Uno de los más importantes elementos componentes de la cultura es el saber, el conocimiento, que constituye bien un poder o bien una fuente de poder. Este puede ser un poder social, que permite a la sociedad desarrollar sus relaciones con el medio, transformarlo y ser transformada por él y, también, controlar y manejar sus propias relaciones sociales.
En general, y pese a las modificaciones correspondientes a los procesos de despersonalización cultural, —o aculturación, como algunos los llaman—, este tipo de conocimiento, en tanto que poder social, es el que existe en sociedades como las indígenas. En ellas, este conocimiento no está encarnado por igual en todos sus miembros, pero sí se ejerce en unas condiciones que perfectamente permiten afirmar que se trata de un poder de la sociedad, de un poder en beneficio del grupo social.
No es esto lo que ocurre entre nosotros, en donde el conocimiento se apropia en forma personal, individual y privada o, en todo caso, en forma privada, aunque a veces no sea personal ni individual.
Eso significa que el poder derivado de este conocimiento, el poder que este permite, es también un poder privado, un monopolio que, en lo fundamental, está en las manos de solo unos cuantos sectores de la sociedad, que lo usan no para el bienestar y la satisfacción del conjunto de las necesidades sociales, sino para la consecución y logro de sus propios intereses.
Una de las formas o mecanismos que conducen a esa apropiación privada del conocimiento y del poder que de él se deriva es la educación y, conexas con ella, las diferentes formas de producción, reproducción y transmisión de ese saber, de ese conocimiento, que caracterizan tal educación.
Esta estructura educativa está montada en lo fundamental sobre esa diferencia en la apropiación del saber. En las distintas modalidades educativas, unos son los dueños del saber y otros, bajo el control y el poder de tales dueños, acceden de un modo selectivo, en cuanto personas y sectores sociales, a segmentos también selectivos de ese saber. Son unos quienes saben; los otros aprenden una parte de ese conocimiento de los otros.
Incluso, en sociedades como la nuestra, se agrega a esa estructura un tercer elemento. En la medida en que en lo fundamental nuestras instituciones educativas carecen de ese nivel superior que produce y detenta el conocimiento, tal nivel es reemplazado por un sector que simplemente reproduce y transmite un saber cuyos productores y dueños no están entre nosotros, sino que se encuentran en el exterior, en países con un desarrollo científico y tecnológico diferente al nuestro y que nos dominan, o en organizaciones transnacionales de ciencia y tecnología que, igualmente, nos imponen sus decisiones.
Existen, pues, dos niveles: el de los receptores-transmisores del conocimiento y el de quienes lo reciben bajo su control. La producción del mismo nos es ajena y, con ella, el poder que fundamenta.
En la actualidad, esta situación se agudiza a causa de la política que se quiere implantar en la educación superior y de la que no escapa la Universidad Nacional: la llamada “apertura a la ciencia y la tecnología”. Por supuesto, no se trata de producir ciencia y tecnología propias, nuestras, sino de abrirnos a recibir la ciencia y la tecnología de otros, incluso más tecnología que ciencia.
Se parte de la base de que, al menos en este momento, somos incapaces de producir ciencia y tecnología acordes con nuestras necesidades, de producir un saber, un conocimiento, que nos permita hacer avanzar nuestra sociedad.
Se dice, a veces, que se trata de un intercambio, de un dar y aportar en el campo del saber, pero se trata sólo de declaraciones vacías, ya que en la práctica se trata solamente de aceptar pasivamente aquello que los organismos internacionales y las grandes potencias quieran imponernos de acuerdo a sus necesidades, no a las nuestras. Es claro que el conocimiento fluye de ellos a nosotros y que nos constituimos en receptores, reproductores y utilizadores de esos “aportes” extranjeros.
Es con respecto a ese saber “internacional” que se da realmente una apertura nuestra, pero ella no existe hacia nosotros mismos, hacia el interior de nuestra sociedad, hacia lo que en el campo del conocimiento pueden aportar distintos sectores de nuestro país. En este sentido, son paradigmáticas las situaciones y dificultades, las más de las veces insalvables, que deben sufrir los científicos colombianos.
La Universidad Nacional, como el país, predica una política de apertura, de desarrollo de la ciencia y la tecnología, pero también en este caso va dirigida hacia afuera, como lo muestran, por ejemplo, las políticas frente a los niveles de postgrado que deberán tener los profesores.
Existen en nuestro país diversos sectores sociales que poseen saberes, conocimientos, tecnologías que podrían aportar al desarrollo del país en diferentes campos y, por lo tanto, contribuir a ese avance que se quiere conseguir. Obreros, campesinos, indígenas y otros se encuentran en esa posibilidad, pero hacia ellos no hay apertura, no la hay para sus conocimientos y tecnologías que, de entrada y sin mayor examen, se descartan.
La apertura de la Universidad es, pues, de una sola vía. Programas como el de bachilleres de municipios más pobres y el programa indígena señalan en esa única dirección.
Se quiere que miembros de esos sectores del pueblo de Colombia tengan acceso, de una manera limitada y bajo el control absoluto de la Universidad, a los aportes del saber que se mueve, que se maneja en ella, aquel que, como ya dijimos, corresponde a intereses ajenos a nosotros. Luego, deberán regresar a sus sitios de origen, a sus comunidades, para ser en ellas reproductores-transmisores-aplicadores de tal conocimiento. La política de la Universidad se expresa diciendo que el reclutamiento de los estudiantes debe ser policlasista y pluricultural, pero la verdad es que, una vez dentro, la Universidad no es ni lo uno ni lo otro.
Las políticas de la Universidad están cada vez más sólidamente ancladas en las de aquellos sectores sociales que dominan al país y que están por completo “abiertos” a las influencias extranjeras. Su sistema educativo no es, pues, plural en ningún sentido, es homogéneo y homogeneizante. Ingresa gente variada, heterogénea, pero su objetivo es producir un sólo tipo de producto.
No hay reconocimiento ni cabida en la Universidad para los saberes, conocimientos, tecnologías que estos estudiantes y sus sectores sociales, en lo fundamental de tipo rural, puedan poseer y aportar. La Universidad no ha creado el espacio para ello ni tiene la intención de hacerlo. Pese a que en un país como el nuestro, que la constitución misma ha tenido que reconocer como multiétnico y pluricultural, no puede ser sólo la ciencia aceptada por uno de sus sectores sociales la que se imponga sobre todos.
La Universidad debe permitir y posibilitar la convivencia y la confrontación de estos distintos saberes con miras a desarrollar una ciencia nuestra, acorde con nuestras peculiaridades y necesidades, con nuestra realidad, que nazca del pueblo y que esté a su servicio. De otro modo siempre dependeremos de esa ciencia extranjera y, por ende, de ese poder que de ella nace y en ella se sustenta.
La negación actual de esos saberes hace parte de la reproducción de la estructura de poder vigente. Reconocer un saber es reconocer el poder que funda, negarlo es excluir del poder a los sectores a los cuales corresponde.
La solución a nuestros problemas no está fuera, no viene del extranjero, sino que está aquí, entre nosotros; depende de nosotros que ese poder hegemónico que maneja la educación y el país, y que busca seguirse manteniendo, entre otras cosas, por medio de la imposición absoluta de un determinado tipo de ciencia, de saber, pueda continuar imperando sobre nosotros.
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