VIVIR COMO EMBERA-CHAMÍ > UN MANDAMIENTO PARA EL INDIO: “ÓDIATE A TI MISMO”
La publicación del libro dio bastante de qué hablar en su momento, sobre todo entre aquellos que estaban más cercanos a los embera. Los misioneros y la OREWA intervinieron, cada uno a su manera y de acuerdo con sus intereses específicos, para criticar mis planteamientos; pero, a medida que transcurría el tiempo, se fue haciendo claro que la publicación cumplía con su propósito y sustentaba la posición y acción de los jaibaná en distintos sitios y comunidades. Al menos, ya no era posible perseguirlos abiertamente, como ocurría antes.
Desde el punto de vista jurídico fue atenuándose el argumento que buscaba la absolución de quienes les daban muerte arguyendo que hacían daño por su pacto diabólico (posición de misioneros y autoridades) o que era un hecho que estaba dentro de los usos y costumbres tradicionales de los embera (posición de la OREWA), tal como precisamente estaba ocurriendo en esos momentos con las presiones de dicha organización indígena para que se liberara a quienes habían asesinado y quemado a una mujer jaibaná en el Chocó, de quien decían que era “mala” y por eso se había dedicado a hacer mal a los indígenas.
Al mismo tiempo, en medio de esta verdadera guerra de “religiones”, fue necesario avanzar en el conocimiento de la estructura de la misión y de su funcionamiento, con miras a revelar lo esencial de su carácter y de su papel profundo en la vida de los embera y en los procesos de su sujeción e integración a la sociedad nacional colombiana. Que no era simplemente una institución de tipo religioso y educativo, encargada “tan solo” de cristianizar y castellanizar a los chamí, sino que tenía un carácter integral, unidad en la que predominaban sus aspectos económico y político por encima de su declarada finalidad educativa y de adoctrinamiento religioso, imagen esta que constituía solamente su fachada, fue una de las primeras cosas que comenzó a quedar clara en ese proceso de conocimiento; que ella era el eje de estructuración alrededor del cual los chamí entraban a hacer parte de la sociedad colombiana fue otro de los “descubrimientos” que se realizaron.
De esta manera, aunque muy lentamente, la gente del chamí fue entendiendo lo que se ocultaba tras el discurso y la aparente bondad y abnegación de los padrecitos y las monjitas. Claro está que todo esto no pudo darse sin que se dieran permanentes confrontaciones con los misioneros. Pero no puedo callar que en ciertas ocasiones, muy pocas, encontré en alguna misionera o misionero un cierto apoyo y colaboración en favor de los embera, en especial cuando se trató del proceso que habría de conducir a la creación de una reserva indígena, que posteriormente se transformaría en resguardo y que permitió a los indígenas recuperar las tierras que les habían sido arrebatadas por los terratenientes, incluyendo en ellas las más de 400 hectáreas que conformaban la hacienda de la propia misión.
Este esclarecimiento condujo a que los indígenas y algunos sectores sociales externos presionaran para que la misión fuera reduciendo su incidencia y accionar a sus objetivos declarados: la docencia y los servicios religiosos.
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UN MANDAMIENTO PARA EL INDIO: “ÓDIATE A TI MISMO”
[Publicado en Semanario Cultural de El Pueblo. Cali, agosto 20, 1978, p. 10-11]
El grupo indígena chamí está ubicado en la vertiente occidental de la Cordillera Occidental de Colombia. Su hábitat lo constituye el valle transversal que forma el curso superior del río San Juan y pertenece en lo administrativo al departamento de Risaralda, en su zona noroccidental y limítrofe con el Chocó. De origen embera-chocó, los chamí han visto reducida en forma notable su población en un lapso de tiempo menor a 15 años.
La ocupación de esta región por los chamí se dio mediante sucesivas migraciones venidas desde el Chocó remontando el curso del río y se realizó en lo fundamental, en su etapa moderna, desde finales del siglo XVIII hasta muy promediado el siglo pasado. Grupos familiares se fueron desplazando paulatinamente y por causas diversas hasta crear este nuevo asentamiento. Los asentamientos más al norte se dieron desde el suroeste antioqueño.
