GRUPO DE ESTUDIOS ETNOGRÁFICOS: Muy buenas tardes, nuestro invitado es de todos conocido; él quiso llamar la charla de hoy recoger las cosas-conceptos en la vida del pueblo; pero explica que no sabe si va a hablar de eso. Agradecemos que nuevamente esté con nosotros.
LUIS GUILLERMO VASCO URIBE: Las historias a medias son mentiras enteras. El grupo organizador quería que yo repitiera la charla anterior. Yo les propuse que le pusieran un subtitulo entre paréntesis debajo de “Cincuenta años con los indios…”: “Vasco nunca se repite”, pero no les gustó. E insistieron en que hablara de “recoger los conceptos en la vida”, entonces les expliqué que, finalmente, con muchos profesores siempre pasa eso: no importa cómo se llame la materia, no importa qué contenido tenga, no importa qué programa se tenga fijado para ella, el profesor siempre habla de lo único que sabe, que, además, generalmente es bien poquito. Quedamos en que pusieran el titulo que quisieran y que yo hablaba de lo que yo quisiera.
LGV: Todos están en el mismo suspenso: ¿sobre qué va a hablar? Sí voy a hablar de recoger los conceptos en la vida, pero en la vida de un etnógrafo con los pueblos indígenas; en resumen es la misma charla anterior, pero distinta.
Como conté la vez pasada, comencé recogiendo conceptos en la universidad, y en ella, ¿de dónde se recogen los conceptos? De los libros, a veces directamente y a veces a través de los profesores que se aprenden en los libros lo que van a decir. Así, uno recoge los conceptos que utiliza la antropología para estudiar a los indios.
Sin embargo, antes de estudiar antropología, yo había aprendido algunos conceptos relacionados con lo que hace la antropología y con quién lo hace; por ejemplo, el concepto de minorías nacionales, con el cual tanto en la Unión Soviética después de la revolución de Octubre, como en China, también después de la revolución, se denominó a las sociedades semejantes a aquellas que estudia la antropología.
La universidad llenó mi cabeza con conceptos como los de indio, mito, ritual, ciencia, método científico, representación, cultura, símbolo, religión, etc., todos esos en los que uno desgasta el cerebro para aprenderlos.
Sin embargo, en el camino de salir de los libros y de la universidad, al relacionarme con los embera, al vivir y conversar con ellos sobre muy distintas cosas, se dio inicio a un proceso que puedo llamar “botar los conceptos en la vida”, llamémoslo “desechar los conceptos en la vida”, y que es el opuesto de “recoger los conceptos en la vida”; el uno es la contraparte del otro; como ha dicho Mao Tsetung: “No hay construcción sin destrucción. La destrucción significa crítica y repudio, significa revolución. La destrucción quiere decir razonamiento y razonamiento es construcción. La destrucción va primero y en su curso ya implica la construcción” (Circular del PCCh, mayo 16 de 1966).
El primer aspecto que yo traté con los embera fue el de los mitos. En una práctica de campo de la carrera, a fines de 1967, Marta Rodríguez, la cineasta y yo, quisimos hacer nuestro trabajo de 15 días sobre los mitos de los embera-chami; cuando le contamos al misionero, este mandó llamar a un mayor, a un viejito, como él decía, que nos presentó como un jaibaná arrepentido, para que nos hablara y nos contara esos mitos. Y grabamos varios de ellos. Algunos aparecieron en un libro que se llamó “Los Chamí”. Sin embargo, como los títulos son los que venden y como de los chami nadie había oído hablar entonces, los editores resolvieron ponerle un subtítulo que no tenía nada qué ver en forma directa: “la situación del indígena en Colombia”; por supuesto, la situación de los indígenas embera-chamí de Risaralda era parte de la situación del indígena en Colombia. Entonces, el subtítulo tampoco era falso del todo.
Hablando con los embera-chamí, preguntando, pidiendo explicaciones sobre las distintas cosas, entre ellas sobre el jaibaná, encontré que lo que decían, las explicaciones que daban, los relatos que contaban para responder a muchas de las preguntas daban mucho sentido, parecían tener mucha razón, por lo menos más que los cuentos de Mircea Eliade, un fascista rumano, antisemita y ultraderechista, quien después de la Segunda Guerra Mundial fue a vivir a Paris y, luego, a Estados Unidos; allí se volvió famoso con sus planteamientos sobre los mitos, sobre el chamanismo y, en especial, sobre el llamado “mito del eterno retorno”, según el cual para el pensamiento indígena la historia es circular, cuando se completa un ciclo, se vuelve al punto de partida, para repetirse de nuevo. Y más razón que interpretaciones traídas del pelo, como las de Anne-Marie Losonczy, una antropóloga húngara, que trabajó en el Chocó y recogió relatos de los embera, y, cuando no puede explicar algo o lo que encuentra contradice sus planteamientos, apela al recurso de decir que todo es simbólico. Cuando Eliade habla de muerte y resurrección en la iniciación del chamán, y Losonczy no encuentra nada de esto en el aprendizaje del jaibaná, retoma una pequeña parte de un relato relativo a este personaje para decir que en él aparecen la muerte y la resurrección, pero simbólicamente.
