Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 
CRUZ O “JAITUMA” (EN EL ALTO ANDÁGUEDA –CHOCÓ)

Jesús Alfonso Flórez López
Quibdo; Centro de Pastoral Indigenista, Diócesis de Quibdó, 1996, 204 p.

 
Los objetivos que el autor de este texto se propone: conocer el modelo de internado misionero que se creó en el Alto Andágueda y sus efectos sobre la sociedad indígena embera katío, son de gran interés para el estudio de la acción de la Iglesia Católica en los procesos de integración de los indígenas a la sociedad nacional colombiana. Igualmente es importante por las circunstancias de la posición privilegiada del autor para el tratamiento del tema, así como por el material primario que tuvo a su disposición, derivados ambos de su identidad como misionero claretiano, que el autor oculta en su trabajo al presentarse solo como antropólogo, y de haber sido director del Internado Indígena de Aguasal, lo cual le permitió acceso directo a los diarios de su antecesor, el padre Betancur, a otros materiales de interés y a las comunidades indígenas de la región.

Pero tales circunstancias, a la vez, representan indudablemente una dificultad para validar los resultados de las entrevistas del misionero-antropólogo con los embera de la región en todo lo que se refiere al Internado y a las actividades de la misión, en especial en lo que tiene que ver con la posición y evaluación de los indígenas respecto de su acción sobre ellos. Después de la férrea dictadura del padre Betancur y de su absoluta negación de lo indígena durante décadas, resulta dable pensar que los embera no iban a sincerarse con plena confianza ante su sucesor cuando conversaban sobre aquellas cosas de la misión.

Para poder cumplir con su propósito de mostrar el impacto de la misión-internado sobre los indios, el autor precisaría conocer a fondo tanto la acción y características de esa institución “educativa” como las peculiaridades de la sociedad embera katío de hoy, lo mismo que las de antes de la llegada del padre Betancur. La primera de estas exigencias parece cumplirse en lo fundamental, y el autor, en tanto que misionero y continuador de la obra del padre Betancur, muestra tener al respecto una información excelente y amplia, aunque bastante unilateral; no ocurre lo mismo con lo que se refiere a la sociedad embera, cuyo tratamiento es bastante superficial y limitado, cosa que refleja un débil conocimiento de las características profundas de la misma y de los mecanismos de su dinámica interna.

Por supuesto, esto constituye un obvio obstáculo para encontrar, entender y mostrar con suficiente claridad, por debajo de las apariencias, de la superficie, los cambios esenciales que ocurrieron en ella como resultado de la acción misionera, y que constituyen el principal objetivo del trabajo. Esto nos permite entender por qué las conclusiones son tan limitadas y esquemáticas y, sobre todo, repetitivas de cosas que ya se han dicho en otros lugares del escrito.

Queda, además, la impresión de que el material de primera mano del que dispuso el autor, aquel proveniente del padre Betancur —tres volúmenes de sus diarios personales y el archivo de correspondencia y documentos del internado durante 36 años— fue subutilizado, a no ser que los mencionados diarios sean realmente muy pobres y su contenido muy homogéneo y poco variado.

La estructura global del texto es coherente, pero en sus distintas partes, especialmente en el cuerpo del “diálogo coloquial”, la información y el tratamiento de los temas están dispersos y sueltos, dándose repeticiones y poca ilación entre ellos. Las conclusiones han debido cumplir el papel de “amarrarlos” en un todo, dándoles unidad, sin que lo hayan hecho.

A la hora de construir el texto, las fuentes no aparecen identificadas con precisión, como tampoco la información que viene de cada una de ellas. Por eso, no es posible tener claridad sobre la manera cómo se construye la intervención de la mujer embera, pese a que el autor explica que se tomó como base el conjunto de su “relato de vida”, a los cuales se agregaron elementos provenientes de los “testimonios” de otras personas, indígenas principalmente, amén de los resultados de su propio trabajo pastoral y de su observación en el terreno. No se explica con plenitud si la información obtenida de los diversos informantes es congruente en su conjunto y, en consecuencia, solo era necesario integrarla con los planteamientos de Hermilda Arce, o si hubo contradicciones entre ellos y, en ese caso, cómo se trataron estas a la hora de construir un discurso único.