Aquí, los chamí reconstruyeron su organización con base en parentelas y familias extensas con unidad habitacional y derivaron su subsistencia de una agricultura de maíz y plátano con incidencia de caza, pesca y recolección, y sin mayores contactos con la sociedad colombiana.
Esporádicamente misioneros y comerciantes visitaban la zona. Los primeros, para continuar la labor emprendida siglos antes y no terminada aún de catequizar a los indios, los segundos, para realizar un comercio de trueque llevando sal, herramientas y ropas (básicamente), y regresando con carne, cacao y algunas “artesanías” (o con oro) suministrados por los indígenas dentro de los términos de un intercambio desigual que les era completamente desfavorable. Unos pocos colonos blancos habitaban allí, pero manteniendo muy escasas relaciones con los indios.
A finales del siglo pasado la región fue escenario de algunas acciones de tropas que tomaban parte en las guerras civiles y sitio de refugio para muchos de sus desertores. Los indios fueron utilizados como guías y cargadores. Pero, terminado el período, su influencia en la vinculación del indio a la sociedad colombiana poco se hizo sentir.
De esta manera, los albores del siglo XX encuentran a los chamí viviendo al “margen” de la sociedad colombiana, creciendo por nuevas migraciones llegadas de otras regiones (sur de Antioquia, por ejemplo) y sufriendo algunas transformaciones internas para adaptarse a las nuevas condiciones de vida en un hábitat no idéntico al de origen. Y reponiéndose, además, de las secuelas de la dominación española, del exterminio de las últimas reducciones de que fueron objeto, libres ya de su nucleamiento obligatorio en pueblos, de los tributos, etc. Para los chamí, pues, a diferencia de lo ocurrido con otros pueblos indígenas, la independencia de Colombia frente a España fue también su liberación del dominio español, como ellos mismos lo reconocen en sus tradiciones al hablar de “cuando Bolívar nos libertó”.
Pero esta liberación no constituyó para ellos, como pudiera creerse, una integración a la sociedad colombiana sino, por el contrario, la posibilidad de reconstituir, hasta donde era posible en las nuevas condiciones, sus anteriores formas de vida. Las nuevas circunstancias les permitieron, durante un tiempo, un desarrollo propio, al margen de la sociedad colombiana, sin que esto quiera decir que fueran completamente independientes de ella y libres de toda influencia.
MISIONEROS CONTRA LA FAMILIA INDÍGENA
A partir de 1913 y sobre todo con la segregación de la región del departamento del Chocó y su anexión a Caldas en 1914, el gobierno colombiano comenzó a interesarse por la suerte de los chamí, por esta población “marginada”. Y el mecanismo a través del cual manifestó su interés fue la creación de las primeras escuelas. Para 1920 ya existían 6 escuelas distribuidas en la zona, las cuales contaban con una matrícula de alrededor de 300 niños, de los cuales asistían unos 220.
Se trataba de escuelas oficiales, atendidas por maestras, aunque sometidas a la supervisión y control de los misioneros que incursionaban periódicamente entre los indios.
Un poco después, la gobernación de Caldas nombró Protectores de Indígenas, encargados de velar para que la población blanca, rápidamente creciente por la inmigración de colonos desarraigados del interior de Caldas, no “abusara” en sus relaciones con los indígenas. Según los informes de estos protectores, los casos en que intervenían eran fundamentalmente de comercio: venta de productos agrícolas y marranos por parte de los indígenas a los blancos, y, en medida mucho menor, negocios de tierras y de otra índole. Rápidamente los protectores chocaron con los misioneros, por razones fáciles de adivinar, e iniciaron una campaña para lograr su remoción.
