VIVIR COMO EMBERA-CHAMÍ > LOS EMBERA-CHAMÍ EN GUERRA CONTRA LOS CANGREJOS
En otras zonas de habitación de los chamí, por el contrario, por diversas razones no había habido una presencia reciente ni permanente de misioneros católicos, por lo cual los indios habían quedado “librados a su suerte”, como muchos habitantes no indígenas de estas regiones solían expresar, cosa que había permitido a los embera-chamí una relativa autonomía y, sobre todo, poder mantener su vida más apegada a las normas propias de su cultura, tanto en lo relativo a la cosmovisión como en lo atinente a sus prácticas cotidianas. Así acontecía en los distintos asentamientos que tienen como eje el río Garrapatas, en el noroccidente del Valle del Cauca, en límites con el Chocó, que se habían formado hace unos 60 años con migrantes llegados en pequeños grupos familiares desde el Chamí.
De este modo, los embera-chamí de esta región habían logrado conservar en sus aspectos básicos y más importantes lo que tenía que ver con el manejo del medio ambiente selvático de la montaña, aunque más tarde, en la década de los 90, la penetración simultánea de la guerrilla y los cultivos de coca bien pronto hicieron de esto, aquí también, algo casi completamente del pasado.
Estos principios, como más tarde lo mostraría el trabajo de Astrid Ulloa y sus compañeras biólogas en el Parque Nacional de Utría, en el Chocó (Ulloa, Rubio y Campos 1996), están muy lejos de hacer de los embera los “perfectos ecólogos", como ciertas organizaciones ambientalistas y aun dirigentes de la OREWA se han empeñado en hacer creer, pero sí dan las bases para un manejo del medio que no lleva a su depredación acelerada, pues es claro para los indios que esto implicaría también la destrucción de su propia sociedad. Además, establecen unas primeras bases para analizar los efectos de la pérdida territorial de los chamí en distintas regiones sobre las posibilidades de ejercicio de este “modelo” productivo.
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LOS EMBERA-CHAMÍ EN GUERRA CONTRA LOS CANGREJOS
[Publicado en Correa Rubio 1993]
Los embera, unos 80.000 en Colombia, Panamá y Ecuador, ocupan primordialmente las selvas superhúmedas del Pacífico, en el norte de la América meridional. Gran parte de ellos se ubica en las planicies y en las pequeñas elevaciones del litoral y otros habitan en las estribaciones de la Cordillera Occidental colombiana, especialmente en aquellas que miran hacia el mar.
La mayor parte de estos últimos, llamados embera de montaña, está constituida por los chamí, cuyos núcleos principales se encuentran en el curso superior del río San Juan, departamento de Risaralda, y en el curso alto del río Garrapatas, en el norte del departamento del Valle del Cauca. A ellos, sobre todo a los del Garrapatas, hacen referencia los planteamientos presentados aquí.
En el alto San Juan, en cambio, la colonización, la misión y la guerrilla blancas están haciendo de este estado de cosas algo del pasado.
ASÍ SE CUENTA EL MUNDO
Llego a la casa de Celso, ahora más arriba que antes y entre el monte, para descubrir que Rosa Elvira, su esposa, se ha hecho maestra, acondicionando la “sala” de su casa como salón de escuela. A esta hora, las 10 de la mañana, los niños se agolpan presurosos y jadeantes para entrar a clase después del recreo.
Rosa Elvira se sienta entre ellos y les dice que cuando ella estaba pequeña, allá en el río San Juan, de donde vino para casarse, su mamá le contaba muchas historias de cómo era el mundo de los embera. Ellos se interesan y quieren saber, estrechándose ansiosos. Dándose importancia en mi presencia, Rosa Elvira narra:
Una vez, Jinopotabar (el que nació de la pantorrilla) vino a este mundo con un ejército de embera. Pero estos eran muy cobardes y todos se escondieron. Él dijo que iba a enseñarles a hacer la guerra para que se defendieran de otros.
De repente, de unas cuevas salió una multitud de cangrejos para atacar a los hombres y ellos se escondieron de miedo. Jinopotabar les dijo: “Miren lo que yo voy a hacer para pelear con esos cangrejos”. Y desapareció a los hombres que venían con él.
Salieron a una playa y él les dijo: “Yo soy el capitán de los hombres, ¿cuál es el de los cangrejos?”. El que los mandaba salió y era una mujer. Ella dijo: “Los hombres se tienen que ir de aquí porque las orillas de los ríos son de los cangrejos que tenemos que vivir cerca del agua; si no se van, los acabamos”. Y preguntó dónde estaban los hombres.
Jinopotabar dijo que él iba a pelear por ellos. Saltó al monte y cortó un palo muy duro y pesado, haciendo con él una lanza. Y se tiró a pelear. Golpeaba a los cangrejos y saltaba de un lado a otro mientras ellos trataban de agarrarlo con sus pinzas.
Les dañó las pinzas, les quebró las patas, aporreó a muchos y a otros los mató. Al final, mató a la capitana y así ganó la pelea. Los cangrejos se retiraron y dejaron el territorio a los hombres. Por eso, los cangrejos tienen hoy unas rayitas en el lomo; son las marcas de Jinopotabar.
Así fue como los hombres embera aprendieron a hacer lanzas y a pelear para conquistar sus territorios.
Cuando Rosa Elvira termina de hablar, un silencio queda flotando en el aire, como si los niños estuvieran terminando de asimilar la historia. Pocos segundos después, estalla un gran griterío y todos los niños hablan a un tiempo. Entre sus preguntas se destaca una: quieren saber más de Jinopotabar.
Rosa Elvira no pide silencio. Muy lentamente, arrastrando cada letra, comienza a hablar de nuevo. Y el silencio se hace solo.
Jinopotabar era un muchacho grande, muy grande, de raza indígena. Su mamá lo concibió en la pantorrilla izquierda y nació por entre el dedo gordo y el siguiente del pie. No sabía hablar, solamente decía mamá y flor. Ella le traía flores en un canasto y se ponía muy contento. Pero en la casa no lo querían porque era muy perezoso.
Cuando tenía doce años, los otros muchachos lo convidaron a cazar y, cuando volvieron al otro día, encontró que la mamá había muerto y estaba ya enterrada.
Se puso muy triste y lloró. Ese día comenzó a hablar. Dijo a la gente de la casa: “Esta noche voy a saber de qué murió mi mamá y dónde la enterraron; yo hablo con la luna y ella me va a contar”.
Esa noche, Jinopotabar se fue al monte a conversar con la luna y ella le contó que a su mamá la había matado la mamá del tigre y estaba enterrada en un altico. Él fue a mirar y, como era sabio, la desenterró y pudo hablarle. Ella le dijo que siguiera viviendo con esa gente porque si se iba a vivir solo, lo mataban.
Volvió a la casa y contó que sabía todo. Le gente se reía de él, diciendo que ni siquiera ellos sabían dónde estaba enterrada su mamá. Y le dijeron que desde ese día él tenía que trabajar para conseguir la comida.
Salía a trabajar de noche, mientras los otros dormían. Y volvía en la mañana con un puchito de maíz o de frijolitos o de platanito o alguna comidita por ahí.