En consecuencia, en esas conversaciones con los chamí y en especial con Clemente Nengarabe, el señor que nos presentó el misionero, boté el concepto de mito, aunque durante un tiempo todavía se me escapó muchas veces esa palabra. En su lugar hablo de relatos, de historias de antigua, como los llamaba Clemente. Esas historias son las que aparecen como apéndices en el libro “Los Chami”.
Más tarde se publicaron en un libro de Colcultura, “Literatura de Colombia Aborigen”, con el título “Algunos relatos de los embera chamí contados por Clemente Nengarabe”. En ese caso, también deseché otra cosa, muy característica de los antropólogos y sin la cual creo que no podrían siquiera existir: apropiarse de las cosas de los indios como si fueran suyas. Di la autoría de esos relatos a Clemente Nengarabe, pero Colcultura y el editor, a pesar de que era un antropólogo, aunque urbano, resolvieron que un indio no podía aparecer como un autor en un libro como ese, entonces aparecí yo como autor, pero cuando tuve la oportunidad de subirlos a mi página de Internet, lo primero que hice fue restablecer la autoría de Clemente.
En ese proceso de botar el concepto de mito, hubo un paso fundamental; en muchos de los relatos que Clemente me hacía, en sus muchas historias, en especial aquellas que se referían a jaibanás, explicaba quién se las había contado y en qué circunstancias. Y era frecuente que el narrador, la persona que le estaba contando, dijera en medio del relato o al final del mismo: “no ve que esa historia sí es verdad, no ve que las historias son verdad”. Todas las explicaciones al respecto eran convincentes. Así recogí la idea de que esos relatos son verdad y, por lo tanto, no son mitos. Entonces, adopté desde ese momento, y es la base clara de la metodología con la que trabajo el estudio del jaibaná en el libro “Jaibanás los verdaderos hombres”, la concepción de que el mito es verdad, que al mito hay que creerle y, si hay que creerle, sobra la intervención del antropólogo para “interpretarlo”. De esta manera, a medida que recogía, desechaba.
También surgió con nitidez todo el tiempo que no solo Clemente sino todos los chamí con quienes hablaba se referían en castellano a las actividades del jaibaná llamándolas trabajo; los embera-chamí usaban en su lengua la palabra kabai con la que designaban también a trabajar la tierra, que constituía en ese entonces la actividad económica fundamental. Decían que el trabajo de jaibaná era el verdadero trabajo. Yo recogí ese término, tomé ese concepto ahí, entre los chamí y de su boca y, al mismo tiempo, tuve que botar el concepto de ritual o de ceremonia para referirme a las actividades del jaibaná. ¿Cuál ritual?, ¡se trata de trabajo!, algo de su vida material transformadora del mundo y no de su “espiritualidad”, como se suele decir ahora, otro concepto que deseché por adelantado.
La deformación, por lo menos en esa época, llegaba hasta el punto que muchos antropólogos habían llegado a convertir en ritual su propio trabajo. En el departamento de antropología, un profesor decía que las clases eran un ritual porque seguían más o menos el mismo esquema, empezaban igual, se desarrollaban igual, terminaban igual, y todas tenían el mismo objetivo.
Por supuesto, se trataba de un completo formalismo. Por entonces hubo una película de rock muy famosa, “Hair”, de Milos Forman; en ella, el director sostiene que el consumo de Coca Cola, asociado al rock, era una religión, pues se encontraban en él todos los elementos que la constituían.
El quiebre de todas esas concepciones está dado por el hecho de que son formalistas y no miran el contenido, no miran la esencia de las cosas. Supongo que a ustedes les habrán enseñado en la academia a no ser esencialistas (el antiesencialismo se ha vuelto la piedra de toque de si algo o alguien es científico o no), pero yo todavía lo soy, creo que todas las cosas tienen una esencia, todas. Es más, eso lo sabía Clemente Nengarabe cuando decía que todo tiene jai: las personas, los animales, las plantas, los elementos de la naturaleza, todo tiene jai. Mi grabadora y mi cámara fotográfica tenían jai y él los usaba en sus trabajos de jaibaná.
Cuando se es formalista, uno puedo demostrar cualquier cosa que se le ocurra apelando a las formas, así como Forman podía demostrar que el consumo de Coca Cola era una religión. Una vez, en una charla en una Semana del Maíz, organizada por los estudiantes, me pidieron que hiciera una charla antropológica sobre el maíz, cosa que yo no hago; esa vez hice el esfuerzo para hacer un ejercicio antropológico formal, y con él demostré, analizando los relatos de ambos grupos, que los embera-chamí eran guambianos.
Varios años después, leyendo a un antropólogo italiano, encontré la afirmación de que todo lo que los antropólogos llamamos ritual, las sociedades en donde se presenta lo llaman trabajo, o sea que era algo que no se daba solo entre los embera, ni solo entre los indios que viven en Colombia, sino que ocurre en todos los sitios donde trabajan los antropólogos. Eso me permitió establecer conexiones con otras cosas que había leído y que no tuve que botar, por ejemplo, con las concepciones y los planteamientos de Marx y Engels, los creadores del marxismo, de que lo que define al ser humano es el trabajo. Y que este fue, incluso, el factor que convirtió a los antropoides superiores en seres humanos en el proceso de evolución.
