VIVIR COMO EMBERA-CHAMÍ > JAIBANÁ EMBERA Y CHAMANISMO
Conocí a los embera-chamí en 1967, durante una práctica académica de la Carrera de Antropología de la Universidad Nacional. Tal como fue programada por directivos y profesores, nuestra estadía, nuestro trabajo y nuestras actividades giraron alrededor de la misión, regentada en ese entonces por misioneros del Inmaculado Corazón de María, españoles, y por monjas de la Madre Laura, colombianas. Allí mismo, en la sede de la misión, además del convento de las monjas, la casa cural y el internado para los niños indios, existían: tienda, carpintería, hacienda, cría de distintos animales domésticos, trapiche, planta eléctrica y mil cosas productivas más; así mismo había capilla, cementerio (de uso obligatorio) y cancha de fútbol, a lo cual se agregarían, con el tiempo, hospital, inspección de policía (con su calabozo y su cepo), casa del cabildo, cancha de baloncesto y muchas otras cosas más. Aun estando de visita, agobiaba constatar el dominio aplastante y férreo de los misioneros sobre toda la vida india.
Para instaurarlo y mantenerlo sobre una base religiosa, al menos en su apariencia y en sus declaraciones, se hizo necesario para los misioneros el eliminar toda competencia que, en este campo, se les pudiera enfrentar desde el interior de la sociedad y la cultura de los chamí. Y el blanco que identificaron en esta guerra fueron los jaibaná, los sabios propios en el conocer-hacer, a quienes comenzaron por acusar de trabajar en connivencia con el demonio para la realización de sus “hechicerías”, de las cuales debían renegar bajo la amenaza de ir al infierno y las demás presiones del misionero; para luego asegurar que se habían vuelto malos y eran culpables de las frecuentes muertes de numerosos niños, razón que motivaba a los familiares de estos a dar muerte a los jaibaná que consideraban culpables.
Con el correr de los años, sobre todo cuando se abrieron a múltiples relaciones con indígenas de otras partes y organizaciones, los chamí fueron tomando conciencia, a su vez, de que la misión constituía el principal y más formidable obstáculo para el logro de su autonomía como pueblo. Al cabo, luego de un largo y tortuoso camino, los misioneros tuvieron que abandonar la región, al menos en su presencia física, pues gran parte de sus ideas y costumbres han pervivido en las mentes de quienes fueron formados por ellos durante más de seis décadas de adoctrinamiento; y muchos de sus procedimientos y orientaciones continúan empleándose en el colegio de Purembará, hoy en manos de profesores chamí y de su cabildo.
Por eso, en su momento no vacilé en calificar de teocracia el régimen implementado por los misioneros en la región ni en ponerme decididamente al lado de los jaibaná en su desigual confrontación, pues, en ese entonces, muchos indígenas y, más tarde, hasta organizaciones embera, como la OREWA (Organización Regional Embera y Waunaan), estaban en su contra, aunque los argumentos para sostener esta posición variaban profusamente.
Para reivindicar la figura y el papel del jaibaná, en 1982 escribí un libro, Jaibanás. Los verdaderos hombres (1985), dando en él espacio fundamental para la voz y la concepción de los embera sobre este personaje esencial de su cultura y de su vida, en especial a las palabras de Clemente Nengarabe, quien con el tiempo sería mi amigo más cercano, él mismo jaibaná, aunque arrepentido, según nos contó el misionero el día en que nos lo presentó en el amplio corredor de madera del segundo piso del edificio del internado; lo que no fue obstáculo para que un día volviera a cantar jai para salvar a uno de sus nietos, cuya vida había sido dada por perdida por los médicos del hospital en Pereira.
Este “dar la palabra” a los embera implicaba, en ese entonces, una novedad en el trabajo etnográfico colombiano, en especial en la escritura; innovación que constituyó, varios años después, uno de los planteamientos y caminos que se propusieron en la crítica y replanteamiento de la construcción de textos en etnografía, en especial por parte de algunas corrientes norteamericanas, como el postmodernismo, que desde hace algunos años llegan hasta nosotros como la gran novedad que ha de sacar a la etnografía colombiana de su estancamiento. Con esta concepción teórica y metodológica di inicio a un proceso encaminado a erosionar la autoridad del etnógrafo, en tanto sujeto de los procesos de conocimiento, al tiempo que implicó un reconocimiento y validación de los conocimientos propios de los indígenas.
Por supuesto, como todo primer paso por un sendero nuevo, tuvo sus restricciones y dificultades. Por ejemplo, es claro que en caso del libro al que me refiero, soy yo, el autor, quien da la palabra a los chamí y que lo hago en el momento y lugar que considero oportuno para el desarrollo de la argumentación.
