Supongo que se preguntarán, cuando se habla de tendencias y corrientes contemporáneas de la antropología, ¿qué pueden tener de contemporáneas mis ideas, pues lo fundamental de mi carrera y de mi trabajo se dio en el siglo pasado? A pesar de eso, acepté la invitación de Carlos. Siempre he tenido claro en mi trabajo que no me muevo en el campo de la academia; y es en la academia donde están de moda las modas, donde se tiene que estar a la ultima moda, por eso parece tan importante lo contemporáneo. Se supone que lo que no es contemporáneo, lo que lleva sus años, pues ya está viejo, revaluado, no sirve para nada, para qué se le va a prestar atención. Eso siempre me ha tenido sin cuidado, por eso no me importa venirles a contar de mi trabajo en un curso que tiene que ver sobre todo con las tendencias actuales de la antropología.
Comencé a estudiar antropología en la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado, en la Universidad Nacional de Colombia; y no lo hice recién egresado de la secundaria. Primero di vueltas y volteretas por ahí durante 8 ó 9 años, hasta llegar a la antropología, como digo, casi por azar. Pienso que en realidad fue así, no fue una decisión pensada y ni un plan estratégico. En ese momento me encontraba estudiando ingeniería mecánica en la Universidad Nacional, 8 años después de terminar secundaria. Quedé fuera de ingeniería y mi única opción para seguir en la Nacional era estudiar antropología o filosofía. En ese entonces, ya había estudiando algo de marxismo y trabajado con sectores populares, con obreros urbanos y, más adelante, con campesinos, tanto en áreas rurales como en pequeños poblados, de ahí que tuviera claro que la filosofía era pura especulación, que los filósofos se habían dedicado a observar la sociedad, a pensarla, cuando de lo que se trataba era de cambiarla, y no me iba a encerrar a estudiar y pensar a la sociedad y a reflexionar sobre ella, porque mi interés era participar en su cambio, en su transformación radical.
También tenía claro que una transformación de ese tipo iba en beneficio, sobre todo, de los sectores populares, es decir de los obreros, de los campesinos, de los indígenas, de pronto también, en algunas épocas, de los estudiantes o, por lo menos, de ciertos estudiantes. Los estudios relacionados con el marxismo también me habían hecho consciente de que eran fundamentalmente esos sectores los que tenían que hacer el cambio. Desde el principio, pues, estaba vacunado contra cualquier vocación de redentor; sabía que a los sectores populares nadie los redime si no cambian ellos mismos su situación, pero estaba convencido de poder contribuir a ello.
También había comprendido que, si el marxismo era la concepción del proletariado acerca de la sociedad capitalista, las ciencias sociales constituían la concepción de la burguesía acerca de esa misma sociedad. Si el marxismo podía permitir que el proletariado y los demás sectores populares rompieran con la situación en que se encontraban y cambiaran la sociedad, por el contrario, las ciencias sociales habían sido creadas para impedir que eso ocurriera, para mantener el statu quo. Eso me llevó a rechazar las teorías y corrientes antropológicas; como estudiantes, un grupo de nosotros nos negábamos a estudiar a Malinowski, a Levi-Strauss, a los culturalistas, como Geertz y otros; la pelea que dábamos era para que el plan de estudios de las ciencias sociales en la universidad fuera marxismo. Por supuesto, después nos dimos cuenta que se trataba de una pelea perdida, que de ella solamente era posible lograr algunos escalones como, por ejemplo que se introdujera el estudio de Marx o del marxismo en las carreras de ciencias sociales, en ninguna de las cuales se tenía en cuenta, que hubiera cursos dedicados al marxismo que no tuvieran menor importancia que los dedicados a otros autores o a otras corrientes. Entonces, cuando terminé, de funcionalismo, de estructuralismo, de esas corrientes no había estudiado prácticamente nada, sólo sabía lo que los profesores decían en clase.
Fui a hacer mi trabajo de grado a una zona a donde una profesora, en la mitad de la carrera, nos había llevado a una práctica de campo, una zona de indígenas embera chamí, (los embera son una nacionalidad bastante grande: cerca de 150.000 en el país, ubicados en diversas regiones y en grupos que tienen algunas diferencias culturales y sobre todo lingüísticas, pues su lengua tiene 7 dialectos y es bastante compleja; algunos de esos dialectos no son inteligibles entre sí). Inicialmente, yo no sabía nada de indígenas, no fue por eso que estudié antropología; llegué a ella como opción de seguir en la universidad y no quedarme por fuera. En esa práctica conocí los primeros indígenas, y fue un descubrimiento; a los 8 días de estar allá, me dije: aquí voy a hacer mi trabajo de grado. Y, efectivamente, cuando terminé las materias, regresé e hice allá mi trabajo. En el proyecto hacía, por supuesto, una declaración de principios (en la universidad todo el mundo hacía declaraciones de principios teóricos, metodológicos y, a veces, políticos; por ejemplo, si se tomaba como base el marxismo, implicaba también una opción política); en él citaba frases de Mao Tse-tung y de Marx y Engels. Cuando terminé, el resultado lo publicó una pequeña editorial de algunos aficionados a las publicaciones y las ediciones (estudiantes y profesionales recién surgidos). La crítica que más me dolió, pero que al mismo tiempo me abrió los ojos, decía que el texto hacía muchas declaraciones de renovar la antropología y hacer una antropología marxista y que lo que había hecho era una antropología que seguía a los clásicos, especialmente a Malinowski, de una muy buena manera. El “descubrimiento” de que no había hecho ningún trabajo marxista sino un trabajo funcionalista-empirista malinowskiano fue un golpe duro, pero me hizo reaccionar y abrir los ojos.
Ingresé como profesor a la Universidad Nacional inmediatamente después de graduarme. En ese momento, para mí era más importante el trabajo político que el académico. Trabajo político que realizaba con campesinos a través de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, una organización muy grande y fuerte, que había sido creada por un presidente de la República, de corte liberal, que quería desarrollar el país para que dejara de ser atrasado; él planteaba que había relaciones, formas de propiedad y de trabajo que impedían el avance, como la gran propiedad terrateniente y las formas de trabajo no asalariadas relacionadas con ella, como la aparcería y la medianería, en las cuales el terrateniente daba pequeñas parcelas de tierra a los campesinos para que las trabajaran y recibía, en cambio, la mitad o más de la cosecha o del ganado que producían. En el Cauca y Nariño estas relaciones de terraje eran claramente feudales, serviles. Allí, los terratenientes se habían apoderado de las tierras de los resguardos indígenas para levantar sus haciendas, y “habían permitido” que los indígenas continuaran viviendo en esas tierras, en pequeñas parcelitas que supuestamente les arrendaban; y el indio pagaba el derecho a tener ahí su rancho y su pequeña huerta trabajando gratis para el terrateniente. Además de esa explotación, el indio vivía en condiciones de humillación muy grandes, bajo el total control del terrateniente; por ejemplo, se les prohibía criar animales, tener cultivos permanentes, como el café (solo podían sembrar productos de ciclo anual). De todos modos, los terrajeros sólo podían dedicar a sus pequeñas huertas la menor parte del tiempo, pues el resto lo tenían que dedicar a trabajar para el patrón; sus mujeres e hijas eran empleadas del servicio en la casa de la hacienda, también sin ninguna remuneración; existía el llamado derecho de pernada, según el cual los terratenientes o sus mayordomos tenían derecho a la primera noche de toda joven indígena que se casaba. En algunos sitios los obligaban a trabajar a latigazos; yo conocí indígenas, pero también campesinos, con la espalda marcada por las huellas de los látigos, y en una humillación permanente por el maltrato, les daban plan de machete, los trataban a patadas, no tenían absolutamente ningún derecho; incluso, en algunos casos, las entradas a las haciendas estaban cerradas y solo había un sitio de entrada, una puerta con llave, y los terrajeros únicamente podían salir con autorización del terrateniente o del mayordomo y para una actividad específica; de otro modo, estaba prohibida la salida y tampoco podía entrar nadie sin autorización; eran como campos de concentración.
El presidente Lleras pensaba que para desarrollar el país había que romper esas relaciones atrasadas, esas formas y esas relaciones de producción atrasadas; pero también tenía claro que esas relaciones tenían un peso muy grande en el país. Del Cauca salían muchos presidentes, salían ministros, a veces la mitad de los ministros provenía del Cauca o de Nariño; también venía de allí una gran cantidad de miembros del parlamento, y todos ellos se oponían a esos cambios. Lleras se daba cuenta que no sería capaz por sí mismo y que su partido no lo iba a apoyar en la tarea de confrontar a esos sectores políticos y económicos. Además, había un pacto entre los partidos liberal y conservador (que era el representante fundamental de esas fuerzas atrasadas) para turnarse en el poder durante de 16 años, con gobiernos paritarios, en la cual los cargos tenían que estar repartidos por mitad entre liberales y conservadores. Lleras se dio cuenta que en esas condiciones no tenía oportunidad, entonces su estrategia fue organizar al campesinado para que este confrontara al sector terrateniente.
Pero, al cabo de un año, la organización campesina adquirió tanta fuerza que se le salió de las manos, fue mucho más allá de lo que él esperaba (creo que es el movimiento popular más fuerte que ha habido en Colombia en toda su historia, no solamente por la cantidad de gente que movilizó, sino por sus hechos y por los logros que consiguió). Dos años después de creada, la Asociación Nacional de Usuarios se dividió. Un sector, apoyado por el gobierno, integrado sobre todo por campesinos cultivadores de café, que eran campesinos medios que tenían alguna tierra y que, incluso, algunas veces, contrataban mano de obra asalariada, se apartó para crear un ala gobiernista de derecha. Al otro lado quedaron los campesinos pobres, los campesinos sin tierra, los indígenas, en una organización orientada por la izquierda. Con ella trabajaba yo. Y fue esta fue la que conmocionó al país con su lucha
Entonces yo no sabía cómo combinar ese trabajo con mi actividad en la universidad, en la cátedra. Lo que se me ocurría era invitar a algunos alumnos, como lo había hecho antes con mis condiscípulos, a que me acompañaran a los trabajos que hacía en los fines de semana o en las vacaciones. Pero eso no producía ningún impacto en la academia, y no lo tuvo mientras fui estudiante en la universidad.
Una vez profesor de la universidad se me presentaron dos problemas: el primero, que ya tenía que tener en cuenta a los antropólogos clásicos para poder dar clases en antropología y, como no los conocía bien, me tocó hacer lo que no había hecho como estudiante, ponerme a estudiar a Malinowski, a Lévi-Strauss, a todos los teóricos de la antropología, a leer sus mamotretos, a relacionarlos con la realidad que encontraba entre los campesinos cundiboyacenses y entre los indígenas embera chamí de Risaralda. Rápidamente me di cuenta que esas realidades no tenían nada que ver con las carretas que había en los libros, palabrerío ajeno por completo a la vida de los indios que conocía y a los campesinos con los que trabajaba. Mientras más grueso fuera el libro, menos tenía que ver; por ejemplo, los cuatro tomos de las Mitológicas de Lévi-Strauss, confrontados con la realidad resultaban ser pura especulación. Pero, de todos modos me tocó estudiarme en serio todos esos libros porque, de otra manera, no podía hacer clases.