Por eso, cuando escribí el libro sobre los jaibaná, lo escribí con dos objetivos: el de reivindicar su figura, al menos en la región del chamí, pues muchos de los emberas ya estaban considerando que era un charlatán, un brujo. En el pueblo de Mistrató, los inspectores de policía aplicaban la ley que establecía que quien abusara de la credulidad y de la buena fe de las personas por interés personal, tenía cárcel, y con frecuencia los jaibaná iban presos.
La segunda razón era más personal; en esa época sufrí un accidente y tuve un año de continuas incapacidades; como me aburría mucho en la casa, entonces escribí ese libro para ocuparme en algo. Después de la tesis de grado pensé que no volvería a escribir nada; es más, me oponía y atacaba las publicaciones de los antropólogos porque eso era publicar los secretos, las cosas más desconocidas de las sociedades indígenas y, en mi criterio, eso solamente podía servir a la gente que dominaba y explotaba los indios. Cuando escribí ese libro, lo llamé “Jaibanás los verdaderos hombres” y fue publicado en la colección Textos Universitarios del Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular, que era una colección muy seria. Razón por la cual no querían aceptar el título; recordemos que en Colombia, por lo menos en esa época, se dudaba incluso en aceptar que los indios fueran hombres, por eso dudaban en aceptar que un brujo de los indios fuera verdadero hombre; eso les parecía como arrastrar por el suelo el prestigio de la colección y sus publicaciones.
El director del área cultural del Banco Popular, era Marco Palacios, quién arrasó con la protesta estudiantil en la Universidad Nacional y de paso con la Universidad. La cerró durante dos años y medio y, cuando se reabrió, lo hizo sin bienestar estudiantil; por eso solamente llegó la mitad de los estudiantes que tenía en el momento del cierre, porque la mayoría de ellos, sin cafeterías y sin residencias no podía vivir en Bogotá; los estudiantes de provincia y muchos de los niveles económicos más bajos se retiraron de la universidad.
En la discusión con el señor Marco Palacios, argumenté que el carácter científico del título de un libro lo da el hecho de que refleje válidamente el contenido, y el libro lo que dice es que para los chamí los jaibaná son los verdaderos hombres, entonces aceptó ese título. Además, yo quería que en la carátula apareciera un jaibaná trabajando y, en una publicación tan seria, sacar a gente mal vestida, en actividades poco claras, también le quitaba de seriedad al texto. Finalmente salió como yo proponía; no sé si efectivamente ese libro le quitó seriedad a la colección o si la colección nunca la había tenido pero, a partir de ahí, todos los libros de ella comenzaron a aparecer con la carátula ilustrada. Antes solo había habido carátulas con letras de un único color con el nombre del autor y el título del libro sobre una página blanca; desde entonces comenzaron a publicar fotos, dibujitos, toda clase de cosas “poco serias”. El concepto de cientificidad fue quedando regado poco a poco por el camino.
Para mí, esa carátula introdujo la realidad en esa colección y la academia tiene una pelea casada, aunque no siempre la haga explícita, con la realidad; se hace todo lo posible para que no entre a la academia; a veces y con muchos problemas deja que los miembros de esa academia vayan a la realidad y se pongan en contacto con ella; pero eso no es lo mismo. Recuerden lo que pasó en la Feria del Libro el día que recibieron, por equivocación, al famoso youtuber: arrasó con la seriedad de los otros libros y de las otras editoriales, porque los demás escenarios se quedaron vacíos y todo el mundo se fue allá. Dicen que la feria perdió su sentido, que hay que resolverlo, que su puede hacer una feria youtuber aparte. En todo caso, cuando se juntan cosas que no se deben juntar siempre hay un corto circuito y, en ese corto circuito, casi siempre gana la realidad.
Mi siguiente libro fue “Semejantes a los dioses”, un título también muy anticientífico, que hace a los indios semejantes a los dioses. Erich von Daniken, un charlatán de la época, hablaba sobre el papel de los extraterrestres en el desarrollo de las distintas culturas de la humanidad e inclusive del hombre, sin ningún sustento científico, En sus libros se refería a los seres humanos como semejantes a los dioses, y yo retomé esas palabras para mi título, con la idea de que objetos aparentemente intrascendentes, como los cántaros de barro, hacían a los chamí semejantes a los dioses, en este caso, sus antepasados, sus seres ancestrales, reivindicando su importancia.
Más adelante, en otro trabajo sobre los objetos chamíes, “Del barro al aluminio”, me vi obligado por las concepciones y las explicaciones de sus productores a dejar de llamarlos “cultura material”, como hacían los antropólogos, para llamarlos producción cultural indígena. Así, otro concepto, el de cultura material, que había introducido Malinowski, tomó su rumbo hacia el cajón de la basura. En ese ntonces presté atención a los objetos de cerámica, a los objetos de barro, y a los objetos hechos tejidos con fibras vegetales a los que se llama cestería. En Colombia solo había una persona que había hecho ese trabajo, una señora de Bogotá, Yolanda Mora de Jaramillo, que no era antropóloga; entonces, que alguien le dedicara el tiempo a esos objetos causaba risas a los propios embera chamí, cuando llegaba a sus casas a mirar los canastos y los cántaros de barro y les preguntaba sobre ellos; más risa les daba cuando muchas veces recogí los que tenían botados fuera de la casa y, después de limpiarlos, me los traje con mucho cuidado y con mucha ilusión.
