VIVIR COMO EMBERA-CHAMÍ > EL ORO Y LA PLATA ENTRE LOS EMBERA Y WAUNNAN
Esta temática permite plantear los problemas de la identidad embera-chamí por fuera del falso dilema entre esencialismo y antiesencialismo, problema ahora tan de moda en la “antropología en la modernidad” y en la postmodernidad. Dos cosas quedan claras en el texto anterior: que hay una clara base material muy compleja que caracteriza el ser embera-chamí y que esta base es histórica, es decir, no es invariable sino que, al contrario, se modifica como resultado de los cambios en las condiciones de vida y en las relaciones que los atan con la sociedad nacional colombiana. Sobre este sustrato variable, pero objetivamente existente, aparecen y se desarrollan las concepciones de los propios indígenas sobre lo que son y lo que ello implica para su vida.
Si se observan superficialmente sus formas de vivir, aparece en forma nítida que se han dado, y continúan haciéndolo, grandes cambios, pese a lo cual es posible establecer una continuidad y observar los procesos mismos de transformación de un modo de vida a otro, pues el cambio no ha sido total ni repentino. Pero, tras estas formas cambiantes, variables, fluidas, se ocultan a la simple observación los contenidos esenciales que he establecido en mi trabajo, en gran parte con la participación de los indígenas mismos en su definición, y que constituyen a la sociedad de los embera-chamí como tal. Solo aquellas concepciones que consideran que la superficie visible del mundo, su apariencia, es todo lo que existe pueden plantear que es posible que el ser embera se transforme radicalmente de un momento a otro, para convertirse en algo completamente diferente de lo que era hasta poco antes.
Otros problemas son los relacionados, por una parte, con las formas de conciencia que los embera desarrollen en un momento dado acerca de esa base material objetiva de su existencia y, por otra, el de las relaciones que establezcan entre ambas. Esta problemática constituye el campo predilecto de trabajo de los antropólogos de la modernidad y la posmodernidad, quienes suponen, en general, que entre un aspecto y otro no hay conexión y que la identidad es resultado de un proceso de construcción ideal autónomo y circunstancial, que nada o muy poco tiene que ver con las condiciones materiales de existencia.
Por supuesto, los embera-chamí, como los demás indígenas y, en general, como los diversos grupos humanos, elaboran concepciones y discursos en relación con lo que son sus formas de vida, pero, también, con lo que viene a conformar su ser. Sin embargo, estos discursos nunca discurren al margen de la vida, con independencia de ella, si bien tampoco la reproducen en forma idéntica, como un retrato; de todas maneras, siempre hacen referencia al substrato básico que he mencionado y se elaboran teniéndolo como eje organizador.
Tales contenidos básicos tienen existencia implícita tras la cubierta de las formas de vida que es accesible a la observación y al trabajo directo de análisis sobre la información que resulta de esta. En las actuales condiciones de la relación entre la sociedad nacional colombiana y las nacionalidades indígenas, tal manera de existir no es suficiente para contrarrestar las políticas, proyectos y acciones de negación que pretenden borrar a estas sociedades de la faz del país; de ahí que en los procesos de recuperación sea necesario, y prioritario, adelantar un trabajo para hacer explícitos tales fundamentos de vida y para comprender las modificaciones que han sufrido como efecto de los cambios que se han dado en las condiciones de existencia de estos grupos sociales.
También se hace preciso avanzar por el camino de conformación de modalidades de conciencia social identitaria que correspondan a tales contenidos fundamentales, pero que, al mismo tiempo, den cuenta de las necesidades que devienen de su situación de hoy. A esto corresponden los llamados procesos de recuperación cultural que se adelantan en muchas comunidades indias desde hace algún tiempo. Es decir, no se trata de que la identidad se invente, al contrario, se desarrolla sobre la base de unos condicionantes materiales, por lo cual no es ni puede ser un mero discurso creado en cada momento y con un carácter por completo utilitario.
Además, entre los nuevos teóricos antiesencialistas de la identidad existe la tendencia a basar sus análisis no en un estudio de la vida de los grupos sociales, sino en el mero discurso de algunos de sus dirigentes, precisamente aquellos más vinculados con nuestra sociedad, con sus instituciones y con los investigadores mismos; tampoco se percibe que se tengan en cuenta, a la hora de extraer las conclusiones, las relaciones, semejanzas y diferencias entre los contenidos de tales discursos y lo que ocurre en la cotidianidad de la vida comunitaria, en el interior de la cual es posible percibir las contradicciones y tensiones entre un amplio sector, a veces mayoritario, de “tradicionales” y aquellos dirigentes y líderes que presionan para producir modificaciones importantes sobre la base de los discursos identitarios inducidos desde fuera, haciéndolos agentes de las políticas y programas oficiales entre su gente.
La colocación de lo étnico como eje central en la conformación de los discursos identitarios que he mencionado, inducida entre los indígenas en Colombia, por no decir provocada y presionada, por la reforma constitucional del 91 y por las concepciones de lo étnico como definitorio moderno de lo indio desde la antropología, en especial la norteamericana, pero también la europea, constituye una coloración ideológica cuyo resultado es ocultar el carácter directamente político de las luchas indígenas, desnaturalizándolas, pese a que se haga énfasis especial en la llamada “politización de lo étnico".
El texto que viene a continuación, precisamente, busca mostrar continuidades en un aspecto particular de la vida de los embera, y los waunaan, en relación con el empleo de los que llamamos metales preciosos y de las concepciones centrales que se refieren a ellos. Para tratar de conseguirlo, he desarrollado mi trabajo a la manera de un ejercicio antropológico de aquellos que son tan usuales entre los practicantes de esta disciplina social, con un gran énfasis en los aspectos formales, por una parte, y en los relatos de los embera, por la otra.
Finalmente, quiero llamar la atención sobre la relativa coincidencia de sus resultados con aquellos que obtuve en el ejercicio similar que realicé con respecto a una temática semejante entre los guambianos, que expongo más adelante, coincidencia de la cual no quiero derivar ningún tipo de conclusiones, por el momento.
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EL ORO Y LA PLATA ENTRE LOS EMBERA Y WAUNAAN
[Escrito en 1999 para el Museo del Oro del Banco de la República, como parte del proceso de elaboración del nuevo guión para las exhibiciones de esta entidad]
www.banrep.gov.co/museo/esp/boletin/48/vasco.htm
Siendo los más de 50 mil embera una de las sociedades más dispersas por el territorio de lo que hoy es Colombia, es difícil establecer elementos generales acerca de su relación con el oro que sean válidos para todos sus asentamientos. De ahí que las informaciones que constituyen la primera parte de este artículo se refieran a grupos particulares, los cuales se identificarán con precisión, aunque la mayor parte de ellos son embera-chamí, es decir, embera de montaña, cuyo centro de dispersión está en la región del Alto San Juan, en el departamento de Risaralda.
No ocurre lo mismo con lo que tiene que ver con su pensamiento sobre el oro, pues, a pesar de que no dejan de existir especificidades, todos los grupos embera comparten unas bases de tradición oral comunes, que expresan en sus relatos históricos, con base en los cuales desarrollaré la segunda parte de este escrito.
