Cuando uno sabe que el trabajo de grado de Mónica Espinosa sobre los andoque fue laureado en la Universidad Nacional de Colombia y le dio base para recibir el Grado de Honor, se lanza a leerlo con impaciencia, con la idea de encontrar un texto profundamente original. Las primeras páginas mantienen y avivan la expectativa, pues contienen una excelente narración de los pasos iniciales de su investigación (primeros contactos, viaje a Araracuara, instalación en la comunidad). Pero a medida que transcurre la lectura, los resultados del trabajo de campo se difuminan poco a poco para dejar paso a un verdadero río de citas que refieren a otros autores, Roberto Pineda Camacho y Jon Landaburu principalmente, con base en los cuales la autora quiere construir “una visión histórica completa” (según sus propias palabras) de los andoque, la primera y más larga parte de su estudio.
Esta visión se remonta a planteamientos muy generales sobre el poblamiento amazónico y su desarrollo durante varios siglos, para luego intentar una somera reconstrucción de la historia propiamente andoque más lejana, con base en su tradición oral y en un conjunto de suposiciones con poca fundamentación factual o de fuentes escritas. Se trata, más que todo, de una “historia conjetural”. Abundan en ella los “según parece”, los “se podría suponer”, los “cabría pensar”, los “es muy probable”, los “debió darse”, los “quizás”. En este campo, la autora parece desconocer trabajos que han logrado elaborar métodos eficaces para confrontar la tradición oral, los textos etnohistóricos y la arqueología en la construcción de la historia indígena, como los de Patricia Vargas para los embera.
Un carácter diferente reviste la elaboración de una etnografía andoque al “estilo clásico”, aquella que según la autora no escribieron Pineda y Landaburu y cuyos muchos datos se encuentran dispersos en sus numerosos escritos o corresponden a épocas diferentes. La labor de Mónica Espinosa es concienzuda, minuciosa, pues reúne y concatena con habilidad todo ese cúmulo de información para brindarnos una idea bastante completa de la sociedad andoque, buscando no el “presente etnográfico” característico de la antropología, sino orientándose a presentar la máxima densidad temporal posible, a ubicar y destacar las transformaciones, los cambios. Como ya lo he dicho, hay que lamentar que los resultados de su propio trabajo de campo tengan en este proceso un papel muy secundario, quizás a causa de su brevedad, como ella misma lo recalca en varias ocasiones.
Su tesis principal, aquella que nos habla de la “dominación” ritual de la rabia luego de la fallida insurrección de Yorocaamena, con la cual los indios amazónicos hicieron frente a la terrible explotación y opresión que sufrieron de los caucheros, es una idea que comunican ya los trabajos de Pineda desde 1979, en especial El Sendero del Arco Iris y Procesos de reconstrucción y violencia en el Amazonas, con su concepto de “etnografía de la paz”. Aunque en este libro, la autora la hace objeto de una elaboración considerable y de una sustentación amplia en los hechos del renacer andoque. Esta parte es, con mucho, lo mejor de su trabajo y en ella expone en forma transparente cuál fue el camino que siguieron aquellos sobrevivientes que se reagruparon después de la hecatombe del caucho con el fin de lograr revivir a su pueblo. Las implicaciones, en aquellas condiciones concretas, de los dos tipos de carrera ritual: las agresivas y las calmadas, aparecen en forma clara, aunque en buena medida se trata de hipótesis todavía sin comprobación y volvemos a encontrarnos con abundantes “es probable”, “pudo ser”.
Anteriores análisis de Pineda mostraron los caminos que siguieron los andoque en su reconstrucción étnica a partir de la destrucción que dejaron los caucheros y su necesidad de mediar, por distintos mecanismos, los conflictos que de otra manera los hubieran llevado ante un callejón sin salida, como al parecer ocurrió con los nonuya. Mónica Espinosa los retoma en su análisis, apoyada en conversaciones que sostuvo con cabezas de la comunidad durante su vivencia en terreno.