Muchos me dicen: ¿usted por qué no se fue de activista y abandonó la academia? Pues yo no tenía ninguna necesidad de seguir en antropología. Mi consideración fue: si la antropología es una herramienta de dominación sobre los indios, si es una herramienta que utiliza el sistema colombiano para mantenerlos sometidos, esa herramienta no se puede dejar tranquila, hay que confrontarla, y el sitio de esa confrontación es la academia, porque ahí es donde están los antropólogos y donde se están formando los futuros antropólogos; por eso me quedé en la universidad. Algunos que salieron no eran antropólogos sino sociólogos, como Orlando Fals Borda, pero volvieron a la universidad arrepintiéndose de lo que habían hecho. Yo no salí para volver, ni tuve que renegar de nada, no tuve nada que hacerme perdonar para que me volvieran a recibir, como tuvieron que hacer ellos.
Entre mi acción como estudiante y la de profesor hay una continuidad; un ejemplo la muestra bien. Cuando los estudiantes nos dimos cuenta que no íbamos a lograr que todas las materias de antropología fueran marxismo, empezamos a ingeniarnos cómo hacer para que hubiera el máximo de marxismo posible. Leyendo El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels, lo primero que se encuentra es la observación del autor de que Lewis Henry Morgan, un abogado norteamericano, había descubierto por su cuenta y en América el materialismo histórico. Morgan vivió en la zona noreste de los Estados Unidos, en la misma época que Marx; esta región era importante desde el punto de vista de su población indígena; en ese tiempo, las ciudades todavía estaban incrustadas en territorios indígenas, rodeadas de indios iroqueses. En ese tiempo estaban de moda los clubes de estudiantes en la universidad; en la facultad de Morgan hicieron un club de estudiantes y decidieron sacar los estatutos del club de las sociedades iroquesas; para ello, Morgan fue a observar cómo eran sus organizaciones, sus asociaciones. Y le pasó lo mismo que a mí: para él, los indios fueron un descubrimiento y se quedó con ellos el resto de su vida, convirtiéndose en antropólogo y constituyéndose en uno de los creadores de la antropología.
Con esa base, yo no sé si los otros compañeros habrían leído y estudiado a Morgan, pues en castellano sólo se conseguía un libro y nosotros nos negábamos a leer en inglés porque esa era la lengua del imperialismo (qué pena que les esté diciendo esto a ustedes a quienes les piden el inglés para todo); nosotros pensamos que si a los dos cursos sobre Marx se agregaban dos sobre Morgan, quedarían 4 semestres de marxismo. Los profesores, que seguramente no habían leído a Morgan, aceptaron. Pero se nos había olvidado lo fundamental: qué profesores iban a dictar los cursos de Morgan. Los pocos que se le medían, planteaban que Morgan había pasado de moda, que era un evolucionista unilineal, que sus teorías ya habían sido superadas por la antropología y no había nada que hacer con ellas, que se trataba de un fósil y no había que perder el tiempo con esos cursos, y se dedicaban a hablar de otra cosa, de campesinos, de teorías del cambio cultural, lo que se les ocurría, menos Morgan. Cuando yo llevaba como un año de profesor, me llamó la directora del departamento y me asignó como carga académica los cursos de Morgan; le dije que no conocía a Morgan, pero ella argumentó que yo había estado entre los estudiantes que propusieron esos cursos, yo me seguí negando, hasta que ella me dijo: o lo dictas o te vas.
Y lo dicté. Conseguí la mayor parte de sus libros y logré que la universidad publicara el único traducido, que estaba agotado y era una edición argentina de los años 40. La idea era que se tradujeran y se publicaran los demás, pero nunca se hizo nada. Entonces, me puse a leerlos a punta de diccionario, como hago todavía cuando me toca leer algo en inglés, la ventaja era que en esa época había diccionarios de papel y uno con ellos lograba encontrar el sentido de las frases y traducirlas; ahora uno se pone a traducir con los traductores de internet y no entiende absolutamente nada de lo que traducen, pues lo hacen palabra por palabra y luego las juntan. Así pude dictar el curso. Varias décadas después, yo escribí y publiqué el único libro que se ha escrito en Colombia sobre un teórico de la antropología, Lewis Henry Morgan. Confesiones de amor y odio, basado en los cursos que había dictado y en las discusiones que se habían dado en ellos, así como en las preguntas que habían surgido de los estudiantes y que me habían hecho meditar, reflexionar y analizar.
Cosas como esa fueron las que me llevaron a permanecer en el campo académico de la antropología, dando la pelea contra ella desde adentro. Tener que estudiar esos clásicos de la antropología, me permitía, ahora sí, criticar con argumentos los planteamientos de Malinowski, los míos propios en mi trabajo de grado, los de Lévi-Strauss y los de otros antropólogos famosos.
Cuando llevaba dos años de profesor, estuve en el Congreso en que la ANUC se dividió en dos alas y, por supuesto, quedé en el ala opositora del gobierno, la que se llamó ANUC línea Sincelejo. En ese congreso participaron representantes de varias organizaciones indígenas pues en algunas regiones, como el Cauca, donde la mayor parte de la población era indígena, la ANUC organizó como campesinos a los indígenas y había comités de usuarios campesinos integrados por indígenas. Estos participaron en ese congreso; la ANUC se dio cuenta que era un sector importante y creó en su interior una secretaria indígena, desempeñada por indígenas, para que contribuyera a desarrollar y a fortalecer el trabajo de la ANUC con ellos, y dispusieron que yo no trabajara más con campesinos sino que lo hiciera con esta secretaría. Entonces comencé a trabajar con indígenas, primero en Bogotá, porque trabajaba con quienes estaban al frente de esa secretaría, cuya sede estaba en esa ciudad.
En esa lucha, pues lo era y muy fuerte, encontré, primero en libros y después en persona, a representantes de una corriente muy importante en sociología que, luego, tuvo peso en la antropología: la Investigación Acción Participativa, encabezados por el sociólogo Orlando Fals Borda, un pastor evangélico formado y graduado en Estados Unidos, fundador de la facultad de sociología con el padre Camilo Torres, el después guerrillero; en ella había abogados, filósofos, periodistas y uno o dos antropólogos. En sus planteamientos encontré una coincidencia completa, y no en términos generales como yo lo planteaba (el carácter de la antropología como forma de pensamiento de la burguesía sobre los pueblos colonizados o indígenas y el de las ciencias sociales para pensar a los obreros y campesinos según los intereses de las clases dominantes), sino algo específico sobre las diferentes teorías en boga y que mostraba el efecto que esas teorías y sus metodologías producían, inclusive en Colombia. Sobre esa base consideraban la necesidad de desarrollar una teoría nueva para que las ciencias sociales pudieran servir al pueblo. Era una coincidencia muy grande con lo que yo pensaba.
Sin embargo, el discurso inicial de La Rosca (como se autollamaban), ese que orientaba el trabajo de la Investigación Acción Participativa era principalmente un cuestionamiento teórico. Cuestionaban las teorías, mostraban por qué el funcionalismo no servía, qué errores y qué problemas tenía. Y qué beneficios producía para las clases dominantes que sus intelectuales emplearan esas corrientes y esas metodologías para el análisis de la sociedad. Uno de los principales aspectos de su crítica tenía que ver con la separación y relación entre sujeto y objeto de la investigación. Su posición era que los sectores populares tenían conocimientos valiosos que el investigador social tenía que recoger, para luego confrontarse con ellos. Por lo cual la relación de investigación que los concebía y los trataba como objetos de investigación debía ser cambiada y rota. Es decir que los dueños del conocimiento que se produjera con la nueva investigación, guiada por la investigación-acción, eran los sectores populares a los cuales se refería, y no los intelectuales, como había ocurrido siempre.
En referencia a esta clase de cosas, aparentemente tan simples, el movimiento indígena iniciado a comienzos de los años 70 del siglo pasado, entró a cuestionar los nombres que los antropólogos les habían asignado a sus sociedades; muchísimos antropólogos se lavaron las manos echándole la culpa a los españoles, diciendo que esas denominaciones se habían dado históricamente desde el descubrimiento y la conquista, lo que significaba que tanta ciencia antropológica solo servía para quedarse en los mismo lugares comunes y en los mismos criterios de aquellos incultos conquistadores que habían llegado a América, muchos de los cuales no sabían leer ni escribir, gente que muchas veces venía de la cárcel, porque les daban la opción de venir a América enrolados en las expediciones conquistadoras o seguir en la cárcel y ellos se enrolaban, lo que les daba, adicionalmente, la posibilidad de volverse ricos. Se dio, pues, esa insurgencia indígena contra la denominación que les daba la antropología, y que les daba el país siguiendo a los antropólogos. En esa pelea pudieron mostrar incluso que muchos de esos nombres eran peyorativos, despreciativos, dados a veces por sus vecinos enemigos. Así, cuando los misioneros capuchinos llegaron a la zona limítrofe con Venezuela se encontraron con una sociedad indígena, los Barí; primero los bautizaron y luego les cortaron el pelo como ellos mismos lo llevaban; como resultado se terminó por llamarlos motilones, pero ese nombre venía del cambio que habían producido los propios misioneros. A otro grupo, del valle del Sibundoy, también controlado por los mismos misioneros, los llamaban coches, pero esa palabra la trajeron los españoles a esa región para denominar a los marranos, a los cerdos, a los chanchos.
De ahí que su primera reivindicación fuera su derecho a llamarse con su propia autodenominación, con el nombre que ellos se daban a sí mismos; como tenían fuerza en ese momento, se impusieron y a los antropólogos nos tocó comenzar a variar los nombres que les dábamos. Definitivamente, ellos ya no soportaron más que se les llamara por los nombres que les habían dado los conquistadores.
Otros, incluso, impusieron que se les reconociera como indígenas, después de años de desconocimiento. En el año 82, acompañé al Museo del Oro a un grupo de dirigentes indígenas, que había llegado a Bogotá en una marcha ; en esa época, a la entrada había en la pared un mosaico con fotos de indígenas de todo el país; cuando entraron, (venían sobre todo indígenas del suroccidente colombiano, aunque los había de la Sierra Nevada y de otros sitios) y antes de empezar a mirar el oro, su oro, que aún está ahí en el Museo metido en las vitrinas y que no podían tocar sino solo mirar, los dirigentes que venían de Nariño preguntaron a la guía designada por qué no había indígenas de Nariño en ese mosaico, y ella les respondió que en Nariño no había indios; la reacción de ellos fue inmediata: “si no hay indios en Nariño, ¿nosotros qué somos? Somos indios de Nariño". A partir de ese momento, la guía se calló y me tocó a mí acabar de hacer el recorrido. Al poco tiempo, en lugar de agregar fotos de los indios que faltaban, prefirieron quitar el mosaico. Si en ese entonces hubieran estado presentes los del Tolima, hubiera pasado lo mismo, porque en esa región, también de acuerdo con los antropólogos y con la sociedad nacional, los indios se habían acabado desde hacía mucho tiempo.