Las fuentes que sustentan este texto son de dos tipos: textos de diferentes autores, por un lado, y resultados de mi relación de trabajo de casi dos décadas con los embera, por el otro.
PRIMERA PARTE: EL ORO Y LA PLATA EN LA VIDA COTIDIANA
En la actualidad, no parece que los embera utilicen adornos de oro, aunque es posible que en algunos sitios relativamente aislados se de el caso de mayores que hayan conservado alguno y lo usen con motivo de ocasiones especiales, no así en la vida diaria. De todas maneras, entre los más ancianos todavía pueden observarse perforaciones en las orejas, las cuales corresponden, según dicen ellos, a antiguos aretes de oro, aunque lo más posible es que se las hayan hecho para colocarse orejeras de plata. En algunos sitios, los investigadores han encontrado que se insertan fósforos, trozos de madera y hasta ganchos de alambre en estos agujeros.
A diferencia de lo que acontece con el oro, el empleo de la plata ha sido objeto de numerosos reportes que indican un uso amplio de adornos fabricados con este metal, el cual se mantiene hasta el presente en muchos lugares, por lo cual me referiré a él con detenimiento un poco más abajo.
Como ocurre con otros indígenas en varios sitios del país, Cháves relata que tanto entre los embera como entre los waunaan del Chocó, algunos hombres y mujeres se mandan revestir con oro o plata uno o varios dientes delanteros como adorno, además de como elemento de prestigio que causa admiración entre los demás. Pueden llegan hasta “usar cajas de dientes para ocasiones especiales o lucir una incrustación de oro en forma de mariposa en uno de los incisivos” (Cháves 1992: 142).
Al parecer, fue a comienzos del siglo XX cuando se ocurrió el ocaso del empleo de los adornos de oro entre los embera, pues diversos documentos de la colonia, que se refieren a los habitantes de la región istmeña del Darién, ilustran en forma abundante el empleo de objetos de este metal. Las Casas, Acosta, Herrera, Simón, además de autores más recientes como Bancroft, Andrés de Ariza, el doctor Cullen, Selfridge, Reclus, Quintana y otros, anotan repetidamente sobre el uso por parte de hombres y mujeres de narigueras, orejeras, patenas que caen sobre el pecho, dijes, diademas con penachos de plumas, coronas, brazaletes, vueltas de chaquira entretejida con granillo de oro para tobillos, brazos y cuello. En algunos casos, es tal la cantidad de los objetos que se ponen simultáneamente, que llegan a pesar varios kilos y los “obligan a caminar agachados”. Es de anotar, sin embargo, que algunas de estas observaciones pueden hacer referencia a grupos diferentes de los embera y waunaan, como los tule-kuna, respecto a los cuales, cuando Wafer visitó el Istmo del Darién en el siglo XVII, encontró que:
Además del color rojo con que se pintan los hombres el rostro cuando van a la guerra, llevan siempre una chaguala o plancha que les cubre la boca. Los más de ellos la usan de plata, y sólo la de los principales es de oro. Es del ancho de la boca y su figura, semejante a una media luna, aunque más ovalada. Tiene una abertura, cuyas puntas aprietan el cartílago de la nariz, del cual cuelga y cae sobre el labio inferior. En el medio es del grueso de una guinea, pero más delgada en las extremidades. Se adornan con una chaguala de este tamaño cuando van a algún banquete o al consejo; pero por lo regular, en una marcha larga o en la caza, llevan una mucho más pequeña que no les cubre los labios pero sí es de la misma figura. Yo me ponía una de oro, de esa clase, cuando estaba con ellos.
Las mujeres, en lugar de esa nariguera, llevan un aro que pasa a través de la ternilla de la nariz. Este adorno varía en cuanto al tamaño y al metal, según la categoría que ocupan y las circunstancias. Los más gruesos son como el cañón de una pluma de ganso; y a la larga, por su peso, hacen bajar la ternilla hasta la boca, sobre todo a las viejas.
Cuando hombres y mujeres se encuentran en algún banquete, se quitan las narigueras durante la comida, y luego se las ponen después de estregarlas y ponerlas brillantes; pero por lo regular, cuando comen o beben se contentan con levantar con la mano izquierda las pequeñas chagualas que usan (las de las mujeres no son tan pequeñas que no caigan sobre los labios), mientras con la derecha llevan el bocado o la copa a la boca. Además, esas chagualas no los molestan para hablar, aunque sí se les menean sobre los labios.
En ciertas ocasiones extraordinarias, el jefe o rey y algunos de los más considerables del país cargan en cada oreja dos gruesas piezas de oro, unidas por una argolla; una de ellas cae sobre el pecho y la otra está suspendida detrás de la espalda. Son de un jeme de largo, poco más o menos, de forma de un corazón con la punta para abajo, y tienen una lámina estrecha en la parte superior, de tres o cuatro pulgadas de largo, con un ojo al través del cual se hace pasar la argolla. Con llevar frecuentemente estos pendientes se alargan las orejas y se les forman grandes agujeros.
Ví un día a Lacenta en un gran consejo, con una diadema de oro en la cabeza, de ocho o nueve pulgadas de ancho, dentada por encima como una sierra, y doblada interiormente con una redecilla de cañas delgadas. Todos los hombres armados que estaban con él tenían diademas de la misma figura, semejantes a un cesto, hechas de cañas bien trabajadas y lindamente pintadas, las más de ellas de rojo. Sin estar cubiertas de una lámina de oro, como la de Lacenta, estas diademas tenían en contorno largas plumas abigarradas de distintas aves: solo la corona de Lacenta no tenía plumas.
Además de estos adornos especiales, hay otros que son de todas las edades, de todos los sexos y de todas las condiciones: hablo de los collares compuestos de dientes, de caracoles, de cuentas de vidrio o de otros objetos de esa naturaleza, que les cuelgan sobre el pecho y hasta la cavidad del estómago. Los principales son hechos de dientes ajustados con mucho arte, y se ponen muchos juntos; los dientes, labrados en forma de sierra, se engastan bien unos con otros, que se les tomaría por una sola masa de huesos continuada. Solo Lacenta y un pequeño número de los más notables se engalanan con esta clase de collares en ciertas ocasiones extraordinarias, y los colocan siempre encima de los otros. (Wafer 1720, traducido y publicado por Vicente Restrepo en 1888).
Wafer agrega que a los niños les colocan collares pequeños y a los bebés solo una o dos cuentas de vidrio. Las mujeres usan, además, brazaletes de muchas vueltas.
La arqueología
Este trabajo del oro viene de tiempos antiguos, pero en ciertas regiones parece no haber sido muy abundante, al menos según el criterio de algunos autores. Así, dice Zuluaga (1988: 22) que el hermano fray Matías Abad, en una carta que escribió en 1648, da cuenta que:
Es muy abundante (la tierra) en maíz, plátano, chontaduro y pescado, volatería de aves, mucha cantidad de saínos,que son puercos de monte, aunque ellos poco aficionados a matarlos, y con esta abundancia que tienen de comida, son flojos y poco trabajadores de minerales de oro.