A finales de la década de los veinte, los misioneros comenzaron a evaluar negativamente los resultados de la educación administrada por el estado ya que “no lograba contrarrestar la nefasta influencia de la familia indígena y una vez regresado a su casa, el niño deja de lado lo aprendido en la escuela por las presiones de su familia”, constatando, además, que los primeros alumnos de las escuelas, pasados unos pocos años de haber salido de ellas “habían regresado a su vida salvaje, olvidando todas las enseñanzas que con tanto esfuerzo se les habían inculcado”. Y, finalmente, propusieron al gobierno el cierre de las escuelas y la concentración de todos los recursos económicos de ellas en la creación de un internado que pudiera contrarrestar “la influencia y el poder de la familia sobre los niños”, según expresaban los informes anuales de los misioneros.
La insistencia de los misioneros se vio coronada por el éxito cuando el gobierno accedió a su propuesta y en 1933 el internado abrió sus puertas con el concurso de 6 religiosas de la comunidad de la Madre Laura, en calidad de maestras y pagadas con los sueldos de las educadoras de las antiguas escuelas, que desaparecieron.
RESISTENCIA DE LA COMUNIDAD
El internado comenzó con 52 alumnos, de ellos solo 32 internos. En 1941 había llegado a 105. Únicamente hasta hace pocos años el cubrimiento del internado alcanzó el nivel de cobertura que tenían las escuelas casi 50 años antes. Los indios habían entendido que con el internado las cosas iban en serio y que el “rapto” de sus hijos era el comienzo del fin de la comunidad.
Por ello, como lo relatan los propios misioneros, los padres “al principio fueron rebeldes a matricular a sus hijos, siendo preciso que interviniera la autoridad, que prestó valiosa ayuda” y “aún faltaba lo más difícil: el convencer a los indios que dejaran venir a sus hijos al internado... hubo ocasiones en que tuve que montar guardia toda la noche, mientras los indios rodeaban el edificio con la intención de raptar a sus hijos”, cuenta uno de los clérigos.
Demás está decir que los programas escolares del internado eran los mismos de las escuelas suprimidas. Entonces, ¿qué era lo nuevo en el internado?, ¿qué suscitaba tanta resistencia entre los indígenas? Que ahora se llevaba a efecto una nueva política: la integración, la asimilación. Con el internado, la participación de los indígenas en las actividades educativas realizadas por la sociedad blanca, representada en este caso por los misioneros, significaba el abandono de las formas educativas propias de la comunidad; la adquisición de los contenidos de la educación de los blancos implicaba la pérdida de los contenidos de la educación indígena.
En resumen, que los niños indígenas, al recibir una formación que los capacitaba para participar en la sociedad colombiana, perdían la posibilidad de formarse para participar de la suya, es decir, para ser chamíes. Ser interno era la negación del derecho a ser indígena, y los padres se negaban a aceptar esa suerte para sus hijos. Por ello, solo la coacción podía obligarlos, y no siempre, a la participación.
AQUELLOS “DUDOSOS BENEFICIOS”
Hagamos un paréntesis para ver el “cubrimiento” que esta política de integración ha alcanzado en la actualidad. Según estadísticas presentadas por los mismos misioneros, en los territorios misionales de Colombia habita un total de 186.585 indígenas, de los cuales casi 20.000 reciben los “beneficios” de la educación misionera. De estos 20.000, 5.768 lo hacen en algunos de los 80 internados para indígenas o mixtos; es decir, para indígenas y blancos, indígenas y negros, indígenas, negros y blancos, similares en lo fundamental al que estamos analizando. Como resultado de esta educación y capacitación continuadas durante décadas, hoy solo hay “5.000 indígenas completamente marginados” en todo el país; los restantes, “más o menos tienen oportunidad de acceso a la educación, a los servicios médicos y a ciertas oportunidades de promoción humana” (subrayado mío). Más adelante veremos en su exacta significación lo que implican estas “ciertas oportunidades”.
