Otra zona de habitación embera que conserva rasgos importantes de su tradición es la del río Ichó-La Carretera, en el Chocó. Aunque sería mejor decir que los conservaba, pues en los últimos años ha sido casi por completo arrasada por la acción de guerrilleros y paramilitares, quienes se han enfrentado en ella, despoblándola, bien por haber dado muerte a sus ocupantes, bien por el desplazamiento de los sobrevivientes; destino que ha alcanzado también a las demás comunidades llamadas de la carretera, partes constituyentes del grupo humano al que me estoy refiriendo, pues sus distintos asentamientos conformaban un sistema de aprovechamiento del medio con base en su diversidad; sistema que implicaba así mismo un ir y venir de la gente embera de un lugar a otro, como se observa en el siguiente texto que ocurría entre los asentamientos del Ichó y El Veintiuno.
DEARÁ: LA CASA DE LOS HOMBRES
[Publicado en Pablo Leyva (ed.): Colombia Pacífico. Tomo 1, Fondo FEN Colombia, Bogotá, 1993, p. 354-361]
Julio y Rosa Emilia, su mujer, me acompañan desde el caserío de El 21, en la carretera que une a Quibdó con El Carmen de Atrato, hasta el río Ichó. Remontamos un suave camino, que sale desde el chorro del agua de esa comunidad de 13 casas, hasta llegar al alto, bajamos y rodamos por entre barro rojo y piedras hasta la quebrada Mumbaradó y descendemos a pie por su curso de lisas piedras blancas hasta llegar al sitio en que se hace navegable.
De entre unos matorrales de la orilla, cercanos a una casa que parece deshabitada de momento, Julio saca una champa; la abordamos y navegamos por las aguas de Mumbaradó, que se hacen de un amarillo cada vez más oscuro hasta alcanzar casi el negro. De pronto, luego de una curva, desembocamos en un río ancho, lleno de piedras, de corriente accidentada, intensamente azul; “es el Ichó”, anuncia Julio.
A fuerza de palanca lo vamos remontando en la champa, pero está muy seco y hay que bajarse y seguir a pie. Después de una hora de incómodo camino por las piedras de la playa arribamos al tambo (de, en embera) de Gustavo.
Es una construcción muy bella, toda de palma barrigona, llamada también buchona o meme (“Dictyocaym platysepalum”), cuyo piso se alza a unos dos metros del suelo arenoso apoyado sobre 24 vigorosos pilotes. Se encuentra a una veintena de pasos de la playa del río, sobre una orilla alta que la pone fuera del alcance de las inundaciones y crecientes. Y allí, a unos pocos pasos tras ella, está la selva. Varios caminos parten de la casa en distintas direcciones y se pierden entre los árboles.
De planta casi circular, está cubierta por un techo cónico de hojas entretejidas de palma de panga, que en otros lugares son de kuabel, jicría, tokeri, amarga, koroba o dokitúa, que se sostienen, dobladas por la mitad, de dieciséis aros horizontales de buchona, colocados a unos 20 centímetros unos de otros, alrededor de doce cuartones inclinados; el extremo superior de estos se apoya en el remate de un monumental poste central que, profundamente anclado en el suelo, se levanta hasta el vértice del techo. Esta cubierta llega hasta cerca de un metro del piso, lo cual permite que no se construyan paredes para que el aire pueda circular libremente y, al mismo tiempo, haya protección contra la humedad, la lluvia y el viento excesivos. Cuando se techa, las hojas se colocan de abajo hacia arriba, superpuestas, conformando una capa protectora que no deja pasar el agua, además de que la fuerte inclinación del techo hace que esta escurra con rapidez cuando llueve.
El ápice del entechado es puntiagudo y remata en una cerámica invertida que lo cierra, dando al conjunto, cuando se lo mira desde el Ichó, una línea hermosa y elegante.
Nos acercamos por un caminito que sale de la playa y subimos por la escalera hecha de un solo tronco grueso, con muescas que sirven de escalones y que remata en una cabeza humana ligeramente inclinada, que parece descansar dormitando, tallada en el mismo tronco. Detrás de nosotros trepan y entran también los perros.
