Luis Guillermo Vasco   Luis Guillermo Vasco
 

CHINA DE MAO. CHINA DE HOY
Conferencia en el 50 Aniversario del triunfo de la revolución China (0ctubre de 1999),

Pearl S. Buck
La Madre. Círculo de Lectores, Barcelona, 1969.

pp. 12:
La madre cogió dos escudillas pequeñas de hojalata y dos pares de palillos de bambú y llenó una a la niña primero, porque seguía llorando y frotándose los ojos. La niña estaba sentada en el polvo de la era y, con las lágrimas y las sucias manecitas, habíase embadurnado la cara. La madre la puso en pie y le limpió un poco la cara con la palma de su áspera mano oscura. Luego, levantando el borde del remendado vestido que la pequeña llevaba, le secó los ojos. Pero lo hizo suavemente, pues los ojos de la niña estaban enrojecidos e irritados y tenía los bordes de los párpados en carne viva; cuando la hija volvió la cabeza, encogiéndose y gimoteando, la madre se apiadó, sintiéndose turbada por el dolor de la pequeña.
Dejó la escudilla sobre una burda mesa sin pintar, colocada junto a la puerta de la casa, por la parte de afuera, y habló a la niña con voz fuerte y bondadosa.

—Come, come.

La niña anduvo, vacilante, y se agarró a la mesa, entornando los enrojecidos párpados para protegerse del sol de la tarde y alargó la mano hacia la escudilla.

—¡Ten cuidado! ¡Está caliente! —gritó la madre.

La niña vaciló y empezó a soplar sobre la comida para enfriarla, pero la madre seguía mirándola, turbada aún, murmurando para sí misma: "Cuando el hombre lleve la próxima carga de paja de arroz a la ciudad, le pediré que vaya a una botica y compre ungüento para los ojos irritados."


pp. 36-37:
Pero allí estaba el hombre. Para él no había cambio en el tiempo ni esperanza de nada nuevo. Ni siquiera en la llegada de los hijos, que su esposa tanto amaba, había nada nuevo, pues para él todos nacían igual y uno era igual que el otro y todos tenían que ser vestidos y alimentados, cuando fueran mayores tendrían que casarse a su vez y volverían a nacer hijos y todo era lo mismo, todos los días siempre iguales, y no había nada nuevo.

En aquella. pequeña aldea había nacido él, y excepto cuando iba a la ciudad, que se encontraba tras una curva de la colina junto al río jamás había visto nada nuevo, ninguno de los días que había vivido. Cuando se levantaba por la mañana, allí estaba aquel círculo de bajas colinas redondas, colocadas contra el mismo cielo, y él trabajaba hasta la misma noche; y, cuando la noche llegaba, aquellas colinas seguían coloradas contra aquel cielo, y él entraba en la casa en que había nacido y dormía en la misma cama en que había dormido con sus propios padres hasta que fue vergonzoso que lo siguiera haciendo, y sus padres mandaron preparar un jergón para él.

Sí, ahora él dormía allí, en la cama con su propia mujer y sus hijos, y su vieja madre dormía en el jergón; y era la misma cama y la misma casa e incluso no había nada nuevo en la casa, excepto las pequeñas cosas que se compraron cuando su boda: una nueva tetera, el cobertor azul para la cama, nuevas telas y un nuevo dios de papel en la pared.

Era un dios de la abundancia y parecía como un alegre anciano, vestido de rojo, azul y amarillo, pero jamás llevó la abundancia a aquella casa. No. El hombre miraba a menudo al dios y lo maldecía en su corazón, porque seguía contemplando alegremente, desde la pared de tierra, la pobre habitación, que seguía siendo tan pobre como siempre.