Pero el texto va más allá en su replanteamiento, pues en él se valida la verdad del conocimiento embera-chamí y la de sus historias propias, aquellas que la antropología designa como mitos, en particular las que se relacionan con el jaibaná y sus poderes. Esto queda explícitamente claro cuando mis planteamientos se fundamentan en el criterio de que lo que dicen tales historias es verdadero, por lo cual hay que creerles, en lugar de lo regularmente aceptado en ese momento: que es el etnógrafo quien debe interpretarlas y que esta interpretación es la que tiene validez. Sobre esta base, mi escrito reconoce la existencia de los poderes del jaibaná y muestra la base material en que los mismos se sustentan, en lugar de tomarlos como simples supersticiones o como rituales que producen efectos afincados en la creencia, en el convencimiento de sus practicantes y demás personas concernidas, idea que está en la base de la llamada “eficacia simbólica de los rituales”.
De ahí que en el momento de su publicación, el título sonara a sus editores poco científico, poco ortodoxo, pues en él se afirma que los jaibaná son los verdaderos hombres, así como lo piensan los embera. Me fue necesario emplear una argucia para que dicho título se mantuviera, y asegurar que lo científico del nombre de una publicación se debe establecer con el criterio de que refleje en la forma más adecuada el contenido de ésta y que eso era lo que ocurría en ese caso.
Aun así, estaba ya lejano el tiempo en que el editor del libro Literatura de Colombia aborigen. En pos de la palabra (1979), se negó a aceptar que Clemente Nengarabe, quien me había narrado los relatos que aporté para esta publicación de Colcultura, apareciera como autor o, al menos, como coautor de los mismos.
Los planteamientos básicos de aquel texto sobre el jaibaná se encuentran sintetizados en un artículo que escribí como material de lectura para un curso de extensión que se proponía realizar el Departamento de Antropología de la Universidad Nacional, el cual, por cierto, nunca se hizo, por aquellas cosas de la burocracia. Más tarde, con algunas modificaciones, fue ponencia para el simposio que llevó a cabo la Organización Indígena de Antioquia —OIA—, contra viento y marea, como parte del V Congreso Nacional de Antropología en Colombia.
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JAIBANÁ EMBERA Y CHAMANISMO
[Ponencia para el Simposio sobre “Cultura Embera” del V Congreso Nacional de Antropología, El Peñol, Antioquia, octubre de 1989. Publicada en Varios 1990]
En general, los diversos antropólogos muestran su acuerdo con la caracterización del chamanismo que ha dado Mircea Eliade (1960), definiéndolo como un conjunto de prácticas fundamentalmente curativas derivadas de la relación de un practicante, el chamán, con lo sobrenatural, personificado este en una multitud de espíritus de variada naturaleza. Tal comunicación y acción se efectúa a través de un estado de éxtasis obtenido por medio de formas muy variadas y complejas. El chamán es un especialista que llega a serlo después de un proceso de aprendizaje que incluye, como una de sus condiciones, una iniciación. Ella consiste, en un gran número de sociedades, en un proceso de muerte y resurrección.
Así considerado, el chamanismo entra a hacer parte de los fenómenos de tipo religioso y como tal es objeto de atención y análisis. Para Eliade, por ejemplo, se trata de uno de los primeros escalones en la historia de las religiones.
De origen norasiático, chamán y chamanismo habrían llegado a América con los primeros pobladores del continente, diversificándose con el tiempo, pero manteniendo una base común que sería posible descubrir todavía hoy tras el abanico de sus manifestaciones particulares de ocurrencia.
Siguiendo este orden de ideas, investigadores extranjeros, como Erland Nordenskiold (1929), y nacionales, como Mauricio Pardo (1987a), han ubicado el jaibanismo de los indígenas embera y a su practicante, el jaibaná, como parte del fenómeno general del chamanismo.
De allí se sigue que las concepciones relacionadas con el jaibanismo resultan ser ideas y visión del mundo de corte religioso y, por ende, de carácter por completo idealista. Algunos agregan, siguiendo ciertos planteamientos genéricos del materialismo histórico, que se trata de un efecto del escaso desarrollo de las fuerzas productivas de los embera y, en consecuencia, de su escasa capacidad de dominio sobre la naturaleza, lo que los llevaría a confiar su suerte a los jai, seres espirituales del mundo de lo sobrenatural, cuyos poderes, muy por encima de los de los hombres, habría que propiciar para sobrevivir.