Al subir, nos encontramos sobre una gran plataforma que no presenta ninguna división interna; es negra y brillante, hecha de esterilla de palma barrigona, aunque a un costado se ve un “parche” de tiras de madera de chontaduro (“Bactris gasipaes”). Como tampoco hay mobiliario, el gran salón se me antoja ilimitado.
Julio me dice que entre los waunaan del medio y bajo San Juan el piso del tambo se hace diferente: “ellos no son como embera”. Allí se construyen varios niveles: un cuadrilátero central más bajo y en dos o tres de sus lados hay plataformas más altas empleadas para trabajar o descansar y que, según cuenta Reichel-Dolmatoff, tienen forma de segmentos de círculo; en la pared opuesta a la entrada hay un segmento hundido que se usa para la cocina. Gustavo interviene para decir que muchos waunaan están cambiando y ahora hacen el piso de la casa parejo como los embera.
Adentro, la ligera penumbra deja ver que el centro de la casa está conformado rectangularmente por cuatro gruesos pilares que vienen desde el suelo —donde están clavados a más de un metro de profundidad—, se prolongan hacia arriba y sirven de bases para sostener el techo. Ellos dan la guía para los pilotes que sostienen toda la casa y sobre los cuales, sin ninguna clase de amarre, van las viguetas en que se apoya el piso.
Por fuera de este espacio central y en el lado opuesto al de la escalera se encuentra el fogón: una pirámide alta de tierra en cuya pendiente están colocados tres robustos troncos sin rajar que arden con llamas muy vivas; la pirámide está encerrada por cuatro palos rectos que forman un amplio cuadrado.
Como advierte mi interés por el fogón, Gustavo explica que para hacerlo se escoge el sitio teniendo en cuenta el número de mujeres que van a cocinar en él y cuántas personas necesitan “calentar”. Después se pone sobre el suelo un tendido de hojas de biao o de plátano y se delimita el espacio con cuatro troncos de madera fina o de guadua; sobre las hojas se van colocando capas de tierra húmeda, que las mujeres saben buscar, y se apisonan hasta que quede con la consistencia que se quiere y “ya está listo para cocinar”.
Le pregunto por la forma de pirámide, pues la mayor parte de los que he visto en otras partes son planos o sólo ligeramente levantados hacia el centro, y me responde que a la mamá le gustó así.
En el costado por donde suele soplar con más frecuencia y fuerza el viento, hay una pared baja de tablas que resguarda un montón de canastos que contienen diversos productos, entre los cuales los plátanos verdes se observan con mayor facilidad. Varios galones de plástico conservan, según dice Gustavo, el guarapo de panela que se tomará en un convite programado para algunos días después. Cuatro tarros de guadua de bastante diámetro y una longitud de casi dos metros sirven como recipientes para guardar el agua que se trae de la pequeña quebrada cercana.
A unos 2.50 metros de altura sobre el piso se extiende un zarzo de esterilla de buchona, hecha rajando el tronco de la palma con un hacha y con un machete que se golpea con una maza de madera. Este elemento clave de la casa se apoya sobre cuatro vigas que se sostienen en los cuatro postes centrales. Para alcanzarlo se sube por una escalera como la de la casa y se pasa por una abertura cuadrada, más arriba de la cual solo se percibe la oscuridad y se presiente el misterio. En éste se guardan herramientas, canastos, bastones y tablas de jai y otros objetos, y también se almacenan algunos alimentos, como el maíz. Además, allí moran los jai.
Suspendida del zarzo sobre el fogón, hay una armazón de madera completamente negra de hollín, donde se guardan utensilios de cocina y algunos alimentos. De ella penden ganchos de alambre que sirven para colgar las ollas al cocinar y los tarros de guadua para guardar la sal. En otras viviendas hay en su lugar una especie de estantería parada en el suelo al lado del fogón y que cumple la misma función.