Algunas veces, cuando el hombre regresaba a su casa después de un día de fiesta en la ciudad o había pasado un día lluvioso en la pequeña posada y jugado un rato con los demás, cuando volvía junto a su esposa que le daba hijos para alimentar, por los cuales él tenía que trabajar, pensaba, con terror, que mientras viviera no habría para él sino aquello, levantarse por la mañana e ir a aquella tierra de la que sólo poseían una pequeña parte, tomando otra en arriendo de un terrateniente, que llevaba una vida placentera en alguna lejana ciudad; pasar el día en aquella tierra arrendada como su padre había hecho antes que él; regresar a la casa para comer la pobre comida de siempre y nunca lo mejor que la tierra daba, pues lo mejor había que venderlo para que lo comieran otros; dormir y levantarse al siguiente día para repetir lo mismo. Ni siquiera las cosechas eran suyas, pues debía medir una parte para aquel terrateniente y dar otra al hombre de la ciudad, que era el agente del terrateniente. Cuando pensaba en aquel agente, no podía soportarlo, pues aquel hombre era como a él le hubiera gustado ser. Vestía suave seda y su piel era blanca y tenía aquella mirada propia de los hombres de la ciudad, que trabajaban en alguna pequeña tarea y están bien alimentados.

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Pearl S. Buck
La Buena Tierra. 3ª ed. Juventud, Barcelona,1952.

pp. 18-19:
Aunque era la primera vez que había entrado en una gran casa, después no podía acordarse de nada. Con la cara ardiendo y la cabeza inclinada, atravesó patio tras patio, oyendo los gritos del guardián precediéndole, escuchando el retiñir de risas por todos lados. Y, de pronto, cuando le parecía que había atravesado cien estancias, el guardián lo empujó a un saloncito de espera y desapareció hacia alguna habitación interior, regresando al cabo de un momento para anunciar:

—La Venerable Señora dice que puedes aparecer ante ella.

Wang Lung dio un paso hacia adelante, pero el guardián le gritó con enojo:

—¡No puedes presentarte ante una gran señora con ese cesto al brazo! ¡Un cesto lleno de cerdo y requesón! ¿Cómo vas a hacer la reverencia?

Pero no se atrevía a dejar el cesto en el suelo, por miedo a que le robasen algo. Wang Lung no podía comprender que todo el mundo no deseara cosas tan exquisitas como dos libras de cerdo, seis onzas de buey y un pequeño pescado de pantano.

El guardián vio su temor, y gritó con desprecio:

—¡En una casa como esta, alimentamos a los perros con esas carnes!

Y, cogiendo el cesto, lo echó detrás de la puerta y empujó a Wang Lung hacia adelante.

Descendieron por una galería larga y angosta, de techo sostenido por columnas delicadamente talladas, y penetraron en un salón cual jamás había visto Wang Lung. Una docena de casas como la suya se hubieran perdido en él, tanta capacidad tenía, y tanta altura. Levantando la cabeza para contemplar las vigas talladas, pintadas, tropezó en el umbral de la puerta, y se hubiera caído si el guardián no lo hubiera cogido por un brazo, exclamando:

—Bueno, a ver si sabrás hacer la reverencia ante la Venerable Señora.

Y Wang Lung, volviendo en sí, y muy avergonzado, miró adelante, y en el centro de la habitación, sobre un estrado, vio a una señora muy vieja, pequeña y fina, vestida de satén gris muy brillante; a su lado, en una banqueta baja, quemaba, sobre la lamparilla, una pipa de opio. La señora miró a Wang Lung con sus ojillos negros, penetrantes, tan vivos y hundidos en el rostro delgado y lleno de arrugas como los de un simio. La piel de la mano que sujetaba el extremo de la pipa aparecía tirante sobre los huesos menudos, lisa y amarillenta como el oro de un ídolo. Wang Lung cayó de rodillas y golpeó con la cabeza el suelo embaldosado.

—Levántalo — dijo gravemente la señora al guardián —. Estas reverencias no son necesarias. ¿Ha venido a buscar la mujer?

—Sí, Venerable Señora — replicó el guardián.