Lo mismo se decía de la sabana de Bogotá; imagínense si se iba a aceptar la presencia de indios en el espacio en donde los ricos de Bogotá tenían sus fincas de descanso o de ganadería. Se aseguraba que allí los indios se habían acabado desde finales del siglo XVIII, pero, entonces, en esos años de los 70 y 80, en varios lugares comenzaron a reivindicarse como indios y a exigir su reconocimiento como tales. En 10 años, el número de sociedades reconocidas como indígenas en todo el país aumentó aproximadamente un 30% como resultado de la fuerza que alcanzaron con la lucha. Cuando esta empezó había unas 60 y, cuando la lucha empezó a decaer y se aprobó la Constitución de 1991, ya había cerca de 86; hoy, las autoridades indígenas reivindican más de 100. Pero, como otra vez el gobierno tiene la sartén por el mango y el movimiento indígena ha perdido gran parte de la fuerza que tuvo en los años 80 y 90, el gobierno no quiere reconocer a los demás. El expediente es muy sencillo, se mandan comisiones formadas por un abogado y un antropólogo a que investiguen si son indios; las comisiones regresan y afirman que no son., como pasaba antes de la lucha, a mediados del siglo pasado.
En los años 50, Reichel-Dolmatoff ya había dado por extinguidos a los kankuamos de la Sierra Nevada de Santa Marta; ahora son uno de los grupos más grandes y activos dentro del movimiento indígena de Colombia. Reichel, acompañado de su mujer, también antropóloga, realizó estudios en la región durante varios años, para concluir que eran campesinos; los propios kankuamos se convencieron que eran simplemente campesinos, ni siquiera campesinos indios; por otro lado, en esa época nadie quería ser considerado indio, porque serlo era menos que ser animal y era ser objeto de humillación y de desprecio.
Después que me gradué continué yendo donde los embera chami durante casi 20 años. En Colombia, por lo general, los antropólogos, desde que son estudiantes van tomando nota de los grupos indígenas que van conociendo o, mejor, que van visitando, pues aspiran a conocer a la mayoría. Yo conozco sólo a unos 5 o 6, porque los he conocido alrededor de la lucha; durante toda mi carrera, que empezó en el año 70 y acabó en el año 2002, solamente he trabajado con 2 grupos: 18 años con los embera chami y 16 años con los guambianos. Por supuesto, conozco también a los paeces, quienes igualmente obligaron a cambiar su nombre por el de nasas, que pelean al lado de los guambianos, lo mismo que a los de Nariño, que luego recuperaron sus nombres propios y ahora se denominan pastos, quillacingas, etc. También a los arhuaco, de la Sierra Nevada de Santa Marta, denominados ahora iku. Los nombres con que yo los conocí, ya no se usan. Igual conozco a los del Valle de Sibundoy, los famosos coches, que ahora se hacen llamar kamentsa.
¿Por qué seguí yendo al chamí? Alguien podría decir que, como todavía me faltaban las tesis de maestría y doctorado, me tocó continuar yendo para hacer esos trabajos. Me da pena decirles que no sé inglés y que sigo siendo un licenciado en antropología, ya que ni siquiera tengo titulo de profesional, por lo cual no debería estar hablando aquí porque, se supone, que para formar maestros y doctores los profesores tienen que ser por lo menos pares y yo no lo soy. Cuando estudié antropología, la orientación era estudiar para ser profesor de antropología en educación secundaria; con el tiempo, eso cambió y se acabaron las licenciaturas en la Universidad Nacional, en donde ahora todas las carreras son profesionales.
Suelo decir que mis posgrados los hice con los indios, y eso siempre me ha dado la confianza, la seguridad de que no voy a quedar mal frente al más doctor o posdoctor que se me ponga al frente. ¿Por qué seguí yendo entonces donde los embera-chamí? Porque después de haber conocido su situación, no podía desentenderme de ellos, no podía quedarme con la posición general de trabajar para cambiar la situación del país y que, mientras tanto, ellos siguieran en esa miseria, en esa enfermedad y en ese sometimiento en que vivían. Entonces, me quedé trabajando con ellos para que se organizaran para recuperar la tierra y la autonomía, para que las fincas que les habían arrebatado los terratenientes, entre los cuales los misioneros eran los principales pues tenían la finca más grande, volvieran a sus manos, y para que tuvieran de nuevo una autoridad propia.
En Colombia, las formas indígenas legales de organizar la tierra y la autoridad eran el resguardo y el cabildo. El primero es un globo de tierra de propiedad colectiva de una comunidad, que no puede ser vendido, ni empeñado, ni embargado, ni regalado; es una propiedad permanente, comunitaria, manejada por un cabildo, que es un gobierno indígena integrado por varios miembros indígenas, con un gobernador a la cabeza. Los embera chamí habían tenido resguardo y cabildo hasta casi 60 años antes y desde la época de la colonia, pero se habían olvidado. En un momento dado, no pude volver durante dos años, y apelé a la ANUC para que el trabajo no quedara empezado; esa organización mandó a alguien a continuar el trabajo y, cuando pude regresar, ya había se había creado el cabildo, ya tenían una organización a través de la cual podían hablar y expresar sus intereses y necesidades.
Para que se creara una reserva o un resguardo era necesario un estudio sobre las condiciones de la comunidad en diversos aspectos; yo hice ese estudio junto con un funcionario del INCORA, Instituto Colombiano de Reforma Agraria, que era favorable a los indígenas y a su lucha. Con base en ese estudio se creó el resguardo y el gobierno comenzó a comprar la tierra a los terratenientes para entregarlas a los indígenas. Para eso me quedé. Eso constituía lo fundamental de mi trabajo, pero para poder llevarlo a cabo era necesario que los conociera, porque sin ese conocimiento, sin saber cómo son y cómo piensan, no es posible realizar esa clase de trabajos.
Cuando fuimos la primera vez, llegamos al internado que tenían los misioneros para los niños indígenas. Se le llamaba internado, pero bien podía ser una cárcel, porque los niños eran obligados a ir (hasta había una policía indígena para que, si los papás no mandaban a los niños, fueran a las casas, los cogieran a la fuerza y los encerraran en el “colegio”). Allí se les prohibía hablar su lengua y vivir de acuerdo con sus costumbres; hasta les cambiaban la comida, porque, en criterio de los misioneros, la de los indios era comida de animales. Cuando los papás iban a visitarlos los fines de semana, les llevaba comida desde la casa, pero los misioneros no daban a los niños esa comida, sino que con ella alimentaban los marranos.
En esa institución fuimos a quedarnos nosotros porque era el lugar de llegada de los científicos sociales, los médicos, los funcionarios, pues era en donde había techo y comida de gente. Los indios comían comida de animales y nadie iba a sus casas. Ellos consumen un banano chiquito, dulce, que nosotros llamamos murrapo y ellos llamaban primitivo, y que constituye, junto con el maíz, una de sus bases de alimentación. Estando allá, pude conversar con campesinos, colonos pobres, que me dijeron: yo he estado en una situación terrible con mi familia y el único orgullo que tengo es que jamás me rebajé a comer esa comida de los indios, esos platanitos, porque eso es comida de los lobos, de los micos y de los indios; mi orgullo es que nunca los comí aunque me estuviera muriendo de hambre.
En el internado misionero había carne de las vacas criadas en las tierras que les habían robado a los indios y cuidadas por ellos mediante un trabajo asalariado, que luego les pagaban con los huesos de las vacas que se comían los misioneros, los antropólogos, los médicos, los odontólogos, los abogados y toda la gente que llegaba allí. La primera y la segunda vez que fui allá, también estuve en el internado de los misioneros, pero empecé a tener problemas con los ellos. Cuando fuimos a hacer el estudio para la reserva y, luego, para el resguardo, nos alojaron en el internado misionero y ellos eran los primeros que se oponían a que se diera tierra a los indígenas, porque tendrían que entregar su finca. Sin embargo, una noche tocaron a la puerta de la pieza; abrimos y era la madre superiora de las misioneras, quien nos dijo que ella sabía que habíamos ido para hacer el estudio para la reserva de esos “pobrecitos indios”, y que nos iba a ayudar porque esa miseria en la que ellos vivían no podía continuar, pero, agregó, no le vayan a decir a nadie; tenemos que trabajar a esta hora para que nadie se dé cuenta porque todos están durmiendo; yo me conozco todo el resguardo porque lo he caminado; sé que el censo que es el principal problema y yo me sé los nombres de todas las familias de cada vereda, de los hijos que tienen, si son hombres o mujeres, cómo se llaman, qué edad tienen, así hicimos la mayor parte del censo de las zonas más apartadas, donde mucha gente ni siquiera hablaba castellano; la monja nos ayudó mucho y era la madre superiora; ese día, comencé a dejar de ser tan cuadriculado y de ver las cosas solamente en blanco y negro.
Para poder hacer ese estudio fuimos de vereda en vereda y de casa en casa hablando con cada familia, para explicarles lo que se iba a hacer y preguntar lo que pensaban; hubo veredas en donde nos contestaban que si los blancos, los capunia, como les dicen, se van, ¿quién nos va a vender la salecita?, ¿quién nos va a comprar el cafecito? y no lo decían, pero estaba incluido, ¿quién nos va a vender el aguardiente o el chirrinchi o el ron o la cerveza? Ya tenían bien interiorizada la idea de la dependencia, de la dominación y pensaban que no podían vivir sin los colonos blancos, sin los tenderos blancos, sin los terratenientes blancos; es decir, habían perdido cualquier noción de autonomía, de una vida propia y de poder vivir solos. Pero los demás estuvieron de acuerdo y aceptaron y la reserva inicialmente solo cobijó a la mitad de la gente; años después se amplió para cobijar a los demás, cuando estos se dieron cuenta cómo era la cosa.
Entonces, me era necesario investigar lo que me saltaba a los ojos y recordé una de las prescripciones de Malinowski , quien dice que hay que vivir entre la gente que se está investigando. Que no se puede vivir con los misioneros, ni con los administradores coloniales, ni con el jefe militar de la región, sino que hay que vivir entre la gente. Claro que, como los isleños de las islas Trobriand vivían en aldeas, Malinowski plantaba su carpa en todo el centro de la aldea y vivía ahí, en su carpa, y, como lo dice, por la mañana se levantaba y desde el corredor de la carpa veía a toda la gente desplegando sus múltiples actividades.
Pero los chamí no vivían en aldeas ni yo tenía carpa. Entonces fui a vivir a las casas de los indios; y a contestarles lo que me preguntaban, porque estando en sus casas descubrí que ellos tenían más interés por conocer cómo era yo y cómo vivía, que el que yo tenía en ellos. Ellos tenían más interés “antropológico” que yo y, por supuesto, comenzaban con preguntas claves, que eran muy dicientes: ¿usted tiene papá?, ¿usted tiene mamá?, ¿usted es casado?, ¿usted tiene hijos?, ¿usted dónde vive?, ¿cómo es su casa?, ¿cómo son los alrededores de la casa?, ¿dónde trabaja? Llevar fotos era clave para que se enteraran de todo esto. No había leído nunca, no sé de ningún trabajo de antropólogo que cuente la manera como satisfizo la necesidad de conocimiento acerca suyo y de su sociedad que tenía la gente con la que había trabajado; si hubo alguno, no le dio importancia a eso porque el sujeto del conocimiento es el antropólogo.