Quizá es oportuno recordar aquí algunas afirmaciones de Carlos Marx que, como lo ha señalado Maurice Godelier, suministran bases para un análisis teórico de los fenómenos religiosos, en particular, y de aquellos ideológicos en forma más general; afirmaciones que pueden estar en el origen, aplicadas con ligereza, de las concepciones sobre el jaibanismo que acabamos de mencionar.
Dice Marx (1964: 44):
El bajo nivel de progreso de las fuerzas productivas del trabajo y la natural falta de desarrollo del hombre dentro de su proceso material de producción de vida y, por tanto, de unos hombres con otros y frente a la naturaleza (...) se refleja de un modo ideal en las religiones naturales y populares de los antiguos.
Y agrega:
En las regiones nebulosas del mundo de la religión (...) los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con los hombres (Marx 1964: 38).
LOS EMBERA
Los indígenas embera, unos 72.000 en Colombia, ocupan dos tipos de hábitat tradicional, ambos ligados con las selvas húmedas del Pacífico; uno de ellos es la llanura pacífica, fundamentalmente chocoana; otro es la vertiente occidental de la cordillera occidental en sus partes más bajas y cálidas, por debajo de los 1.000 metros sobre el nivel del mar.
Pero este hábitat se ha ido extendiendo paulatinamente por una razón de tipo interno, su carácter extremadamente segmentario, y por causas derivadas de la presión blanca sobre sus territorios. Hoy puede encontrárselos en distintos lugares de Córdoba, Antioquia, Caldas, Risaralda, Santander, Quindío, Valle del Cauca, Cauca, Meta, Putumayo, Caquetá y Nariño, además de Panamá y Ecuador, pero solo por excepción en zonas cuyas características geomorfológicas y climáticas difieren de aquéllas de origen.
Su actividad económica básica es la agricultura, plátano y maíz sobre todo, con pesca, caza y recolección importantes en la mayor parte de sus núcleos de asentamiento. En algunas regiones se han vinculado a la economía de mercado como productores de café, cacao, arroz y artesanías; en el Chocó, la extracción del oro y/o de la madera son importantes para algunas comunidades.
El poblamiento tradicional es de tipo disperso a lo largo de los ríos principales o de sus afluentes, tendiendo a agruparse por parentelas, cuya naturaleza no ha sido bien definida aún. En épocas recientes, muchas comunidades han creado pequeños caseríos de habitación esporádica o estacional, incentivados por misioneros, funcionarios oficiales y la OREWA.
La rocería es su práctica agrícola fundamental, la cual requiere el desmonte periódico de la selva primaria o de aquella secundaria resultante de un largo proceso de reconstitución, dándose una amplia movilidad que permite considerarlos como grupos seminomádicos. Los constreñimientos del cerco y penetración de blancos y negros en sus territorios han ido dando origen a una fijación espacial que los torna sedentarios, con el consiguiente agotamiento de los suelos y el empobrecimiento de su economía.
Su agrupamiento de base, que ha ido desplazándose hacia la familia nuclear, es el de segmentos de parentela, que algunos denominan impropiamente familia extensa, morando en una gran vivienda colectiva, en ocasiones de 50 o más personas, llamada tambo. Éste, construido de esterilla de guadua o de palma de macana o buchona, está cubierto de un alto techo circular de hoja de palma y se levanta sobre pilotes a unos 2 a 4 metros del suelo, careciendo, muchas veces y en los sitios más cálidos, de paredes. A ellos se accede por una escalera tallada en un tronco. Su interior es un gran salón sin divisiones y con un fogón en el centro o hacia uno de los lados. A él me refiero en forma más amplia en un escrito que aparece más adelante.
LAS ACTIVIDADES DEL JAIBANÁ
La curación de las enfermedades de los embera no es la única actividad efectuada por el jaibaná, pese a que es ella la que ha sido el eje de la atención de investigadores y otros extraños que visitan sus comunidades siendo, por lo tanto, la más detallada y sobre la cual se tiene la información mas amplia.
La ceremonia curativa recibe el nombre de “canto del jai” y tiene lugar en horas de la noche, bien en la casa del enfermo, bien en la del jaibaná. Por prescripción suya y siguiendo sus indicaciones se ha preparado desde días antes una buena cantidad de chicha, preferentemente de maíz, aunque también puede ser de panela o ser reemplazada o complementada por aguardiente u otra clase de bebida con algún grado de alcohol.