—¿Y por qué no habla? — preguntó la dama.

—Porque es un imbécil, Venerable Señora — respondió el guardián, retorciéndose los pelos del lunar.

Estas palabras despertaron a Wang Lung, que miró al guardián con indignación.

—Soy solamente un rústico, Alta y Venerable Señora — dijo —, y no sé qué palabras emplear ante vuestra presencia.

La señora se le quedó mirando con intensa gravedad; hizo como si fuera a hablar, pero su mano se cerró sobre la pipa, que una esclava había estado atendiendo, y pareció olvidarlo. Se inclinó un poco, fumando con glotonería durante unos momentos; la viveza desapareció de sus ojos y una niebla de olvido se extendió sobre ellos. Wang Lung permaneció de pie ante ella, hasta que su mirada lo advirtió de nuevo.

— ¿Qué hace aquí este hombre? — preguntó la señora con un enfado súbito.

Diríase que se había olvidado de todo. El guardián no decía nada y su rostro continuaba impasible.

—Estoy esperando la mujer, Alta Señora —dijo Wang Lung, asombrado.

—¡La mujer! ¿Qué mujer?... — comenzó a decir la señora, pero la esclava se inclinó y le dijo algo que la hizo recordar —¡Ah, sí! Me había olvidado... Una nimiedad... Vienes por la esclava llamada O-lan. Recuerdo ahora que se la habíamos prometido en matrimonio a un labrador. ¿Eres tú?

—Yo soy — replicó Wang Lung.

—Llama a O-lan en seguida — ordenó la señora a la esclava.

Parecía, de pronto, impaciente por concluir aquel asunto y porque la dejaran sola con su pipa de opio en la quietud del salón.

La esclava regresó trayendo de la mano a una figura cuadrada, bastante alta, vestida con pantalones y casaca de algodón azul, muy limpia. Wang Lung le dio una ojeada rápida y en seguida miró a otro sitio. El corazón le palpitaba aceleradamente. ¡Ésta era su mujer!

—Ven aquí, esclava — dijo la señora con ligereza —. Este hombre ha venido a buscarte.


pp. 65 y 73-74:
Parecía como si los dioses, habiendo abandonado a un hombre, no se acordasen más de él.

Las lluvias que debían haber caído en los comienzos del verano, no cayeron, y día tras día el cielo brillaba con fresco y cruel resplandor. La tierra apergaminada y sedienta tenía sin cuidado a los dioses. Y de aurora a aurora no se veía una nube. Por las noches las estrellas se destacaban en el cielo impoluto con una belleza dorada y perversa.

Los campos, pese a que Wang Lung los cultivaba con desesperación, se resecaban y abrían, y el trigo tierno que había brotado valientemente al llegar la primavera y se había preparado a granar, al ver que nada le llegaba de la tierra ni del cielo, cesó de crecer, permaneció al principio quieto bajo el sol, y luego empezó a disminuir y amarillear, quedando convertido en una cosecha estéril. Los lechos de arroz que Wang Lung sembrara eran como cuadriláteros de jaspe en la tierra morena. Día tras día los regaba, desde que diera el trigo por perdido; cargaba el agua en dos pesados cubos de madera, colocados en los extremos de una pértiga que él llevaba sobre las espaldas. Pero por más que abrió un surco en su carne y se formó en ella una callosidad tan grande como una escudilla, la lluvia no hizo aparición alguna.

Al fin el agua del estanque se secó, formando un cuajarón de greda, y hasta el agua del pozo bajó tanto que O-lan dijo:

—Si los niños han de beber y el viejo ha de tener su agua caliente, las plantas habrán de secarse.

Wang Lung le contestó con rabia que se quebró en un sollozo:

—¡Bueno, y si las plantas se mueren, también ellos tendrán que morirse!

Era cierto que dependían enteramente de la tierra.