Pero una cosa es mostrar los procesos históricos específicos que siguieron los andoque en su proceso de reconstrucción, de acuerdo con sus circunstancias particulares y durante un periodo crítico para su sobrevivencia, y otra es querer absolutizar tales vías y mostrarlas como modelos que pueden generalizarse para otros espacios y otros tiempos y hasta para otros grupos sociales, como, según la autora, se propone el Observatorio de Convivencia Étnica en Colombia, del cual hace parte. Esto significa hacer de la historia una filosofía histórica, que redunda en una apología del conformismo al relegar al campo de los imaginarios la lucha de los indígenas contra la opresión y conformar las bases de lo que bien podría denominarse una “etnografía de la resignación”.
Es cierto que en determinadas circunstancias, empeñarse tercamente en una lucha en condiciones de absoluta inferioridad y, por ello, sin posibilidades de éxito, puede conducir al exterminio, situación ante la cual se vieron los andoque. Pero de ahí a deducir que esta es la fórmula adecuada para solucionar los conflictos mediante el arbitraje hay una gran distancia, pues se olvida la diversidad de condiciones. Está el caso de los indios pastos de Nariño, autodenominados los “renacientes” y cuyo revivir ha resultado de una dura lucha de más de dos décadas, en la cual la rabia y la violencia no han estado ausentes.
Cuando un grupo social es derrotado, conquistado por la fuerza y sometido a una férrea dominación puede verse obligado a coexistir durante un tiempo, a mantener, crear o aceptar mecanismos de convivencia que le permitan negociar el conflicto y sus contradicciones, incluso desarrollar ideologías del dominado (esto es la diferenciación entre cauchería y peruanos que hacen los andoque y que les permite reconstruirse continuando con el siringueo bajo los patrones como una de sus bases materiales), so pena de ser aniquilado. Pero estas mediaciones son formas externas que ocultan que el conflicto continúa bajo la tranquilidad de su superficie, que el arbitraje no conduce a la verdadera solución de los problemas, sino a un manejo temporal y relativo de los mismos, que estos siguen existiendo, velados en lugar de resueltos. Insistir en su permanencia conduce del genocidio brutal (Yorocaamena) al etnocidio lento (la aculturación e integración), como Mónica Espinoza parece presentirlo en sus páginas finales, cuando nos dice que “tuvo poco impacto en la modificación de las condiciones opresivas. Con el tiempo, el costo sociocultural es grande”.
La convivencia solo se mantiene hasta cuando se modifican las condiciones y el grupo sometido encuentra la oportunidad y las fuerzas necesarias y suficientes para volver a la lucha por librarse de la opresión. No ver que la mediación es solo temporal y relativa, una tregua, pero no como una reconciliación sino como un alto en la lucha, presentarla como permanente y absoluta, hacer de ella un modelo, conduce a mantener la situación de inferioridad y subordinación en pro de quienes son sus directos beneficiarios, como ocurre cuando se plantea que “la rabia conduce al fracaso”.
Al mostrar que a la ritualización del conflicto ha seguido, desde 1970, la negociación, el proceso de ampliación creciente y unilateral de los “umbrales de aguante” de los andoque hacia los blancos, la autora lo presenta como un exitoso proceso de adaptación.
En el texto se caracteriza positivamente tal adaptación, pese a que nos cuenta que la tolerancia se produce solo en forma unilateral, por lo cual la denomina “monólogo para la convivencia heteroétnica”, en este caso desde los indígenas hacia la sociedad nacional colombiana y no en ambos sentidos. Se trata de un “acomodo cultural en los umbrales sociales de la paciencia del grupo para ‘aceptar’ a los blancos”. Resulta entonces muy claro que tales procesos no resuelven sino, al contrario, mantienen y desarrollan la situación subordinada de los andoque frente a los agentes de la sociedad nacional.