PENETRACIÓN NACIONAL E INTEGRACIÓN DEPENDIENTE
Volvamos al Chamí. La situación interna de la sociedad colombiana lanzó cada vez más campesinos desposeídos en Caldas sobre la zona indígena. Campesinos que si bien, al comienzo, se limitaban a abrir selva y desarrollar una producción de subsistencia muy similar a la de los indígenas, más tarde descubrieron que era fácil hacerse a las fincas ya abiertas de los indios mediante compra, engaño y aun robo. En esto tuvieron un papel considerable los muchos guaqueros que visitaron la zona y que encontraron en ella, si no riquezas en las tumbas, sí buenas tierras para el cultivo.
Poco a poco comenzaron a llegar también los interesados en crear grandes fincas —cafeteras, cacaoteras, ganaderas, cañeras— a costa del despojo tanto de los indios como de los colonos pobres.
Es decir que paulatinamente la sociedad colombiana comenzó a penetrar la zona y expandirse en ella a través de terratenientes, colonos pobres y, también, comerciantes.
Esta implantación y expansión, por las condiciones en que se desarrollaba y al ser los indígenas la mayor parte de la población, hacían necesaria la incorporación de estos a las “actividades sociales” que se daban allí, a saber, la producción agrícola para el mercado —siembra de café y cacao, venta del maíz y el fríjol—, el consumo de mercancías de todo tipo e introducidas por los comerciantes blancos (las cuales requerían de los indios la posesión de dinero para adquirirlas), la comercialización de la tierra y, sobre todo, la venta de la fuerza de trabajo que hiciera posible la instalación y producción de las haciendas, ya que el terrateniente, ausentista las más de las veces, no se vinculaba directamente a la producción y el campesino blanco, en lo fundamental, se bastaba con su parcela para sobrevivir y los pocos que se veían obligados a vender su fuerza de trabajo, casi siempre por haber sido despojados por el terrateniente, no alcanzaban a suplir la demanda de ella.
Sin embargo, el indígena continuaba aferrado a su economía de autosubsistencia y solo ocasionalmente y en muy reducida escala participaba de tales actividades. Era, pues, necesario para el desarrollo del capitalismo colombiano en la zona que los indígenas dejaran de estar al margen de este desarrollo y se vincularan, participaran de él. Pero una participación en las condiciones descritas tiene un nombre: explotación. Explotación en la vinculación, como productor y como consumidor, a un mercado controlado por el blanco y con un notorio desequilibrio en su contra en los términos de intercambio; explotación en su vinculación a un mercado de fuerza de trabajo, su conversión en un asalariado, creador así de plusvalía, es decir, de desarrollo del capitalismo; explotación en su participación en la comercialización de la tierra, cuyo resultado final era que ésta se acumulara en calidad de medio de producción en manos de los terratenientes y que el indígena se viera desposeído, además, de su territorio, base de existencia de su nacionalidad.
EL INTERNADO: EJE DE LA EXPLOTACIÓN Y LA SUMISIÓN
Y el internado se hizo el eje fundamental de esta incorporación. Las 10 hectáreas regaladas por un indígena para la construcción del colegio, de la casa de las monjas y del misionero (ahora permanente), de la capilla y de una pequeña huerta, se hicieron 450 hectáreas de potrero con casi cien reses, de cañaduzales con un trapiche para beneficio de la panela, de chiqueros para los marranos, gallineros, plataneras, pesebreras, tienda de compraventa, etc. A eso se han agregado temporalmente y en diversas ocasiones telares y ovejas que dieron la lana para los mismos, huertas experimentales, fábrica de ladrillos, hasta un pequeño hospital. Desde el punto de vista productivo, el internado es la finca mejor montada y de mayor rendimiento en toda la región.
Periódicamente el internado deja de ser únicamente el sitio de los 150 a 300 niños indígenas de ambos sexos que estudian en él, para hacerse la sede de cursos de capacitación artesanal, del Sena, el Ica, la Caja Agraria y otras instituciones oficiales. O bien el lugar donde se crían y desde donde se esparcen los semilleros de variedades mejoradas de café y cacao. O bien es el vehículo a través del cual se reclutan los indígenas que han de ser “beneficiados” con los cursos de capacitación artesanal, de salud y otros que se dictan fuera de la región. Es, así, el núcleo mediante el cual se ejerce y a partir del cual irradia a toda la comunidad la acción del estado colombiano y de la Iglesia católica para “integrar” a los indígenas a las “actividades sociales” de la sociedad capitalista.