[...]
Ahora ninguno de ellos se levantaba apenas del lecho. No tenían para qué, y un sueño soporífero substituía, de momento al menos, el alimento que les faltaba. Las mazorcas de maíz las habían puesto a secar y se las habían comido; y la corteza de los árboles la raspaban y se la comían. En toda la comarca la gente arrancaba cuanta hierba podía encontrar en las peladas colinas, y de aquellas hierbas se alimentaban. No se veía un solo animal en parte alguna.

Los vientres de los chiquillos estaban hinchados de aire, y en aquellos días nadie veía a un niño jugando en las calles del pueblo. A lo más, los dos chicos de Wang Lung se deslizaban hasta la puerta, y se sentaban al sol, aquel sol cruel que no cesaba de brillar. Sus cuerpecillos, antes suaves y redondos, eran ahora angulares y huesudos. La niña ni siquiera se sentaba sola, aunque ya tenía edad para ello, sino que permanecía echada, sin quejarse, hora tras hora, envuelta en una colcha vieja. Al principio la cólera insistente de su llanto había llenado la casa, pero había acabado por callarse, chupando débilmente lo que se le pusiera en la boca. Su pequeño rostro consumido se alzaba hacia todos ellos; labios hundidos y amoratados como la boca desdentada de una viejecita, y ojos apagados e inexpresivos.

Un día, el anciano exclamó con su vieja voz:

—Ha habido tiempos peores que estos. Una vez vi a los hombres y mujeres comer niños.

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Jan Myrdal:
Una aldea de la China Popular. Seix Barral, Barcelona, 1969.

Los hombres:
pp. 107-108:
Nosotros somos del hsien de Hengshan. Siempre hemos sido campesinos. Pero no poseíamos la tierra. Durante tres generaciones. alquilamos la misma tierra. Eran 120 mu. El nombre del terrateniente era Wang Ting-tung. Cuando era niño, yo trabajaba en casa. Cuando cumplí catorce años, me fui como pastor de Wang Ting-tung. Había noventa ovejas en el rebaño y un pastor y un ayudante para cuidar de ellas. No me pagaban, pero me daban de comer. Tres veces al día, cocido de mijo y pan de mijo glutinoso. El pastor era paralítico de una pierna. El señor de las tierras vivía en la ciudad, tenía varias casas y cuevas de piedra. Nosotros teníamos una cueva de tierra corriente.

Los señores feudales no comían como nosotros. Jamás movían el cuerpo, pero comían carne y verdura todos los días. Había siete u ocho personas en la familia de Wang Ting-tung. Era de una avaricia exagerada. Había que entregarle hasta la última moneda. Era duro. Si la gente no podía pagar, los castigaba. No les pegaba, pero les amenazaba y les insultaba y les quitaba sus tierras y sus bienes.

Cuando tuve dieciocho años, empecé a trabajar con mi padre en nuestros campos. La gente odiaba a los terratenientes, pero no había otra salida. «Mientras tengamos para comer cada día, podemos estar contentos», decían. «Hay que hacer lo que decidan los señores, ellos son los propietarios de la tierra y de los bueyes», decían. A Wang lo llamaban Wang el Amenazador. Casi eran las mismas palabras en nuestro dialecto: Wang Peng-tou y Wang Ting-tung. Todo el mundo le debía dinero y, mientras se le debía, no podía uno marcharse del pueblo para ir a casa de otro terrateniente que tal vez ofreciera mejores condiciones.

Cada año aumentaba el alquiler. En 1928 —que fue para nosotros un año normal con una cosecha no excesivamente mala—, el alquiler era de 13 kin por mu. En 1929, 15 kin por mu. En 1930, 18 kin por mu. En 1931, 21 kin por mu. Ese año no pudimos pagar el alquiler. Debíamos, pues, 600 kin. Sin embargo, fue un año normal, la cosecha no había sido mala, pero había tantas bocas que alimentar en la familia y la aparcería era tan cara que no logramos salir adelante. Entonces Wang Ting-tung nos dijo: «Tenéis que pagar vuestra deuda antes de iros a otra parte».