De acuerdo con el poblamiento disperso de los embera, no hay casas cercanas y la de mayor vecindad está a más de media hora río arriba, aunque por presiones de la organización indígena OREWA y conflictos con los negros, se está creando un pequeño poblado a una hora y media corriente abajo, en el sitio de Tigre; hacia allí se han ido trasladando los moradores de las varias casas del alto Ichó y, al decir de Gustavo, pronto esta parte quedará despoblada.
Después de comer, y como la oscuridad llega velozmente, Gustavo nos indica el sitio donde podemos dormir, ubicado en el rectángulo central. Me explica que es el lugar más protegido del viento frío que sopla en la noche, especialmente al amanecer, pero no me cuenta que allí caen bastantes goteras cuando llueve, como tengo oportunidad de aprenderlo por propia experiencia cerca de la dos de la mañana. Ellos sacan sus cobijas, esteras y mosquiteros y los extienden en el sitio que les corresponde, agrupándose por núcleos familiares. La anciana se acuesta sola, cerca de nosotros y sobre una tela de corteza de árbol de damagua o damajagua (“Poulsenia armata”), doblada por la mitad y sin ninguna decoración. No veo aquí los apoyanucas tallados en madera que todavía usan los waunaan en el bajo San Juan y que jamás he visto entre los embera.
Uno de los hombres saca los perros, sube la escalera del frente y la acuesta en el suelo y voltea la de atrás para que las muescas queden hacia adentro y nadie pueda subir por ella. Poco después, todos descansamos, mientras las llamas danzan y crepitan en el fogón, irradiando calor a los durmientes.
Cuando aparecen las primeras luces de la mañana, las mujeres se levantan, van al río y vuelven bañadas, se acercan al fogón, avivan el fuego y comienzan a cocinar. Un poco más tarde se van levantando los hombres y después de asearse en el río vienen a calentarse sentados en los troncos que enmarcan el fogón. A las seis, todos estamos levantados, después de recoger los tendidos y ubicarlos en los extremos o recostarlos en los postes para dejar libre la mayor parte posible del espacio interior.
Hacia las ocho, lo que fue dormitorio durante la noche es lugar de intensa actividad. La mujer más anciana ha sacado su cántaro y tuesta maíz sentada al pie del fogón; cuando tiene una buena cantidad de granos reventados, se ubica más hacia el fondo y muele en la piedra de moler, arrodillada en el suelo durante horas para hacer la harina; su nuera le ayuda, pero trabaja en el molino Corona que se encuentra atornillado a una tabla alta en el borde mismo del tambo.
Hacia el frente y en el costado izquierdo, sentadas cerca a la orilla de la plataforma para aprovechar mejor la luz, dos mujeres están tejiendo sendos canastos, un carguero, la una, un jamará, la otra. En el lado opuesto, Julio afila su machete con paciencia, pasándole la lima una y otra vez. Ubicado en el cuadrado central, un muchacho está fabricando cuentas de collar chidi-chidi con las monedas de plata que trajo de Quibdó, a donde fue a vender el oro que lavó en el río, frente a la casa. Cerca a él, recostado contra un poste, tomo nota. Los niños juegan gritando, corriendo y brincando por todas partes.
Todos nos sentamos en el suelo aunque, a cierta distancia, alcanzo a ver dos banquitos hechos aprovechando la forma natural de las raíces de la guadua. En cambio, no hay visible ningún banco de jaibaná, de aquellos que se tallan en madera de balso, livianos, o de mare, finos y pesados, y que en la vida cotidiana cualquiera puede usar para sentarse.
Bajo un cobertizo de palma que detiene a medias el sol abrasador, a unos diez metros de distancia del tambo, los otros dos hombres de la casa se esfuerzan durante horas y desde hace varios días, según me cuentan, para tallar con sus azuelas una champa larga y estilizada. Cuando la terminen, será como una flecha volando sobre el agua al impulso de las palancas o los canaletes.