Ello pese a que el autor expresa que “lo único en lo que no hubo afinidad de apreciaciones fue en la valoración positiva o negativa, de la acción del misionero”. Que se ubique en el campo “valorativo” tal disparidad de criterios, que se refieren precisamente a lo que constituye el meollo del asunto, lleva a que el método para resolverla sea el de “contrasté con los mismos informantes tales apreciaciones, y con su asentimiento y mi propio análisis llegué a los juicios que se presentan en el texto central de este trabajo” (énfasis mío), cuando tal diferencia necesariamente ha debido contrastarse con referencias a la diversidad de vida material, de experiencia de cada uno de los “informantes” y, por consiguiente, de distintos efectos de la misión sobre sectores diversos de una sociedad que no era ni es homogénea, lo cual representa precisamente el fundamento que permite el diálogo.

Dado que este texto constituye el trabajo de grado de su autor para optar al título de antropólogo en la Universidad Nacional, dispone de dos capítulos iniciales, de contenido teórico el primero, llamado Las Historias de Vida como estrategia de conocimiento, y metodológico el segundo, Elaboración de las Historias de Vida. En ellos se define el procedimiento que se siguió tanto para la investigación como para la construcción del texto. Y se retoma la importancia reciente y creciente que se ha dado a las Historias de Vida en el campo del hacer antropológico, aunque también en la historia y la sociología cobran actual vigencia, incluyendo algunas discusiones de los antropólogos posmodernos alrededor de la crítica al llamado “realismo etnográfico” y la propuesta de trabajar con base en lo que denominan “autoridad descentrada”, de la cual la antropología dialógica constituye una de las “soluciones” prácticas.

Con esta base quiero llamar también la atención de manera especial sobre la forma general que reviste la obra. La intención del autor es muy interesante: presentar su trabajo en la forma de un “diálogo coloquial” entre una mujer embera y él mismo. Pero en su resultado final, y en mi criterio, se trata de un propósito completamente fallido. El autor no conoce ni el pensamiento ni la forma de expresión de los embera en castellano de un modo tal que le permita recrear sus intervenciones en una conversación que debería emplear un lenguaje coloquial; por eso, por encima de las diferencias de cultura, formación, sexo, etc., la forma resulta ser casi semejante para los dos personajes: la mujer embera y el autor, algo realmente absurdo. La diferencia básica entre ambos está dada por la presencia de extensas citas textuales, notas de pie de página, referencias bibliográficas y otros elementos en las intervenciones de los actores de la supuesta conversación, que se da especialmente en la del blanco, minda, todo lo cual choca completamente con la forma dialogal que se quería lograr.

Lo que se suele llamar “antropología dialógica” dentro de las actuales tradiciones posmodernistas norteamericanas, en especial por parte de Dennis Tedlock, a quien el autor solo cita de segunda mano, no se ha entendido como la presentación de los textos en forma de una conversación entre dos personas, sino como la construcción misma del trabajo en una forma dialógica, es decir, a través de una acción conjunta de investigador y miembros del grupo sobre el cual se trabaja, de un diálogo de saberes, cuyo resultado nunca está acabado, terminado; se trata de adelantar un diálogo-proceso y no que al final se llegue a acuerdos para construir un discurso único. El propio Tedlock aclara que “Cuando hablamos de diálogo en una novela o en una obra de teatro, no hablamos solo de dos personas, ¿no? Más aun, dia en diálogo no significa ‘dos’, significa ‘a través’. Y continúa: “En tanto que un diálogo se esté desarrollando, no es posible ninguna metanarrativa abarcadora. Si las partes de un diálogo llegaran a un punto de completo acuerdo, ya no estarían dialogando entre sí”, nos dice Tedlock. Me parece que el texto en consideración es un buen ejemplo de esto último.

Publicada en Boletín del Museo del Oro, Banco de la República, Nº 42, Bogotá, 1997 (editado 1999), pp. 150-152


 
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