En el tambo se arregla un “altar”, a lo cual se llama “poner banco”. En algunos sitios consiste en una pequeña casa de tablas y/o parumas para colocar al enfermo, y una barbacoa sobre la cual se colocan totumas con la chicha y otros alimentos, así como flores. Frente a ella se sienta el jaibaná, sobre un banco tallado en madera con la figura de un animal. En otras partes el “altar” está formado por varios adornos tejidos en cogollo de iraca y que cuelgan del techo; en el suelo, bajo estos adornos, hay un tendido de hojas de biao, sobre el cual descansan los recipientes que contienen bebidas y alimentos. Tallas de madera con figuras antropo y zoomorfas, unas en forma de muñecos y otras figurando largos bastones, complementan los objetos que intervienen aquí.
Al atardecer, cuando ya han llegado los invitados y caen las primeras sombras de la noche, el enfermo es colocado dentro de la casita, si la hay, o a un lado del altar. El jaibaná se sienta en su banco sosteniendo sus bastones con la mano izquierda, apoyados en el suelo; y, agarrando una hoja de palma o de biao en su derecha, comienza a cantar, como lo hará rítmica y sostenidamente durante toda la noche, hasta terminar su “trabajo”.
De vez en cuando, suspende su canto y toma la chicha, se levanta y danza alrededor del enfermo, mientras agita o hace vibrar con fuerza la hoja que sostiene en su mano, pasándola, a veces, por encima del cuerpo del enfermo, como si limpiara algo. Para tornar a su banco y al canto. Algunos jaibaná chupan el cuerpo del enfermo, directamente con la boca o con tubos de carrizo, y soban sus miembros con los bastones de jai.
Mientras tanto, los asistentes también beben, pero la mayoría de ellos presta muy poca atención a los actos del curandero. Algunos bailan, otros conversan y ríen, otros más oyen radio, los niños corren y juegan mientras el canto vibra en la noche.
En él, el jaibaná habla de los síntomas de la enfermedad, comenta sus experiencias y su aprendizaje, habla con sus maestros, aquellos que le enseñaron a cantar el jai y los llama para que aúnen fuerzas con las suyas y lo ayuden a curar. Y llama también a los jai de animales “dueños” de la enfermedad para que, a sus ordenes y bajo su control, saquen el jai de la enfermedad y alivien al enfermo.
Los jai vienen y participan de la comida y de la bebida, de la fiesta, bailando y, según algunos, haciendo música. Al final, cumplida su misión, aliviado el enfermo, los jai se marchan a la selva llevando al jai causante del mal, el cual ha quedado ahora bajo control del jaibaná Los asistentes destapan comidas y bebidas y las consumen, continuando la fiesta hasta el amanecer.
Pero no solo se cura a las personas, también a la tierra. Antes de la siembra, el jaibaná viene a la rocería y canta su jai para ahuyentar a los “achaques”, los jai que pueden hacer que caigan plagas a los sembrados o vengan los predadores del monte y hagan fracasar la cosecha, dejando así la tierra limpia y apta para una siembra exitosa.
También se puede curar una casa, cuando en ella están cayendo enfermedades a sus habitantes o las actividades de los mismos terminan recurrentemente en el fracaso. O un río, cuando en él comienza a faltar la pesca. O un espacio de selva, cuando los animales parecen evitarlo y la caza es infructuosa.
Dada la frecuencia de las migraciones embera, este poder sobre los animales es de importancia en la humanización del espacio para convertirlo en un nuevo territorio. Al llegar a un nuevo sitio, es muy necesario que el jaibaná lo limpie, expulsando las culebras, las demás plagas y alimañas y los monstruos que lo hacen invivible, posibilitando el asentamiento humano.
Pero este poder también puede usarse en forma negativa. La envidia de un jaibaná, los conflictos entre grupos de emberas y otras causas pueden llevar a que un jaibaná ahuyente los peces de un trayecto del río o los animales de cacería de un sector de la selva, logrando, en ocasiones, la partida de sus habitantes, a no ser que ellos se sirvan de otro jaibaná, más poderoso que el primero, que logre neutralizar sus efectos, posibilitando la permanencia,
Al mismo tiempo que el jaibaná logra domesticar las serpientes más venenosas, teniéndolas como mascotas y cuidanderas de su casa o sus sembrados, también puede dirigirlas a morder a uno de sus enemigos o a un contrario de quien solicita sus servicios.
Esta “brujería” se extiende a los jai de todas las enfermedades, pues, lo mismo que puede expulsarlos del cuerpo de un enfermo para curarlo, puede enviarlos a penetrar al de otro indígena, produciéndole la enfermedad correspondiente.