Si se suma todo lo que mi abuelo, mi padre y yo le pagamos al propietario por aquellos 120 mu que tuvimos alquilados durante tres generaciones, se llega a un número incalculable de kin. Los señores se comían el trabajo del pueblo. Yo mismo trabajé desde que tengo memoria. Cuando era chico, iba con mi madre a coger la hierba para los animales, aprendí a sudar desde mi más tierna infancia. Después nos vimos obligados a abandonar la tierra, pero no podíamos irnos a otro sitio, porque aún debíamos 600 kin.

pp. 170-171:
Soy de Hengshan. Mi familia vivió allí desde siempre, pero ya hacía varias generaciones que no teníamos tierras para alimentarnos. Teníamos tan sólo 10 mu y mi padre trabajaba como jornalero en casa de diversos propietarios. Nuestra tierra no era buena, se encontraba en lo alto, en las faldas de la montaña; éramos cinco hermanos. La vida era dura y, a los doce años, tuve que empezar a ganarme el alimento.

En enero de 1930, me puse a trabajar en casa de un propietario que se llamaba Wang Kou-ho. Iba a darme dos «rosarios de tsien» al año, esto es, de enero a octubre, según el calendario lunar. El propietario me despertaba cuando cantaba el gallo. Tenía que cargar el agua y los excrementos. Tuve que hacer de todo. Un día de verano, en la época en que maduraban los melones, se me cayó uno al suelo y se partió. Fue un mero accidente, pero Wang Kou-ho, furioso, cogió su azada y me dio un golpe en la cabeza. Aún puedes ver la cicatriz. Me quedé tendido en el suelo sin conocimiento y, cuando volví a recobrarlo, ya era casi de noche. Estaba todo lleno de sangre y el propietario me había dejado sencillamente en el lugar donde había caído. Nadie sabe cómo sufrieron los pobres. Yo tenía doce años y no poseía ni un pantalón para ponerme y el propietario me pegaba. Me pegaba con frecuencia. Todo era culpa mía. A menudo me pegaba cinco o seis veces al día. Era un propietario rico, tendría al menos 600 mu, tanto en el valle como en la montaña.

Un día Wang Kou-ho me llevó con él a ver las ovejas. Era en pleno verano y hacía mucho calor. Caminamos cerca de 8 li. A la hora de almorzar, me volvió a enviar al pueblo para que trajese la comida. Pero primero me quitó las alpargatas, orinó dentro de ellas y dijo: «Tienes que estar de vuelta antes de que se haya secado mi orina.» Hacía calor y tuve que correr descalzo por la arena. Hacía esto para que fuera más de prisa y no me parase por el camino a descansar. Corrí tanto como pude, pero cuando regresé, la orina del propietario se había secado porque el sol pegaba fuerte, y entonces Wang Kou-ho me golpeó después de haber comido. No tenía más que doce años.
Al año siguiente, cuando tenía trece años, trabajé por cuenta de un terrateniente que se llamaba Chou Kuan-yü. Hacía de pastor. Esto era más soportable. Sólo me pegaron cuatro veces durante el año. Pero me daban bofetones. Al año siguiente, me fui a casa de un propietario que se llamaba Li Teh-chen. Era un buen hombre y, en su casa, yo llevaba las ovejas a los pastos y, un día por semana, trabajaba en el campo. Entretanto, iba creciendo. Pero su hijo no era como él: tenía veinticinco años y en cuanto su padre volvía la espalda, me pegaba. Pero yo trataba de mantenerme apartado y de estar siempre a la vista de Li Teh-chen. Porque mientras él me veía, no me pegaban. Aquel año fue el último en que me pegaron.