Los trabajos arqueológicos efectuados en la región también confirman el uso del oro por los habitantes precolombinos de la Costa Pacífica, eso sí, sin que se pueda afirmar con certeza que se trata de los antepasados de los embera.
Durante sus trabajos en el Chocó en 1942, Recasens y Oppenheim se enteraron de que los mineros del oro en el bajo río Atrato, cabeceras del río Salaquí, cabeceras del río Tumaradó, y en Bagadó (alto río Atrato) encontraban con frecuencia figurinas, narigueras y anzuelos de oro (Recasens y Oppenheim 1943-1944: 353-354), y que cosa semejante ocurría en el río San Juan. Para ellos, estos objetos pertenecían “con certeza” a los antepasados de los embera y waunaan, pese a que en ese momento no había ya traza de los mismos en las casas de la gente, circunstancia que atribuyen a los procesos de pérdida cultural que han corrido parejos con los de desposesión territorial.
Igualmente, los trabajos de Reichel-Dolmatoff a comienzos de los años 60 en las costas del norte chocoano dieron como resultado algunos objetos de oro, asociados a “una alfarería generalmente burda, con presencia de poca decoración, tales como la incisa, alto relieve, apliques, excisión, modelado, pintura roja, negra y blanca; aparecen ocasionalmente volantes de huso, hachas, lascas de cuarzo”, con una fecha de 1227 d.c. en el sitio de La Resaca, Cupica (Patiño 1989: 10). Elementos de los cuales tampoco se puede establecer con seguridad su relación con los embera.
Urbina (1993) considera que seguramente los indígenas del Chocó se adornaban en el pasado con joyas de oro, pues se han encontrado piezas arqueológicas de orfebrería. Así mismo, le parece indudable que los ríos del Pacífico, por su riqueza en metales preciosos, han de haber abastecido parte de la demanda del interior del país desde la época precolombina.
Moreno Belalcázar (1975) se refiere a los que llama adivinos o mohanes de los antiguos catíos caracterizándolos como médicos tribales, que se pintaban el cuerpo y se adornaban con plumas y “de cuando en cuando con una figurita de oro”.
Wassen (1988: 44 154) confirma esta tradición con base en elementos lingüísticos, al observar que en los escritos de fray Pedro Simón se lee que los Nonamá-Chocó llamaban al polvo de oro, pino, al oro moldeado, pinumbra, y a las cuentas, soroma, al tiempo que hoy continúan empleando la misma palabra para el oro, pino; el segundo término se conserva aún en pinunga, el nombre que dan a los artículos de oro que se encuentran en ocasiones en sus tierras; soroma pervive todavía en la forma de surma, chaquira, nombre que dan a sus cintos de cuentas de vidrio multicolores.
Según las descripciones de los propios españoles, en el valle del Atrato había a su llegada una gran densidad de población. En los diferentes poblados habitaban de dos mil a cuatro mil individuos, su especialización era la pesca, con este producto obtenían otros alimentos, mantas y oro. Dabaide era un importante centro religioso y puerta de entrada de Tatabe. A través de Dabaide la gente del valle del Atrato obtenía el oro que se extraía en las minas de Buriticá (Vargas 1993a: 112). Es claro entonces que el oro no era solamente un elemento que los embera atrateños producían y usaban, sino un factor de intercambio, que obtenían de otras regiones por medio del trueque.
La tradición oral de los embera de hoy ratifica este hecho, tal como lo recogí en mis trabajos con los chamí (Vasco 1975: 97); los mayores cuentan que los hombres de “antigua” usaban collares, aretes y manípulos de oro, que se perdieron al ser robados por los españoles.
La colonia
Con la llegada de los españoles, sin embargo, la principal relación de los embera con el oro se dio en su calidad de mineros, sobre todo de aluvión, al servicio de los españoles, bien fuera en forma directa bajo su mando o indirectamente con el pago de tributos y otras formas de exacción.
Así lo establece Patricia Vargas (1993b: 297):
En el territorio embera se establecen los primeros centros mineros en el alto río San Juan a principios del siglo XVII, entre los que se destacan Nóvita y la Sed de Cristo. En el río Atrato, las primeras fundaciones de poblados de estilo español se deben a las políticas del Bachiller Antonio Guzmán y Céspedes, entre 1668 y 1672. Los embera le colaboraron al Bachiller en establecer los pueblos, como centros mineros y de comercio, exigiéndole no ser desposeídos de sus tierras ni encomendados a persona particular.
Cosa semejante sucedió en regiones del interior, como en Marmato y Supía, en lo que hoy es el departamento de Caldas. Estos pueblos se fundaron en la primera mitad del siglo XVI con el interés de explotar los ricos yacimientos de oro que existían en la zona. El virrey de Santafé le dio el título de Real de Minas de San Sebastián de Quiebralomo, al que estaban adscritos los indígenas de La Montaña, los Cumbas y los Pirzas, repartidos por el mariscal Robledo, lo que produjo un máximo de explotación de mano de obra indígena y el cobro de tributos. Hacia el año 1600 era dramática la situación de los indígenas, su población había disminuido de manera notable por lo pesado del trabajo en las minas, los impuestos agobiantes y la pérdida de sus tierras (Álvarez 1993: 287). Si estos indígenas eran o no embera es todavía objeto de discusión. Incluso, ésta alcanza a los integrantes actuales de los resguardos de la zona, quienes en algunas ocasiones se reclaman como tales, para negarlo en otros momentos; por supuesto, en ésto inciden también los investigadores y asesores con quienes se relacionan.
La producción del oro en la actualidad
El laboreo del oro en estas regiones se ha mantenido hasta hoy, con el agregado del Banco de la República como comprador del metal que los indios extraen de los ríos. Esta explotación del mineral precioso no ha dejado de ser altamente conflictiva y ha motivado en ocasiones problemas de gravedad.
Tascón (1989) informa que en los ríos del Chocó predomina la minería; en el suroeste del Río San Juan quedan pequeñas minas de oro, ya muy pobres a causa del mucho trabajo de los colonos, pero que aun así permiten a los indígenas, en épocas de extrema pobreza, ir a lavar arena para poder conseguir los alimentos indispensables para la subsistencia. Así lo ratifican también Pacheco y Velásquez (1993: 270), quienes agregan que esta actividad es complementaria para su economía agrícola y de caza y pesca, como complementaria es también la extracción de madera.
Para dar una idea general de este proceso, describo (Vasco, inédito) cómo se daba en 1986 la producción de oro de veta y de aluvión en el Alto Andágueda y en el río Ichó, en el Chocó, así como la manera como los embera se insertaban en el mercado a través de este metal, en el período anterior al grave conflicto por el manejo de las minas, en el cual intervinieron indios, mineros de Antioquia, guerrilla, ejército y otros actores y que dejó más de un centenar de muertos entre los embera y el cierre de las minas.
La extracción del oro en el río Andágueda
Se presentan dos formas de beneficiar el oro: la minería y el barequeo en los ríos. Esta última puede realizarla cualquier embera y es frecuente que de otras comunidades venga alguna familia a trabajar durante un tiempo, alojándose en el local del puesto de salud si no tiene un familiar en cuya casa pueda “visitar”. Algunos dicen que en este caso los barequeros deben compartir el oro con la familia que los aloja.