Muchos jaibaná aprenden a conocer las propiedades curativas de las plantas, complementando con ellas sus actividades de curación y usándolas siguiendo las indicaciones que reciben de los jai durante su comunicación con ellos.
Su poder se amplía a los fenómenos naturales; pudiendo provocar lluvias, rayos y truenos, tempestades e inundaciones y hasta temblores de tierra, logrando, también, atraer la oscuridad.
Pero la principal capacidad del jaibaná es la del control de los “sueños” lo que le permite “ver” por encima de los límites del tiempo y la distancia. Así, una gran parte de la enseñanza de un jaibaná es transmitida a su discípulo durante los sueños de este, dirigidos por su maestro, quien se le aparece en ellos, instruyéndolo.
Es por medio de este “sueño” que se establece la comunicación con los jai y se recibe la información que estos deben transmitir, o se consigue su participación en el enfermar o curar y en el manejo de la naturaleza. Durante él, el jaibaná emprende viajes en el tiempo y en el espacio para alcanzar la otra cara de la realidad, aquella donde operan las causas de los diversos fenómenos y que permanece oculta para los indígenas corrientes; una vez la alcanza, opera en ella, para conseguir los efectos que se desea lograr en este lado de la realidad, el de la vida cotidiana. Estos viajes hacen que los emberas afirmen la capacidad de volar de los grandes jaibaná, los jaibaná ara o jaibaná troma.
También pueden, si así lo quieren y se preparan para ello con la ingestión de ciertas plantas, resucitar después de muertos convertidos en hombres-tigres o aripadas, seres duales pues, por un lado, pueden ser favorables a los indios, defenderlos de sus enemigos, pero, por el otro, son temidos y se cree que pueden hacer mal, especialmente a las mujeres, pues se alimentan de sangre menstrual, y a los niños, ya que pueden llevárselos o asustarlos, produciendo enfermedad.
JAIBANÁ Y JAGUAR
Esta asociación entre el jaibaná y el tigre, o mejor, el jaguar (“Felis Onca”), pues no hay tigres en Colombia, no se limita al caso mencionado de su transformación post-mortem. Durante su “trabajo” el jaibaná pinta su cara de rojo con bija (“bixa orellana”) o achiote, semejando el rostro de un felino, algunos dicen gatico, otros hablan directamente de tigre.
Así mismo, esta relación es postulada en numerosos mitos que, además, lo asocian con personajes como Antumiá y Dojura, sobre los cuales volveré más adelante.
EL CONCEPTO DE JAI
Cuando hablan en castellano y se ven obligados a dar una traducción, los embera dicen que los jai son espíritus o que son las almas de los muertos que han encarnado de nuevo en distintos animales, muchos de ellos de presa. Tal indicación ha sido seguida por todos los investigadores, quienes recogen la identificación de los jai con espíritus o con almas.
Pero si tenemos en cuenta que el castellano de los embera ha sido aprendido de colonos blancos, en su enorme mayoría católicos, y de los misioneros, y que este castellano es el que sirve de base para dar la traducción, vale la pena que cuestionemos la validez de ella, su fidelidad para transmitir la idea de los embera.
Los diversos autores no coinciden en su apreciación sobre la creencia embera acerca del alma (haure). Unos hablan de una, otros de dos, tres y hasta cuatro. Algunos dicen que son del día y de la noche; otros las hacen corresponder con el brazo, el esqueleto, el corazón y la cabeza; otros más las asocian con la palabra o con el sueño.
Pero, detrás de toda esta gama de versiones, podemos encontrar algo que las acerca: se refieren a distintas manifestaciones de la vida del hombre, sea a aspectos esenciales de ella, como el pensamiento, la palabra, el movimiento, sea a partes del organismo, como las extremidades, el esqueleto, el corazón, la cabeza, las diversas capas de la piel, sea a manifestaciones derivadas, como las sombras del día (o del sol) y de la noche (o de la luna). Pero todos estos aspectos apuntan a un algo interno que no logran definir, pero que otras informaciones muestran como dotado de una clara materialidad.
El haure no es, pues, el jai, pero puede transformarse en él porque comparten algo común.
Los embera dicen que toda cosa tiene jai, y no solamente las personas; las plantas, los animales, los fenómenos naturales, los objetos, aun aquéllos fabricados, todo tiene jai. Y, cuando algo lo pierde, deja de ser lo que es, perdiendo las características fundamentales que lo definen; el jai es, entonces, la esencia de las cosas, aquello que las hace ser lo que son y no otra cosa y que les da vida. Esta esencia es algo material, una especie de energía que puede adoptar diversas formas, eso es lo que explica el poder de transformación que recorre toda la mitología embera: animales que se hacen plantas y viceversa, hombres con capacidad de convertirse en animales, animales monstruosos que se vuelven piedras y cientos de casos semejantes.