Caí en cuenta de ese interés en una forma muy vívida, que me lo fijó en la consciencia. Una noche me acosté en mi saco de dormir en la casa de unos chamí en una región poco visitada por los blancos; algunas de las mujeres y de los niños nunca habían visto uno y, cuando llegué creían que era español; no sabían que los españoles ya no estaban; ¿usted es español?, ¿entonces, de dónde es? Colombiano, ¿qué es eso?; creían que los colombianos blancos éramos españoles. De pronto, en medio de la noche, sentí algo que me despertó; levanté la cabeza y descubrí a todos los miembros de la familia sentados alrededor mío estudiándome dormir; un niño más curioso y menos cohibido estiró la mano para tocar el saco para saber qué era esa tela y fue eso lo que me despertó.
Todo corrieron. Pero no es lo que el antropólogo hace cuando llega y se va entrando en la casa, sin pedir permiso siquiera, para ver cómo son las cosas, y pregunta y saca y mira debajo de las camas si las hay, y se sube al techo y saca todo porque es el científico y todo está justificado. Los indios tienen que hacer de su investigación una actividad clandestina para poder conocer al antropólogo. Seguramente que a todos los antropólogos les hicieron cosas por el estilo, pero jamás las tuvieron en cuenta, ni les dieron ninguna importancia, porque en esa relación de conocimiento el que manda es el antropólogo, y el otro es el que le sirve y hace lo que él le dice. Inclusive, el antropólogo es quién decide quién es ese otro; el antropólogo decide quién es informante, a quién va a coger de chismoso para que le cuente todas las historias de la comunidad, para luego venirlas a escribir y contarlas; siempre he dicho que la antropología no es más que chismografía ilustrada porque, ¿qué hace un antropólogo?, va a ver qué pasa allá para venir a contar el chisme aquí, ¿o es otra cosa la que hace?
Para entender los problemas que se empezaron a dar con ese cabildo, porque los hubo, y con ese resguardo, porque los hubo, había que entender lo que sucedía dentro de la sociedad emberá chamí. La casa donde yo me comencé a quedar y en donde me quedaba más tiempo era la de un viejito que el misionero nos presentó como informante la primera vez que fuimos. Una estudiante y yo escogimos hacer la práctica sobre mito y tradición oral; cuando le dijimos al misionero que queríamos trabajar sobre ese tema, nos dijo que tenía la persona perfecta para eso y la mandó llamar. Al rato llegó el viejito, porque si el misionero manda llamar a alguien le toca dejar lo que está haciendo para ir; y le dijo: estos estudiantes quieren hablar con usted; y nos comentó: “este sabe todas esas historias porque es un jaibaná arrepentido”. “Una vez hicimos un cursillo con los jaibaná y ellos entendieron que si seguían con esos tratos con el demonio se iban a ir al infierno, entonces abandonaran esa superstición, esa práctica y entregaron los bastones de jai con los que trabajaban y los quemamos. Ahora Clemente reza y viene a misa”. Lo de quemar los bastones no fue la verdad, tiempo después fui a un museo que tenían las misioneras de la Madre Laura en Medellín, y allá tenían los bastones de los jaibaná, no sé si el de Clemente, pero los de los jaibaná de esa región; quién sabe qué palos quemaron y se llevaron los bastones para ese museo. En la casa de Clemente empecé a quedarme.
Como los antropólogos, yo también solía decir que un jaibaná era un chamán; después descubrí que no tenía nada que ver con el chamanismo del que había hablado Eliade, pues fue él quien se inventó esa carreta después de descubrirla en los límites entre Rusia y Siberia, en un grupo en el cual había un personaje que llamaban chamán, y universalizó el concepto y lo definió con sus características. Pero en la realidad, el jaibaná no se le parecía en nada. Sin embargo, los antropólogos siguen diciendo hoy que se trata de un chamán.
De tanto ir a la casa de Clemente, en una ocasión noté que la situación estaba distinta, pero no podía entender por qué y, cuando ya estaba anocheciendo, Clemente se me acercó y me dijo que esa noche iba a “cantar jai”, así llama el jaibaná su trabajo. Pero esto que Clemente llama trabajo de jaibaná, la antropología lo llama ritual y, con eso, lo ubica directamente en el campo de la superestructura y de las religiones. La palabra embera para designar la actividad del jaibaná quiere decir trabajo, es más, quiere decir el verdadero trabajo; los demás trabajos, la agricultura y la pesca y la caza, las actividades que se hacen una casa y la construcción de la misma, son considerados menos trabajo que el del jaibaná. No sé si por deformación profesional, al saber que iba venir aquí, me puse a leer un trabajo de grado que me mando una profesora que conocí el año pasado en la ENAH, Escuela Nacional de Antropología e Historia, en México, y ella cuenta que los nahualt también denominan trabajo las actividades de un personaje semejante al jaibaná.
Pero los antropólogos lo llaman ritual y así lo sacan del nivel que le corresponde, que es la economía, y lo tiran por allá al campo de la superestructura, que ahora llama mucho la atención. Recientemente, la clase media intelectual en Colombia, sobre todo las profesoras universitarias, se ha inventado sobre esta base las que llaman religiones indígenas, y se dedican a practicarlas. En la época en que el ateísmo estuvo de moda en esos medios, todo el mundo abandonó la religión católica y, de pronto, les empezó a hacer falta; entonces buscaron el yoga y otras actividades similares, y ahora practican las religiones indígenas. Es posible ver a los intelectuales más serios inaugurando un simposio en la Universidad Nacional con una limpieza, creo que es así como la llaman, en la que unas mujeres que se dicen indígenas, con ramas y flores y con agua, aunque ya no es agua bendita, asperjan a la gente o se las pasan por encima del cuerpo, en especial la cabeza, y limpian todas las energías negativas que pueden conspirar contra el simposio.
Pues ese señor arrepentido y que no tenía bastón, efectivamente se lo había entregado al misionero, volvió a “cantar jai” porque un nietecito se le estaba muriendo. Le dije: ¿ y yo qué hago”; y me respondió: “como usted es amigo, se puede quedar”. Fue la primera vez que presencié esa actividad, por la cual no había tenido ninguna curiosidad durante todo el tiempo que estuve allá, y que, además, se consideraba extinta. Después de eso, seguí hablando con Clemente, quien, entre otras cosas, me enseñó muchas formas de conocer y muchas trampas del conocimiento y de los órganos de los sentidos, que luego volví a encontrar en los trabajos de Carlos Castañeda sobre don Juan, obras que los antropólogos califican como novelas. Se trataba de las mismas cosas que me contaba Clemente; seguramente Clemente también iba a ser un gran novelista pero, como no aprendió a escribir, no tuvo la oportunidad.
Por supuesto, yo no creía en la efectividad de ese trabajo ¿cómo iba a creer si tenía muy metido el materialismo del marxismo? Pensaba que se trataba de supersticiones y me preguntaba cómo se puede apelar a espíritus, como los llamaban los embera, de gente que ya se murió, o espíritus que están por ahí en la naturaleza, en la quebradas, en las cascadas, en los montes más impenetrables. Uno no puede creer en eso; un buen materialista histórico que se respete tiene que ser ateo. Pero yo vi que ese niño, que habían desahuciado en el hospital, se curó. Tenía poliomielitis y estaba completamente entecado, flaco, torcido, y al día siguiente ya estaba gateando por la casa. Luego, estuve involucrado en otras experiencias que me mostraron que ese trabajo sí funciona.
Y que muchas explicaciones o historias que ellos relatan en su tradición oral son verdad. Por ejemplo, Clemente me contó la historia de cómo un jaibaná destruyó con su trabajo la ciudad de Cartago; yo no le creía, hasta que una vez, de casualidad porque yo no buscaba archivos, encontré un documento que hablaba de la destrucción de Cartago en esa misma época; por supuesto, no decía que había sido por un jaibaná, pero toda la descripción acerca de cómo se había dado, coincidía con lo Clemente me había contado. El documento decía que había sido con un terremoto seguido de una gran inundación y probablemente fue así, pero Clemente me contó cómo y por qué el jaibaná produjo ese terremoto y esa inundación.
Me habló de pueblos que nadie había oído mencionar, en donde habían vivido los indios en la época de la colonia, concentrados en ellos por los españoles, y después aparecieron documentos que mencionaban esos pueblos y cómo los españoles los arrasaron. Los españoles no sólo los destruyeron totalmente, sino que borraron hasta su memoria; jamás volvieron a mencionarlos ni en documentos. Clemente se acordaba de todo eso. Cuando a mi me hablaron de la tradición oral en la universidad, me decían que más allá de una generación, de unos 30 a 50 años, no es confiable, porque el recuerdo se distorsiona, se borra parcialmente, se le agregan cosas que no sucedieron. Y Clemente se acordaba de cosas de la época de la colonia, como encontré después en Guambía que los guambianos recordaban cosas anteriores a la llegada de los españoles, inclusive algunas coincidían con las descripciones que luego se encontraron en los archivos, hechas por los cronistas cuando llegaron. Entonces, empecé a darme cuenta que las historias de los indios no eran cuentos porque el paso de generaciones y generaciones hubiera tergiversado y borrado completamente la realidad de los hechos. La cuestión era al revés, las historias de los indios eran historia y las historias de los antropólogos eran puro cuento.
Lo que sucede es que nosotros no tenemos memoria; y la generación actual, menos todavía. La memoria la compra uno en los almacenes de accesorios para computador, se llaman discos duros, memorias USB, grabadoras, cámaras fotográficas, toda la memoria nuestra y, más aún en este siglo, está fuera de nosotros, no está en nuestra cabeza; la de los indios todavía está en sus cabezas, porque en las sociedades de la oralidad la memoria es muy fiel y mucho más confiable que la nuestra.
Cuando yo terminé la carrera, como 6 años después conocer a Clemente y oír sus historias y encontrar la base de muchas de ellas que mostraban que su verdad, escribí un libro que se llamó Jaibanás, los verdaderos hombres”. Lo publicó el Banco Popular, que tenía una editorial de textos universitarios muy seria; y le querían cambiar el título porque no les parecía científico; argumentaban que cómo se podía aceptar que los jaibaná fueran los verdaderos hombres. Yo entendía perfectamente que pensaban que ni siquiera los indios eran hombres y, mucho menos, que el jaibaná fuera el verdadero hombre; pero eso era lo que los embera decían: que su trabajo era el verdadero trabajo y, por lo tanto, él era el verdadero hombre. Finalmente salió con ese título porque yo le gané la pelea con el doctor que en esa época manejaba la editorial del Banco Popular; le dije: me parece que el titulo de un libro es científico si refleja bien lo que dice el libro y el libro presenta la visión de los embera sobre el jaibaná y eso es lo que ellos dicen, que su trabajo es el verdadero trabajo; embera quiere decir la gente, los hombres, los seres humanos, entonces el verdadero humano es él, eso dice el libro. Y lo publicaron con ese título. Creo que fue la primera vez que un libro de antropología en Colombia vendió 3.000 ejemplares.