Le preguntaban que de dónde la había sacado si él no tenía roza, contestaba que se la había dado el papá. Siempre decía lo mismo: “Mi papá me la dio”. La gente se reía y le decía: “Usted no sabe quién es su papá, ni su mamá sabía”. Él respondía: “Si se, la luna me contó”.
Una noche, los muchachos se fueron tras él y vieron que les robaba las cosechas de ellos. Le gritaron: “Usted es muy ladrón y perezoso y lo vamos a matar”. Él se fue corriendo a la casa y los mayores lo defendieron porque era huérfano y nadie le había enseñado a trabajar. Y le dijeron que al día siguiente se fuera a hacer rocería para conseguir su comidita.
Jinopotabar madrugó y se fue al monte a coger bejuco y a coger macana. Al regresar, le dio el bejuco a una señora para que le tejiera tres docenas de canastos jabara pintados. Con la macana hizo unos cuchillos grandes como machetes y unos bastones con carita de gente.
Cuando tuvo todo listo, se fue con los canastos, los machetes y los bastones por todas las veredas de lado y lado del río. En cada una pedía que le dieran un poco de maíz para hacer rocería.
Cuando llenó los canastos, se fue al monte por tres días. A medida que subía por la pendiente, clavaba un bastón y un machete y ponía un canastico con maíz al lado. Cuando acabó, se regresó a la casa. Al volver, la gente le decía: “¿Dónde están las rozas que no se ven?”. Y él mostró y dijo: “Allá está mi gente trabajando, mírenla”. Y se veían brillar los machetes y a muchos hombres trabajando.
Con el paso de los días, ya se veían las matas de maíz llenas de chócolos desde dos cuartas del suelo para arriba. Les dijo: “Vayan a coger la cosecha para ustedes en pago de lo que les he robado”. Fueron a coger pero, como era tanto, se perdió casi todo pues no lo alcanzaron a recoger. Los hombres que le trabajaron desaparecieron, pues él era muy sabio (cure).
Mientras iban a coger la cosecha, la mamá del tigre se quedó sola en la casa pues era muy viejita. Él la mató con un cuchillo de macana y se fue a su casa a dormir. Cuando los otros regresaron y la encontraron muerta, dijeron: “Matémoslo, más bien”.
Jinopotabar se brincó de la casa y se fue al monte. Allí cortó un árbol de balso y, como era noche de luna llena, se montó en el balso y se elevó gritando: “Vengan, vengan a matarme”. La gente salió y lo vio volando por el cielo, más alto, cada vez más alto, hasta que se perdió de vista en la luna.
Cuando llegó a la luna, tiró el balso y este cayó cerca de su casa. Un tiempo después, él mismo se tiró y fue descendiendo poco a poco hasta caer en el río; lo atravesó y cayó al mundo de abajo, donde vive.
A veces sube y camina por ahí, pero no lo pueden coger porque no es como la gente, es un espíritu. Dicen que él enseñó a la gente la rocería con machete. Su papá es Carabí, por eso él viene cuando es luna llena.
Al callar Rosa Elvira, estalla la algarabía de los niños. Nuevas preguntas, muchas inquietudes, Rosa Elvira podría estar allí todo el día contando las historias. Pero ya es hora de almorzar y los niños salen en desbandada, atropellándose en la puerta.
Rosa Elvira se vuelve hacia mí, que he permanecido todo el tiempo sentado en un rincón, escuchando, y me dice: “Así los niños van entendiendo, ahora falta contar la historia de la culebra jepá para que quede completo”.
Pero ese día ya no hay tiempo, las horas dedicadas a Ciencias Naturales han pasado y hay que esperar otra ocasión.
Esa noche, en el corredor en sombras, luego de la comida, pregunto a Rosa Elvira por la culebra jepá y ella, sabia, me cuenta:
Ba mandó un rayo y cayó en un montecito donde había dos niños recogiendo leña. Donde cayó el rayo resultó un gusanito largo, largo, de colorcitos. Los niños lo recogieron y lo metieron en un cántaro con agua y le daban comida de harina de maíz y de jentserá (un frutico negro que se quiebra y tiene el corazón colorado; se come con la harina). Y así crecía mucho.
La niña ya estaba junkarapai (lista para la fiesta de la iniciación, al llegar su primera menstruación) y, el día en que la iban a encerrar en el cuartico dentro de la casa, ella contó del animal que estaban alimentando en el monte. El papá fue a mirar qué era y como lo encontró muy grande, lo trajo y le hizo un charquito en el patio. Y allí lo alimentaba, llamándolo con un tamborcito para que saliera. Con los días, Je crecía y el charco era más grande y con más agua.
Un día, el papá y la mamá se fueron a conseguir carne para la fiesta y le dijeron al niño que no fuera a tocar el tambor porque Je se lo comía.
El niño se aburría y como no podía hablar con la niña encerrada, tocó el tambor. Je salió y él se asustó y le dio un poquito de comida. Y así otra vez. A la tercera, Je se salió del agua y se comió a los dos niños.
Cuando llegaron los papás, encontraron que el agua del charco corría como una quebrada. Los niños no estaban y en el salón sólo quedaban el chokó (cántaro de barro para la chicha), vaciado, y el vestido nuevo de la niña, mojado.
Se salieron al patio a llorar y como era noche de luna llena vino Jinopotabar a preguntar qué pasaba. Le contaron y pidió unos palitos secos y dijo que se iba por los niños, que estaban vivos.
Se tiró por la quebrada hasta que alcanzó a Je que ya iba por el río. Con los palitos le molestó la cola hasta que le hizo abrir la boca y se metió por ella. Llegó a la barriga y allí estaban los niños sufriendo con hambre y frío. Con los palitos hizo un fuego para que se calentaran. Con un cuchillo hecho con las pinzas de un cangrejo fue cortando a Je y sacó a los niños, llevándolos a los papás. Y se hizo la fiesta de la iniciación.
Je, muerta, flotaba en el río volteada boca arriba. De la boca le salía un humo que subió al cielo y formó las nubes.
De los pedazos, a medida que bajaba, fue poniendo nombre a todos los lugares, fue nombrando: aquí queda Jeguada, aquí Jebanía y así en todas partes de cada quebrada. Hasta que llegó al mar.
Rosa Elvira termina la narración y su cara, iluminada a ramalazos por la oscilante luz del mechero de petróleo que cuelga de una pared, se distiende en una gran sonrisa. “Así le acabé todo”, me dice.
EXPLICANDO CÓMO SON LAS COSAS
Hay cosas que no me quedan claras y discutimos hasta tarde. Varias veces Rosa Elvira tiene que recordarme otras historias para que yo entienda, otras veces me argumenta que “mi mamá contaba así”. Al final, redondeo unas ideas cuando ya casi nos vence el sueño. Y ella muestra su acuerdo.
Rosa Elvira piensa que hay tres mundos: el de arriba (bajía), donde están Carabí (la luna y padre de Jinopotabar) y Ba (el trueno); este, que es la tierra (egoró), donde viven los embera; y el de abajo (aremuko o chiapera), al cual se llega por el agua y donde viven los dojura, Tutruica, Jinopotabar y los antepasados y se originan los jaibaná (sabios tradicionales). Jinopotabar los une a todos y puede pasar de uno a otro con su trabajo, pues es cure, sabio, jaibaná.