Todavía en ese libro, como ocurrió sistemáticamente en todo el de jaibanás, se me chispoteó, como dice el Chavo, el término mito, en un capítulo que se llama “la cerámica en el mito y el pensamiento embera”, capítulo en cuyo texto se apoya el titulo de “Semejantes a los dioses”, pues la cerámica, los cántaros con que elaboran la chicha, son los antepasados, los seres del mundo de abajo, los seres ancestrales que han venido a este mundo para hacer la chicha de maíz, con la cual se bebe la esencia del ser embera.
También allí fue la primera “patinada” con un concepto que tardé muchísimos años en botar del todo: el de representación, que ahora es clave en toda la antropología que se escribe y se hace, junto con el concepto de simbolización. Que los indios no usaban símbolos, ya lo había aprendido desde mucho tiempo atrás, aunque fue muy difícil lograr desaprender el de símbolo, no volver a usarlo. Una vez me invitaron al ICANH para un ciclo de charlas sobre simbolización y manejo del tiempo en las sociedades indígenas. Propuse una conferencia para demostrar que los indígenas no tienen símbolos, cosa que escandalizó a la antropóloga que me hacía la invitación; finalmente no me llamaron. Pero sí abandoné el concepto de símbolo. Vladimir Lenin, un marxista que fue el principal dirigente de la Revolución de Octubre en Rusia en 1917 y que, a pesar de eso o precisamente por eso, tuvo tiempo para escribir tanto que cuando le publicaron abarcó 43 tomos, mostró, en una polémica con Ernst Mach, que los conceptos de símbolo y de simbolización son una característica del pensamiento idealista y que deforman la realidad.
Pero la eliminación del concepto de símbolo me creó un problema, porque durante años me tuve que aferrar al concepto de representación, porque no encontraba la palabra para referirme a esas situaciones.
Años después del libro de “Semejantes a los dioses”, hice un trabajo para Artesanías de Colombia, que quería investigar con miras a comercializar “artesanías indígenas”. Con este trabajo pude botar dos conceptos: por un lado el de artesanía; los objetos de los indios no son artesanía, pueden volverse tales cuando de una manera u otra entran a un mercado y se vuelven mercancías, pero los objetos que fabrican y emplean los indígenas son valores de uso; si a ellos se les agrega un valor de cambio al introducirlos al mercado se convierten en mercancías, pero los indios no las fabrican, al menos no lo hacían en esa época, esos objetos no eran mercancías ni tampoco cultura material.
Aún alguien tan idealista como Reichel-Dolmatoff, un nazi por el estilo del rumano del “eterno retorno”, en su trabajo de varios años en su oficina de director de departamento de antropología en la Universidad de Los Andes con un informante indígena Desana que llevaba 20 años viviendo en Bogotá, encontró que esos objetos, sobre todo los de cestería, con los que más trabajaba, no eran solo simples objetos sino que tenían múltiples significaciones, que interpretó diciendo que eran símbolos… de la vía láctea, del mundo, de la tierra, de las relaciones de parentesco, etc. Descubrió, entonces, que esos objetos contenían ideas, tantas que era claro que no se trataba solamente de elementos materiales, sin embargo, él siguió hablando de ellos como cultura material. Cuando escribí la introducción para el informe que presenté a Artesanías de Colombia, deseché el concepto de cultura material y boté el de símbolo; en cambio, hablé de producción cultural indígena, producción que es al mismo tiempo material e ideal; sus componentes no son solamente objetos que sirven para cocinar o para rallar o para guardar o para adornar, sino que tienen contenidos, ideas, conceptos que son claves en la vida de estas sociedades.
Cuando yo regresaba a los cursos en la universidad después de haber estado en campo, venía con ese problema, venía hablando distinto, y profesores y estudiantes no entendían, no sabían lo que quería decir.
Al hacer los cursos sobre Lewis Henry Morgan, de los cuales salió luego el libro “Lewis Henry Morgan. Confesiones de amor y odio”, empecé a trabajar un tema que también surgió de la vida con los embera y que llamé, en ese momento, el poder creador de la palabra.
Es muy extraño que a los estudiantes, por lo menos de esa época que eran tan católicos, les sonara raro, porque los relatos de la religión católica, especialmente los del origen, se basan en el “poder creador de la palabra”. El evangelio de San Juan empieza así: “en el principio era el verbo y el verbo era dios”, y así continua el relato: “dios dijo hágase y se hizo”; creó el mundo hablando, con la palabra, es lo que cuenta la Biblia. En las historias de Morgan sobre los iroqueses, Morgan encontró cosas que también me hicieron relegar muchos otros conceptos; por ejemplo, Morgan muestra cómo aquellas personas que los españoles interpretaron como jefes y hasta emperadores, en realidad no lo eran, no se trataba de formas de organización política centradas en individuos, sino que eran poderes colectivos comandados por consejos de ancianos. ¿Quiénes eran, entonces, Moctezuma y personajes semejantes? Todos esos que los españoles creyeron que eran emperadores, eran simples voceros, eran quienes hablaban sobre las decisiones de los consejos de ancianos.