Rosa Emilia desciende del tambo por la escalera de atrás, se acerca a una pequeña plataforma donde crecen, sembradas en un montón de tierra, a salvo de los depredadores y de la humedad excesiva, gruesas y magníficas cebollas y arranca una mata; luego va hasta otro sembrado, esta vez en una champa vieja y rota parada sobre dos horquetas —“jardines de canoa” los llamó el sueco Wassen—, arranca unas hierbas que no distingo y sube de nuevo a la casa, baja una olla grande de aluminio del zarzo y va con ella al rincón de los tarros de guadua y la llena de agua, después le pica la cebolla; de otro rincón, cerca de la pared de tabla, saca unos plátanos que pela con los dientes y troza con los dedos, echándolos a la olla. De un gancho de madera que cuelga sobre el fogón baja un pedazo de carne curada al humo, lo divide en trozos, los mete en la olla y pone a cocinar un sancocho.
De repente caigo en cuenta que no he visto ni un clavo en la estructura del tambo. Me levanto y observo con detenimiento y, efectivamente, toda la construcción está amarrada con bejucos y/o ajustada con muescas talladas con habilidad en la madera.
A través de las rendijas del suelo veo comer a los marranos, encerrados en su chiquero debajo del piso, y encuentro la explicación de los gruñidos que varias veces me despertaron en la noche. Me asomo para ver mejor y descubro que las gallinas también se agolpan debajo para comer las sobras que caen a través de la esterilla mientras las mujeres cocinan. Busco sus nidos con la mirada y los veo entre canastos viejos, levantados sobre pilotes a una altura todavía mayor que la de la casa.
Mientras escribo, recuerdo los tambos en que he vivido entre los chamí, emberas de montaña de Risaralda y Valle del Cauca, o aquéllos que se mencionan en la abundante literatura, especialmente en Antioquia, o los de los embera del Saija y los noanamá de Micay, todos ellos con amplias modificaciones como resultado de los procesos de contacto y negación por parte del blanco o de la necesaria adaptación a territorios de mayor altura sobre el nivel del mar que los de las tierras bajas del Pacífico.
Aunque no olvido que ocasionalmente he podido conocer allí mismo algunos que mantienen las características de los tradicionales (deará), como este de Gustavo.
Los chamí raras veces aplanan o banquean el suelo, pese a que por lo general construyen sus casas en tierras de fuerte pendiente, por lo cual es usual que la parte delantera esté levantada sobre pilotes mientras que la de atrás queda a nivel del suelo, con el cual la comunican mediante un tablón que da acceso a la cocina. En otros casos la distribución es la contraria, con la parte de adelante a ras del piso mientras la cocina queda levantada.
No recuerdo haber visto nunca un tambo edificado, como lo menciona Reichel-Dolmatoff (1960: 80) para los del Chocó, sobre la cima de pequeñas elevaciones del terreno, por lo cual es muy frecuente que el suelo quede más cerca del piso en el centro que en la periferia de éste.
De planta rectangular, casi siempre mucho más ancha que larga, los tambos chamí son construidos totalmente de guadua; de esta son tanto los pilotes y las vigas como la esterilla y el techo, de dos o de cuatro aguas este último, aunque en el río Garrapatas, en el Valle del Cauca, la palma barrigona y la de chontaduro todavía suministran la materia prima para algunas viviendas.
El clima y los vientos más fríos han llevado a introducir paredes, pero estas rara vez llegan hasta el techo, por lo regular solo alcanzan a la mitad o dos tercios de la altura; es decir que dejan el espacio suficiente para que el aire pueda circular en el interior de la casa, especialmente en la parte superior. En otros sitios el problema se resuelve prolongando el techo casi hasta tocar el piso del tambo, dejando únicamente 30 o 40 centímetros libres para ventilación. Se comenta que en algunas regiones de Antioquia hacen paravientos de hojas de plátano.
El ejemplo de los blancos, la presión de los misioneros y otros agentes de la sociedad nacional en contra del “hacinamiento” y la “promiscuidad” de las viviendas embera han obligado a estos a introducir tabiques internos que dividen la casa en sala y cuartos y aíslan la cocina. Estas divisiones también son de esterilla de guadua y tienden a ser muy bajas, a veces sólo hasta la mitad de la altura.