En el barequeo se utilizan dos tipos de bateas de madera: la de separación y la de corte; ambas son hechas por la misma gente de la comunidad. Esta actividad da un buen rendimiento, pues las condiciones técnicas en que se explota la mina permiten, al decir de los técnicos de Ingeominas, que cerca del 50% del oro caiga al río mezclado con la arena a causa de deficiencias en el sistema de lavado.
Para la explotación de las vetas auríferas, los habitantes de Río Colorado han establecido entre ellos turnos de 15 a 20 días para el trabajo de cada familia, lo cual significa un lapso de un año o más entre un turno y otro.
Cuando les corresponde, los miembros de una familia suben a la mina (a una hora de distancia a pie del caserío) para arrancar mineral de la montaña; el sistema es de cielo abierto y se utiliza dinamita para separar el material. Este se envía al molino mediante una canasta que cuelga de un cable. Allí se trabaja durante las 24 horas del día. Puede ocurrir que la familia no trabaje directamente en la veta sino que contrate a un minero para que coloque la dinamita en las rocas. Durante un turno se emplean cerca de dos cajas de dinamita.
Triturar el mineral que se extrae de la mina en un turno, aproximadamente 150 toneladas, tarda unos 15 días en el molino de pisones, ya que varios de ellos están dañados. La operación del molino está a cargo de negros que vienen de Piedra Honda, río Andágueda abajo, y de algunos blancos de origen antioqueño, a quienes se suministran el salario, las tres comidas diarias y el alojamiento.
El producto total de una molienda después de tratar el mineral triturado para separar el oro de la arena, lavándolo por el sistema de canalones y luego agitándolo mezclado con azogue, es de más o menos 40 castellanos. La ganancia por turno para la familia correspondiente debe bastarle para cubrir sus necesidades de dinero hasta el siguiente turno, un año o más después. En muchos casos, si quieren comprar mulas y vacas, además de alimentos, ropas, herramientas, etc., es insuficiente. Por esto, las familias que trabajan en la mina tienen que recurrir también al barequeo mientras les llega otro turno.
Algunas personas combinan las dos formas de extracción del oro: usan mineral que traen de la mina en canastos, lo muelen con una mano de moler y luego lavan el oro en el río con ayuda de una batea.
De todos modos, la minería permite a los embera de Río Colorado una liquidez en dinero que no es usual entre otros embera de vertiente. Pese a su lejanía de los centros poblados de la sociedad colombiana y a que esta no es una zona de colonos, los embera de Río Colorado se vinculan al mercado nacional en diversas formas. Como vendedores de oro, su principal producto comercializable, su inserción es muy fuerte y necesaria. Gran parte del metal precioso la venden a negros que vienen desde Quibdó y van luego a vender a esa misma ciudad o a Medellín. Otra parte la sacan los embera mismos a Pueblo Rico, Andes y aun Pereira. El precio que reciben en estas poblaciones es bastante más alto, pero deben correr con los gastos y riesgos del viaje.
Como compradores, adquieren principalmente alimentos y bienes de consumo. Con frecuencia, los compradores de oro traen pescado seco (del río Atrato), utensilios de cocina y cacharros para vender. Las tiendas comunales, dirigidas por el Cabildo y que ofrecen servicios a crédito, al “fiado”, y aquellas particulares de propietarios embera, venden: fríjol, panela, chocolate, arroz, sal, azúcar, sardinas, salchichas, galletas, queso costeño, refrescos y otros productos similares.
La pesca del oro en el río Ichó
En otras partes, el oro se extrae del río, en condiciones como las que presento a continuación para el río Ichó, en el Chocó. En este río se vive en para obtener oro, cazar y pescar, pues las actividades agrícolas de esta comunidad se realizan más arriba, en El Veintiuno, sobre la carretera que conduce de Quibdó a El Carmen del Atrato, Bolívar y Medellín. Después del desayuno, la familia sale en busca del sitio de trabajo, las mujeres visten una paruma y llevan otra suplementaria, los hombres van con pantaloneta y camisa y no olvidan las máscaras de buceo que han comprado en Medellín o Panamá; no pueden faltar, además, un azadón o barretón, las bateas y un canalón de madera con un anjeo y una corteza de árbol, rugosa y áspera, en el fondo. Montan en la champa y se alejan un poco de la orilla, pues los lugares de barequeo están cercanos.
Tantean en varias partes, ya que la corriente modifica la configuración del lecho del río de un día para otro y mucho más si llueve fuerte. Cuando encuentran un buen sitio para trabajar, se sumergen en el agua con la ayuda de una pesada piedra que colocan sobre su espalda (las mujeres se la amarran con la paruma extra), remueven la arena del fondo, la extraen y la echan en la champa. Siempre se distribuye el trabajo de tal modo que unos sacan arena mientras otros la lavan con las bateas para separar el oro. Bucear es sobre todo tarea de los hombres, pero también algunas mujeres jóvenes lo hacen, aun aquellas que tienen un embarazo avanzado.
Aquí el río es hondo y el agua alcanza a cubrir hasta los hombros de los buzos cuando se paran para vaciar la arena en la champa. De tanto en tanto, alguno de ellos sale del agua y viene a descansar un rato y a calentarse en la playa; luego de comer una piña o algún otro alimento o fumar, regresa al río y se sumerge otra vez. Cuando llueve fuerte, el río sube y se enturbia mucho y el trabajo se hace casi imposible y muy peligroso, entonces se suspende el barequeo y todos vuelven a la casa.
El canalón se coloca entre el río un poco más abajo de donde se trabaja con la champa, cerca de la orilla, de tal manera que el agua circule por él arrastrando arena. Por la tarde se saca del agua, se quita el anjeo y se extrae con gran cuidado la corteza de árbol. La arena que se ha depositado en ella se escurre en una batea y se lava para sacar el oro.
A veces, alguna mujer anciana escarba en la playa, aparta las grandes piedras para dejar al descubierto la arena y la lava con las bateas. También así es posible obtener oro, pero el rendimiento de este sistema es muy reducido.
El promedio de producción de oro por trabajador es de un grano al día; cada uno obtiene entonces dos o tres tomines (1 tomín = 2 granos) en la semana. Con este dinero compra telas, alimentos, chaquiras y demás productos necesarios. Aunque en El Veintiuno y en el Ichó no se ven radios, sí existen motores fuera de borda, relojes, motobombas y otros artículos de costo relativamente alto, además machetes, escopetas, azuelas, recipientes de aluminio y plástico, etc.
Oro y peligro
Pero, al mismo tiempo que elemento de su economía e importante para su subsistencia de hoy, el oro se ha convertido en un peligro para la vida de los embera. Un testimonio de la OREWA (Organización Regional Embera y Waunaan) lo expresa de esta manera:
El oro nos ha traído problemas muy serios porque la gente ambiciosa trae solo el deseo de acabar con todo. Vienen con irrespeto, con violencia y lo primero que hace es buscar paramilitares para hacernos acabar. Eso ha sucedido en el alto Andágueda donde han sido asesinados muchos indígenas. Los grandes mineros han llegado hasta armar a los indígenas para que se maten entre ellos. La comunidad no puede hacer nada porque los sacan a la brava y el Estado nada hace. La historia ha sido la misma desde hace 500 años.