Estuve trabajando eso con base en mi investigación sobre cestería y cerámica, y en la que siguió con Artesanías de Colombia y que tuvo en cuenta los demás productos culturales: los de madera, los de pluma, los tejidos en chaquiras, etcétera, etcétera; yo había encontrado, cuando hablaba con la gente, con las personas que los fabricaban o los utilizaban, una circunstancia en sus vidas, que resolví diciendo que, para los chami, lo que no se habla no existe, lo que da a las cosas y a los hechos una existencia real es hablar sobre ellos.
Sin embargo, fue un tema que se me quedó en la mitad y que reapareció entre los guambianos con una concreción mayor, con una explicación más amplia; los guambianos afirman que las cosas hablan y es necesario oírlas. Esas ollas, decían mostrando las ollas de barro en que se cocinaba para las mingas, tienen muchas historias que contar. En esa época en el departamento de antropología de la Nacional había un laboratorio de etnografía y un laboratorio de arqueología, entonces, en mis prácticas de los cursos de Taller de Técnicas Etnográficas, escogía una serie de objetos, los ponía sobre una mesa, que profanaba porque era la mesa alrededor de la cual se reunían los profesores, era como si los pusiera sobre un altar; y llevaba a los estudiantes a que oyeran hablar a esos objetos. Nunca pregunté si oyeron algo ni qué oyeron, pero todos se quedaban muy serios un buen tiempo…
Sin embargo, esa concepción, repito, que encontré, que recogí en campo entre los chamí, la reencontré entre los guambianos. Finalmente, no seguí trabajando sobre ella y por lo tanto no avancé más allá de como la tengo planteada en el libro sobre Morgan y en el informe de Artesanías de Colombia, que se llamó “Del barro al aluminio”, en donde mostraba los cambios que estaban ocurriendo en esos objetos y en su producción por los chamí, que habían pasado ya de las vasijas de cerámica hechas por ellos mismos, a las ollas de aluminio que tienen que comprar en el mercado.
En ese entonces, Artesanías de Colombia creó su programa indígena y dio origen al pabellón indígena en la feria artesanal de fines de año. Pabellón que, luego, fue dispersado y los indígenas distribuidos por los distintos pabellones, porque se descubrió que sus trabajos atraían más gente que los demás.
Artesanías de Colombia, para la venta de esos productos indígenas, sostenía que tenían un valor agregado que, por supuesto, incidía en el precio; valor agregado que residía en lo que llamaban el aspecto cultural de los productos, o sea, el que fueran hechos por indígenas, aunque casi ninguno de los productos de indígenas que allí se vendían era usado por ellos. Cuando Artesanías de Colombia comenzó a comprarles, ellos no vendían los objetos que fabricaban para sí mismos, sino que elaboraban otros, a veces con las mismas técnicas y con pocas variantes, y esos eran los que vendían. Así lo explico en la introducción a mi informe, que Artesanías no quiso publicar en su momento, y que solamente se conoció en mi página de Internet muchos años después bajo el título de “Producción cultural indígena”, pues ya no se refería solamente a los embera-chami, es decir a los embera de montaña, sino que incluía también a los del Chocó, a los de río.
Es decir, que todo ese proceso de desechar y recoger los conceptos en la vida se inició y avanzó mucho antes de que yo tuviera consciencia de qué era lo que estaba haciendo. Esta conciencia surgió en Guambía y desde allí comencé a hablar en esos términos, pero el proceso dio inicio desde que empecé a ir al Chami y a hablar y a vivir con la gente, dando crédito a su palabra.
El último concepto que recogí viviendo con los chamí fue el empleado para designar a personas como Clemente Nengarabe, llamándolos sabios, hombres de conocimiento Y, por supuesto, dejando de lado el correspondiente de la antropología, el de chamanes. Algunos sectores de la antropología lo usaron durante un tiempo, pero como sabio les sonaba raro, pues sabios de verdad y reconocidos son los de nosotros, terminaron hablando de sabedores. Pero ese momento pasó y ahora está en boga hablar de médico propio, de médico tradicional, tanto que hasta los mismos indios hablas en esos términos para referirse a sus sabios propios, personajes que no son médicos, aunque curan. Pero hay diferencias muy grandes: el médico entre nosotros no es un sabio, no sabe, pero ha aprendido de memoria muchas cosas. Ha aprendido de los libros y de los visitadores de los laboratorios farmacéuticos una asociación entre tres cosas: los síntomas de las enfermedades, las enfermedades y los elementos farmacéuticos que pueden curarlas. Y con esta base proceden por ensayo y error. Dicen al paciente que van a ensayar determinado medicamento por un tiempo y, si no sirve, van a ensayar con otra cosa. Esto no es ninguna sabiduría. Por eso, al cabo de un tiempo, cambian su diagnóstico y suponen una enfermedad diferente, que corresponda a los mismos síntomas que presenta el paciente. Y si no resulta… en la autopsia se puede saber cuál era la enfermedad que aquejaba al paciente y que lo mató.
Entonces, denominar médico a un jaibaná embera, a un moropik guambiano, a un yacha de la Bota Caucana, a un the’wala nasa, etc., es inferiorizar lo que esos personajes constituyen realmente; no es un insulto para el médico, lo es para esos sabios indígenas. Su tarea puede caracterizarse como el mantenimiento del equilibrio entre los distintos elementos del universo, entre ellos, los seres humanos. Y para eso deben poseer una gran sabiduría, un gran conocimiento. Llamarlos médicos es tergiversar su actividad, su trabajo, minimizándolo, haciéndolo unilateral.