Este mundo tiene también tres partes, tres órdenes: el del monte, el de la tierra, donde viven los embera en las orillas de los ríos, y el del agua. Estos tres componentes se equivalen y relacionan con los tres anteriores. Así, sus términos extremos, monte y río, son las vías de comunicación con el mundo de arriba y el de abajo, respectivamente. Por eso Jinopotabar va al monte cuando quiere ir a la luna que navega por el cielo en su canoa, y al río cuando quiere alcanzar el mundo de abajo.
El agua viene del mundo de abajo y brota en los nacimientos de las quebradas. La selva viene de arriba; en un principio, el jenené (árbol originario) tenía sus raíces en el cielo; por eso ahora, aunque crece en la tierra, el monte se eleva hacia el mundo de arriba. Pero agua y selva no están separados. Los nacimientos de los ríos están arriba, entre el monte y, en su origen, toda el agua del mundo estaba encerrada en el jenené que Carabí tuvo que derribar para liberarla y ponerla, junto con los peces, a disposición de los hombres.
La jepá, boa mítica, también viene de arriba, con el rayo y el trueno, y con ella viene el agua de la lluvia, pero cae en la selva y ante niños que están buscando leña. Luego de crecer y escapar, recorre los ríos y quebradas, despedazándose por acción de Jinopotabar, dando nombre a los lugares de habitación de los chamí, podría decirse que distribuyéndolos en los diferentes sitios de las quebradas y los ríos, marcando el inicio de una diferenciación espacial y, por lo tanto, de una territorialidad y del asentamiento de los distintos grupos. Y así hasta llegar al mar. Pero en su recorrido, y luego de muerta, engendra las nubes y, por consiguiente, la lluvia, para completar el ciclo. Los ríos son caminos de culebra.
No basta, sin embargo, con esta inicial diferenciación territorial. Es necesario ocupar el espacio como condición para poder habitar en él mediante su transformación y uso, se le debe humanizar y trabajar. Sólo así puede ser posible la vida y reproducción de los embera.
Para ello, hay que ganarlo en disputa con otros seres de la naturaleza: cangrejos, como relata la historia, culebras, monstruos que viven en el agua, en la selva, en las peñas, en las chorreras, como narran otros relatos. O con otros hombres, como ocurrió durante siglos con los cunas, hasta conformarse la actual delimitación espacial con ellos mucho después de la conquista española.
Esta disputa no es solo tarea de los hombres embera. Jinopotabar, y con él los jaibaná, tienen un papel decisivo en la humanización del espacio, colocándolo a disposición de la gente para que pueda habitarlo. Como hizo Naribamiá, el jaibaná que se volvía humo, quien sepultó y neutralizó a los monstruos que no dejaban vivir a la gente en algunos lugares del Baudó: sierpe, uángano, tigre de agua, peces-fiera (Dogiramá 1984: 173-174). O como hicieron Aba Bibisamá, Achu, Mikisu, Carube y otros que enfrentaron, en el alto San Juan, al dosina (marrano de agua), a sosere (vaca de agua con cuernos azules), a nusí (gigantesco pez con ojos que alumbran), a Costé (enorme serpiente de agua y dueña del oro), a surranabe (otra gran serpiente), a dosata (un felino grandísimo), a alpada (monstruo con forma de oso) y a muchos más, dándoles muerte o haciéndolos retirar para permitir que los chamí se establecieran en esa región. De este modo, el jaibaná aparece en la base de los procesos de apropiación territorial de los embera.
La continuidad de la vida, las diversas formas de cotidianidad implican el mantenimiento de la relación entre los tres mundos y entre los tres órdenes de este mundo, tarea que corresponde fundamentalmente al jaibaná, pero en la que tiene también un lugar el trabajo que los hombres realizan con base en las premisas establecidas por el sabio tradicional.
En este mundo, en la tierra de los embera, no hay diferencias radicales entre los seres y las cosas, todos ellos tienen jai, energías materiales que constituyen la esencia de todo lo existente y que el jaibaná puede controlar y manejar. Los humanos, los animales, los fenómenos naturales, todos tienen jai; entre ellos no se establecen términos de superioridad o inferioridad. El jaibaná es el señor de los jai, de ahí su nombre, y con ellos detenta el poder total.
TRABAJAR ES RELACIONAR
Caza, agricultura y pesca constituyen las actividades básicas del quehacer de los chamí para proveerse de los recursos necesarios para subsistir; asimismo, son las formas de relación con su hábitat.
Poder matar un animal en una excursión de cacería o lograr atrapar un pez no precisan solamente del esfuerzo y la capacidad del cazador o pescador embera, requieren, ante todo, de una “autorización” de las madres o dueños del animal respectivo, pues cada una de las especies lo tiene. Sin su “voluntad”, los animales no se ponen al alcance de los hombres. Y es el jaibaná quien posee el poder sobre esas madres o dueños. Él puede conseguir que los animales de caza y pesca se escondan o puede, al contrario, lograr una abundancia de los mismos.
Un jaibaná muy favorable a los miembros de su grupo garantizará a estos suficientes provisiones de carne, al tiempo que aleja las plagas o animales dañinos. Uno de “mal corazón”, envidioso, puede producir el resultado contrario: someter a sus gentes o a un grupo enemigo a una severa escasez, con lo cual ocasiona, muchas veces, que se alejen en busca de un nuevo hábitat, o que se segmenten, con la huida de una parte de sus componentes para apartarse de su mala influencia. Por este medio, el jaibaná tiene una incidencia importante en los procesos de segmentación social característicos de los embera.
Tal circunstancia constituye, además, un mecanismo de relación ecológica, ya que opera sobre todo cuando se ha dado un considerable aumento de población en un río o sector de río en relación con la cantidad y variedad de recursos disponibles en él. En todos los grupos abundan las historias de conflictos con jaibaná que ahuyentan los animales útiles o atraen aquellos nocivos: vampiros, serpientes venenosas, zancudos o monstruos espantosos, situaciones que ocasionan la separación de un buen número de miembros de la unidad básica, la parentela, en busca de un nuevo asentamiento y restablecen el equilibrio entre población y recursos en un sitio dado.
Monte y río confluyen, pues, en un equilibrio que posibilita la vida humana en el hábitat conquistado a los cangrejos: las orillas de los ríos; cada uno tiene, a su vez, su gran madre: antumiá es la madre del agua, anconé o pakoré lo es de la selva. El jaibaná es también el personaje que sostiene la relación con ellas, neutralizándolas y propiciándolas, pues son temibles, y haciendo que permitan a los embera la utilización de los recursos de sus órdenes respectivos y su vida misma en el lugar donde están establecidos.
Resulta claro, entonces, que no solo la llegada de un grupo embera a una región deshabitada antes, sino también su permanencia en ella una vez que se ha establecido, dependen substancialmente de la relación de equilibrio con su medio, cuyo fundamento descansa en la actividad del jaibaná.