Hoy, podemos distinguir la acción del internado en varios campos diferentes pero necesariamente concomitantes.
Continúa siendo un centro de educación y capacitación. Pero a este nivel su acción no se limita ya a los niños en edad escolar, —y aquí hay que tener en cuenta que los indígenas permanecen en el internado hasta los 13-15 años, edad en la cual dentro de su grupo ya serían adultos y estarían desempeñando todas sus funciones como tales—, sino que ha extendido su influencia hacia los adultos mediante los cursos de capacitación, alfabetización y, claro, la prédica religiosa. Tampoco se limita al cumplimiento de los programas educativos vigentes para todo el país, sino que, facilitado esto por la modalidad de internado, difunde todas las ideas y valores de la sociedad colombiana en todos los campos de la vida: el parentesco y la familia, las gestiones económicas productivas, distributivas y de consumo, las diversiones y los juegos, la alimentación y los vestidos, la ciencia, la religión y la técnica, etc. No se queda tampoco constreñido a los locales del colegio, sino que mediante las visitas de los misioneros extiende su radio de acción y de control hasta las casas mismas de los indígenas.
Además, y esto constituye su fuerte y la base de su eficacia, el internado se ha convertido, como mostré arriba, en una unidad de producción que encierra concentradas y en su máximo grado todas las características de las demás unidades productivas que la sociedad blanca ha establecido en el Chamí. Es, al tiempo, finca ganadera y agrícola, finca panelera y fonda, centro de captación de mano de obra asalariada y acaparador de la tierra de los indígenas, no siempre por medios legales.
De esta suerte, el internado incluye no solo la inculcación teórica de una serie de características de la sociedad colombiana, sino también el efecto de demostración de las mismas y la posibilidad de que en él los indígenas realicen la práctica correspondiente. La conjunción de estos tres factores es la razón de su eficacia y de la relativa solidez de su tarea “formadora”.
LA MISIÓN: UNIDAD ECONÓMICA Y POLÍTICA CONTRA EL INDIO
Al mismo tiempo, los niños, separados de sus familias la mayor parte del tiempo, son sustraídos a la educación indígena tradicional que debería hacer de ellos chamíes. Esta educación efectuada básicamente por medio de la imitación y la participación, no puede realizarse en la ausencia de los niños del seno del núcleo familiar ni de las actividades sociales de la comunidad y la familia. Se les niega, de este modo, la posibilidad de formarse como indígenas. El internado, entonces, no solo no forma para la participación de los indígenas en las actividades sociales de su comunidad, sino que impide tal participación, rompiendo con la continuidad de la existencia indígena.
Esto no es todo. Hay más elementos que es preciso considerar, esta vez a nivel político. Y es que el internado se ha convertido en una verdadera institución política, colocando a los misioneros como los dirigentes, las reales cabezas políticas de la comunidad. El Concordato vigente hasta hace poco entre Colombia y el Vaticano confería un gran poder político a los misioneros en los territorios habitados por indígenas que estuvieran en “proceso de reducción a la vida civilizada”, pero no es esta la única razón, ya que se trata de una prescripción jurídica que debe estudiarse en la manera concreta como se realiza en cada sitio.
Hemos dicho más arriba que los chamí se organizaban en familias extensas conformadas en la región como producto del proceso de poblamiento presente, aunque esta era también su forma de organización en sus sitios de origen, agregando a ello lazos de linaje entre tales familias, lazos de los cuales en el Chamí no hay muestras de que hubiesen tenido solidez en algún momento. Su organización no iba más allá de la mencionada y no existía ninguna institución o autoridad más amplia que ligara entre sí y en una unidad a estas familias; al menos no hay evidencias de ello. Indudablemente era sólo el enfrentamiento común a la sociedad blanca y la lucha común en la defensa de su territorio frente a ella lo que unía a la comunidad, aunando a ello algunas fiestas y celebraciones que congregaban a algunas familias, pero nunca a la totalidad.