Esta energía esencial también puede concentrarse, y es lo que hace el jaibaná durante su actividad, tomándola de objetos y seres con los cuales está relacionado y dirigiéndola con un objetivo determinado.
Es claro que se trata de algo que es todo lo contrario de lo espiritual y de lo sobrenatural que caracteriza las creencias de tipo religioso.
Tal energía se encuentra en otro nivel de la realidad, no siendo visible al común de las gentes, sino solo al jaibaná que puede llegar a esa cara oculta de la realidad. Esta invisibilidad del jai en la vida cotidiana es lo que permite que los embera lo equiparen con los espíritus, invisibles por definición. Por eso, algunos de ellos dicen que jai “es lo que no se ve de las cosas y las gentes”.
El haure es un tipo particular de jai, aquel que determina la esencia del ser hombre embera, de ahí también la confusión.
Ese diferente nivel de la realidad, distinto del de la vida cotidiana, es el nivel de las esencias, el constituido por las causas de lo que ocurre en nuestra vida diaria. Allí, la energía es una sola y, al mismo tiempo, variada. Ese nivel está marcado por la unidad, por la conjunción de todo lo que existe, y de él se deriva esta cara de la realidad por medio de un proceso de disyunción, de separación, al cual me referiré más adelante.
EL SUEÑO Y EL TRABAJO DEL JAIBANÁ
A estas alturas del análisis, parece claro que el concepto de sueño como actividad del jaibaná, difiere bastante de la idea que en nosotros evoca esa palabra, y que únicamente problemas de traducción como los que ya hemos encontrado pueden establecer una equivalencia entre los dos conceptos. Cuando los embera tratan de ampliar su concepción de ese “sueño”, las palabras del castellano son claramente insuficientes para ello; se trata de soñar, pero no es exactamente como soñando, parece como borracho, pero no está borracho. Es a este estado de conciencia al que la antropología ha nominado como éxtasis, estado extático, considerando que en él, el chamán está fuera de sí y trasciende su corporeidad. Pero, en el caso del jaibaná, éste no está fuera de sí, al contrario, está completamente en sí y todo el tiempo tiene el control de sus actos y de su conciencia.
Carlos Castañeda (1977a) habla de una “realidad aparte”, y otros autores de “estados alterados de conciencia” para referirse a este mismo fenómeno.
En uno y otro caso, todo el entrenamiento, el aprendizaje del jaibaná, va dirigido a conseguirlo, a poder alcanzar ese estado de conciencia y a ser capaz de dirigirlo, de desempeñarse en él con efectividad en relación a los acontecimientos del diario vivir. Otros aspectos de la enseñanza son por completo secundarios frente a este, ya que el “sueño”, ensoñar dice Castañeda, es la vía de acceso al nivel esencial de la realidad.
Para los embera, “ver” a través del “sueño” es el camino del conocimiento, de ahí que consideren al jaibaná como un sabio, un doctor de indios, ya que tal conocimiento no es resultado de un proceso de elaboración o de producción teórica, como ocurre entre nosotros, sino que consiste en “ver” algo que ya existe, que está ahí todo el tiempo, en ese otro nivel de la realidad, posible de ser alcanzado y relacionado por el jaibaná. El conocimiento no se produce, existe y se llega a él por medio del “sueño”.
El jaibaná lo alcanza, con su esencia, sus causas, sus leyes. Entonces puede conformar las cosas a estas leyes, actuando allí donde su accionar puede conseguir los efectos buscados. Allí tiene a su disposición la causalidad entera del universo, por eso su poder se extiende sobre todo: es el poder total.
En idioma embera, conocer es, también, encontrar, alcanzar lo que está ahí, pero oculto, separado de este mundo cotidiano, el de los resultados, por una barrera creada por la disyunción del todo; pero allí, en esa barrera, donde el embera común debe detenerse, el jaibaná sigue adelante a través del “sueño”.
Pero no se trata de un saber contemplativo, sino de un saber-hacer, de un conocimiento activo y transformador; el jaibaná no es un simple testigo en el mundo de las causas esenciales de los fenómenos, al contrario, es un sujeto activo; para él, soñar es transformar.