Eso nos explica por qué los chamí denominan kabai a la acción de sus sabios tradicionales, verbo cuyo significado es doble pues, por un lado, tiene el sentido de conocer y, por el otro, quiere decir trabajar, especialmente en relación con trabajar la tierra. Es decir, que el jaibaná participa del trabajo general de su grupo mediante su actividad, la cual constituye el verdadero trabajo y sienta las bases sobre las cuales pueden realizarse las demás formas de trabajo.
Por otra parte, antes de la rocería del maíz debe realizar una ceremonia llamada en castellano “curar la tierra”, tendiente a alejar las plagas y seres que pueden impedir la obtención de una buena cosecha. Esta forma de curación se da también cuando la tierra se ha “dañado”, cuando en un sitio la gente comienza a morir o enfermar en exceso, lo cual significa que el equilibrio entre la gente y la tierra se ha roto y se ha hecho necesario que el jaibaná intervenga con su trabajo para restablecerlo.
MOVIMIENTO Y ORGANIZACIÓN DEL ESPACIO
El equilibrio y la confluencia de los mundos y los órdenes producen la vida cotidiana de los chamí; esto implica un mundo direccionalizado. Lo que pertenece al mundo de arriba debe bajar a este, aquello que pertenece al que está abajo debe subir, ascenso que representa un salir de entre la tierra. La unión de estas dos direcciones, de los movimientos que ellas originan, engendra el mundo embera.
En otra parte (Vasco 1985: 121-125) mostré cómo el movimiento de arriba hacia abajo, el de caer, es el primordial, se asocia con el acto sexual y se expresa con el radical je-. Es decir que el acto sexual se considera como un movimiento de arriba hacia abajo y es el generador por excelencia. Este movimiento produce la concepción, pero únicamente con él no hay todavía producción ni reproducción, otro movimiento debe complementarlo, aquel del nacimiento, el de salir afuera, denominado adaui, término que significa a la vez nacer y salir fuera.
Esta combinación de movimientos aparece repetidamente en los relatos. Así, el árbol de jenené cae al ser cortado y, luego, el agua sale de su interior para dar origen a los ríos y posibilitar la vida de los embera. Igualmente, la jepá cae del cielo en la forma de un gusanito de colores, para luego salir fuera del charco donde ha crecido y de esta manera generar el territorio y diferenciar el espacio.
El radical je- hace parte de conceptos tan importantes como: jepá (serpiente mítica), jedeko (la luna, Carabí), jebé (cangrejo), jenené (árbol originario que contenía en su interior el agua y los peces), jentserá (hormiga conga que escondía el agua a los hombres), jemenede (fiesta de iniciación de las mujeres y que las hace disponibles para la vida sexual y la reproducción física), jea (chontaduro, planta originaria del mundo de abajo y base para la elaboración de la chicha, como el maíz) y otros.
El agua, al mismo tiempo salida del mundo de abajo y caída del cielo, resulta ser el elemento mediador por excelencia, ella enlaza el mundo de arriba y el de abajo, en ella se unen los dos movimientos, el caer y el salir, por eso los ríos son esenciales en el mundo embera-chamí y están asociados con la jepá, dueña del agua y mediadora como ella. El jaibaná realiza su trabajo sentado en un banco de madera que, en la historia de origen del jaibanismo, es una jepá enrollada.
Por eso mismo, en la ordenación del territorio es importante la diferenciación entre dos posiciones: río arriba y río abajo. Hacia arriba, hacia los nacimientos del agua, está el orden de la selva en todo su vigor; se trata de sitios peligrosos, temibles, que casi nunca se visitan, están de parte de lo salvaje, en ellos habita pakoré. Numerosos son los relatos que narran de gentes embera que alcanzaron un sitio de estos, donde encontraron montañas enteras de monstruosos uánganos, los cuales los persiguieron monte abajo hasta que lograron llegar a refugiarse en sus casas. Hacia abajo, hacia las bocanas está el lugar de los hombres, el espacio ya humanizado donde se puede vivir.
No es extraño, entonces, que en el Chamí sea frecuente encontrar una jerarquización de los grupos que viven en las diferentes veredas, según la cual aquellos que están más arriba en el río son vistos y concebidos por los de más abajo como más salvajes, a veces como peligrosos, en evidente contradicción con la realidad que se observa al visitarlos.
Quizá esto esté en la base de la creencia que se encuentra en el Chocó acerca de los llamados indios “cimarrones”, embera que escaparon a los procesos de conquista y colonización refugiándose en las cabeceras de los ríos y quebradas y a los cuales se atribuye el matar a los otros embera y el comer sin sal (Dogiramá 1984: 221-238).
MATANDO A LOS HIJOS DE LAS MADRES DE LOS ANIMALES
En el mundo de abajo, residencia de las madres de los animales, Jinopotabar entra en relación con ellas y obtiene su asentimiento para permitir que los chamí den muerte a los animales necesarios para su alimentación. A su pesar, pues son sus hijos, ellas acceden, con la única condición de que únicamente se dará muerte al número de presas que sean estrictamente necesarias; si los cazadores se exceden, ellas los castigarán y ocultarán a los demás animales, haciendo infructuosas las partidas de caza.
Ésta es también labor del jaibaná: propiciar a las madres de los animales para que permitan que algunos de sus hijos puedan ser cazados y alimenten a los embera. El cazador sabe que, en cambio, debe abstenerse de tener relaciones sexuales desde la víspera de la cacería y que tendrá mayores posibilidades de éxito si evita comer sal o ají, aunque esto no sea tan necesario. Tampoco deberá hablar abiertamente de sus propósitos, pues los jai de los animales de presa pueden escucharlo y esconderse, haciendo inútiles sus esfuerzos por cazarlos.
El cazador se referirá a su partida de caza con eufemismos, diciendo: “mañana (o esta noche) iré a pasear al monte”. En el idioma embera, cazar se dice meauai, palabra que viene de mea = monte y uai = andar, pasear, y no tiene ninguna connotación sexual como ha afirmado Cayón (1975). Una vez en el monte, y cuando se trata de varios cazadores, tampoco se referirán a los animales por sus nombres propios, sino que usarán sinónimos que oculten sus verdaderas intenciones.
Los embera prefieren cazar de día, aunque algunos animales particulares de hábitos nocturnos, como el mumuri (perro de monte), se atrapan en la noche; pero siempre en sitios cercanos a los tambos y no adentro de la espesura. Para cazar otros animales nocturnos se utiliza un variado número de trampas, las cuales son revisadas cada día después de clarear.
Durante sus recorridos, los chamí perciben muchas veces, en las cercanías de los sembrados, huellas de una guagua, un armadillo u otro animal nocturno, los cuales emplean siempre los mismos caminos (rastros) para acercarse a las rocerías o prefieren comer en un mismo lugar (comederos). El cazador reconoce minuciosamente el camino para encontrar la madriguera del animal y así atraparlo mientras descansa en ella durante el día. Si no la encuentra o se trata de una cueva muy profunda, preparará una trampa.
Primero y durante unos días establecerá un cebadero; para ello coloca comida al alcance del animal en un sitio que selecciona cuidadosamente, así se asegura de su presencia y de su recorrido nocturno por el camino detectado. Y montará la trampa en un lugar favorable del mismo.