Se entregan en explotación recursos del suelo y el subsuelo a las grandes empresas que destruyen la selva, los suelos y los ríos. Cientos de retroexcavadoras hacen el trabajo de 10 años en 2 o 3 meses, solo quedan montones de piedras y acaban con la posibilidad de volver a utilizar la tierra para cultivo; extraen todo el oro y el platino, a los nativos nada les queda, solo los desperdicios para mazamorriar, además todo lo declaran en Antioquia. Preguntamos: ¿qué le quedó a la comunidad negra de Andagoya después de cinco años que los gringos explotaron y sacaron todo ese oro y platino? Nada, dejaron sumida a toda esa gente en la pobreza y la miseria para toda la vida.
Todo lo que hay en el seno de la Madre Tierra lo van sacando, le van chupando todos los jugos, como el petróleo que es su sangre. Para nosotros eso es un peligro pues todos estos metales la Madre los necesita y son el alimento para muchas plantas, especialmente las medicinales, de ellos sacan su fuerza y si faltan se van a perder (Arango 1993: 795-798).
Otros autores coinciden con estas apreciaciones sobre lo que ha significado para los embera y waunaan del Chocó la explotación de los recursos naturales de esta región, oro, platino y madera en especial, teniendo la racionalidad capitalista como su guía y la ganancia como su meta (Pacheco y Velásquez 1993: 277-278; Carmona 1993: 302).
No es de extrañar, entonces, que el oro ya no brille sobre los cuerpos de los embera y waunaan, como lo hizo durante siglos. En cambio, durante los recientes cien años, los adornos fabricados con monedas de plata del siglo pasado y, en los últimos tiempos, con monedas de diez centavos y de un peso o de otras denominaciones más recientes, son los preferidos de estos indígenas en sus distintos asentamientos. Los procesos de organización y de recuperación cultural han venido a revitalizar el uso de estos objetos, que estuvieron en decadencia y peligro de desaparecer hace unas dos o tres décadas como resultado los procesos de pérdida cultural, que se hicieron más intensos por entonces.
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Los adornos de plata
Muy posiblemente, los adornos de plata fueron introducidos entre los embera y waunaan del Chocó por los propios españoles como parte de su sistema de explotación sobre los indios; así lo señala Castrillón Caviedes al citar un informe del Gobernador don Carlos Ciaurruiz del 24 de abril de 1801, el cual deja ver “la situación dramáticamente real de los indígenas del Quibdó, Nóvita y Tadó”:
...La clase de los indios es la mas reunida en los respectivos pueblos por conveniencia de los corregidores para repartirlos y destinarlos a diferentes ejercicios, con cuyo trabajo personal y su propia herramienta devengan lo que le deben al corregidor, pagando del mismo modo los dos pesos de plata correspondientes a la tasa del tributo de cada tercio de año, sin quedarles otra libertad que la establecida para que hagan sus siembras de maíz, y lo cosechen, que es dársela por el mes de mayo para que vuelvan a mediados del agosto a continuar ocupados por dicho corregidor hasta el 14 de octubre que los franquean para que vayan a cosechar y regresen a mediados de enero o fines del siguiente año. Trabajan los indios al servicio del corregidor seis meses; les paga a cuatro reales por día en machetes, hachas, cuchillos, cascabeles, chaquiras, trompas, peines, bayeta de Quita, mantas, lienzos y fresadas del Reino, sortijas de cobre, orejeras de estaño, manillas o brazaletes de plata y otras menudencias de los mismos para gargantillas y todo a preciso subidos, de modo que el miserable indio solo viene a ganar una tenue cantidad, recibiéndola en las especies que quiere el corregidor y no en las que necesita... (Castrillón Caviedes 1982: 144-145, subrayado mío).
Los embera suelen adornarse profusamente, en especial los jóvenes solteros en sus procesos de conseguir una pareja y los recién casados. No solamente los objetos de plata les sirven para ello; flores, semillas, dientes de animales, cuentas de vidrio y de plástico, hebillas y, también, pintura corporal en rojo y negro. Esta característica ha llamado poderosamente la atención a viajeros e investigadores que se han relacionado con ellos tanto en Panamá como en Colombia y, en este país, en los distintas regiones en donde se ubican sus asentamientos: Chocó, Valle, Cauca y Nariño, Antioquia, Risaralda, Caldas y Quindío, Putumayo, Meta y muchas otras zonas.
La antropóloga panameña, Marcia A. de Arosemena presenció una curación de jaibaná en el río Majecito, distrito de Chepo, en Panamá. Para que intervinieran como ayudantes en ella fueron seleccionadas cuatro mujeres jóvenes, dos de ellas adolescentes y dos casadas. Esa misma noche, con la ayuda de otras mujeres, cubrieron su cuerpo con “artísticos diseños hechos con jugo de jagua (‘Genipa americana’)”. Al día siguiente, “extraordinariamente ataviadas con su joyel de plata, y llamativo maquillaje facial y corporal, iniciaron los preparativos para la celebración del rito” (Arosemena 1972: 11). También el jaibaná lleva su cabeza adornada con una corona de chaquiras o de monedas (Torres de Araúz 1962: 60). Así ocurre también en Colombia en las actividades curativas de los jaibaná y en el bautizo de los niños, la iniciación de los adolescentes, la inauguración de las casas y las fiestas de la época de la cosecha de maíz. Además, los chokó, cántaros de barro en que se fuertea la chicha del jaibaná lucen también aretes, collares y coronas de plata y de chaquiras (Pineda y Gutiérrez de Pineda 1984-1985: 144).
En Colombia, Aída Palacios (1993: 364) detalla el fastuoso ornamento que hombres y mujeres emplean para los rituales y fiestas tradicionales, en las cuales:
Son notables, la gran variedad y las formas de tejido y diseño de collares hechos con chaquiras de colores, llamados okamas y vacilones, las coronas de los jaibanás, tejidas con este mismo material, y las coronas de plumas de vívidos colores, los aretes de plata —pino o chidichidi—, las gargantillas de cuentas de colores combinadas con cuentas hechas con monedas de plata, los collares de semilllas perfumadas, las cortezas, las flores... En muchos rituales está vedada la participación de aquellos miembros de la comunidad que no vayan vestidos como lo impone la tradición; en ellos, parumas y pampanillas prevalecen sobre la pantaloneta, la camiseta, el vestido tipo occidente.