Esta separación de espacios también aleja entre sí a los miembros del grupo doméstico, pues mientras unas mujeres cocinan a solas en el fogón, otras se ocupan en sus trabajos en la sala o en los cuartos y los hombres ejecutan los suyos en el amplio corredor delantero que ahora poseen casi todas las viviendas. Se da así una “especialización de los espacios”, en la que el corredor corresponde a los hombres mientras las mujeres permanecen en el interior; la parte delantera se asocia, pues, con el sexo masculino y sus actividades, en tanto que la trasera “pertenece” a las mujeres; los niños, en cambio, se mueven por todos lados, indiferentes a su sexo todavía no socialmente definido.
En casos cada vez más frecuentes aparece un elemento arquitectónico peculiar y reciente, las llamadas kama. Se trata de plataformas de esterilla de guadua ubicadas en las esquinas del tambo, sostenidas sobre parales de unos 40-80 centímetros de alto. Cerradas por sus cuatro costados con esterilla, son verdaderas cajas. En la pared del frente hay una pequeña puerta que permite el acceso de sus ocupantes. Sus dimensiones son reducidas, pues casi nunca sobrepasan los 140-150 centímetros de largo y los 40-50 de ancho. En el espacio que queda bajo ellas se guardan canastos, ollas, herramientas, comida y muchos otros objetos. En algunas zonas, las kama constituyen verdaderos cuartos construidos bajo prolongaciones del techo o contiguos a los tambos.
También en los fogones ocurren cambios. Aunque conservan su forma tradicional, muchos ya no descansan sobre el piso sino que se levantan sobre plataformas, con lo cual las mujeres no pueden cocinar sentadas sino que tienen que permanecer de pie todo el tiempo mientras dura la preparación de los alimentos. Tampoco es posible alimentar el fuego con grandes troncos como antes, sino que se hace necesario rajarlos y partirlos en trozos de no más de 60 u 80 centímetros de largo. Y no permiten que la gente se siente en ellos para calentarse.
Otro cambio, que obedece como los anteriores a factores derivados del contacto con los blancos, es la paulatina disminución de la altura de los tambos sobre el suelo. Algunos de ellos se levantan sobre un banqueo para que la casa quede completamente a ras del piso. Este hecho permite la entrada de los animales domésticos: cerdos, perros, gallinas, patos y otros, en detrimento de la limpieza y la higiene tradicionales de los embera, con un aumento del riesgo de entrada de animales salvajes y peligrosos, como las culebras, y una disminución de la duración de la casa a causa de la humedad del suelo, la cual ya no es controlada por la circulación permanente del aire por debajo del piso.
Los embera distinguen cuatro niveles en el espacio de la vivienda tradicional: el comprendido entre el suelo y el piso del tambo, lugar de los animales domésticos o sitio hasta donde pueden alcanzar los animales salvajes o aquellos seres extraordinarios, como los mohanas (muertos resucitados); aquel que se encuentra entre el piso y el zarzo, espacio de los seres humanos, de los embera, área social para trabajar, descansar, cocinar, recibir visitas, contar historias, realizar las ceremonias de curación, velar a los muertos y demás actividades; el que se levanta entre el zarzo y el techo, lugar de los utensilios, los alimentos y los jai —energías que constituyen la esencia de las cosas y con las cuales trabaja el jaibaná— y, por último, el fin de la vivienda, su cabeza, constituido por el ápice y el remate que lo cierra, sea este de cerámica o de madera.
Con las transformaciones que se presentan, esta diferenciación espacial se trastoca por completo, especialmente por la fusión de los dos primeros niveles en uno sólo, por la considerable disminución del espacio entre el zarzo y el techo de canaleta de guadua, ahora poco inclinado y de suyo muy bajo, cosa que además reduce la capa superior de aire necesaria para la regulación de la temperatura y la humedad internas, y, por supuesto, por la desaparición de la cabeza de la casa, nombre que ahora se da al caballete que reúne las dos o cuatro aguas del techo, o que, simplemente, no se tiene en cuenta.