La presencia de la misión y su desarrollo por la vía que hemos descrito introdujo una nueva circunstancia, constituyéndose en un factor de unificación de todo el grupo. Las tareas de construcción del internado, la apertura y mantenimiento de una amplia red de caminos con el internado como centro y, principalmente, las ceremonias y actos de culto católico fueron este factor. A ello hemos de agregar que las acciones del internado u otras que se adelantaban a través suyo se volcaban sobre los indígenas como un todo, los consideraban como una unidad y sus modalidades se conformaban en consecuencia.
Otro factor unificador fue la escasez de tierras, presentada como una consecuencia del despojo que los indígenas sufrieron a manos de los blancos. La agricultura itinerante del grupo, basada en una amplia rotación de tierras, se vio impedida y el grupo se sedentarizó dentro de un territorio cada vez más estrecho, lo que contribuyó al establecimiento de una amplia red de relaciones, antes inexistentes, entre las distintas familias.
Este proceso unificador fue recogido por la misión, que se constituyó en la autoridad, en la cabeza que materializaba y culminaba el proceso de centralización y unificación de los chamí. En otras circunstancias habría surgido una autoridad indígena, en estas la autoridad fue el misionero por intermedio del internado, como que éste era el principal impulsor de la unificación. Pero las cosas no podían ser tan burdas y tan evidentes. Conscientemente los misioneros transformaron a los policías escolares —que existían desde la creación de las primeras escuelas y, luego, del internado, y cuya misión era obligar a los padres a enviar a sus hijos a estudiar y capturar y regresar a los niños que escapaban— en autoridades títeres, nombradas por ellos y ratificadas por los corregidores civiles de la zona. Surgieron así, una vez más, los gobernadores indígenas, que ya en la época colonial habían servido de correas de transmisión entre el poder español y sus comunidades. Pero este hecho no puede ocultar en manos de quién está el poder real sobre la comunidad.
UN MENSAJE EDUCATIVO: “ODIA A TUS PADRES”
Vemos pues cómo, aunque centrado en la educación como actividad básica, el internado se ha tornado, a causa de las condiciones concretas en que aparece y existe, en una unidad económica, política y social sostenida por la educación y la religión.
A través suyo y en virtud de estructura tan peculiar, los indígenas se han “integrado” —por fin— en una medida considerable a las “actividades sociales” del capitalismo colombiano.
Allí, en el internado, han aprendido a cultivar productos comerciales y a comerciar con ellos, muchas veces en la tienda del colegio; allí han “entendido” los beneficios de la propiedad privada de la tierra y se han decidido a sustraerla al patrimonio familiar para hacerla titular y luego venderla libremente o donarla a la misión en busca de méritos para ganar el cielo; allí han adquirido los hábitos del consumo de la sociedad colombiana en lo referente a los objetos de uso personal, los utensilios de cocina, los alimentos, el radio transistor (por supuesto) y otras cosas. Allí descubrieron de repente, sin aún entenderlo muy bien, que su verdadera patria es Colombia y que ser blanco es ser civilizado.
Allí han sabido que la religión blanca, el parentesco blanco, las cosas y costumbres del blanco, las actividades sociales del blanco son las únicas buenas y aceptables; allí las aprenden y las ponen en práctica por primera vez, así como aprenden acerca de las bondades del trabajo asalariado y lo realizan por primera vez (luego de años de trabajo gratuito que efectúan mientras son internos, cargando leña y piedras, cultivando, cuidando el ganado, los marranos, el gallinero, o barriendo, aseando y cocinando, si son niñas).
Allí, finalmente, aprenden que ser indios es ser salvajes y que deben dejar sus usos y costumbres, que deben renunciar a lo que son para llegar a ser “como” los blancos. Allí se abren al mundo blanco y se niegan al mundo indígena y se convierten en víctimas del etnocidio. Y allí, queriendo ser blancos, caen en la última trampa, y la principal.
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