Camilo Hernández (1995: 134-135) ha llamado a este adornarse “estrategias del deseo y del adorno”, teniendo en cuenta la finalidad principal del mismo, y destaca su variedad y su riqueza, pues los jóvenes usan en cada dedo varios anillos hechos con monedas de níquel y cobre de cinco centavos, collares y candongas heredados de sus antepasados y hechos con monedas de “plata vieja”. Las mujeres llevaban gruesos collares de chaquiras y, como los hombres, se tercian delgadas tiras que van del cuello hasta el lado contrario de la cintura. Pero ya no usan los amplios cinturones conformados por infinidad de monedas y semillas que “se veían y sonaban muy bonito en los bailes”. Los muchachos llevan varias gargantillas hechas con “conchitas” de metal y chaquiras. Uno, dos o tres aros abrazan la parte lobular de la oreja. Los aretes se fabrican recortando plaquitas triangulares que llevan al extremo un pájaro estilizado y estrellitas.
Entre los embera, los varones también tienen fiesta de iniciación y en ella los adornos adquieren gran despliegue. Con base en un trabajo de campo que realizaron en 1949/1950, Pineda y Gutiérrez escriben:
Lo que más admira y ambiciona un joven son los adornos, y en especial, los collares de chaquira. Desea tener muchas cuentecillas para fabricarse algunos de los que cuelgan del cuello o de los que pasan en forma de aspa por debajo de los brazos y encima de los hombros y dan a sus dueños fama de hombres ricos y consiguen, ayudados por contras y plantas olorosas, que las mujeres los miren con más simpatía que a los demás y se les entreguen en la esperanza de ser desposadas. Igualmente lo atraen las vistosas orejeras de madera enchapadas en plata y con pendientes en tres o cuatro hileras, y lujosos cinturones de chaquira que se llevan sobre las caderas para asistir a las ceremonias.>br>
La horadación de las orejas es indispensable para que el muchacho pueda ser iniciado. Algunas veces, el lóbulo se agujerea apenas unas pocas semanas antes de realizar la fiesta, y en los orificios se colocan unas varillas delgadas de madera para evitar que se cierren; luego se van sustituyendo de tiempo en tiempo, por otras de diámetro cada vez mayor para que los agujeros aumenten también su diámetro y permitan el paso de los cilindros de madera de las orejeras enchapadas en plata. Otras veces, los agujeros lobulares se abren desde muy tierna edad y acostumbran a los niños a llevar pequeñas argollas de metal, de manera que cuando llegan a la época de la iniciación no tienen que preocuparse al respecto.
Para completar los adornos, el padrino debe regalar al ahijado guayuco y cinturón nuevos, collares, orejeras, anillos y un instrumento musical (Pineda y Gutiérrez de Pineda 1984-1985: 83-84).
Estas grandes orejeras de madera forradas en lámina de plata parecen ser muy antiguas, a juzgar por los reportes de los viajeros y por la tradición oral embera y waunaan, pues ambos grupos comparten su empleo. A diferencia de lo que ocurre en el centro y sur de la costa pacífica, en donde su uso es atribución masculina, Reichel- Dolmatoff notó su empleo por parte de las mujeres al norte del Cabo Corrientes, mientras el uso de chalecos negros cubiertos de monedas de plata parece limitarse más bien a los ríos afluentes del Docampadó donde los jóvenes acostumbran esta prenda con ocasiones de bailes o visitas (Reichel-Dolmatoff 1962: 175). Cabe anotar que la forma de estas orejeras ha sido asociada por algunos botánicos y antropólogos con la de los hongos “Psilocybe”, que son poderosos alucinógenos.
Estas orejeras son pequeñas varas cilíndricas de madera con un extremo ensanchado en forma de botón con cara convexa. La parte exterior de esta parte está cubierta de una delgada lámina de plata que se sostiene en posición por una serie de pequeños dientes recortados que se doblan hacia atrás. La lámina de plata tiene forma de disco cóncavo, que se adapta a la curvatura de la base de madera. Un adorno adicional que se combina con estas orejeras consiste en dos o tres pequeñas láminas de plata en forma de medialuna, interconectadas y articuladas por medio de pequeñas argollas del mismo material. El borde inferior de estas medialunas está provisto de una hilera de ocho o diez perforaciones de las cuales estás suspendidas por medio de otras argollitas una serie de diminutas láminas de forma romboidal. La serie de medialunas cuelga de una argolla grande que se ensarta sobre la varita cilíndrica de madera y el adorno queda así colgando por debajo de los grandes botones de plata, y cae hasta los hombros (Reichel-Dolmatoff 1960: 91; Wassen 1988: 45, figura 14).
Trabajo de la plata
La fabricación de los adornos de plata a partir de monedas corre a cargo de los hombres, quienes con una técnica consumada y escasas herramientas, crean objetos muy complejos y de una gran calidad estética.
En el Alto Andágueda (Vasco, inédito), el proceso de elaboración es el siguiente: los collares de cuentas de metal hechas con monedas antiguas de 50 centavos (“de águila”) o modernas de uno y diez pesos, son obra de los hombres, en un proceso que se considera duro y agotador. La mayoría de las monedas llega a sus manos a través del comercio, pero las de 50 centavos son muy escasas por su antigüedad y porque son de plata y se ven obligados a encargarlas a la gente de afuera. Puede suceder que las monedas de plata se obtengan a cambio del dinero que obtienen con la venta del oro.
De una moneda se sacan de tres a cinco pedazos según su tamaño, cortándola con un machete. Cada pedazo se machaca con un martillo para aplanarlo hasta darle el espesor que se requiere, dejando un extremo sin martillar; éste se tuerce en 90º, se martilla y, finalmente, se le abre un agujero con una puntilla y un martillo, apoyando sobre un palo de macana a modo de yunque, también puede emplearse un punzón hecho con un pedazo de hoja de machete que se afila en la punta. Luego se inserta la cuenta en un trozo de madera para sostenerla mientras con una lima se le da su forma definitiva y se pule hasta que brille. Cada cuenta consume por lo menos 20 minutos de trabajo. Se acostumbra hacer cuentas de tres formas: cucharita (cuzar), pata (hono) y lanza (dokankai), esta última es la que llaman cocuyo en otras partes. Algunos hombres saben fabricar una cuenta de forma romboidal con perforaciones, pero aquí no se usa.
Las cuentas se ensartan en un hilo alternándolas con chaquiras gruesas; en un collar siempre se emplea el mismo tipo de cuenta, rara vez se combinan formas diferentes y, cuando ocurre, sólo hay dos o tres distintas a las predominantes. Un collar sencillo, pues los hay que se forman con dos hilos, contiene entre 20 y 40 cuentas.
Pese a que su elaboración es masculina, ambos sexos los portan, aunque entre los hombres parecen circunscribirse a los jóvenes casaderos y a los adultos recién casados, en cuyos collares se usan solo chaquiras de color azul oscuro. La gente no recuerda ningún caso en que se hayan hecho por encargo o cambiado con extraños a la comunidad. La simple idea de hacerlo parece chocar mucho a sus fabricantes.
En Mojaudó, también en el Chocó, el proceso es más complejo y se usa para elaborar, adicionalmente a las cuentas de collar, otra variedad de objetos, algunos de ellos armados con pedazos de lámina. Allí, el proceso general requiere de seis elementos de trabajo: el martillo para cortar la moneda y adelgazar o laminar sus partes, el machete para cortar la moneda o las láminas que se obtienen de ella y la lima para dar forma y acabado a las distintas piezas. Cuando es necesario perforar, se usa una punta metálica hecha a partir de un trozo de machete. Piedras duras sirven como bases o yunques para martillar y presionar sobre ellos. Para el acabado final, se emplean como soportes de las cuentas algunos trozos de madera. Chaquiras e hilos completan lo necesario para armar por completo los adornos.