Ésta puede ser un aro de lazo que se arma con un nudo corredizo y atraviesa el camino a la altura de la cabeza del animal (por eso es tan importante saber de qué animal se trata); luego de pasar por un palo alto a manera de polea, el lazo se tranca con un seguro que puede saltar con facilidad; su extremo se amarra a un tronco grueso y pesado que se coloca sobre unos palitos que lo dejan caer al menor movimiento. El aro se disimula bien untándolo con tierra y tapándolo con musgos, ramas, etc. y cuidándose de que no quede en él el olor del hombre. El animal, al pasar por el camino, mete la cabeza en el lazo y tira al sentirse cogido, así cierra el aro, suelta el seguro y hace caer el tronco; este tira del lazo y levanta al animal, ahorcándolo o, al menos, impidiendo su huida. Al día siguiente, el cazador lo rematará, si está vivo, y lo llevará a su casa.
Otra trampa consiste en un palo grueso y pesado o en una especie de plataforma de madera que sostiene una o varias piedras bien pesadas que se suspenden sobre el camino que debe recorrer el animal. Si la ruta va por lo plano, se excava una zanja o se hace una especie de túnel con palos para hacer que el animal pase por el sitio preciso donde se ha armado un disparador, que se acciona cuando el animal lo pisa o lo mueve y deja caer el peso para que lo aplaste. El túnel o zanja, además, impiden que la presa, si ha quedado viva, pueda escapar arrastrándose con cierta facilidad.
De origen más reciente es la llamada zapa, consistente en una pistola que se arma a un lado del camino y apunta hacia el mismo a una altura que dependerá del tipo y tamaño del animal que se esté “puestiando”; en el camino se arma un disparador atado al gatillo de la zapa, el cual es accionado por el paso del animal, disparándola. Su éxito depende mucho de la suerte, porque si el animal no muere, puede escapar herido, cosa que depende del lugar del cuerpo donde reciba el disparo.
Para animales más grandes, danta, saíno, tatabra, jaguar, es posible pero poco usual construir una trampa formada por un foso de alguna profundidad que se excava en medio del camino o cerca de un cebo preparado con anticipación. El animal no percibe su boca porque está cubierta con ramas y hojas, y cae en él, sin poder salir hasta que llega el cazador para darle muerte. También es posible clavar en el fondo aguzadas varas de chonta o guadua para que el animal caiga sobre ellas, se atraviese y muera.
Pero, entre todas las formas de cacería, la preferida es aquella que implica la búsqueda y acecho de la presa, el enfrentamiento directo con ella y su persecución si queda herida. Es entonces cuando el embera rebosa de felicidad. Este tipo de cacería da lugar a que se sucedan durante mucho tiempo interminables conversaciones para relatar, una y otra vez y minuciosamente, todos los pormenores del suceso, salpicadas con todo tipo de comentarios del cazador, los miembros de su familia y los visitantes que participan de la charla. Muchas de estas narraciones de cacería perduran y, pese al correr de los años, se narran como si hubieran ocurrido poco antes. Otras van más allá de sus propios protagonistas y se cuentan de boca en boca, difundiéndose hasta alcanzar lugares muy alejados del sitio donde tuvieron lugar.
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DIENTES Y BOCA SE PROLONGAN PARA CAZAR
El instrumento preferido para la cacería es la bodoquera o cerbatana, arma perfecta y adecuada para sus objetivos; es simple, silenciosa, mortal, y se elabora exclusivamente con materiales que se hallan en la selva misma. Para su fabricación se usa madera de palma de chonta, dura, fina, liviana y que no se tuerce con facilidad.
Uno podría pensar que su longitud, entre 2.50 y 3.50 metros, sería su único defecto, pues la haría difícil de manejar entre el monte. Pero esta idea se desvanece en cuanto se ve a un embera con su bodoquera correr velozmente por entre la selva en pos de una presa herida que escapa a toda velocidad, sin que el arma se enrede o tropiece contra los árboles dificultando su carrera.
En río Azul, Benito va a fabricar una cerbatana para Rafael, su sobrino, quien se la ha encargado. Se va monte arriba en busca de una palma de macana bien jecha que tiene vista desde hace días. La tumba, escoge el mejor pedazo y lo trae a la casa. En el patio, lo corta en trozos rectos de la longitud adecuada y sube dos de ellos al corredor delantero de su tambo, mientras guarda los otros sobre las vigas del techo.
Con su machete va tallando cada una de las partes en forma ligeramente troncocónica, siguiendo el adelgazamiento natural de la chonta. En el extremo más delgado de una de las mitades talla una especie de cresta que servirá como mira para apuntar. Luego pule ambos pedazos hasta que ajustan perfectamente por sus caras planas; para ello, los frota uno contra otro durante horas con una arena muy fina y agua como abrasivos. Al oscurecer, su tarea está aún inconclusa y debe continuarla al día siguiente.
Cuando por fin están listos, procede a trabajar el canal central por donde deberá correr el dardo al ser disparado. En cada uno de los extremos de una especie de mesa que tiene en el corredor, y a una distancia ligeramente mayor a la longitud de la bodoquera, clava bien rectos dos clavos separados entre sí por una medida que es la del diámetro que deberá tener el canal, asegurándose de que la medida sea bien exacta. Luego toma un hilo muy delgado de fibra del monte, lo ata bien tenso entre los cuatro clavos y se cerciora de que su altura en cada clavo sea la misma, más o menos en la mitad de la parte que sobresale de la mesa. Entonces, lo unta con una tierra blanco-amarilla húmeda.
Coge uno de los dos pedazos tallados y lo amarra sobre la mesa con la cara plana hacia arriba, puesto entre los dos pares de clavos y centrado respecto al rectángulo formado por el hilo. Con cuidado baja los hilos en los clavos hasta que quedan tocando la superficie de la chonta. Con dos dedos levanta el hilo de un lado, lo tensa y lo suelta, éste golpea sobre la chonta y la marca longitudinalmente con una línea de tierra. Repite la operación con el otro hilo y una nueva marca, paralela a la anterior, queda sobre la madera. Con ello, delimita completamente el canal central. Después perfora y desbasta con la punta del machete.
Para emparejarlo y pulirlo, pasa por él, repetidamente, un palo de la misma chonta, frotándolo con arena y agua en un trabajo que dura tres días, hasta dejarlo liso y brillante. El segundo día, una de sus esposas, la más joven, se asoma al corredor para hablarle y Benito le grita enfurecido hasta que ella se entra. Pregunto qué sucede y él me explica que las mujeres no deben ver cuando se está haciendo el canal de la bodoquera; si lo hacen, ésta no tendrá puntería; lo mismo ocurre si una de ellas mira por el agujero después de terminada el arma. Repite la misma tarea para la otra mitad, hasta que considera que el canal tiene el diámetro y el pulimento adecuados.
Encaramándose en el zarzo, Benito baja algo que guarda envuelto en hojas de biao y lo acerca a las brasas del fogón. Me dice que es berea, cera de abejas para pegar las dos partes. Las unta con la cera casi derretida, cuidando de no obstruir el canal central, y las une haciendo presión.