En ese libro planteé una herejía teórica en antropología, que utilicé como metodología para el manejo del texto; su expresión es tan sencilla que casi ni parece teoría, dice que “los mitos son verdad”. Cuando ustedes leen a Lévi-Strauss se dan cuenta que toda la base de su estructuralismo descansa en el principio contrario, que los mitos no son verdad, que el antropólogo tiene que decir qué es lo que significan, que la verdad del mito está en la interpretación del antropólogo. En cambio, yo trabajé con los relatos embera como verdaderos, esa fue la base de mi trabajo.
¿De dónde saqué yo esa afirmación? No se me ocurrió a mí; un día, Clemente me contó algunas historias, explicándomelas. Y el narrador de una de ellas dice: no ve que las historias sí son verdad; de ahí saqué la frase que se convirtió en uno de mis principios teóricos. Cuando después trabajé en Guambía, encontré de nuevo y con mayor fuerza la verdad de estas narraciones
Una vez contaba a mis estudiantes de un curso de etnografía que los guambianos dicen que la historia es un caracol que camina, es posible que si se lo hubieran dicho a Lévi-Strauss, hubiera comentado: ¡qué metáfora tan hermosa!, pero no fue eso lo que yo dije, sino: ¡qué verdad tan importante! Y me dediqué a trabajarla con mis estudiantes. En una ocasión, una estudiante me dijo que esa era la misma teoría del Big Bang que plantea Hawking sobre el origen del tiempo, es decir, de la historia. Yo no sabía quién era Hawking ni conocía la teoría del Big Bang. La estudiante me dijo que era un astrofísico, autor de un libro cuyo título es El origen del tiempo; creo que es su libro más pequeño y en él expone la teoría más avalada en nuestro tiempo sobre el origen de nuestro universo, o sea, de la Vía Láctea. Y al leerla, encontré que coincide punto por punto con el planteamiento de los guambianos cuando explican que la historia es un caracol que camina, o sea, que la Vía Láctea, hablando en términos guambianos, es un caracol; hablando en términos nuestros sería un espiral, como la del caracol, y de ahí para adelante toda la explicación es la misma.
Cualquiera se preguntaría, si la teoría del Big Bang, que ha planteado Hawkins, es el resultado de un gran desarrollo de la tecnología, de los conocimientos, de los telescopios electrónicos y otras herramientas de observación de alto capacidad, ¿cómo pudieron descubrirla los guambianos, cuyo desarrollo tecnológico está muy por debajo? Su explicación de que el tiempo es un caracol viene de muy atrás y existe también entre los embera chamí, y por eso aparece ya en mi libro sobre los jaibaná. Pero en ese libro la expliqué de un modo facilista y mecanicista, diciendo que venía de una combinación entre el tiempo circular de los indígenas, como lo plantean las teorías del “mito del eterno retorno”, de Mircea Eliade, y el tiempo lineal nuestro, y como resultado del proceso de contacto entre ambas concepciones.
Pero los embera no conciben que el tiempo sea circular; esta es una visión errada que se basa en la concepción de Eliade de que el tiempo es cíclico y retorna al punto de partida; tampoco es válido pensar que una vez se completa el círculo, todo termina, para volver a empezar. Cuando subí a mi página web el libro sobre los jaibaná, 30 años después, tuve la oportunidad de rectificar ese enorme error. Es el tipo de discusiones de hace poco tiempo acerca de si se iba a acabar el mundo porque los mayas hablaban del fin de un gran ciclo, pero esa es una interpretación no sólo del esoterismo sino de la antropología tradicional; no es eso lo que plantean los indígenas; su idea implica que cada fin de un ciclo se vuelve a pasar por el mismo punto, pero sobre un caracol, que tiene tres dimensiones, como cuando se gira un tornillo: la primera vez pasa a una determinada profundidad pero la segunda vez va a otra profundidad y, la tercera más todavía; es decir, que un punto del tornillo nunca pasa otra vez por el mismo lugar. Pero Eliade concebía el movimiento solamente sobre un plano, no veía la tercera dimensión, la profundidad. Efectivamente, si se mira por encima, se aprecia una espiral inscrita en un círculo. Así explican los guambianos con el sombrero tradicional, que se elabora con una técnica similar a la del sombrero vueltiao de los zenúes, con una larga tira trenzada que se teje en espiral. No solamente hay una espiral sino que hay dos, una en la dirección que desenrolla, que abre, y otra en la dirección que enrolla, que cierra.
Yo hubiera podido interpretar, a la manera de Lévi-Strauss, la idea de que la historia es un caracol que camina, diciendo que se trata de una metáfora o de una metonimia o cualquiera otra de esas formas literarias que él suele introducir, y habría resultado en una verificación de la teoría lévistraussiana.
Con razón, Vine Deloria, un indio norteamericano que fue jefe de Asuntos Indígenas de los Estados Unidos, decía que el trabajo de los antropólogos consistía en ir a una sociedad indígena y regresar con una teoría extrañísima; y de ahí en adelante, una o dos generaciones de antropólogos se dedicaban a corroborar esa teoría en todos los sitios a donde iban a trabajar, hasta que alguien se le ocurría otra teoría semejante. Lo peor era que los informes que esos antropólogos presentaban ni siquiera los leían los otros antropólogos, porque no tenían tiempo, sino las secretarias de los departamentos de antropología, encargadas de resumirlos. Yo no sabía qué la antropología tenía tan mala fama en los Estados Unidos que el libro de Veloria comienza diciendo: cuando llegaron los españoles a América había un número grande de sociedades indígenas y, en la actualidad, apenas queda un número reducido de ellas; las que desaparecieron han debido tener su antropólogo, porque, en caso contrario, ¿por qué desaparecieron?
Otro elemento conceptual básico que encontré en la sociedad embera consiste en que, a diferencia de lo que ocurre en nuestra sociedad, el tiempo no es una categoría independiente de la de espacio, sino que el tiempo está en función del espacio, el tiempo es un espacio recorrido; los nuevos descubrimientos que se han hecho en física cuántica muestran que también entre nosotros es así, pero en esa época, hace 50 años, no lo sabíamos.
Cuando fui a trabajar a Guambía a colaborar en la recuperación de la historia, llegué la primera noche a la casa de una viejita que había sido terrajera, por lo tanto sirvienta de los terratenientes, lo que le había servido para aprender a hacer un dulce de zapallo delicioso; ella me pregunto ¿ustedes a qué vienen? (yo iba con otros dos compañeros), y le respondí: a conocer a los guambianos, y ella se lamentó diciendo: pobre abuelito, se va a cansar mucho; le pregunté el por qué, y me respondió que para conocer la historia hay que caminar mucho. Y, efectivamente, hubo que caminar mucho, todo el resguardo, porque una de las principales formas de investigación fueron los recorridos. Para los guambianos, la historia está impresa en el territorio, entonces, para recuperarla, hay que ir a buscarla allí dónde está, en el espacio, en su espacio. También consideraban que otro lugar en dónde está la historia es la palabra de los mayores y, por consiguiente, había que ir a buscar su palabra; aquellos no habían vuelto a hablar desde hacía más de una generación, a causa, sobre todo, de labor de las escuelas de las misioneras de la Madre Laura; en ellas, cuando los niños decían algo en clase porque se los había contado el papá o el abuelo, las monjas respondían que eso era una bobada, que su abuelo o su papá eran unos bobos que no sabían nada; entonces los niños perdieron el respeto a la palabra de los mayores y estos ya no pudieron contarles sus historias porque se les burlaban, por consiguiente, se callaron y no volvieron a hablar. Decía el antiguo terrajero, Lorenzo Muelas, quien fue constituyente y senador, que la palabra de los mayores quedó silencio, por lo tanto, era necesario que volviera a hablar; y la mayoría de ellos lo hizo cuando se dio cuenta que era para su propia gente y para el avance de la lucha y del manejo de las tierras, que era para recuperar la historia. Los recorridos unían las dos cosas, porque los recorridos se hacían con mayores, que iban hablando y contando las historias de los sitios.
A mi llegada, los guambianos del Comité de Historia ya tenían establecida la metodología de investigación; yo entré y la acepté. Me había vinculado con los guambianos mucho antes de llegar como etnógrafo, hacía ya 13 años, en calidad de solidario con la lucha indígena; a diferencia de los embera, que estaban prácticamente en ceros y cuya única “autoridad” era un gobernador indígena que nombraba el cura misionero para que llevara razones o para que fuera con los policías escolares a sacar a los niños de las casa de las familias para encerrarlos en el internado, los guambianos estaban organizados, nunca habían dejado extinguir su cabildo ni su resguardo, aunque estuvieran bajo el dominio de los curas, los politiqueros y los terratenientes. Ellos estaban entre quienes se habían empezado a organizar con la ANUC para luchar por la recuperación de las tierras perdidas de los resguardos.
Mi vinculación como solidario hacía que me invitaran a las reuniones, porque cuando iba a haber la recuperación de una hacienda, lo sacaban a uno para que el ejército o la policía no dijeran que éramos nosotros los organizadores; pero sí invitaban a las reuniones, cuyo mecanismo era una plenaria, como uno la llama, y, luego, la reunión de toda la gente se dividía en comisiones, así las llamaban ellos en castellano, que se conformaban con distintos criterios según el tipo de reunión y los problemas para discutir. A veces eran muy grandes y se reunían y hablaban y discutían durante horas (entre los arhuacos pueden durar hasta 10 ó 15 días seguidos; la gente a quien le da sueño se recuesta en un rincón y se duerme y, cuando se despierta, sigue, y comen poco porque mambean coca, que les ayuda con el hambre). Se designaba a una persona para que coordinara el uso de la palabra, pero prácticamente todo el mundo hablaba; a veces había discusiones muy enconadas y acaloradas, hasta que se consideraba que se había cumplido el objetivo de la comisión. Luego se llamaba de nuevo a la plenaria, pero en ella cada uno intervenía libremente, no había informes de las comisiones, ni relatores que hablaran en nombre de ellas y nadie leía conclusiones de las mismas. Claro que no todos los asistentes volvían a participar. Pero, aunque no todos hablaran, sí se daba que cada persona, que al comienzo de la reunión tenía un criterio y un conocimiento personal del tema, ahora tenía uno nuevo o más amplio, porque lo había confrontado con los miembros de la comisión; es decir que esos conocimientos individuales se habían convertido, a través de la discusión, en el conocimiento de un grupo social que, por supuesto, se concretaba individualmente en la cabeza de cada quien. Entonces, en la plenaria se daba una nueva confrontación y así surgías las conclusiones; lo que les restaba hacer a los dirigentes y al cabildo era aplicarlas. Esa era la manera de trabajar, a veces a uno lo ponían en la comisión de solidarios con todos los blancos que había en la reunión: obreros de sindicatos, campesinos, intelectuales, pobladores de barrio de Cali o Yumbo o Pasto. Otras veces lo asignaban a comisiones con los indígenas del Cauca, de Nariño y, ocasionalmente, del Valle de Sibundoy (Putumayo) y la Sierra Nevada de Santa Marta.