Para la fabricación de aros y argollitas es necesario calentar las monedas en las brasas para “ablandarlas”, luego se transforman en alambres de diversos calibres martillándolas. Es la única parte del proceso que emplea calor, las demás se realizan en frío.
Placas y laminillas colgantes se hacen martillando el trozo de moneda hasta convertirlo en una lámina muy delgada, de la cual se cortan con machete mediante la utilización de moldes. Luego se unen todas las piezas, junto con chaquiras e hilos, por medio de argollitas más pequeñas. Es posible que el hombre fabrique todos los elementos, pero la mujer arme la estructura final.
Existen dos clases de aretes: aros simples a los cuales se amarran chaquiras y estructuras complejas que combinan argollas (pino) con placas de base (chidichidi) y láminas colgantes que se unen a las placas con argollitas (perreperre). Es interesante resaltar que las argollas reciben la denominación de pino, la misma que según Wassén y otros autores dan al oro los waunaan, siendo muy posible que este término se refiera más bien a los objetos mismos y no al material con que están hechos.
Hombres y mujeres usan indistintamente los tres tipos de adornos metálicos; pero a los primeros les gustan menos los chidichidi. El tiempo de trabajo necesario para hacer uno de estos es de tres días continuos. Es una actividad que se ejecuta casi siempre por encargo y el precio de los productos depende de su complejidad. Un chidichidi se valora por el número de placas de base que contiene.
Los aretes también combinan el metal con chaquiras. En este caso la moneda se golpea entera hasta reducirla a un círculo muy delgado; de éste se recortan las distintas piezas y luego se unen entre sí por medio de argollitas de alambre de plata. Su uso es únicamente femenino en algunas comunidades.
Estos adornos no se producen solo para el uso inmediato. Hay gentes y grupos que no conocen sus técnicas de fabricación o no quieren hacerlos porque consideran que es un trabajo muy difícil, muy duro, pero les gusta ponérselos; entonces, los objetos circulan, sin que estén muy claros los mecanismos para ello; por supuesto, el regalo y la compra son los más evidentes.
Con algunas diferencias que no son esenciales, estas circunstancias se repiten en los distintos lugares en donde los embera y los waunaan se adornan con objetos hechos con monedas.
Empleo de los adornos de plata
Ulloa (1990: 203) encuentra su empleo en la fiesta de iniciación de las mujeres en afluentes del río Atrato. La niña que llega a su primera menstruación tiene su cuerpo profusamente pintado, viste una paruma nueva de tela roja y lleva una corona de monedas en la cabeza, lo cual se complementa con flores, perfumes y una tela roja que le oculta el rostro. En estas zonas también es importante la elaboración y uso de collares, llamados okama, que las mujeres tejen con chaquiras de vidrio de una gran variedad de colores y con motivos diversos, aunque por excepción puede hacerlos algún hombre (Ulloa 1992b: 109).
Álvaro Cháves ha notado también la gran importancia de los adornos corporales entre los waunaan del río San Juan, en el Chocó, actividad en la cual los objetos metálicos hechos a partir de monedas tienen un peso grande. Según él:
Los hombres se adornan con collares de semillas, de cuentas de chaquiras, a veces con colgantes de monedas agujereadas, medallas, llaves o tallas de madera con figuras de animales. En las orejas lucen zarcillos de monedas martilladas y recortadas y en las muñecas bandas de chaquiras con diseños geométricos en colores vivos. Los mayores lucen en ocasiones especiales orejeras compuestas por un palito de un centímetro de ancho por ocho y medio de largo, que llevan en uno de sus extremos una semiesfera de madera recubierta por lámina de plata que se obtenía martillando una moneda antigua; de ella cuelgan, sostenidas por aros de metal, medialunas elaboradas con la misma lámina. Estos zarcillos se usan incrustando el palo en el orificio de la oreja, que para tal función se ha ensanchado desde la niñez por medio de espartos y cañas; la semiesfera y las medialunas quedan al frente y complementan el adorno masculino de collares, gargantillas y pulseras. Algunos conservan chalecos de paño recubiertos de monedas, que usaron en su juventud, cuando asistieron a las fiestas engalanados y perfumados para conseguir novia.
Pero este atuendo masculino ha cambiado mucho en aquellos lugares más cercanos a los poblados negros y mulatos, especialmente en los individuos que tienen una relación continua con otros grupos étnicos, ya sea porque viajan a comerciar o porque son visitados en busca de productos artesanales o de madera para construcción. Por un lado el deseo de emular al blanco y por el otro el temor a sus burlas, hacen que el corte de pelo con capul y a la altura de las orejas, la pintura corporal y facial y el uso de orejeras desaparezca o se restrinja al ámbito puramente local. Sin embargo, aunque se vista con pantalones largos, camisa y zapatos, el indígena se distingue del mestizo porque sigue conservando el collar y las pulseras de chaquira.
La mujer usa el cabello largo, el torso descubierto y los pies descalzos; se adorna con collares de chaquiras de muchas vueltas, alternando con monedas, medallas y semillas. Los niños y las niñas hasta los cinco años van desnudos o cubiertos por una camiseta, pero nunca les falta el collar de chaquiras, monedas y semillas, de las cuales algunas tienen la función protectora de amuletos. A los varones en la actualidad no se les perforan las orejas, aunque los mayores tienen la perforación para los zarcillos; a las niñas se les horada el lóbulo a los pocos días de nacer.
Podemos generalizar diciendo que los Waunanas guardan su tradición en el vestido y los adornos en los sitios más alejados del blanco, pero esa tradición se debilita con el contacto, aunque tiene mayor persistencia en la mujer. Los viajes a centros como Buenaventura o Istmina marcan la pauta del cambio y traen al indígena principalmente la ropa fabricada en Taiwán, que llega de contrabando a las costas del Pacífico; también llegan modas, telas y adornos con los indígenas que visitan a sus parientes en Panamá (Cháves 1992: 140-142).
Refiriéndose también a los waunaan, Herrera (1986: 27-28) encuentra semejanzas entre el adorno de las niñas de esta sociedad indígena en su fiesta de iniciación y el de sus homólogas embera. Las otras mujeres las arreglan poco antes de dar inicio a la celebración, les cortan el cabello a la altura de la nuca, les colocan gran cantidad de vueltas de chaquiras de varios colores en el cuello y, en torno al tronco y cruzadas en equis, varias tiras de monedas de plata antigua. De las mismas monedas son también las tobilleras y las hileras de adornos que penden de los bordes de la paruma; esta debe ser amarrada con fuerza para impedir que se caiga por el peso de las monedas y el agitado movimiento del baile.