Trae una cinta de “cáscara de bejuco” y la envuelve toda, comenzando desde el remate de la mira, a unos 7 centímetros del extremo más delgado, hasta llegar a unos 5 centímetros del extremo más grueso o boquilla; la cinta se amarra en espiral de tal manera que cada vuelta monte sobre la mitad de la anterior; al terminar, pega con cera su remate. La cerbatana queda lista para disparar. Benito comenta que la puntería y el alcance dependen de la longitud y de que haya quedado completamente recta.
Por eso hay que guardarla acostada sobre las vigas del techo o parada bien derecha en un rincón, con los dos extremos tapados con tacos de hojas para que no entren basuras, hormigas, cucarachas ni arañas.
Los proyectiles son dardos cilíndricos tallados a machete en astillas de la misma chonta, si son para animales grandes y de piel gruesa, o en guadua, si son para animales pequeños y aves. Su forma es ahusada, con el diámetro mayor a dos tercios de la longitud desde la punta. Esta es aguda y, si va a usarse con veneno, se le talla una muesca en forma de rosca para que se quiebre por ahí y quede dentro del animal en caso de que este pretenda arrancársela, como hacen algunas variedades de micos (el cariblanco, por ejemplo), o huya por entre la espesura, estregándose contra la vegetación; así, el veneno puede continuar su trabajo.
La longitud de la flecha se mide desde el codo hasta la muñeca, pero lo usual es medir con otra que se tenga ya hecha. Una vez terminada, se la observa cuidadosamente, enderezando una y otra vez hasta que quede recta por completo. En el extremo opuesto a la punta se le envuelve lana de balso en forma de un cono, con la base hacia el extremo, y se la amarra con una fibra silvestre. Este envoltorio consigue el ajuste perfecto del dardo dentro de la bodoquera.
El carcaj se talla en un palo de guadua, con una tapa del mismo material y que ajuste estrechamente para que el interior se mantenga seco y los virotes no se tuerzan ni se humedezca la lana. Las flechas se cargan con la punta hacia arriba.
Dentro del carcaj se carga también un chuzo de guadua en forma de puñal, que se utiliza para extraer el veneno de la rana. El carcaj se lleva colgado al cuello mediante una tira larga, sobre el pecho cuando se busca la presa, hacia la espalda cuando se la persigue.
Amarrado al mismo va un calabazo seco cuyo interior se ha vaciado para llevar en él la lana de balso. Ésta puede ir también en una bolsa de tela de corteza de árbol que se impermeabiliza con una gruesa capa de látex de caucho; para que de forma, se llena con ceniza o granos de maíz antes de untar el látex, vaciándola una vez que este se seca. Las fibras para amarrar la lana se llevan atadas al recipiente de la misma.
Por último, se lleva enrollado un bejuco fino y elástico de largo mayor que el de la bodoquera; en un extremo se le adelgaza una punta, en el otro se amarra una porción de lana envuelta en una tela o en una hoja resistente; con él se limpia el canal del arma pasándolo de un lado al otro, pues hasta la más pequeña basurita obstaculizaría un disparo eficaz.
El veneno que se utiliza en las flechas se extrae de la rana kokoi, que habita en las zonas más húmedas y espesas de la selva. Una vez que dispone de un número suficiente de dardos, el cazador va al monte en búsqueda de la rana y, al encontrar una, la coge con una hoja de biao, nunca con la mano, le entierra el chuzo por el ano en forma oblicua hasta que alcanza una de las patas delanteras, con una fibra vegetal amarra las patas traseras a los extremos de la cruz o mango del chuzo, dejando la rana completamente estirada. Esta comienza a exudar un líquido espeso y blancuzco por su lomo, en el cual se untan las puntas de las flechas mediante un movimiento giratorio. Y se dejan secar antes de guardarlas de nuevo. Al terminar, se desata la rana y se bota en el monte. Ni la rana ni el veneno se llevan nunca a la casa, pues este perdería su efecto.
La fuerza del veneno, que mata por parálisis muscular total, dura mucho tiempo. Antes de salir a cazar, se comprueba untándolo en la punta de la lengua, donde debe producir escozor. Si no pica, está pasado. Si se siente débil, es posible devolverle su fuerza enterrando la punta de la flecha en ají picante maduro.
El veneno obra rápidamente, dando poco tiempo para que el animal escape. Si éste es muy grande puede ser preciso flecharlo otra vez para que muera. Cuando se ha recuperado el animal, se espera un tiempo a que el veneno “se recoja” de nuevo en el sitio de la herida y se saca la punta de la flecha; el pedazo de carne envenenado, de color morado negruzco, se corta y se tira en el monte.
Cuando el cazador se ha acercado a su presa lo suficiente, imitando su voz para que no desconfíe y escape, introduce un dardo en la bodoquera mientras se coloca dos o tres más detrás de las orejas o enredados en el pelo. Lleva el arma a la boca, sosteniéndola con la mano izquierda por debajo, a unos 15 centímetros del extremo, y la empuña de la boquilla con la derecha para cerrar totalmente la posibilidad de que el aire se escape. Con la punta de la lengua cierra el extremo del canal y se llena la boca de aire, aparta la lengua y sopla y el aire lanza con fuerza la flecha hacia su blanco.
Si el tiro es exitoso y se clava bien, el animal comienza a perder fuerza y a caer; el cazador grita de alegría. Si la presa huye, el cazador corre detrás, buscando flecharla de nuevo o esperando que muera sin que se pierda entre la maleza; mientras avanza veloz siguiendo el rastro, grita también para darse ánimo. Está en su elemento.
En el momento del disparo, boca y boquilla se unen estrechamente haciéndose una sola, fundiéndose en una boca poderosa cuya fuerza se multiplica con la longitud del arma. Así salen los dardos, impulsados fuertemente, a clavarse en su presa, a morderla para inocularle el veneno. Por eso, los embera los denominan ukidda, dientes de la bodoquera, prolongación de los dientes del hombre más allá de su alcance normal, pero también dientes creados por la cultura.
La carne que se obtiene con flecha envenenada debe cocinarse sola, sin mezclarle sal ni revuelto (plátano u otros alimentos), de lo contrario todo el veneno del cazador perdería su poder. Una vez que se cocina, ya es posible revolverla con otras comidas y salarla.
Aun donde la caza ha disminuido, escasean los animales y la agricultura se ha hecho la principal actividad de subsistencia, la primera sigue siendo el tema de interminables conversaciones, fuente de animados comentarios, señalando el papel que continúa teniendo en la mente de los embera.
En su trabajo, el cazador respeta a las madres con crías y a las crías mismas; prefiere, si es posible, a los machos adultos, para asegurar la reproducción de la especie; de este modo vela porque los animales no escaseen y mantiene una relación de equilibrio con ellos. Todavía vive entre los chamí el “espíritu del cazador”.
CULTIVANDO LA ESENCIA DEL SER EMBERA-CHAMÍ
La actividad agrícola de los embera-chamí se centra fundamentalmente en el cultivo del maíz, base de su alimentación junto con el plátano y el chontaduro.