Cuando tuve quince años, fui mozo en casa de un terrateniente que se llamaba Mao Ko-jen. Al año siguiente, trabajé en casa de Shou Huei-chen. Ahora era un trabajador de pleno rendimiento y trabajaba mucho Es lo que se hace.

Cuando tenía veinte años, hubo la gran epidemia de hambre. Era en 1928. Uno de mis hermanos murió. Yo, mi padre y mis tres hermanos pequeños nos mudamos al Shensi. Allí se vivía mejor. Vendimos a mis dos hermanos menores. Tuvimos que hacerlo para poder subsistir. Nos dieron 28 dólares de plata por uno y 20 por el otro. No sé a dónde fueron. Jamás volví a oír hablar de ellos. No quedábamos más que mi padre y yo y mi hermano más joven, Ching Chung-wan. Ahora también vive en Liu Ling. Caí enfermo, pero logré sobrevivir y. al cabo de dos años, volvimos a Hengshan

Las mujeres:
pp. 269-270:
Soy del hsien de Hengshan. Nuestra familia era pobre y, cuando tenía dieciséis años, me casaron con un vendedor ambulante que también era estañador y que me llevó al Hopei. Se puso a fumar opio y dejó de ocuparse de !a tierra. También la perdió. Entonces empezó a ir por los pueblos reparando cacerolas. A veces estaba ausente durante largos períodos. Yo mantenía nuestra casa en el hsien de Wuan. No sé lo que le costaba el opio, pero cada vez me daba menos dinero hasta que ya no me dio nada. Como yo no quería que mi hija y yo nos muriéramos de hambre, me coloqué en casa de un cultivador que se llamaba Sung. Era un cultivador mediano con tierra propia. Trabajé allí cuatro meses. No me pagaban, pero nos daban la comida a mi hija y a mí.

Un día, cuando tenía veinte años, mi marido me vendió. Un día vino a buscarnos. a mí y a mi hija, y nos llevó a casa de un mercader de esclavos que se llamaba Yang. Mi marido nos vendió para tener dinero y poder pagar el opio. No lo he vuelto a ver desde entonces. Hace unos años, oí decir que había muerto. Estuve dos días en casa del mercader de esclavos Yang, y luego me volvió a vender. Me vendió, al igual que a mi hija, por 220 dólares de plata a un cultivador que se llamaba He Nung-kung.

Era muy desgraciada. El señor He era un viejo. Tenía veintitrés años más que yo. No nos queríamos. Pero era amable. No me maltrató nunca, ni él ni su familia. En el fondo, era un buen hombre. Tenía su vida aparte y no vivía con su familia. Le di un hijo, de manera que todos eran amables conmigo.

Luego cayó enfermo y murió. Yo tenía entonces treinta y cinco años. Tenía una hija y un hijo. Uno de cada matrimonio. He Nung-kung murió el 29 de abril según el calendario lunar. Era durante la guerra. Fue en 1944. El mes de enero del año siguiente, le di una hija. Murió a los siete años. Estaba encinta cuando murió, de tal manera que no pudieron casarme en seguida con otro.

Era viuda y era una carga para el pueblo. El señor feudal quería casarme. Los parientes de mi marido, es decir, los parientes del señor He, también querían casarme para quedarse con la casa y con mis hijos. Había un hombre en el pueblo que quería comprarme. No sé cómo se habían puesto de acuerdo y no sé quién era. Pero yo ya no quería. Sólo deseaba quedarme con mis hijos. Para evitar ese nuevo matrimonio, mentí y dije que ya tenía cuarenta y un años. Entonces él pensó que ya no podía tener hijos y ya no quiso comprarme. Es lo que yo esperaba, me dejaron tranquila.

pp. 272-274:
Cuando yo era pequeña, la vida era dura. Mi padre era terrible. Jugaba y bebía. Los niños teníamos que ir a coger plantas salvajes y raíces. Cuando las desenterraban, me decían: «Qué pasa, tu padre ha vuelto a perder en el juego» Siempre jugaba a los dados. Yo no sé cómo se hace. Nunca he querido probarlo.