La lengua embera designa la acción del jaibaná como kabai, que significa a la vez conocer y trabajar, sobre todo trabajar la tierra, entendiendo este trabajo como abrir la tierra para producir. Y para los embera este es el principal trabajo, el más verdadero. Mediante él, el mundo se multiplica como los productos en la sementera. Por ello, el jaibaná es el verdadero productor, ya que es él quien realiza las transformaciones esenciales de la realidad, dentro de una concepción práctica, no especulativa, del conocimiento.
Si el trabajo, como lo piensan los embera, es, junto con la palabra, una de las características esenciales del hombre, el jaibaná es, por su trabajo, el verdadero hombre. De ahí que pueda cantar durante horas: “soy hombre”... “soy verdadero hombre”, mientras cura. Esto es corroborado por el hecho de que siempre, cuando deben referirse a la actividad del jaibaná en castellano, los embera la designan como trabajo; cosa que es compartida por la enorme mayoría de las sociedades indígenas cuando hablan del saber-hacer de sus “médicos tradicionales”.
UNIDAD Y DISYUNCIÓN
Antumiá y Dojura son jai de mayor importancia, ellos son “señores” de los otros jai; de aquéllos de la selva, el primero; el segundo lo es de los que habitan en el agua. Cuando el jaibaná cura y para curar canta, llama a Antumiá y Dojura y les manda que traigan a sus jai y les ordenen curar.
Los embera creen que bajo nuestro mundo se encuentra otro, el mundo de abajo, lugar de origen del jaibanismo y al cual pertenecen los mencionados “señores” de jai. Ese mundo está asociado con lo natural y se caracteriza porque allí todo está unido, no diferenciado aún; es la situación originaria de todo lo existente. Se trata de un lugar cerrado que contiene en sí todas las potencialidades del existir; el reino de la conjunción. El mito cuenta que sus habitantes son los Dojura, seres cerrados, pues no tienen ano, y que son todos ellos jaibaná.
El origen de este mundo en que vivimos proviene de un proceso de disyunción de aquella unidad primordial, proceso que implica un abrirse y un salir fuera, y un separarse los elementos desde siempre conjuntados en el seno de la naturaleza. Los jaibaná pertenecen a ambos lados, cerrados y abiertos a la vez, naturaleza y humanidad a un tiempo, ellos son completos, hombres del agua y de la selva, del universo embera.
En este campo, la palabra cantada cumple un papel de importancia. El mito la hace una marca fundamental de humanidad, al ubicarla como el elemento diferenciador de los hombres frente a los seres que no lo son. Hablar es comunicarse, abrirse, salir de uno mismo y establecer comunicación con los demás. Al hablar, el hombre se disyunta de la naturaleza y se hace ser cotidiano, habitante del mundo nuestro, el de los fenómenos. El jaibaná restablece el nexo con su canto y con su “sueño”, ligando los dos mundos, volviendo al hombre a la naturaleza y, al hacerlo, pudiendo producir efectos sobre el mundo de acá como consecuencia de su actuar en el de allá.
Pero hablar es actuar. Entre los indios, la palabra tiene un poder creador; lo que se habla ocurre; porque se habla sucede, Con su canto, el jaibaná crea humanidad, la confiere, expulsando del hombre a los jai, esencias naturales que han penetrado en él para enfermarlo, y confinándolas a su mundo propio: la selva o el agua, o al mundo de abajo, a la vez bajo la selva y bajo el agua.
No solo es el verdadero hombre, es el humanizador.
JAIBANÁ Y SOCIEDAD
Se acabó; ya no queda maestros sabios de antigua. Me da mucho tristeza los enfermos, ¿quién va a cantar por encima de ellos ahora?
Clemente Nengarabe
Solamente los grandes jaibaná trascienden con su trabajo la organización social básica de los embera, la parentela, alcanzando a varias comunidades, algunas de regiones apartadas, que apelan a ellos tanto para los procesos de aprendizaje como para el ejercicio de su poder; los demás ejercen al nivel de su parentela, dentro de la cual desempeñan las restantes actividades propias de los hombres corrientes.
Sin embargo, la retribución que reciben por su trabajo les permite un nivel de subsistencia un tanto superior al de los otros miembros del grupo, sin que pueda hablarse de riqueza o de que puedan subsistir solo de su trabajo jaibanístico.