Es así como, aún antes de que existiera y se impusiera, yo ya había dejado a un lado el concepto de médico propio, de médico indígena o de médico tradicional, y el de medicina tradicional, que es su equivalente. Cuando llegué a trabajar a Guambía, ya hacía 18 años que lo hacía con los chamí, porque conocer algo no es una cuestión de 15, de 20 días o de un mes de campo, sino que precisa de un trabajo continuado durante años; pregúntenle a Luis Alberto Suárez cuántos años lleva esperando la segunda avalancha del Ruiz.
Yo llegué a Guambía en unas condiciones completamente distintas de aquellas en que había trabajado con los chamí; los guambianos estaban organizados, muy fuertemente organizados, y llevaban años en la lucha por recuperarlo todo; una lucha tan fuerte que derrotó al gobierno, a los terratenientes y a los politiqueros; los guambianos tenían muy claro lo que querían y sabían cuál era su necesidad; no tenían complejo frente a los doctores, (en eso se adelantaron a esta época, en la cual doctor es cualquier cualquier Peñalosa); sabían que no hay por qué tener miedo y ni agacharse en venias de respeto frente a ningún doctor, y menos conmigo, que era un solidario con la lucha indígena desde 12 años atrás.
Cuando trabajé allá, en esas condiciones favorables, ya no fueron algunos conceptos los que se fueron, ahora fue la antropología completa la que tuve que desechar, porque ellos ya tenían planteado y definido el problema de la investigación de acuerdo con la realidad de su lucha y con base en su concepción del mundo, en su teoría; ya habían definido también la metodología del trabajo; es más, ya la venían aplicando y trabajando con ella desde hacía tres años en el Comité de Historia, creado por el Cabildo en 1982. Entonces, todos esos marcos teóricos, todas esas metodologías, todas las cosas que me habían quedado de la academia, a pesar de tanto tiempo que llevaba con un pie por fuera de ella, ahí se perdieron, descargué mi mente de todo eso. Era algo tan notorio que, cuando iba a la universidad ocasionalmente, los profesores me abrumaban diciendo que todo eso “no era científico”; y un día, de tanto repetírmelo, descubrí que tenían razón, lo que hacíamos en Guambía no era científico, la definición de lo que había que hacer y la manera de hacerlo no tenían nada que ver con lo que la academia llama ciencia.
Trabajar con esa teoría, con esas metodologías y esas técnicas me fueron llevando a descubrir que lo que la antropología llama ciencia no es otra cosa que el método positivista norteamericano, que es bastante menos que el inglés, pues está más ramplonamente ligado al dinero y al capital. Como resultado, no me volví a preocupar de que me acusaran de no ser científico. Analizando ahora, veo que mi trabajo con los guambianos me quitó la reverencia de los dominados frente a los dominadores, o sea el culto a las teorías y a las metodologías antropológicas venidas del exterior y que dominan la academia en Colombia.
Una de las primeras cosas que trabajamos con los guambianos fueron los escritos que pudimos conseguir en castellano acerca de ellos mismos; los leímos y los discutimos, para descubrir que eran pura carreta, que no había verdad en ellos, ni siquiera en cosas tan simples como contar cómo camina la gente por una carretera. No fue con grandes discusiones teóricas que los compañeros me demostraron que se trataba de carreta, sino llevándome para mostrarme cómo eran las cosas en la realidad, para que me diera cuenta que no eran como los antropólogos las cuentan. Por supuesto… ¡qué empirismo tan horrible el de esos indios!
Los guambianos que trabajaron conmigo tenían un criterio diferenciador entre los antropólogos y los otros investigadores que iban a Guambía: que las cosas que preguntaban los primeros no daban ningún sentido para los guambianos, sino que eran completamente descabelladas. Entonces, lo que me quedaba de ese bagaje de la academia antropológica se lo llevó el río Piendamó, porque los guambianos se encargaron de quitármelo y tirarlo al agua, con plena conciencia de lo que hacían.
El día en que arribamos a Guambía con nuestros morrales, llegamos a la casa del cabildo a decirles que allí estábamos y preguntarles para dónde nos íbamos. Y nos mandaron para la única vereda en donde no había acueducto ni luz eléctrica, tal vez por casualidad. Yendo hacia la vereda, ya estaba oscureciendo y caminábamos por una senda que subía y bajaba por unos cerros bastante pendientes, hasta que llegamos a una quebrada. El compañero guambiano que nos acompañaba nos dijo que era necesario cruzar al otro lado, podíamos remangarnos el pantalón y meternos al agua o cruzar saltando, era posible pasar con el morral cargado o se podía tirar al otro lado; nos dio todas las posibilidades y dejó que con nuestra sabiduría urbana pasáramos la quebrada. Cuando todos estuvimos al otro lado, el compañero subió como 10 metros y pasó por el puente. Pero como al perro sí lo capan dos veces, al día siguiente teníamos que ir a trabajar a la oficina que nos había asignado el Cabildo en la casa de la hacienda recuperada. Salimos con lo que necesitábamos para el día, hasta llegar a un cerco de alambre de púas, y el compañero nos volvió a decir lo mismo: pueden pasar entre los alambres, o acostarse en el suelo y pasar arrastrados, si quieren es posible subirse y pasar por encima, y ustedes verán si pasan con el morral cargado o lo tiran al otro lado. Finalmente, pasamos arrastrándonos y quedamos empapados porque había mucho rocío en el pasto. Cuando acabamos de pasar, el compañero cruzó por un broche que había ahí cerca. Ese día se perdió todo lo que nos quedaba de sabiduría universitaria, quedó botada ese día, ahí quedó esa herencia de la universidad pegada del pasto húmedo.