Cuando lo había perdido todo, volvía a casa y pegaba a mi madre. Entonces estaba furioso y todos teníamos mucho miedo. Tratábamos de escondernos. Una vez dijo: «Soy un incapaz. No consigo manteneros». Luego, cogió una cuerda y quería colgarme. Entonces nos pusimos a gritar: «¡No nos cuelgues, padre! Podemos trabajar y ayudarte a mantener la familia.» Bebía mucho y cuando volvía a casa era peligroso. Pero si había bebido demasiado, lo único que hacía era caerse al suelo y era tan ridículo que todo el mundo se reía de él. Cuando se hizo más viejo, hasta sus nietos se reían de él.

Cuando era muy pequeña, me vendaron los pies. Luego mi madre dijo: «Esta niña tiene los pies muy grandes y muy feos, a pesar de que se los vendamos cuando era muy pequeña.» Dolía mucho cuando a uno le vendaban los pies. Era como si alguien le pinchara muy fuerte todo el rato. Pero había que caminar. Ahora soy vieja, pero sigo siendo fuerte, tengo buena vista y ya no siento nada en los pies, aunque me los vendaron cuando eran así de pequeños.

Mi madre cogía una tira larga de tela y apretaba los pies tanto como podía. Siempre era mi madre la que lo hacía. Debe ser agradable y suave caminar sobre unos pies grandes. Pero también se acostumbra una a los pies pequeños. Cuando fui mayor y me enteré de que las chicas también podían tener los pies grandes, pensé que debía ser una cosa muy agradable. Mi hermana pequeña, que ahora tiene cuarenta años, tiene los pies grandes y el pelo corto. Cuando ella era pequeña, se empezó a admitir que las muchachas pudiesen tener los pies grandes. Recuerdo que mi madre decía: «Es una suerte no tener que vendarle los pies. Vuestra hermana pequeña sí que ha tenido suerte.» Es mucho más joven que yo y por eso ha tenido una vida mejor.

Cuando tenía dieciséis años, me casaron con una familia más pobre que la nuestra. Fue mi madre la que lo decidió. Yo tenía que casarme con el que mi madre había escogido. Mi padre no tenía ninguna autoridad en este asunto. Me fui a vivir con la otra familia. La vida fue más amarga. Tuvimos que vivir de patatas y melones, y me dolía el estómago. Es amargo ser la nuera. Los primeros tiempos, lloraba en todas las comidas. Probé todos los sufrimientos. Poco a poco, sin embargo, mis suegros fueron más amables conmigo. Pero, en todas las comidas, mi suegro y mi suegra tenían que comer los primeros y yo tenía que comer la última.

Éramos jornaleros en casa de un terrateniente y, algunos años, tuvimos que comer lo que comían los animales. Incluso comíamos hierbas. Estuve encinta ocho veces durante este matrimonio. Cuatro murieron. Los tres primeros eran chicos. Sobrevivieron. El cuarto y el quinto también fueron varones. Murieron hacia la edad de cuatro años. Mi marido lloró mucho y sintió una gran pena cuando murió el quinto. Se echaba a llorar cada vez que se hablaba de él. Pero después tuve el sexto, que también fue un chico y entonces se sintió feliz. El sexto sobrevivió. El séptimo y el octavo fueron abortos. Los dos abortos quizá eran niñas. Me hubiera gustado tener al menos una niña. Pero, después de los abortos, no vino nada más.

Una hija está mucho más cerca de su madre que una nuera de su suegra. Pero no he tenido hijas. Ahora es demasiado tarde.

