La mayoría de los habitantes de Las Malvinas son emigrantes que, ante la crítica situación de violencia y la mala situación socioeconómica y política que vivían en sus lugares de origen en el campo, decidieron hacer una toma de Florencia a comienzos de los años 80. Después de permanecer un largo período en el parque principal de la ciudad y al no obtener repuesta de los gobiernos local y nacional, decidieron abandonar definitivamente sus fincas e instalarse invadiendo tierras en la periferia de la ciudad. Así se formó el barrio.
Sus condiciones son parecidas a las de otros barrios de invasión en diferentes ciudades colombianas. Su creación y crecimiento no son resultado de un proceso de planeación urbana; la mayoría de las viviendas carece de los servicios básicos, como agua, luz y alcantarillado. Sólo las vías principales están pavimentadas; en algunos sectores, las aguas negras corren por las calles; las quebradas que circundan el sector son víctimas de la contaminación; casi todas las casas están construidas con desechos de madera y paroi, aunque existen algunas, ubicadas en la parte baja y sobre las avenidas principales, que son de material.
A simple vista se aprecia el alto grado de descomposición social que vive la juventud que crece en esta zona. Los pobladores de Florencia consideran el barrio como uno de los sectores más peligrosos de la ciudad, nido de rateros, prostitutas, drogadictos y expendedores de droga, cosa que muchos de sus habitantes reconocen, pero que no constituye la totalidad de la situación y población.
Muchas de las mujeres cabezas de familia salen del barrio a trabajar como empleadas domésticas y en restaurantes, realizando oficios varios y dejando solos a sus hijos, al amparo y cuidado de los demás habitantes del barrio, con quienes comparten la mayor parte del día. Jóvenes mujeres del sector salen a trabajar de noche en los bares de la ciudad.
La carencia de servicios públicos, de higiene y de una alimentación adecuada, además de otros factores, hacen que constantemente la población indígena de Malvinas sufra de gripa, fiebre, gastroenteritis y enfermedades virales, que diezman sobre todo a la población infantil. Para dar sólo un ejemplo, Jorge Aizama ha perdido a cuatro de sus hijos por esta causa.
En visita realizada al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, regional Florencia, el doctor Carlos Trujillo, Profesional Universitario, informó que “a las comunidades indígenas y en especial a los embera, esta entidad les ha apoyado año tras año, sobre todo en programas que se relacionan con la alimentación”.
“En el primer semestre de este año, se hizo entrega al Cabildo de unas herramientas para un taller artesanal en talla de madera; en años anteriores ya les habían entregado otro. Ellos insisten en que tienen que construirles una sede para el taller, pero la escuela permanece vacía en horas de la tarde y podría ser usada para este fin”.
En la casa de Ignacio Aizama funciona un Hogar de Madres Comunitarias. Allí van todos los menores de edad de la comunidad y se les da la alimentación diaria. Está a cargo de la esposa de Ignacio, Ana Celina.
La producción artesanal constituye la base de la economía de las familias indígenas, junto con la labor de coteros que ocasionalmente algunos hombres desempeñan en la plaza de mercado.
La artesanía está conformada en lo fundamental por la fabricación de bastones de madera de palma de chonta, algunos de ellos sencillos, con una bola de otra madera que colocan en un extremo, a manera de soporte para la mano, y para lo cual utilizan las herramientas que les ha entregado el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Otros bastones son tallados totalmente a mano y con machete, tienen las tradicionales figuras humanas de los bastones de jai y pueden alcanzar precios de venta entre 5 y 8 mil pesos; en la actualidad, estos últimos son cada vez menos elaborados y se trabajan en forma descuidada, aunque su precio al público es de unos $3.000. Los de una última clase, no tienen ninguna figura y son delgados; su precio de venta al público alcanza los $1.000.
También de chonta son los pequeños arcos y flechas que llevan adornos de plumas teñidas. Es usual en la actualidad que los hilos de los arcos no sean ya de fibra de cumare sino de hilo de plástico. Los carcaj para guardar las flechas son de guadua, que recolectan en las cañadas.
Otros productos son los collares de plumas blancas de gallina, que tiñen con anilinas de colores vivos y que recogen en los galpones de Florencia; las plumas se combinan con semillas que obtienen de sus compañeros del resguardo de Honduras, de plantas que siembran en los patios de sus casas o que recolectan en las afueras de la ciudad. Las mujeres y los jóvenes tejen manillas de hilos o de chaquiras de colores.
Tienen tres puestos ambulantes de venta de artesanías en una calle principal de la ciudad, al pie del parque principal. Las mujeres los atienden la mayor parte del tiempo; ocasionalmente los hombres venden por las tardes. Cuando los hombres salen con sus mujeres a vender en Bogotá, las hijas mayores atienden los puestos. El de Ignacio está a cargo, desde hace muchos años, de Carmenza, la hija mayor (16 años), pues Celina debe ocuparse del Hogar Infantil. Mucha gente de Florencia coincide en afirmar que es Carmenza quien sostiene la familia de Ignacio, ya que ella es la encargada de la venta de las artesanías y tiene bajo su responsabilidad gran parte del sustento familiar.
El puesto de Jorge Aizama es atendido por Belarmina, su primera mujer, o por sus hijas. Flor, su otra esposa, se encarga de la casa y de los niños; además, elabora parte de los productos que se venden en el puesto.