Este era el movimiento indígena del suroccidente de Colombia, región que en la época de la colonia y primeros años de la república se llamaba el gran Cauca, que no pertenecía a Colombia sino a la Audiencia de Quito, en Ecuador. Estaban los nasa o paeces, los guambianos, los llamados pastos o cumbales, los kamentsa del Valle del Sibundoy. En esas reuniones la gente hablaba en su propia lengua y uno no entendía o entendía muy poco, me supongo que a muchos indígenas les pasaba lo mismo cuando se hablaba en castellano. Sin embargo, fructificaban; a veces quien estaba al lado le decía a uno qué estaban diciendo o preguntaba, porque él tampoco entendía, y así entre todos se iba comprendiendo.
Un día me encontré un folleto de Mao Tse-tung, dirigente de la Revolución China, que había sido traducido al castellano con un titulo muy peculiar y muy útil, llamado Oponerse al culto a los libros, porque esa es su idea central; claro que si esto se pone en práctica en la academia, esta se acaba, porque las academias son los centros del culto a los libros. Y Mao explicaba la forma de trabajo que tenían los cuadros del Partido Comunista para investigar y conocer la realidad de cada lugar; se reunían a discutir con grupos de personas que conocieran la situación de cada localidad y de esa discusión salía el conocimiento acerca de la situación de esa región.
Y me di cuenta que eso era lo que hacían los indígenas en el Cauca y Nariño, reuniones de discusión; y las empleamos como metodología en la investigación. Yo les contaba que la Investigación-Acción había cuestionado la teoría de la ciencias sociales y había dicho que había que reemplazarla por el marxismo, adecuado a las condiciones del país; pero también sostenía que las técnicas de investigación de las ciencias sociales eran neutrales. Entonces, todo ese aparato de la observación, de las encuestas, de los distintos tipos de entrevistas, etc., se consideraban neutrales. Se creía qué era como tener un revólver, todo dependía de quién lo disparaba y contra quién, pero el revólver en sí era neutral. Sus practicantes continuaron usando las técnicas de las ciencias sociales y, al final, llegaron a un resultado que no esperaban: que los conocimientos se encontraban en las cabezas de los intelectuales investigadores y no en las de los integrantes del pueblo, que debían ser los beneficiarios y depositarios del conocimiento para que lo emplearan en sus luchas.
Esto los obligó a quebrarse la cabeza, cuando ya habían avanzado bastante en su trabajo, para encontrar la manera de devolver este conocimiento a quienes debían ser sus dueños, creando lo que llamaron técnicas de devolución del conocimiento. Ellos habían postulado que el conocimiento que se produjera debía quedar en los sectores populares, a los cuales debía servir, pero, al final de la investigaciones se encontraban con que los que sabían eran los intelectuales de la investigación acción, que se sentían como robándose algo que no les correspondía; tenían claro el principio de que el saber debía estar en las manos del pueblo, en este caso en las manos de campesinos y indígenas con quienes principalmente trabajaban, aunque un grupo lo hizo con negros cortadores de madera en la Costa Pacífica. Entonces, sentían que ese conocimiento les quemaba en las manos, y se dedicaron a buscar formas de devolverlo a sus legítimos dueños. Crearon, así, un conjunto de formas de devolución, como cartillas o folletos ilustrados, libros como la Historia Doble de la Costa, cuatro tomos, cada uno de los cuales contiene en realidad dos libros: por las paginas pares va un texto para los intelectuales y los cuadros dirigentes formados por ellos, y, por el otro, en las páginas impares, va el libro para los campesinos, lleno de anécdotas, descripciones y fotos. En contraste, el primero de los textos no tiene ni una foto, pero está lleno, rebosante de conceptos, cuya ausencia es notable en segundo.
Sin embargo, nunca se preguntaron por qué, si ellos partían de que el marxismo era diferente a todas las teorías burguesas de las ciencias sociales, si partían de la finalidad de que el conocimiento debía ser para el beneficio de las luchas de los sectores populares y, por lo tanto, debía estar en sus manos, al final de los procesos que adelantaban aquel resultaba en poder de los intelectuales, como en toda otra investigación social burguesa. En su lugar, se empantanaron en el problema de cómo hacer para regresar ese conocimiento a sus legítimos dueños.
Yo sí me planteé ese problema en mis cursos de metodología y técnicas de investigación de la universidad, y aventuré una respuesta: porque las técnicas de investigación de las Ciencias Sociales no son neutrales. A una teoría corresponde una metodología acorde con ella, a una metodología corresponden unas técnicas de investigación que materializan en la realidad la teoría y la metodología; y los practicantes de la Investigación Acción habían roto la cadena. Habían criticado las teorías y las metodologías, en especial el positivismo, pero no tocaron las técnicas por considerarlas neutrales. Sí hablaban de que había que desarrollar técnicas nuevas, pero siguieron trabajando con las anteriores, que eran claramente positivistas Para mí, ahí estaba la explicación de por qué el conocimiento quedaba en la cabeza de ellos y no en la cabeza de los indígenas, de los campesinos, de los negros con los que trabajaban.
Desde que comencé a trabajar con los embera y con Clemente tuve muy claro que toda sociedad tiene que tener sus formas de conocimiento y que estas y sus resultados tienen validez, de lo contrario, esas sociedades no hubieran podido sobrevivir; ninguna habría podido hacerlo sin un conocimiento de su medio y de sí misma.
Pienso que las sociedades americanas, por no tener conocimiento sobre los colonizadores europeos, fracasaron en su relación con ellos y fueron sometidas. Algunas identificaron a los conquistadores con dioses que se habían marchado, prometiendo regresar, así lo creyeron en México y Perú. Otras relataban de unos personajes que las habían ayudado mucho tiempo atrás, que tenían barba y se habían ido en determinada dirección, prometiendo regresar, y pensaron que habían vuelto viniendo de esa misma dirección. Los guambianos cuentan que ellos partían de la base, cuando llegaron los españoles, que todos tenemos derecho a la tierra, ellos y nosotros, porque el pensamiento guambiano establece que “esto es de nosotros y de ustedes también”, un principio básico de la vida guambiana. Ellos intentaron aplicarlo y descubrieron que no era posible porque era contrario al de los españoles, quienes consideraban que todo debía ser para ellos, pero era demasiado tarde. Es decir, que los guambianos estuvieron dispuestos a compartir su territorio con los españoles, pero estos se los quitaron todo porque no querían compartir nada.
Recalco, pues, que desde mi época en el chamí, tenía cada día más claro que había que crear nuevas formas de conocimiento y que, para ello, era necesario trabajar sobre la base de aquellas que los indígenas tenían que tener, porque sociedad que no posea formas adecuadas de conocer su realidad no puede subsistir ni reproducirse, sino que desaparece. Y que esas formas no eran solamente las del ensayo y error, como me habían enseñado en los cursos de etnografía en la universidad; pues allí nos decían que los indios tenían un pensamiento concreto y no abstracto, logrado mediante ensayo y error. Pienso que se les atribuía un conocimiento de nivel animal: si usted hace algo y le duele, no lo vuelve a hacer, en cambio, si el resultado es gratificante, ya conoce que puede repetirlo. Así se cree que funcionan los animales, en especial cuando se trabaja sobre la base de la teoría del reflejo condicionado. Y eso era lo que la antropología nuestra enseñaba del pensamiento indígena hace 20 o 30 años. Es posible que todavía se mantenga, aunque ya se no explicite de esta forma.
Yo iba, pues, con la mente abierta a nuevas cosas y me encontré con formas de investigación, con formas de conocimiento que estaban dando resultados positivos, cosa evidente porque la lucha indígena que las empleaba avanzaba y crecía, y esas formas operaban cada vez más y con mayor eficacia; entonces ¿por qué no usarlas en nuestro trabajo? Contábamos con unos principios metodológicos básicos, como eran los de los recorridos junto con los mayores, que al mismo tiempo permitían recuperar también su palabra, y unas técnicas de trabajo para hacerlo, como las reuniones de discusión, las caminadas y otras.
En ese momento, los compañeros del Comité de Historia habían grabado alrededor de 60 casetes en lengua wam con los mayores , una vez consiguieron que estos volvieran a hablar. Pero, al parecer, no tenían claro qué hacer con ellos; como estaban hablados en su lengua, los entregaron a los estudiantes y a algunos profesores guambianos, creyendo que como eran “estudiados” podrían transcribirlos y luego traducirlos. Como resultado, descubrieron que los jóvenes no entendían el guambiano que hablaban los mayores, sí hablaban esta lengua pero los significados eran diferentes, pues estos jóvenes habían aprendido a traducir al castellano con los colonos, con los terratenientes, con los misioneros, con los habitantes de Silvia. Incluso, varios casetes se perdieron. Esta clase de fenómeno se presenta en aquellas sociedades indígenas cuando aprenden el castellano y sus equivalencias en su lengua con sectores de la sociedad nacional colombiana, como aquellos con quienes se relacionaban los guambianos. Por eso, cuando los embera me dijeron que jai es alma y, por lo tanto, un espíritu, yo sabía que esa no era la traducción adecuada, sino que la habían aprendido de los misioneros, y me puse a buscar su significado, para encontrar que, a diferencia de la concepción idealista, jai es una fuerza, una energía material y por lo tanto es una concepción materialista.
Cuando iniciamos nuestro trabajo, el Cabildo nos entregó los casetes. Lo primero que se me ocurrió, porque había tenido discusiones sobre ese aspecto en la universidad, fue que transcribir un casete quiere decir pasar de lo oral a lo escrito, un problema que en antropología poco se plantea, es decir se trata de cambiar el código, de cambiar a un tipo de discurso completamente distinto. Propuse, entonces, a los compañeros que oyéramos los casetes y luego discutiéramos sobre su contenido. Pero se presentaba el problema de que ninguno de los solidarios conocíamos el wam.
En Colombia, en un tiempo, el Instituto Lingüístico de Verano había sido blanco de la lucha de los indígenas y de personas vinculadas con la academia que apoyábamos la causa indígena. Este Instituto norteamericano y protestante de dedicaba a estudiar las lenguas aborígenes, las lenguas nativas en todo el mundo. Su finalidad era crear sus alfabetos para luego, traducir la Biblia a ellos; pero se presentaban como científicos y no como lo que eran, predicadores evangélicos y avanzadas políticas del imperio; en Vietnam fueron ellos los ideólogos de las aldeas estratégicas que utilizaron los Estados Unidos para concentrar la población bajo control del ejército. En Colombia, los misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, que todo el mundo aceptaba por científicos en lingüística, eran espías que andaban en busca de recursos naturales, como uranio y diamantes y, en otros casos, eran viles narcotraficantes, que llevaban marihuana y coca para los Estados Unidos en sus aviones que nadie revisaba. Esa lucha contra el Instituto nos había dado una idea acerca de la utilización política de las lenguas y de que el conocimiento de las lenguas indígenas, que se postulaba como necesario para la cientificidad de la investigación de los antropólogos, era, al mismo tiempo, un mecanismo para introducirse hasta lo más profundo del ser indígena y rastrear en él aún aquello que no querían comunicar.
