El historiador Víctor Zuluaga incursiona con este libro por los senderos de la etnografía de los chamí, pero su transcurrir es tan breve como lo es, según nos cuenta, la duración de sus visitas de investigación a los miembros de esa comunidad.
Este problema metodológico explica el por qué, después de haber producido textos tan valiosos como la “Historia de la comunidad indígena chamí”, el libro actual resulta escaso y pobre.
Pero, sobre todo, ambiguo, pues al tiempo que hace suyo una gama de conceptos cargados de prejuicios etnocéntricos hacia los embera, tales como calificar sus saberes de “logros obtenidos por la actividad empírica”, el trabajo de los jaibanás como “hechicerías”, “maleficios” y “pactos con el demonio” y a estos mismos como “brujos”, a los seres de su mundo espiritual como “dioses” y a sus mitos como “leyendas indígenas”, etc., nos muestra su desconcierto y su propia lucha por entender la cosmovisión de los indígenas, por comprender que para ellos no hay personajes ni hechos completamente buenos ni completamente malos, que los seres que él denomina “dioses” se piensan llenos de imperfecciones y debilidades, a diferencia del dios cristiano. De una manera especial, nos habla de su esfuerzo por respetar a los chamí y a su cultura, hacia quienes siente una profunda simpatía y en cuyo respaldo desarrolla una buena parte de su trabajo como investigador.
Tal vez la misma razón metodológica, conduce a que el trabajo caiga en algunas imprecisiones. Así ocurre cuando caracteriza al jaibaná como la “autoridad natural.... en el cual confían la dirección acertada del grupo”, cosa que no es la regla, ni entre los embera en general ni entre los chamí en particular, aunque pueden presentarse ciertos casos en los que autoridad y jaibaná lleguen a coincidir.
También cuando atribuye el pelo blanco de Domitila a su avanzada edad, explicando que la falta de canas de los demás chamíes viene de su escaso promedio de vida, cuando se sabe que la verdadera causa se encuentra en el fenotipo mongoloide. Incluso, en el caso de Domitila, su pelo blanco no era canoso, sino el resultado de un proceso de despigmentación que le afectaba también la piel.
Pese a estas dificultades, el libro contiene elementos de importancia, resultados de la familiaridad del autor por muchos años con los pobladores del Chamí y de la confianza que les suscita por la incidencia de su trabajo de investigación histórica, en especial en los archivos, en la tarea de fundamentar sus recuperaciones territoriales.
Se destacan entre ellos los relatos que recoge de boca de varios indígenas, principalmente de Mario Restrepo, el jaibaná y antiguo cacique. Son estos: “El gurre que cagaba oro y plata”, “La culebra Jepá”, “Juan Oso”, “El jaibaná mellizo”, “Jinopotabar”, “El origen del agua y de las hormigas”, y unos muy breves relatos de animales: “Tío gallo” y “Tío conejo”.
De casi todos ellos existen versiones que algunos investigadores recogieron de boca de otros indígenas de la región o en otros asentamientos embera del país y Panamá. Zuluaga coloca frente a frente algunas de ellas, pero después no avanza en el proceso de confrontar sus semejanzas y diferencias, lo cual habría sido de gran importancia.
Igualmente interesantes son las informaciones acerca de la relación de muchos años que se dio entre los chamí y los misioneros, así como sobre las contradicciones entre estos últimos, aprovechadas por las monjas de la Madre Laura para azuzar a los indios contra los sacerdotes españoles, como lo relata Mario. También los criterios y opiniones de este sobre la religión y la acción misionera misma son de gran valía para una historia de las misiones en la zona, todavía por escribir.
El autor confiere la mayor importancia en su obra al tema relativo al jaibaná, aunque no lo desarrolla de un modo general, sino a partir de sus entrevistas con Mario, cuya actividad de “cantar jai” no presenció nunca. Es de lamentar que el trabajo se haya realizado por el método de entrevistas adelantadas mediante preguntas y respuestas, generalmente muy breves, lo cual no permite profundizar en los distintos aspectos que se tocan, ni en las diferencias que aparecen respecto de otros trabajos sobre el jaibaná, como el de Mauricio Pardo y el mío propio; por ejemplo, en lo tocante con los llamados “animales míticos”.
Hasta aquí el material que aporta el autor con base en su trabajo de campo y que constituye la mitad de la publicación. Pero, ¿y la otra mitad? La respuesta nos permite conocer cómo se fabrica un libro de 240 páginas pese a contar sólo con material propio relativamente breve.
Víctor Zuluaga transcribe en toda su extensión, sin ningún comentario ni análisis, varios de los relatos que publicaron los antropólogos Milcíades Chávez y Gerardo Reichel-Dolmatoff en los años 40, contados por los chamí que habitaban en Riofrío, Valle del Cauca; así como el largo relato de “Las luchas entre Karagabí y Tutriaca (sic)” que publicara el también antropólogo Luis Fernando Vélez Vélez, quien lo construyó a partir de narraciones que dieron a conocer hace mucho tiempo los misioneros Severino de Santa Teresa y María de Betania. Del primero de ellos, Zuluaga incluye otros textos: “La historia del pecado original” y “Las luchas entre los catíos y los cunas”, en especial aquellas que tiene que ver con Séver, el hijo de Caragabí, de quien plantea, a manera de hipótesis, que pudo haber sido el primer jaibaná.
Como si lo anterior no fuera suficiente, una tercera parte del libro (80 páginas) está conformada por una lista de 355 plantas, de la cual son autores Edgardo Cayón Armella y Silvio Aristizábal, transcrita sin modificaciones, anotaciones ni comentarios propios, de la publicación original en la revista Cespedecia de la Universidad del Valle.
La obra de Zuluaga carece de bibliografía, de modo que es imposible ubicar la referencia de algunos de los títulos que se mencionan y de los cuales se toman transcripciones o citas extensas; tampoco saber si el autor se fundamentó en otras obras ya publicadas como referencias sobre los temas que trata.
Un mérito apreciable de este trabajo se encuentra en el estilo con que está escrito, no sólo en primera persona, sino también en forma de un relato ameno, ágil, que se deja leer con facilidad por toda clase de público. Circunstancia poco común en las obras etnográficas, lo que suele hacer de ellas, en muchas ocasiones, verdaderos ladrillos.
Publicada en Boletín del Museo del Oro, Banco de la República, Nos. 34-35, Bogotá, 1995 (editado 1997), pp. 199-200
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