Si a esto se agrega que el techo tradicional de hoja de palma y hasta el de guadua están siendo substituidos por hojas de zinc, que dan prestigio y que regalan los politiqueros y los funcionarios del gobierno, el cambio es muy grande y la vivienda se convierte en un insalubre horno en los días de sol y en un lugar ensordecedor cuando caen fuertes aguaceros.
En medio de este torrente de transformaciones de la vivienda chamí, se destaca el papel de las mujeres en defensa de la tradición. No es raro hallar un tambo casi por completo semejante a la casa de un colono: a nivel del piso, de planta cuadrada, construido íntegramente con tablas y con techo de dos aguas y hoja de zinc, corredor al frente, ventanas, separación de la sala, las piezas y la cocina. Pero si uno lo examina con detenimiento, puede encontrar que el lugar de las mujeres, la cocina, situado en una de las esquinas traseras, conserva paredes y piso de esterilla de guadua, techo de canaleta del mismo material o de hojas de palma, fogón de tierra en el piso y que, de alguna manera, esa parte de la casa ha quedado alta del suelo y con acceso independiente por una escalera tallada en un tronco grueso de guadua.
Volviendo de mis recuerdos, pregunto a Gustavo cuánto tiempo se demoró la construcción de su tambo y me responde que entre todos los de la casa emplearon casi tres meses, pero que hacer uno más pequeño y si la madera y la palma crecen más cercanas no demora sino dos. Antiguamente se hacía en un convite de no más de 20 o 30 días.
De acuerdo con Reichel-Dolmatoff (1962: 173), las casas mejor construidas y acabadas serían las de los waunaan o noanamá:
Se nota que la arquitectura doméstica de los emberá, así como sus técnicas de construcción, es considerablemente inferior a la de los noanamá, pues las casas de los emberá son más pequeñas y los materiales de construcción son a veces inadecuados; además a veces las casas no están bien mantenidas.
Mis observaciones no permiten sustentar esta apreciación, al menos no en la actualidad. Aunque él mismo sostiene que en el Chocó hay dos zonas de arquitectura de alto desarrollo: la zona noanamá de los ríos Taparal, Docordó, Bicordó, Orpúa, Ijuá y Docampadó, y la zona embera de los ríos Purricha, Catrú y Dubasa.
La etimología de algunas palabras relacionadas con la vivienda, como dehiru = pilotes, donde hiru = pies; deso = aro de unión, donde so = corazón; deburu = techo, donde buru = cabeza; dumé = escalera, donde posiblemente me = pene, ha llevado a que algunos consideren que los embera atribuyen características humanas a la casa, dándose un fenómeno de antropomorfismo con base en analogías entre el cuerpo humano y la vivienda. Así se ha visto en algunas representaciones en que niños embera dibujan la casa de un jaibaná. Pero podría ser que en el pensamiento embera tanto los hombres como sus viviendas y quizá también otros seres, como los árboles, compartan características comunes que los hacen intercambiables, como sucede en el mito, sin que pueda hablarse de que asignen a ciertos elementos, como las partes de la casa, aquellas peculiaridades que corresponden a los humanos.
Un día subo al zarzo. Entre el polvo, el hollín y la oscuridad encuentro unas tablas de balso talladas y pintadas con figuras humanas de los colores tradicionales entre los embera: rojo y negro, varias de las cuales tienen perforaciones cuadradas que las atraviesan. Las bajo y le pregunto a Gustavo de qué se trata. Él me explica que con ellas se construye dentro del tambo la casita en que se mete al enfermo durante las curaciones del jaibaná. Es una verdadera casa dentro de la casa, como aquella que antiguamente se construía con tablas y parumas para guardar a la niña y a su cántaro de fuertiar la chicha durante el período de su primera menstruación.
Días después, ya de regreso, mientras la champa magistralmente guiada por Julio vuela rauda corriente abajo por el Ichó, pienso en los esfuerzos de muchos emberas por conservar sus deará, las acogedoras y eficaces viviendas que han logrado desarrollar, después de siglos de experiencia y conocimiento, para protegerse de las inclemencias del medio, utilizándolo, al mismo tiempo, para su bienestar.
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