Ni Mónica Espinosa, ni el Observatorio de Convivencia Étnica en Colombia establecen diferencias entre las circunstancias y tipos de sociedades en que ocurren tales formas de arbitramento. No son lo mismo las formas de convivencia, los mecanismos rituales, míticos y arbitrales de manejo de los conflictos entre nacionalidades indígenas o al interior de una de ellas, que lo que ocurre entre grupos de una sociedad como la nuestra, en donde los desacuerdos étnicos son formas de manifestación de la dominación y explotación de clase, en donde las raíces de los problemas, así como las de sus alternativas de solución, no son culturales, como no lo fueron entre los andoque y los caucheros a comienzos de siglo, o entre aquellos y la sociedad nacional colombiana en la actualidad.
Hoy, aquellas formas de convivencia que surgen y están profundamente ancladas en las peculiaridades de sociedades conformadas con base en el respeto a los derechos de todos, en el compartir y en la reciprocidad, en un muy alto peso específico de la cultura sobre la vida social, no permiten una verdadera solución de los problemas que las aquejan, solo una “administración” temporal de los mismos. Su solución implica otras formas de organización y acción sociales. Las propuestas de Estanislao Zuleta para “construir espacios sociales y legales donde los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse” y que la autora sugiere tomar en cuenta, solo son posibles en forma temporal, mientras las contradicciones no se han hecho antagónicas. Cuando esto sucede, se derrumban.
El análisis económico-social de la actualidad de los andoque que aparece al final del texto es insuficiente y la propia autora no puede evitar la perplejidad ante lo que ocurre. No logra entender que en la añoranza por la época de los patrones se oculta la diferencia entre el proceso Mercancía-Dinero-Mercancía, vigente entre los andoque desde la llegada del caucho, en el cual el dinero no se transforma todavía en capital e, incluso, puede no existir más que simbólicamente, lo que ocurría con el endeude (“la gente parece manejar el dinero del salario en los mismos términos en que maneja la deuda”, nos dice; es claro que los andoque no buscan enriquecerse, solo quieren disponer de mercancías en forma ilimitada), y aquel otro de Dinero-Mercancía-Dinero, que caracteriza el capitalismo y que permite la acumulación y el enriquecimiento.
Cosa similar ocurre cuando la autora, ignorando de nuevo las diferencias claves entre los dos tipos de sociedades, acoge un planteamiento que hoy es una especie de lugar común entre diversos autores, al creer que nuestra sociedad capitalista, con la producción de amplios excedentes y su conversión en mercancías como sus medios y con la ganancia y la acumulación como sus metas, puede aplicar al manejo de la Amazonia los sistemas productivos y las cosmovisiones creados por sociedad igualitarias, que tienen la satisfacción de las necesidades comunes como su propósito esencial y en las cuales la autosubsistencia y la reciprocidad son las marcas de todo su sistema social.
Este subjetivismo, para terminar, la lleva a postular la posibilidad de establecer con los grupos dominados relaciones dialogales y horizontales en forma individual y subjetiva, con el fin de lograr consensos, aunque las desigualdades y subordinaciones sociales reales se mantengan, lo cual no es más que una ilusión del formalismo posmodernista, que no se realizó en su trabajo. “Aún no sé mucho acerca de la imagen que ellos tienen de mí”, nos cuenta. De ahí que en el texto no sea posible percibir cuáles son los consensos que se alcanzaron mediante su trabajo, ni qué cambios ocurrieron en su manera de ser y pensar como resultado de su interacción con los andoque. En esos términos, la etnografía dialogal resulta ser solo una ficción de corte académico y literario, pero no una realidad de la interacción social.
Publicada en Boletín Cultural y Bibliográfico, Biblioteca Luis Ángel Arango, Banco de la República, vol. XXXIII, Nº 43, Bogotá, 1997, pp. 80-83
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