Mis suegros murieron en 1929. Más tarde, fuimos a Paopan para colocarnos en casa de un terrateniente, pero mi marido murió cinco días después de llegar. Mi hijo mayor tenía entonces trece años y el menor, ocho. No teníamos a dónde ir y entonces nos quedamos en Paopan y los dos mayores empezaron a trabajar de pastores para ayudarme a mantener la familia. Yo trabajaba en el campo y la vida era muy dura. Los ricos tenían tanta comida como querían. Comían lo que querían y se alimentaban de trigo. Pero nosotros no teníamos nada, éramos pobres. Yo pasé tanto tiempo sin comer que los cabellos se me caían a puñados cuando los tocaba. El tiempo que pasamos en Paopan es el más duro que he conocido. Hacía zapatos para los chicos y tenía que hacerlos por la noche a la luz del fuego del horno. La vida era amarga entonces. Si mi segundo hermano no me hubiera ayudado con un poco de arroz, nos habríamos muerto de hambre.

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Agnes Smedley
China en armas. Nuevo Mundo, México, 1944.

pp. 45-46:
En la frontera chino-soviética, en Manchouli, los mozos de cordel soviéticos nos ayudaron a llevar los equipajes. Silenciosamente los conducían a la aduana, donde uno de sus empleados, sentado a una mesa, nos cobró una pequeña suma por cada bulto. No se pedían ni se aceptaban propinas, no había reverencias ni regateos. El sistema nos protegía y preservaba el respeto a sí mismos de los mozos.

Tan pronto como nuestros equipajes fueron sellados, volvimos el rostro para encontrarnos ante la Edad Media. Con el transcurso de los años, no he olvidado nunca la helada expresión que había en el rostro del ferrocarrilero soviético, de ojos oscuros, que estaba de pie, observando a los culíes que se encargaban de nuestro equipaje.

Una horda de éstos, cubierta de harapos, en arrebatiña, a gritos, se arrojó sobre nuestras maletas y empezó a reñir por cada pieza. Cinco o seis cayeron sobre mis cuatro maletas y dos luchaban por apoderarse de mi pequeña máquina de escribir —y su conducta parecía todavía más indigna, por el hecho de tratarse de hombres altos y fuertes como los norteamericanos más altos que haya visto. Finalmente, dos de ellos cargaron con mi máquina de escribir, y antes de que pudiera reponerme de la impresión, todos echaron a correr con el equipaje hasta el tren que esperaba. Dentro de él seis hombres se apretujaron sobre mí, tendiendo la mano y pidiendo dinero a gritos. Por un momento quedé paralizada, y luego empecé a pagarles generosamente para deshacerme de ellos. Una de las pasajeras me advertía una y otra vez que si les pagaba con exceso me exigirían más aún. No le hice caso; luego los culíes se agruparon en torno mío, gritando, cerrando los puños, amenazando.

Un ferrocarrilero chino atravesó por el carro, vio la escena, y con un grito, empezó literalmente a arrojar a puntapiés del pasillo y del tren a los culíes. Agarrando codiciosamente su dinero, echaron a correr como perros.

Me quedé helada. Mi rostro debe haberse parecido al del trabajador soviético de ojos oscuros que había presenciado la escena en la aduana. Acaso sus sentimientos habían sido los que ahora me embargaban: veía allí un trozo de humanidad desamparada. Víctimas de todos los caprichos del infortunio, aquellos hombres habían llegado a la edad madura como animales, sin el más leve sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, o de humana camaradería. Cuando se presentaba alguna oportunidad de ganancia, luchaban entre sí como bestias, y los que perdían no alzaban protesta alguna. Esta era la expresión del "individualismo rampante" y la "supervivencia del más apto" en su forma más cruda.

Esa escena llegó a ser para mí sintomática del sistema social de China, no importa lo disfrazada y encubierta que pudiera aparecer. La vi repetirse en muchos otros escenarios, a menudo más cortésmente pero siempre la misma, esencialmente —una lucha a vida o muerte en la cual el tímido y el débil caían ante el despiadado y el fuerte.
 
 
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