Originalmente, su presencia era amplia, ya que había uno en cada río o sector correspondiente a una parentela, lo cual, dada la ambivalencia de sus actos, era, y es aún, fuente permanente de conflictos entre ellos, en competencia por el ejercicio de un mayor poder. Mutuas acusaciones de brujería que dañan a personas y lugares, competencia mutua por despojarse de su poder (un jaibaná puede quitar a otro su capacidad de ver o puede arrebatarle sus jai), venganzas, envidias, etc. son de la mayor frecuencia, agudizándose poco a poco las contradicciones. Cuando ellas son insostenibles, la posibilidad de que uno de los jaibaná enfrentados sea muerto por miembros del grupo contrario es grande; en este caso, el jaibaná en peligro emigra en compañía de sus más allegados, buscando un nuevo lugar donde establecerse, a veces en sitios muy alejados, otras en lugares relativamente cercanos.
Así, el fenómeno jaibanístico juega un papel de peso dentro de los procesos de segmentación y dispersión de los embera, siendo muchas veces el detonante que desencadena la partición. Georges Stipek (1976) ve en estas situaciones uno de los principales mecanismos de conservación social de los embera.
En cambio, no existe ninguna referencia, pasada o actual, que permita pensar que alguna vez los jaibaná han tenido algún poder político dentro de sus comunidades. Empero, si el mayor de una parentela es un jaibaná, este está dotado de autoridad, sin que ella derive de su carácter de tal sino de la circunstancia de ser el hombre más anciano del grupo, forma tradicional de autoridad.
Quizá en épocas de guerra o conflicto varias comunidades se aglutinaron para combatir bajo la dirección de un jaibaná, pero se trató de casos particulares y no de la norma generalizada; además se dieron en una forma temporal y no permanente que implicara cambios en la estructura sociopolítica.
El choque con la sociedad nacional colombiana, con los misioneros principalmente, que consideran las actividades del jaibaná como relacionadas con el diablo y por tanto causas de eterna condenación, las presiones de diversa índole que constriñen el ejercicio de la tradición, los fenómenos amplios ligados a la aculturación son todos motivos que han afectado la figura y práctica del jaibaná, tratando de destruirla, sin conseguirlo, pero introduciendo factores de decadencia.
En muchas regiones ya no se encuentran “doctores de indios” o su actividad es estrictamente subterránea y reprimida por misioneros y autoridades blancas; en muchas comunidades se ha perdido la creencia en su necesidad y eficacia, especialmente entre los jóvenes.
Como resultado, el trabajo del jaibaná se ha ido reduciendo cada vez más únicamente a las actividades ligadas con la enfermedad, curación y embrujamiento, introduciendo, además, elementos nuevos, como el uso de medicinas occidentales, aguardientes y gaseosas en lugar de la chicha de maíz, asimilación del jaibaná con el curandero herbolario (antes, dos personajes diferentes), pérdida de muchas de sus canciones y de gran cantidad de elementos de cultura material asociados con él (bastones, maderas pintadas, etc.). Todo ello ha ido conduciendo a sus comunidades por los caminos de una creciente despersonalización cultural.
La panameña Marcia Arosemena (1972) ha planteado así el conflicto entre jaibanismo y religión: la magia es secular, la religión sobrenatural; el conjuro es lo contrario de la oración, si en el primero el papel del oficiante es de dominio, en la oración es de absoluta dependencia frente al ser superior; la religión espera la salvación en un futuro lejano, la finalidad de la chicha cantada es práctica e inmediata.
Es decir, que no se trata de una forma de religión volcada sobre un mundo sobrenatural e ilusorio, creado en la mente sobre la base de la constatación de la impotencia humana frente a las fuerzas naturales y sociales que no se dominan, relegando la posibilidad de control a seres superiores que deben ser impetrados y que tienen a los hombres sometidos a sus designios inescrutables, sino de una concepción y prácticas que afirman la capacidad del hombre para manejar su entorno, para alcanzar conocimiento y manejo de las fuerzas y elementos que lo conforman, para actuar sobre él con eficacia mediante el conocimiento y acción sobre las causas de los diferentes fenómenos; causalidad concebida, además, en forma totalmente materialista, como una energía única que adopta un muy amplio abanico de formas específicas que constituyen la inmensa variedad del mundo.
Por eso, el jaibanismo embera se enfrenta con las creencias religiosas no como una forma anterior de las mismas, sino como una relación con el mundo, práctica y de conocimiento, absolutamente contrapuesta a aquéllas y situada en la base misma de existencia de la sociedad embera.
Esto es lo que han entendido los misioneros que han colocado todo su empeño en “domesticar” a los embera atacando con saña al jaibanismo, buscando así desquiciar la totalidad de la estructura social indígena. Es por eso que la misión se ha constituido en un etnocidio.
Y es lo que entendió Marx cuando planteó que en sociedades como la de los embera, la magia hace parte de las fuerzas productivas con las cuales sus miembros transforman el mundo.
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