Su forma de trabajo es la rocería itinerante en ciclos, cuya duración depende de las condiciones del sitio donde se ha derribado el monte y, por tanto, del plazo para su reconstitución, en todo caso no antes de siete o nueve años después. Cuando hay tierras suficientes, el desmonte se hace siempre en la selva, buscando lugares que no estén muy alejados de una corriente de agua aunque puedan estarlo con respecto a la vivienda, a veces a varias horas de camino de ella; así se preserva la selva.
Cuando la colonización blanca y el poder terrateniente van estrechando la cantidad de tierra disponible, se roza en el rastrojo, sin esperar a que los árboles hayan tenido tiempo de crecer, pero se sabe que la productividad no será muy alta. Tampoco es el ideal.
Cuando llega el momento de iniciar la rocería, los chamí ubican en el monte un sitio que ya han seleccionado previamente durante sus expediciones de cacería, después de sopesar con cuidado ventajas y desventajas. Se toman en consideración: cercanía o lejanía del tambo, ubicación respecto al sol, pendiente y humedad del terreno, clases y tamaños de los árboles, formas y vías de acceso, fauna, presencia de monstruos y muchos otros factores. También la cantidad de semilla de maíz disponible incide en la decisión final. Esto implica visitar el lugar varias veces durante el tiempo anterior a la época de cultivo.
El día en que se va a comenzar el trabajo, ya bien avanzado el verano, hombres, mujeres y niños se trasladan al lugar elegido para dar inicio a la derriba del sotobosque, plantas y arbustos más bajos y pequeños árboles no muy gruesos. Los hombres comienzan a tumbar en la parte inferior del terreno y avanzan hacia arriba con el tajo que corresponde a cada uno. No se acostumbra que las mujeres participen, pero sí los jóvenes capaces de manejar el machete. Mujeres y niños, entre tanto, se dedican a la recolección de leña, frutos silvestres y pequeños animales, y a la preparación de la comida.
El trabajo avanza con rapidez mientras se tiene cuidado con las culebras venenosas y otros bichos semejantes. Un hormiguero de negras y grandes hormigas congas (jentserá) puede encontrarse en medio del terreno y la primera víctima de sus terribles picaduras, que provocan dolor intenso y fiebre, avisa a los demás para que se prevengan, provocando la desbandada de quienes están más cerca. Es posible, incluso, que se suspenda el trabajo alrededor de la zona afectada mientras las hormigas se calman o se las ahuyenta con fuego. Esta etapa se llama socola y se considera como muy fácil, pero no por ello es menos imprescindible para el resultado de la cosecha.
La rocería propiamente dicha tiene lugar cuando se acerca la temporada de las lluvias. Es un trabajo muy duro y, por ello, exclusivo de los hombres adultos conocedores del sistema de derriba, para los cuales, no obstante su saber, es peligroso.
Uno o dos días antes, hombres, mujeres y niños mayores han regado el maíz al voleo, llevando los granos en canastos de cuerpo ancho y boca estrecha llamados impurr e impurrú (este considerado femenino, masculino aquel). Cada persona avanza por el espacio que le corresponde, saca un puñado de semilla y la esparce en frente suyo con un movimiento del brazo en abanico, yendo de izquierda a derecha. Hay que tener buen pulso para que el grano quede regado uniformemente en todo el campo. Los chamí son enfáticos en aclarar que el maíz no se siembra sino que se riega; no se hiere a la tierra obligándola a recibir el grano; si lo desea, ella lo acepta una vez cae sobre su superficie.
Comienza la rocería. Los más sabios, hombres ancianos de experiencia, van marcando los árboles y el orden en que se deben trabajar. Estos no se derriban del todo; con hachas y machetes, afilados como navajas, los hombres les hacen una entalladura en el sitio y a la altura indicados. Y avanzan hacia arriba. Algunos árboles no necesitan ser tocados; por sus características y ubicación caerán arrastrados por los demás.
Cada uno de los más gruesos y altos que se encuentran hacia el centro y la parte superior de la rocería es objeto del trabajo de dos hacheros que golpean con armonía. Los más conocedores coordinan el trabajo de todos y precisan tener una visión de conjunto de toda el área que se pretende derribar, así como de su estructura, según los tamaños relativos de los árboles, su especie, sus peculiaridades. Deben tener muy clara la manera como las ramas están entrelazadas, la forma como la maraña de bejucos ata a unos árboles con otros, el tamaño y la disposición de las ramas más grandes, su inclinación y ubicación con relación a la pendiente, la disposición de unos árboles respecto de los otros.
Cuando todos los árboles del corte han sido trabajados adecuadamente, sin que ninguno de ellos haya caído todavía, se inicia la tarea de cortar los árboles claves, aquellos que al derrumbarse han de arrastrar a todos los demás en una gigantesca y estruendosa cadena de colosos que caen.
Se trabaja en acuerdo para que todos caigan a un tiempo. Cuando empiezan a inclinarse, los chamí corren a sitios seguros, aunque no deja de haber ocasiones en que alguno de los gigantes arrastre en su caída a un árbol no elegido y este golpee y hasta hiera a alguno de los rozadores. Cuando se voltean, un estruendo pavoroso va creciendo y avanzando como una ola mientras todo el monte parece precipitarse a tierra. Por todas partes vuelan hojas, ramas, basura, pájaros; los animales y los hombres gritan.
A veces, algún árbol se resiste a caer, balanceándose mientras los otros lo golpean, lo empujan, lo tiran en su loca caída, hasta que, finalmente, él también cae vencido. Si la roza es perfecta, un gran boquete queda en la selva una vez que pasa el estruendo.
Es posible que un árbol no caiga, haciendo necesario completar el corte para derribarlo. También alguno puede quedar recostado contra otro que, sin abatirse, ha impedido su caída. Solo los mejores se atreven a acabar de derrumbarlo, pues es muy peligroso.
Al terminar, en toda la extensión de la rocería solo queda una espesa palizada, rota, a veces, por algunas palmas o árboles valiosos, pues estos no se tumban. Una gruesa capa de árboles, ramas, bejucos entrelazados cubre los granos de maíz, en una trabazón inicialmente intransitable; en poco tiempo, caminos aéreos marcados por encima y a lo largo de los troncos caídos permitirán el tránsito en las direcciones deseadas.
Este sistema de rocería sin quema se adecua a la perfección al cultivo entre la selva, en una zona caracterizada por sus altas precipitaciones pluviales. Regar los granos en lugar de sembrarlos evita que se afloje el suelo, cosa que facilitaría la erosión dadas las violentas y prolongadas lluvias. Entre la hojarasca y los arbustos tumbados en la socola, el maíz y la tierra quedan.
Si se quitaran o quemaran los árboles derribados, el suelo quedaría descubierto y los aguaceros arrastrarían rápidamente la no muy gruesa capa vegetal, formando verdaderos ríos en la pendiente. Bajo la protección de la palizada, el agua lluvia no lo golpea directamente sino que escurre desde los árboles que la reciben y que con sus troncos y ramazón forman verdaderos paraguas. Tampoco el sol, muy fuerte cuando brilla, puede ejercer su acción directa, secando y quemando el suelo, sino que transmite el calor necesario para que las semillas germinen, al tiempo que se conserva la humedad.