En Guambía aparecieron cosas nuevas, por un lado descubrí en la vida cotidiana que muchas cosas de los chamí, cosas físicas, materiales, reales, eran al mismo tiempo conceptos; eso era lo que había descubierto Reichel-Dolmatoff con los Desana: que un canasto era un concepto, que una técnica de tejido de un canasto era otro concepto; pero su intelectualismo estructuralista no le permitió entenderlo y afirmó que se trataba de símbolos. Pero los guambianos nos lo hicieron entender de otro modo, cosas como el caracol, como la horqueta, como los nudillos, etcétera, eran cosas, pero también eran conceptos, cosas-conceptos, hacían parte de la vida real, de la vida material, pero no eran solo materia, también eran ideas; su uso y su utilidad en la sociedad guambiana nos permitieron darnos cuenta que no se trataba de metáforas, de comparaciones poéticas, sino que se trataba de las dos cosas al mismo tiempo; que no eran símbolos, sino que los aspectos ideales de esos objetos y los objetos materiales mismos, eran consustanciales; no consistían en valores agregados, como quería hacer creer Artesanías para cobrar más, sino que eran parte integral e indisoluble de su materialidad.
Tiempo después, ya de regreso a Bogotá, releyendo el texto de Marx y Engels “La ideología alemana”, o lo que se conoce entre nosotros como la ideología alemana, que solo es la introducción de 80 páginas de un texto muy amplio de 750 páginas, encontré una análisis de Marx sobre el pensamiento de aquellas sociedades que el denominaba primitivas, como las llamó también Morgan, que se asemejaban a lo que eran o a lo que son las sociedades indígenas, por lo menos aquellas que yo conocía y con las cuales había estado o estaba trabajando; Marx dice que en estas sociedades el desarrollo económico-social no ha llegado todavía a producir una división, una separación entre el trabajo material y el trabajo ideal, como ocurre entre nosotros, como consecuencia de la cual los que piensan no trabajan, aunque los intelectuales académicos queramos creer que trabajamos mucho, y los que trabajan no piensan, porque sus condiciones materiales de vida no se los permiten; alguien explicó alguna vez que el marxismo lo habían tenido que crear dos intelectuales, que eran Engels y Marx, a pesar de ser la concepción de la clase obrera, porque los obreros se matan todo el día trabajando y acaban agotados al final del día, y no tienen tiempo ni condiciones para pensar; en cambio, yo me había dado cuenta que los chamí, los guambianos y los arhuacos y demás indígenas que conocía, pese a que trabajaban, de alguna manera pensaban, es más, pensaban mientras trabajaban; el proceso mismo de trabajo implicaba pensar. Recordé en esa época que Reichel-Dolmatoff en alguno de sus textos, creo que en “Algunas notas sobre los indios Ijku de la Sierra Nevada”, contaba que un indígena arhuaco le dijo un día que se iba a sentar a pensar, y cogió un banco y se sentó a tejer.
Marx expone, entonces, cómo en esas sociedades no hay separación entre el trabajo material y el trabajo ideal, en consecuencia el proceso de pensar no se ha separado de lo material. Allí, las ideas están completamente preñadas de materia y la materia esta completamente preñada de ideas, situación que no recoge la antropología cuando habla de cultura material y de cultura espiritual, considerando que se trata de dos cosas diferente; Marx, más de un siglo antes, se había dado cuenta que esas dos cosas estaban unidas, que no podían separarse, que solo el desarrollo de la sociedad podía separarlas, al separar el trabajo material y el trabajo intelectual.
En Guambía había un problema que los maestros planteaban todo el tiempo y que los tenía acomplejados: la gente de la comunidad no consideraba que los maestros trabajaran. Y ellos se sentían como unos vagos que se robaban el salario, porque la gente de la comunidad creía que ser maestro no era trabajar, porque es un trabajo de pensar y de hablar sobre lo que se piensa, pero no hay un trabajo material productivo, aunque uno puede llamar trabajo material a usar el marcador en un tablero.
A comienzos de 2016, la última vez que estuve en Guambía, encontré que los maestros han resuelto el problema: han logrado que su actividad sea considerada trabajo. Hace alrededor de 40 años, en la lengua wam había una palabra para cada tipo de trabajo, el trabajo del agricultor se llamaba de una manera, el trabajo del moropik se llamaba de otra, el de la tejedora se llamaba con otra palabra, eso significa que el concepto de trabajo no se había separado todavía de las formas concretas de trabajo, cada forma particular y distinta de trabajo tenía asociada una idea sobre ese trabajo, que se expresaba con una palabra diferente. Los maestros han logrado con su actividad en la escuela y con su cercanía a los niños y a los padres de familia, que el pensamiento guambiano cambie y ahora no solo los maestros sino también la comunidad utilizan una sola palabra para llamar a cualquier clase de trabajo, incluyendo el de los maestros.