Por eso yo no había aprendido embera, a pesar de que ellos se empeñaban en enseñarme, ni tampoco aprendí el wam, contrariando el principio de la etnografía clásica de aprender la lengua de la sociedad con la que se trabaja. Para trabajar los casetes, lo que hicimos fue oírlos con mucha atención, luego los guambianos discutían entre ellos hasta que consideraban que estaba terminada la discusión y luego nos contaban en castellano lo que decía. Era claro que se daban desfases, pues a veces una hora de casete nos la contaban en 10 o 15 minutos, pero otras veces era al revés, se oían 10 minutos de cassette y ellos gastaban una hora para explicarnos su contenido.
No podría definir si eso era científico o no, pero sirvió para el trabajo; además les permitía a ellos tener el control sobre qué podíamos conocer los no guambianos, así fuéramos solidarios. Es decir, que la base de la metodología y las técnicas de investigación eran las que ellos tenían. Pero estas discusiones alrededor de los casetes tenían como resultado que el conocimiento se fuera produciendo conjuntamente en cada discusión; y no solamente se dieron dentro del equipo de investigación, sino que luego se ampliaron a las distintas reuniones de la comunidad; en las escuelas, en las asambleas, en talleres, informábamos a la gente en qué íbamos para que lo discutieran. También se hacía lo mismo en los cursos de capacitación de maestros. Luego se recogían los resultados de todas esas discusiones.
También se partía de una base, que los principales interesados en que las cosas salieran bien eran los guambianos, que eran ellos quienes se iban a beneficiar con los resultados del trabajo y, por lo tanto, no tenían ningún interés en engañarnos o en ocultarnos nada.
Igualmente, encontramos una cosa muy particular: al comenzar el trabajo, una de las primeras actividades que realizamos fue leer todos los artículos y los libros que encontramos escritos en castellano sobre los guambianos. Porque los indios nunca saben qué pasa con todo lo que ellos cuentan, dicen y hacen, ni con las fotos se les toman. Sino que, después de que el antropólogo se va, desaparece, así como apareció de repente, y ellos se muestran muy interesados en saber “qué dicen los antropólogos cuando los indios no están”, o sea cuando ya han regresado a su sitio de trabajo y pueden hablar y escribir lo que quieren. En la Universidad, los profesores se burlaban mucho, porque decían que yo quería volver antropólogos a los guambianos; tuve que explicar que lo que sucedía era todo lo contrario, que al leer lo que los antropólogos dicen sobre ellos, quedan vacunados para toda la vida contra la antropología. Al leer y comentar esos escritos de antropólogos fueron encontrando que prácticamente nada correspondía con su realidad, con su vida. Nunca he podido saber si lo ocurrido fue que esos antropólogos estuvieron en algún sitio diferente a Guambía y se confundieron. Los guambianos no solamente negaban que las cosas fueran de la manera en que aparecían en los escritos, sino que lo llevaban a uno y le mostraban que efectivamente no era de ese modo, tanto en cuanto a los sistemas de parentesco, como en cuanto al funcionamiento del sistema de compadrazgo, en cuanto a las relaciones hombre-mujer, nada tenía que ver.
Pero la cosa resultó peor todavía, porque encontramos que, en Guambía, los antropólogos había trabajado con unos determinados informantes y cada uno de estos tenía una historia específica para contarles; entonces, cuando leíamos, los guambianos decían: ese trabajo fue en tal vereda y con determinada persona porque ese es el cuento que ella relata cuando vienen preguntando.
Eso me permitió atacar cabos en relación con uno de los libros más famosos de la antropología colombiana, Los desana. Estos son un pueblo indígena del Vaupés que habita en los límites con Brasil y el libro lo escribió Gerardo Reichel-Dolmatoff, quien fue durante décadas el antropólogo oficial del gobierno colombiano, al cual representó en el Instituto Indigenista interamericano, fue el fundador del Departamento de Antropología en la Universidad de Los Andes, y a quien se le rendía pleitesía porque, se decía, representaba la antropología colombiana ante sus pares en el exterior, porque en Colombia no los tenía. En los últimos años se dedicó vivir y a escribir por fuera del país y a publicar en inglés. Hace poco el antropólogo colombiano Augusto Oyuela descubrió que en su juventud, antes de venir a Colombia, ese señor había sido instructor de las SS hitlerianas en un campo de concentración.
Ustedes podrán decir que pudo arrepentirse posteriormente o que ese hecho tiene nada que ver con su antropología; pero sí tiene que ver; cuando se conoce esa información, se entiende el tipo de antropología que hizo y sus planteamientos y orientaciones. El trabajo para Los desana lo realizó durante varios años en su oficina de Director del Departamento de Antropología de Los Andes, con un indígena desana que llevaba varios años viviendo en Bogotá; luego visitó a los desana durante 15 o 20 días y, en ese corto tiempo, corroboró, según dice, todo lo que su informante le había dicho. Por esa época, Reichel se encontraba en su época freudiana y la imagen que presenta muestra a los desana como unos obsesos sexuales, así aparece en las historias, las costumbres, las prácticas todas de la vida cotidiana. Más tarde, se transformó en estructuralista. Algunos lo califican de “padre fundador” de la antropología colombiana.
Por eso no me resultó extraño que los guambianos hubieran dicho que lo que se dice en esos libros que leímos eran carretas. Recuerdo un escrito que explicaba que cuando el hombre y la mujer van por una carretera, esta va al lado izquierdo de aquel, y de allí concluía que eso implica una posición de inferioridad de la mujer en la sociedad; luego, en la carretera, se veía que a veces las mujeres van a un lado y a veces al otro, o van adelante o van atrás. Pero iban más allá: los guambianos comentan que todos los investigadores llegan preguntando cosas, pero que los antropólogos se caracterizan porque sus preguntas no dan sentido y no se entiende qué es lo que están preguntando. Por eso, los compañeros que participaban del trabajo se preguntaron cómo hacer para desmentir todo lo que los antropólogos han dicho de los guambianos; de ahí que uno de los resultados de nuestro trabajo fueron escritos, que se hicieron para que cumplieran, entre otras, esa función; cuando iniciamos, no se quería que se escribiera, pero luego cambiaron de idea.
Aún a riesgo de alargarme demasiado, voy a comentar todavía algunas cosas que surgieron del trabajo de recuperación de la historia en Guambía.
Una de ellas, que considero de capital importancia, es que los guambianos piensan con cosas, por ejemplo, decir “la historia es un caracol que camina” es pensar con una cosa; el caracol es un animal, es material, es objetivo, todo el mundo lo puede ver, mirar, tocar y hasta aplastar; cuando ellos me hablaron por primera vez de que la historia es un caracol que camina, yo traduje en mi cabeza, como había hecho con los embera, que los guambianos tenían una concepción del tiempo en espiral y me quedé tranquilo, traduje con mi abstracción la que me habían dicho. Lo mismo le había pasado ya a Levi-Strauss; él descubrió, y tuvo consciencia de ello, que los indios pensaban con cosas, pero su intelectualismo no le permitió darse cuenta de qué se trataba y creyó que eran metáforas o comparaciones. Según él, cuando el guambiano dice que la historia es un caracol que camina, hay que entender que “la historia es como un caracol que camina”; pero la diferencia entre “ser” y “ser cómo” es fundamental.
Y siguieron apareciendo cosas como esa. En Colombia hay muchos sitios, en especial en el campo, que se llaman “La Y” porque en él confluyen o se bifurcan los caminos; en esas confluencias suele haber una tienda que se llama “La Y”; en lengua wam, esa clase de lugares se llaman utik, horqueta. Me di cuenta de la importancia de ese concepto por un chiste: una vez, terminé una reunión con maestros y les pregunté cómo hacía para ir de una vereda a otra pasando por determinado sitio, sin tener que ir por el camino ya conocido. Me respondieron que bajara por la carretera hasta “la horqueta de la virgen” y por ahí volteara a la derecha; pero todos reían y reían, sin yo conocer la causa; pensé que me estaban enviando por un camino equivocado, pero no fue así. Entonces la risa se me hizo inexplicable y al otro día pregunté a los compañeros del equipo de investigación. También ellos se rieron un buen rato y, luego, me explicaron así: cuando una niña soltera se va de su casa y después regresa con un niño, se dice que se fue por un lado de la horqueta y regresó por el otro, porque la entrepierna de la mujer es una horqueta. Quise avanzar más en la explicación y me dieron otro ejemplo: donde un río cae en otro también es utik, y lo mismo pasa donde un valle entre montañas desemboca en otro; también es utik el sitio en donde se desprende una rama en el tronco de un árbol. Me pusieron otros ejemplos, pero eso no me ayudaba a entender qué les hacía gracia. Entonces me explicaron que el sitio de “la horqueta de la virgen” es una confluencia de caminos y, allí, las monjas misioneras pusieron una estatua de la Inmaculada Concepción entonces es un chiste que en una horqueta haya una estatua de una Virgen. Entendí, entonces, que el movimiento por una utik tiene un sentido de concebir, de generar, por eso, cuando dicen que la niña se fue por una lado de la horqueta y volvió por el otro, lo que están diciendo es que volvió embarazada, que concibió un hijo; por lo tanto, es muy gracioso que en una horqueta haya una estatua de la virgen; se trata de un chiste guambiano que todavía no me da risa, como a ellos, pero que me permitió entender la importancia de ese concepto que es, a la vez, un lugar material, una cosa.
Otro de esos conceptos es tom, (esta es una “o” tachada, la escribo así, pero los guambianos emplearon muchos años discutiendo si se escribía de esta manera o con otras grafías diferentes. Incluso, hubo quien desbarató una máquina de escribir, en ese entonces se usaban maquinas de escribir, y eso tiene que ver con la antropología contemporánea, para generar un tipo que pudieran usar para producir esa grafía, cortando la “e” y, luego, soldándola invertida, porque algunos proponían que se mostrara así. tom son los nudillos de los dedos, nosotros decimos que son las articulaciones de los dedos; los nudillo con partes físicas de nuestro cuerpo y, por lo tanto, son concretos, cosas materiales; articulación, en cambio, es un concepto abstracto, es una palabra abstracta que usamos nosotros. Cuando ellos explicaron cómo funcionan los nudillos, pude entender que piensan con esa clase de cosas materiales, que se encuentran en su vida cotidiana o en su cuerpo o su medio.