El promedio diario de venta es de unos $10.000, pero hay días en que sólo venden $2.000, y puede ocurrir que alguna vez no se venda nada. En ocasiones, las ventas son excepcionales y superan con amplitud el promedio. Los fines de semana no salen a trabajar, pues la experiencia les ha enseñado que no se vende nada.
En general, los objetos son de regular calidad y con acabados muy pobres. Es notoria la decadencia de la producción artesanal a través de los años, sobre todo si se compara la de hoy con los productos de hace unos 15 años. Ellos reconocen que es así, pero lo atribuyen a la necesidad de producir más cantidad y a que la gente no paga precios altos aunque los productos sean de buena calidad; en cambio, los compran inferiores, siempre que sean baratos. En el Museo del Centro de Pastoral Indigenista existen muestras de los productos que elaboraban hace unas dos décadas, las cuales les permitirían comparar y, si lo desean, tomarlas como guías para elevar la calidad de su producción actual.
Algunas mujeres y niños piden limosna por las calles. Es frecuente que las mujeres jóvenes trabajen en los cabarets y bares de Florencia o como empleadas domésticas. Se dice que los muchachos roban en ocasiones y que han sido fuertemente castigados por sus padres por ese motivo.
Es necesario resaltar que los cabezas de familia aducen otra explicación para el hecho de que, en especial María Ana, la madre de los Aizama, salga a pedir limosna, pese a que ellos podrían sostenerla. Dicen que lo hace por salir, porque no tiene nada más que hacer, ni un metro de tierra para cultivar o una gallina u otro animal para cuidar, y que, si se encierra, se muere.
En el caso de las jóvenes de Malvinas, hay algunas particularidades de su vida que no sufren aquellas de Honduras:
- No han crecido en medio de la vida tradicional comunitaria embera chamí, ni se han socializado en ella.
- Desde muy niñas han tenido que andar por la calle ganándose la vida a través del comercio de artesanías, solas o acompañando a sus madres, o pidiendo limosna, todo ello en las duras condiciones que esto representa.
- Han estado sometidas a las relaciones con personas tanto del barrio como de la ciudad en su conjunto, de un tipo y una calidad muy diferentes de las relaciones entre embera; circunstancia que constituye un factor de fuerte pérdida de usos y costumbres propias y de adquisición de costumbres ajenas y aún de vicios.
- No tienen con quién establecer relaciones sexuales de acuerdo con las normas de su cultura y algunas recurren a la relación con hombres en bares de la ciudad, lo cual las coloca al borde de la prostitución y las hace víctimas de enfermedades de transmisión sexual y de embarazos no deseados.
- Las mujeres de Malvinas expresan casi todas su necesidad de tener un contacto más estrecho con la naturaleza y con la gente del resguardo de Honduras, de salir al campo y quedarse allí unos días; pero las condiciones de pobreza y miseria en las que se ahogan en el barrio les impiden conseguir los pocos recursos que les permitirían desplazarse a Honduras para visitar y permanecer una temporada allí.
Pese a la historia que se ha narrado hasta aquí, a los estrechos lazos de parentesco que los unen, a las relaciones y visitas permanentes entre ellos, a los intercambios económicos, los embera chamí de ambas comunidades consideran que Honduras y Malvinas son ahora dos comunidades diferentes, aunque emparentadas.
En Malvinas, los mayores afirman que definitivamente no piensan volver a vivir en Honduras porque ya se acostumbraron a vivir en la ciudad con el trabajo de las artesanías; los de Honduras dicen que son distintos, porque los de Malvinas ya perdieron la cultura y ahora viven de una forma diferente. En todo caso, ambos grupos quieren que se los considere y trate como dos comunidades diferentes, aunque actualmente “unidas por la enfermedad”.
Ignacio es quien con más frecuencia sube a Honduras; lo hace por lo menos cada tres meses, aunque este año ha disminuido la frecuencia de sus visitas. No lleva a su mujer ni a Carmenza, quienes quedan al frente del Hogar Infantil y al puesto de venta de artesanías. Jorge sube con toda la familia unas dos veces al año, y se queda por lo menos una semana para realizar algunas actividades, como ir de caza o de pesca; algunas veces va a limpiar platanera, pero ahora dice que se le ampollan las manos, pues “ya no sirve para esclavo y vive mejor en Florencia”. Aníbal casi nunca va a Honduras; no sube desde hace 4 años; su hijo Ismael, quien se casó con Leonisa, hermana de Norbey, sube con mucha frecuencia al resguardo, en compañía de su familia, y se queda por lo menos un mes allí.
COMPOSICIÓN
La comunidad está conformada por tres familias, que ocupan casas diferentes, pero cercanas entre sí: la de Jorge Aizama Auchama y Belarmina Tascón Aizama, la de Aníbal Aizama Auchama y María Lina Aizama Aizama y la de Ignacio Aizama Auchama y Ana Celina Aizama Aizama.
Jorge, Aníbal e Ignacio Aizama son hijos del fallecido Rosendo Aizama Panchí y de María Ana Auchama y hermanos del asesinado Marceliano; este era hijo de Felicia Wasiruma, la primera mujer de Rosendo.
Belarmina es hija de Hermenegildo Tascón y Ana Rita Aizama, del cañón del río Garrapatas.
María Ana Auchama es hermana de Constantino Auchama, de Honduras.
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