La palizada evita la entrada de los pájaros que se comerían los granos, protegiéndolos mientras las plantas nacen y enraizan. E impide, o al menos obstaculiza, la presencia de depredadores que consumirían buena parte de la cosecha.
Esta capa de vegetación, que se descompone lentamente, abona poco a poco el suelo y transmite sus nutrientes a la planta, fertilizándola. También suministra leña durante varios meses. De igual manera, hace innecesarias las deshierbas, pues hace más lenta la proliferación de malezas que competirían con el maíz retardando su crecimiento y desarrollo. Lo anterior no impide que, cuando llega el momento de la cosecha, la rocería parezca un rastrojo impenetrable que se niega a entregar sus frutos. Para recoger el maíz, las mujeres deben ir provistas de machetes para abrirse paso y de garabatos para alcanzar las mazorcas más altas e inaccesibles, constituyéndose la cosecha en un trabajo arduo, cansón y hasta riesgoso.
De ahí que Rosa Elvira recuerde con nostalgia la época de los orígenes, cuando Jinopotabar y Betata hacían la rocería en lugar de los hombres y también, esta última, los trabajos de las mujeres.
OTRA VEZ LAS HISTORIAS
Así mismo, Rosa Elvira relata la historia de Betata, de los orígenes de la producción del maíz mediante la rocería y de todo el complejo de elementos materiales y conceptuales que se sustentan en esta planta y sus alimentos derivados para reproducir las características esenciales del ser embera-chamí (Véase la historia de Betata en el texto antrior La cerámica en el mito y en el pensamiento embera). Historia que también expone los principios básicos de su cosmovisión sobre este tema, los cuales presento a continuación.
LOS BEMBERA
La chicha es una de las más importantes formas de consumo del maíz por parte de los chamí.El maíz mismo fue robado por los hombres en el mundo de abajo, a donde pertenecía, o en el de arriba según cuentan otras historias.
En su trabajo, denominado “chicha cantada”, el jaibaná consume esta bebida mientras canta invocando a los jai para que vengan a ayudarle. Ellos llegan, beben la chicha y hacen fiesta.
Su fermentación se hace en los chokó, cántaros de barro con formas de seres humanos que son los ancestros, los primeros embera. La gente dice que solo estos antepasados pueden hacer la chicha; los hombres de hoy no pueden y por eso las mujeres fabrican los cántaros-ancestros para que estos la hagan.
En la fiesta de iniciación de las mujeres, aquella que las hace aptas para casarse y reproducir a los chamí, la niña es encerrada en un pequeño cuartico dentro del tambo, allí es encerrado también un chokó mandado hacer especialmente para la fiesta, y la niña pasa su tiempo adornándose y adornándolo. Cuando el encierro termina, hombres jóvenes bajo la dirección de los ancianos sacan cántaro y niña y los pasean en andas mientras bailan por toda la casa. Rosa Elvira me dice que el chokó “es la primera princesa de la fiesta, la niña es solo la segunda princesa”.
Este cántaro contiene la chicha en su “barriguita”, como la mujer lleva a su hijo en el vientre. La niña guarda el chokó de su fiesta y lo lleva consigo cuando se casa. Con él, es completa, puede reproducir a los embera-chamí. Ella les da la vida. El chokó, por medio de la chicha, les da la esencia del ser embera. Chokó y mujer conforman una unidad que reproduce a la gente embera-chamí.
Por eso, una mujer del río Machete, afluente del Garrapatas, me decía que los antiguos eran los Bembera; es decir, que eran los Be-embera, de be = maíz y embera = gente, gente del maíz (Vasco 1987a: 87-92).
VIVIR ES CONOCER Y ES HACER
Así son los chamí, así se relacionan con su mundo para vivir. Hemos visto cómo a través de su larga experiencia han desarrollado un amplio conocimiento de su medio: la selva superhúmeda de montaña, viéndola como una unidad orgánica, viva; conocimiento que han sistematizado y que expresan en sus mitos. Para que la selva persista y les permita vivir en ella deben tratarla como lo que es, un todo cuyos elementos están siempre en relación. Agua, vegetación, animales de selva, río y aire se interinfluyen y se transforman unos en otros en un ciclo de intercambios siempre repetido, el de la vida.
Los chamí se ven a sí mismos como integrantes de ese todo. Y sus actividades como seres humanos no son otra cosa que una parte de las variadas interacciones que ocurren en su seno, por eso deben regirse por sus leyes. Pero una parte diferenciada, pues hay conciencia de que ellos son hombres y no naturaleza, ya que su esencia proviene del maíz, planta domesticada, que el hombre robó de la naturaleza, del mundo de abajo, y que produce hoy mediante el trabajo de la rocería.
Pero el mundo no es algo inerte, al contrario, está animado. Por doquier están presentes los dueños o madres, los monstruos, los jai. La relación con el medio pasa, entonces, por la relación con estos seres. Se hace necesario conocerlos, respetarlos, temerlos, propiciarlos y hasta combatirlos.
Es preciso, pues, que exista un elemento especial, en parte humano, en parte natural, para que haga de puente, para que sea el mediador que relacione o dirija la relación entre humanidad y naturaleza. Éste es el jaibaná, ser completo, a la vez anclado en los dos campos, verdadero hombre (Vasco 1985: 145-146).
En la medida en que el mundo de los embera resulta de la confluencia equilibrada del mundo de arriba y el de abajo, se hace necesario mantener tal equilibrio en la vida cotidiana. Por esa razón, las acciones productivas de los chamí se dan en un marco de prescripciones, provenientes unas de las conductas y enseñanzas de seres como Jinopotabar y Betata, que el mito recoge, venidas otras de la actividad e indicaciones del jaibaná, todas tendientes a que los chamí se relacionen con el mundo en sus diferentes órdenes de acuerdo a cómo es el mundo, a cómo ha sido conocido. Su “sentido ecológico” no se reduce, entonces, a un conjunto de técnicas de manejo del medio, sino que éstas son inoperantes por fuera del marco conceptual que las soporta. Se trata de formas de mantener una relación vital con un mundo del cual hacen parte.
Con base en ellas, se desarrollan los procedimientos derivados directamente de la experiencia y conocimiento inmediatos del mundo y de su medio, sus técnicas de producción y uso de instrumentos, sus sistemas de adecuación de la selva para la producción agrícola, sus formas de pesca y de cacería. El conocimiento es vida si, y sólo si, se convierte en un hacer normado por la tradición, es decir, por el conocimiento acumulado a través de las generaciones, contenido en el mito, aplicado por el jaibaná.
Cada trabajo tiende a reproducir el mundo como es, y a los chamí en medio de ese mundo como ellos son, con su esencia en parte derivada de la naturaleza, pues de ella viene el maíz, en parte producida por ellos mismos, pues se trata de una planta cultivada, aunque para transformarla en chicha deben recurrir a los ancestros, también en parte fabricados por los embera, pues ellos hacen los chokó. Así, tanto el maíz como los chokó y el jaibaná hacen parte a un mismo tiempo de la naturaleza y la humanidad. Y, como consecuencia, si siguen la tradición, los embera-chamí comparten esta esencia dual, siendo naturaleza, pero naturaleza humana, naturaleza embera, hombres del maíz.
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