Otro concepto clave es el concepto pakato, par, que son dos elementos vinculados por un tom. En el sistema numérico de los guambianos, este par es la base, es la unidad. Por supuesto, existe el número uno, pero este concepto da la idea de algo que es incompleto, que le falta algo. Nuestra aritmética se basa en el uno, cosa que corresponde perfectamente a una sociedad individualista como la capitalista; pero en Guambia la unidad no es uno, la unidad es el par, uno es incompleto, la verdadera unidad es un par, y todo funciona sobre la base de esa unidad. En las reuniones, por ejemplo, pasan repartiendo panes o dulces y si se coge solo uno, le dicen que debe sacar un par, entonces hay que sacar otro. La música propia se interpreta con dos flautas, una sola no funciona, no puede tocar; cuando empezaron a hacer procesos de recuperación de la música en las escuelas había un problema: les daban flautas a los niños para que ensayaran en sus casas, pero no podían hacerlo porque es necesario tocarlas de a dos. El par por excelencia es la pareja matrimonial y esto está tan interiorizado que lo tienen en cuenta todo el tiempo para moverse en su la realidad. De este modo, lograron algo que yo nunca creí que fuera posible: hacer los gráficos de parentesco por descendencia tomando como base, como ego, la pareja de marido y mujer, cuando nosotros lo hacemos a partir siempre del ego individual, el yo. Este ego representa en la antropología el individualismo recalcitrante. Y los maestros guambianos, todos, sin que se les indicara así, entendieron que la base de sus gráficos de parentesco tenía que ser la pareja. Quienes no eran casados, tomaron como ego la pareja de sus padres. Era claro que no podían pensarse solos. Ni Lewis H. Morgan fue capaz de hacerlo así; cuando trabajó ese aspecto, tuvo que hacer dos gráficos, uno para el hombre y otro para la mujer. Algunos de los resultados de los gráficos de los guambianos mostraban, al final, un árbol de parentesco (que es como nosotros solemos llamar a esos gráficos). Pero, además, todos lo hicieron en sentido contrario al que empleamos nosotros, que los dibujamos de arriba hacia abajo. Ellos arrancaron a dibujar hacia arriba porque el origen es la raíz, y esta no está en el aire sino en el suelo, abajo; los ancestros son la raíz de todo el árbol.
Es posible que nuestra sociedad también haya pensado así hace mucho tiempo y nos hayan quedado algunos rezagos. Por ejemplo, cuando hablamos de un par de medias, nos referimos a una unidad formada por dos elementos, tanto es así que si a uno se le pierde una media, bota la otra porque sola no sirve; lo mismo ocurre con un par de zapatos. Así es como piensan los guambianos, una sola, una única media no es nada, no sirve, la unidad es el par.
Pero esta manera de pensar es, además, muy dinámica. Un elemento muy importante en Guambía es el aroiris; primero me tocó entender que no es arco iris sino aroiris; nosotros lo llamamos arco porque no vemos la mitad que está por debajo de la tierra o del agua, pero ellos si la tienen en cuenta, entonces ven un aro.
Yo veía los dibujos del aroiris que ellos hacían y siempre me parecía que faltaban algunos colores, entonces me explicaron que son 8 colores, que son 4, que son 2: claro y oscuro. Y eso me dejaba más confuso todavía, porque para nosotros claro y oscuro no son colores sino tonos de los colores. Además, para ellos, claro y oscuro no pueden existir aislados, son un par. Como en este caso, se puede observar que en distintos aspectos aparecen una o varias cosas-conceptos. Es claro, entonces, que se trata de un sistema de pensamiento, de una teoría propia guambiana y esa teoría tiene una metodología, no solamente para conocer sino para vivir, que tiene aspectos como los que ya he mencionado y empleamos en la investigación.
Con base en estas y otras cosas-conceptos organizamos la escritura del libro que fue el resultado final del trabajo hacia fuera. Ese texto no lo escribí yo en mi casa o en mi oficina, se escribió con ellos allá; y se confrontó varias veces en viajes que hice a Guambía o que hicieron ellos a Bogotá.
Hubo, pues, varias cosas que subvirtieron las normas corrientes en antropología para hacer una investigación. Lo usual que se haga un proyecto de investigación, que tiene como elemento importante lo que ahora se llama “estado del arte” y un marco teórico; luego, una definición de metodología y técnicas de trabajo; después se va a campo para obtener la información necesaria; más tarde, se regresa a la sede del investigador para elaborarla con una metodología de análisis y, por último, se escriben los resultados. El trabajo de campo es, pues, un momento en la investigación, y consiste básicamente en una batería de técnicas para recoger la información: entrevista, investigación participante, diario de campo, etcétera. En Guambia, todo el proceso se hizo en el campo, desde plantear los objetivos hasta la escritura final; claro que campo significa algo desde mi punto de vista pues, para los guambianos, es su territorio y la vida que despliegan en él; ellos no salieron, como yo, de su espacio para irse al campo.
El trabajo de campo se convirtió en la metodología global de la investigación; en él se recogió y manejo la información, ahí se la analizó mediante la discusión, ahí se crearon o se recogieron los conceptos y, finalmente, ahí se escribió. No se trató de momentos separados, sino de un todo, en cuyo interior los distintos momentos interactuaban y se alimentaban mutuamente. Por ejemplo, a los dos meses de estar allá, ya teníamos un primer escrito, que circuló entre los guambianos para el trabajo interno en las luchas de la comunidad y en las luchas por el proceso de la educación, y no hacia fuera, porque la idea inicial fue que para afuera no se hacía nada. Mucho después, se tomó la decisión de publicar para afuera.
Yo me vine, pero el trabajo siguió porque, aunque el resultado en un momento determinado fue un libro, no se había pensado escribir, pero que hubo que hacerlo porque promediando el trabajo el cabildo dio la orden de hacerlo y suspender los mapas parlantes, que ya se habían empezado, pero se abandonaron. Pero faltaba por trabajar lo que tenía que ver con el empleo de los resultados de la recuperación de la historia entre los propios guambianos, cosa que se concretó en parte en la construcción de la Casa del Taita Payán.
Loa guambianos fundamentaron su lucha por la tierra con un criterio firme: “los guambianos somos de aquí, somos nacidos de aquí, de estas tierras”, que los mayores explicaban utilizando las historias propias. Pero los terratenientes y los políticos se apoyaban en publicaciones de antropólogos y lingüistas de Popayán, la capital del Cauca y sede del poder terrateniente, profesores de la Universidad del Cauca. Estos profesores afirmaban que los antepasados de los guambianos habían sido traídos desde el Perú y Ecuador por los españoles, en calidad de yanaconas, es decir, eran quienes servían a los conquistadores, cargando y preparando los alimentos, cargando armas y municiones, etc. Por lo tanto, los guambianos no eran nacidos de ahí, sino traídos, y no tenían derecho a las tierras que reclamaban. Un antropólogo físico les atribuía un origen amazónico. Cada vez aparecía una nueva teoría sobre el origen de los guambianos, pero todas coincidían en asegurar su origen fuera del Cauca y, por lo tanto, en descalificar la base de sus reivindicaciones. Y el Cabildo nos ordenó que escribiéramos algo que mostrara que los guambianos sí eran de ahí, que los argumentos de los políticos y los terratenientes eran mentiras. Y eso fue lo que escribimos. Los antropólogos de la academia decían que eso no era científico, que cómo se iba a permitir que el cabildo decidiera la metodología de la investigación, las formas de trabajo y los resultados finales.
Por supuesto, yo no tenia ninguna respuesta antropológica porque estaba por fuera de la antropología. Estaba en el proceso de recuperación de la tierra por parte de los guambianos y, como parte de ese proceso, estaba también la recuperación de la autoridad propia que recuperó los cabildos. Yo llevaba 15 años participando con ellos en esa lucha, que comenzó por recuperar los cabildos que estaban sometidos a los dictámenes de los terratenientes, de los politiqueros y de los curas, para que empezaran a servir y orientar las luchas. Más tarde, el gobierno reconocería estos cabildos como autoridades. Entonces, ¿por qué durante mi trabajo no iba a aceptar la autoridad del Cabildo, si llevaba 15 años peleando porque esa autoridad fuera propia y porque se la reconociera? Por consiguiente, si el cabildo ordenaba, había que hacerlo. Mi trabajo no era de antropología, era un trabajo de solidaridad con las luchas de la comunidad. El hecho de que, en ese momento, me llamaran como antropólogo, no obviaba que el Cabildo fuera la autoridad, también en esa investigación como en toda la vida guambiana. Por eso, el Consejo del Cabildo, un organismo al que pertenecen los ex gobernadores y otros dirigentes, decidió en qué sitios íbamos a vivir los tres solidarios. en las casas de quiénes y con qué restricciones territoriales nos podíamos mover y en qué circunstancias. Nadie podía demostrarme que una autoridad académica, como un director de departamento o un jurado de proyecto o Colciencias, que financiaba, tenía más razón que el Cabildo en cuanto que lo adecuado a partir de ese momento fuera cambiar la metodología, o que no lo fueran los mapas parlantes, sobre los cuales estábamos trabajando dos temas: el que llamaron “la religión” o sea las concepciones propias, y “la guerra”, que era obvio en el Cauca e ineludible en Guambía, porque, en ese momento, el M-19 estaba pidiéndole al gobierno que le recibiera las armas para poderse entregar y se metió al resguardo de Guambia, a refugiarse allí, sin autorización del Cabildo, y se encontraba a una hora y media de camino de donde nosotros trabajábamos; al frente estaba un Batallón del ejército y en mitad del camino una escuela de misioneras, que tenía televisión y teléfono; unos días a la semana bajaban los guerrilleros a ver televisión y a hablar por teléfono y, los otros días, subían los soldados a lo mismo. El día que alguno se equivocara en su turno y se encontraran, la situación de la guerra se pondría muy complicada para los guambianos. Son algunas de las pequeñas modalidades de la guerra en Colombia, que no salen en los periódicos ni en los noticieros, pero que trastocan la vida de la población. Ya los guambianos habían pedido a los del M-19 que se fueran, que esa tierra era de ellos y no los querían ahí; el mismo mensaje habían dado al ejército. Entonces, el Cabildo consideró que el momento no era el adecuado para poner como un eje del trabajo el problema de la guerra.
También, el tema de las concepciones propias guambianas chocaba con la vida toda. Así lo sintieron los misioneros, así lo sintieron los predicadores protestantes guambianos. Y el Gobernador que asumió el primer enero, en media investigación, era un católico, rezandero, amigo de las monjas; las concepciones propias se referían al poder del agua y sus seres y chocaban con las enseñanzas y prácticas religiosas, por eso no quiso que siguiéramos trabajando sobre la religión. El Cabildo era la autoridad que estaba al frente de la lucha en ese entonces, por eso tenía el derecho y la autoridad para definir los derroteros de nuestro trabajo.
Si bien en el Departamento de Antropología y en las publicaciones sobre ese tema se daba una pelea en el seno de la disciplina, en mi trabajo con los indígenas yo estaba por fuera de ese ámbito, inclusive contradiciendo los planteamientos de la antropología, rompiendo con sus caminos y sus dogmas, y abriendo nuevas sendas para hacer una ciencia social al servicio del pueblo.
(CHARLA INAUGURAL del seminario de postgrado “Textos y contextos de las Teorías Antropológicas Contemporáneas” del profesor Carlos Salamanca, Maestría en Antropología Social, FLACSO – Sede Buenos Aires, revisada y corregida, Octubre 17 de 2012. Transcripción de la antropóloga Jazmín Rocío Pabón)
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