de que “ante la inclemencia de este vínculo, culturas muy diversas generen alternativas parecidas es una opción explicativa...” (Observatorio..., p. 11, subrayado mío).
Pero. ¿qué es eso de “rigor de la relación” y de “inclemencia de un vínculo”? Al hablar así, Arocha “olvida” que esa relación, ese vínculo no dependen sólo del “rigor” del medio, es decir de sus características naturales, que él considera apriorísticamente y para siempre como objetivamente hostiles o difíciles para la vida humana, sino que también y esencialmente son resultado de las formas de trabajo con que la sociedad respectiva interactúa con su medio y de los efectos de las modificaciones que esas sociedades hayan producido sobre el ambiente a lo largo del tiempo.
Tal “olvido” lleva a Arocha a creer, sin que tenga en cuenta las capacidades de intercambio de las sociedades con su ámbito ni las características de su desarrollo cultural, que “las similitudes entre dos o más ambientes no sólo consistían en que tuvieran regímenes similares de lluvia o exposición solar, sino en que las relaciones entre tales factores causaran efectos comparables. Por ejemplo entornos tan disímiles como el desierto del Kalahari, de los bosquimanos y las selvas del Congo, de los pigmeos; o las planicies australianas de los aruntas y los llanos del Orinoco de los cuivas, entre otros, coincidían en sustentar una fauna pequeña y dispersa. La carencia de pastos en arenas calcinadas por el sol equivalía a la que resultaba por las sombras que proyectada (sic) el follaje apretado del bosque tropical. Y en ambos lugares, culturas portadas por gentes muy distintas convergieron elaborando soluciones comparables en cuanto a lo tecnológico, laboral, social y político”: ‘las bandas patrilineales’” (Observatorio..., p. 11).
De ahí que Arocha no dude en afirmar, de manera por completo determinista, que “el ímpetu de ellas [las relaciones que teje la gente con su medio ambiente. L.G.V.] hace de ciertas formas de violencia fenómenos ecológico-culturales” (Observatorio..., p. 20).
Pero va más allá. Postula que “guerras y violencias hacen parte de complejos circuitos que rigen las interacciones de vientos, lluvias, soles, suelos, plantas, animales, necesidades alimenticias y territoriales, cultivos, caza, pesca, recolección, gente e historia” (Observatorio..., p. 12). Por eso, “el que sobre las tierras de lo que hoy es Colombia, las proteínas animales vinieran en ‘paquetes’ pequeños y dispersos parece haber estado muy relacionado con la violencia precolombina” (Observatorio..., p. 14, subrayado mío).
En su análisis sobre la violencia en el Quindío, coloca la relación de flores y frutos del café como base estructural de ese fenómeno: “las tensiones del nexo de la gente con su ámbito contribuían a explicar la coincidencia entre altas tazas (sic) de homicidio y los períodos de recolección del café. La posición del área con respecto al Ecuador, el suelo, las lluvias y el brillo solar confluyen en la fijación de los límites de cosechas y traviesas y, por lo tanto, en los auges y caídas de la fuerza laboral migrante. Las cosechas no sólo son las épocas de mayor densidad poblacional, sino momentos en que una parte del arbusto ostenta al mismo tiempo cerezas rojas y flores a la espera de ser fertilizadas” (subrayado mío).
“Hasta aquí lo que podría determinar la ‘estructura’. Lo ‘agencial’ comienza cuando el capataz empieza a ejercer su autoridad para que en su vía hacia las pepas maduras, el ‘chapolero’ no dañe las flores nuevas y afecte la siguiente cosecha. Esta presión puede tener lugar bajo lluvias torrenciales que para nada le ayudan en la labor cuidadosa y, por lo tanto, continúan abonando el terreno para las explosiones de ira que pueden tener lugar el sábado en la noche, cuando en las cantinas de la zona de tolerancia, los recogedores compiten por las prostitutas al calor de los aguardientes” (Observatorio..., pp. 17-18, subrayados míos). Sobran los comentarios ante la obviedad de los planteamientos. Sólo queda preguntarse por qué no sucedía lo mismo en las demás zonas cafeteras del país.
Todo esto lo va conduciendo poco a poco hasta llegar a exabruptos como este: “es tentador establecer analogías entre la conducta de dos canes [que se muestran los colmillos para mencionar una pelea en la comunicación icónica. L.G.V.] y la forma como, por lo general, en Colombia los grupos armados escalan sus operaciones militares a manera de prólogo para las negociaciones de paz” (Observatorio..., p. 65).
O como este otro: “allí [en el Pacífico. L.G.V.] las ruedas tienden a enterrarse, a oxidarse y a podrirse. Si la gente las desecha, no es porque sea bruta, sino por el peso de las restricciones ambientales” (“La ensenada de Tumaco: Invisibilidad, incertidumbre e innovación”, América Negra, No. 1, p. 98, subrayado mío).
No me queda duda de que, hoy como ayer, racismo y determinismo siempre van unidos, aunque se trate, esta vez, de un racismo silvestre y un determinismo domesticado.
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