Ha habido una transformación en la lengua como resultado de un conflicto, que era un conflicto social y se expresaba en la lengua, pero que se vivía en la vida cotidiana, los guambianos agricultores no apreciaban mucho a los maestros porque consideraban que su labor no era trabajo; ahora todos trabajan. Apareció un concepto de “trabajo” más abstracto, más general, que se refiere a todo tipo de trabajo, lo que significa que ese concepto se ha separado de las formas concretas y específicas de trabajo que existen en la realidad. Se viene produciendo en la sociedad guambiana, seguramente desde antes pero este ejemplo la muestra muy clara, la separación entre trabajo intelectual y trabajo manual, al punto que ya comienza a manifestarse en la lengua, en sus transformaciones.
Cuando empezamos nuestro trabajo de recuperación de la historia, la idea de que el tiempo es un caracol no le sonaba a nadie, excepto a los mayores, pero a los maestros les sonaba menos todavía; porque, entonces, ¿dónde quedaban los profesores de historia, que acababan convertidos en criadores de caracoles? Con el tiempo y el trabajo cada vez más amplio, esa idea llegó al conjunto de la comunidad y todo el mundo comenzó a hablar del caracol. Entonces los maestros, y uno cree que ellos no tienen un papel en moldear del pensamiento de una sociedad, tuvieron que aceptarlo, pero usando el concepto a la manera del castellano: con el concepto general y abstracto que nosotros tenemos. Todo el tiempo se refieren a una espiral, pero una espiral no es un caracol, aunque un caracol sea una espiral. Esa es otra transformación: por un lado, los maestros aceptan lo que corresponde al pensamiento de los mayores y de su comunidad pero, al mismo tiempo, lo tergiversan, lo cambian, lo blanquean al hablar de espiral en lugar de caracol.
Pero no solo en las escuelas de los indios la realidad hace daño y estorba, también ocurre en las instituciones nuestras y urbanas. Una profesora de primaria en Bogotá trabajó con el método de recoger los conceptos en la vida en su escuela y uno los aspectos de su trabajo se refería a qué pasa cuando la escuela se invade de barrio. Y con eso se trastocaba todo en la escuela, hicieron algunas prácticas con los niños, permitieron que la escuela se invadiera de barrio, que la realidad se metiera en la escuela; y todo fue desorden y un caos, y con los profesores fue peor, prácticamente se desquiciaron.
En Guambía se presenta también ese divorcio, esa exclusión entre realidad y escuela. En una ocasión estaba en un salón de clases y un profesor explicaba las partes de un árbol; para ello, había dibujado un árbol en el tablero, uno de esos en donde uno puede buscar la raíz, el tronco, las ramas, las hojas, las flores. Un niño no ponía atención al profesor sino que miraba por la ventana; el profesor, molesto, lo regañó: ¿qué hace mirando por la ventana? La respuesta del estudiante fue contundente: “estoy mirando los árboles de afuera”. Esos árboles que no tienen entrada en la escuela; en ella solo entraba el árbol dibujado, que no era ningún árbol particular, que no estaba en la tierra tierra, ni botaba hojas en el piso, nada de esas cosas que corresponden a los árboles de verdad. Es clara la contraposición entre quienes piensan pero no trabajan; incluso, algunos maestros tienen tierras, pero contratan a otros guambianos para que se las trabajen. La contraposición entre quienes se dedican a pensar y aquellos que se dedican “a trabajar” sigue tomando fuerza en Guambía y va produciendo cambios en la concepción del mundo y en la lengua.
Todo esto refuerza mi idea de que hay que vivir con los indígenas, para recoger entre ellos los conceptos, pero, también, para botar entre ellos los conceptos. Si se quiere avanzar y conocer no se puede seguir la recomendación de Malinowski y zambullirse de vez en cuando en la vida indígena. Hay que vivir con ellos. Un profesor en la Nacional me decía alguna vez, en una reunión de profesores de esas en las que se escandalizaban porque mi trabajo con los guambianos no era científico, que no era posible dejar que el Consejo del Cabildo decidiera el proyecto de la investigación, ni que el Gobernador del Cabildo determinara, a mitad del trabajo, que se cambiara la metodología, y muchas otras cosas semejantes. Ese profesor me decía: “Bueno, pero cómo hago para recoger los conceptos en la vida, si yo no quiero vivir con los guambianos”. La respuesta mía fue muy sencilla: “No recoja los conceptos en la vida”; la antropología tiene muchas metodologías para los investigadores que no quieren vivir con los indios, que quieren hacer sus trabajos lo más lejos posible de la gente. En esa época, yo decía que para los profesores de la Nacional lo ideal sería que pudiera haber profesores sin que hubiera estudiantes; ahora creo que los antropólogos serían felices si pudieran serlo sin que hubiera indios.
(Versión revisada y corregida de la charla en la Universidad Javeriana, abril de 2016. Transcripción de la antropóloga Jazmín Rocío Pabón)
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