En cambio, en los resguardos del Alto San Juan, los collares de cuentas metálicas que los hombres fabrican con monedas están a punto de desaparecer, pues ya casi no se usan ni se elaboran. Sólo unos cuantos hombres, que no alcanzan la decena, los hacen para venderlos a otros, que los compran para sus esposas e hijas. El proceso, difícil y largo, desalienta a gente que tiene que trabajar durante todo el día en forma asalariada y llega cansada a su casa al atardecer. El trabajo de poco menos de una hora en la tarde y de los pocos domingos y días de fiesta que dejan libres otras actividades, no son suficientes para una producción amplia. El paso de los niños por el internado los priva de la posibilidad de aprender esta técnica. La despersonalización cultural hace avergonzar a muchas mujeres de llevarlos, por lo cual colocan a sus hijos e hijas pequeños aquellos que recibieron en herencia de sus madres y abuelas. A diferencia con lo que ocurre en el Andágueda y en el Chocó, no se observa aquí su uso por parte de hombres jóvenes ni adultos.
SEGUNDA PARTE: EL ORO EN LA TRADICION ORAL
Si el empleo de los adornos de oro ha desaparecido de la vida cotidiana de los embera y waunaan, no ocurre lo mismo con su pensamiento. En su tradición oral, son numerosos los relatos que de una u otra forma hacer referencia al oro, aunque en muchos esta referencia es circunstancial.
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Porré y Costé: el origen del oro
En el pensamiento embera, todos los elementos que conforman la naturaleza tienen su origen y su destino en relación con seres que en castellano reciben la denominación de “madres” o “dueños”. Así ocurre con el oro, cuya madre es llamada Porré en algunas zonas y Costé en otras. En Arango (1993: 781-782) encontramos una versión que relató Manuel Moya acerca de este ser:
En las cabeceras de los ríos vive el porré o la “Madre de Oro” que es como un árbol gigantesco de tres patas, enorme como una culebra. En la antigüedad montiando por las cordilleras hallábamos unos huevitos azulitos que se los poníamos a las gallinetas para que los criaran. Si nacía pollito era porré; sin era como un marranito era “sierpe” [boa mítica]. Los criábamos con “sosieguita”, bolitas de harina de maíz tostado; cuando ya estaban grandecitos los sembrábamos por allá arribita en la quebrada y comenzaba a comer animal y a todo lo que pasara por ahí le caía y ya no se podía salir; a los días regresábamos y todo lo que habían comido, los huesos que botaban, salía convertido en oro y todo el mundo se ponía a labrar sus collares, sus figuras. Así utilizábamos el oro, criado por uno mismo con maíz, criado vivito. El indígena casi nunca lo mataba, lo dejaba ahí y de tanto vivir se caía solito, se arrancaba de raíz y se moría. Sólo los “mellos”, los mellizos, tenían el poder de matarlo; con un anillo le cortaban las tres patas mientras estaba dormido; después que caía lo dejaban un tiempito, regresaban y todo ya era oro puro que podían moldear. Pero llegó el hombre occidental con toda esa ambición, con esa codicia y violencia y le cambió el sentido al oro. Como el oro es como la sangre, todos los que lo trabajan por cuestiones económicas son pobres, esto se ven en el Chocó. Cuando se utiliza como no es debido hay violencia. Si no hubiera sido por el oro no nos hubieran matado y todavía conoceríamos el porré.
Para nosotros, el oro es de nuestra madre tierra y tiene otro sentido. Nuestros ancestros tenían la visión de que, a través del oro y con sus cantos sagrados, se podía llegar al mundo de abajo. Así nos podíamos comunicar. El oro tenía ese poder y además, era adorno y belleza; nunca llegó a explotarse con la idea capitalista.
Nuestros ancestros dejaron ese oro trabajado en entierros sagrados cuidados por un mayordomo o wantra que es un guardián. Cuando una persona viene con mala intención, con mal pensamiento para sacarlo, ese guardián convierte ese oro en culebra, y si lo saca le va mal.
Esta historia no solo nos cuenta acerca del origen del oro, sino que en ella aparece con claridad una indefinición entre lo vegetal y lo animal, entre lo animado y lo inanimado, de acuerdo con el modo como en nuestra sociedad se definen tales conceptos. Porré es árbol y animal, que además pone huevos, pero también es mineral, oro, que no solo transforma en este metal todo lo que “come”, sino que él mismo se hace oro al morir. El relato describe el procedimiento para criar el oro con maíz, estableciendo así una primera relación entre estos dos elementos: “criado por uno mismo con maíz, criado vivito”; es decir, que Porré come maíz y lo transforma en oro. Además, tampoco está definido el carácter de este dueño del oro en la medida en que se lo compara con una culebra enorme.
Lo que sí no admite equívocos es la idea de que el oro puede servir como elemento puente que permite llegar al mundo de abajo, idea que se encuentra incluso en referencia a las monedas. Seguramente porque es muy posible que el oro tenga su origen en ese mundo de abajo, como piensan los embera que ocurre con el maíz. Es así como un extenso relato (Hernández 1995: 34-36), una mujer que procede de las cabeceras del río y que ha tomado como marido a un muchacho embera, descubre que este ha muerto por desoír sus recomendaciones acerca de no consumir con sal la carne que ella le ha dado; entonces saca una moneda, la amarra en un pañuelo y la coloca entre la mano del joven; antes de partir le dice a la suegra que por la tarde revivirá, cosa que efectivamente ocurre. Cuando el joven va a buscar a su mujer, no la encuentra, hasta que un día un gavilán le dice que es su cuñado y que si quiere llegar a donde ella está, debe colocarse la moneda en la boca y cubrirse los ojos con un pañuelo. Así lo hace y se remontan hasta llegar a la luna. Pero la mujer está en el sol, por lo que su hermano le arroja la moneda para indicarle la llegada de su marido
La continuación del relato agrega elementos, por un lado, para entender quién es la sierpe, por el otro para aclarar las formas en que el Porré puede ser muerto. Según Moya, la sierpe es una especie de boa mítica que, cuando crece, se transforma en una culebra lindisísima; cuando abría la boca era colorada, parecía la flor de una badea y el cuerpo estaba pintado. Cuando estaba grande le daban de comer po, bolas de harina de maíz tostado y molido en piedra. Al parecer y según estas características, la sierpe es la misma jepá que aparece en otras historias, en especial entre los embera-chamí, generadora del agua, de las nubes de lluvia y de la territorialidad que se desarrolla teniendo los ríos como ejes de referencia (Vasco 1985: 122-129).
Cuando crecía, la sierpe hacía un pozo de agua bien grande, crecía y crecía... Cuando no le daban sosiega y tenía mucha hambre abría la jeta y sorbía con una energía que jalaba y ahí ya tragaba gente, entonces la comunidad se reunía y prendían un poco de esa piedra fina, piedra chine, cuando estaba bien prendida, se la echaban por la jeta y ahí con ese calor se bajaba para el plan, a los ocho días balsiaba toda muerta echando humo por arriba. (Moya 1993: 48)
En cuanto al papel de Porré como proveedor del oro para los embera, Moya (1993: 48-49) continúa así su historia:
Cuando una dueña del Porré se aburría de administrarlo entonces decía: —voy a convidar un poco de gente, el que me labre chonta de güerregue a ese le reparto el oro.
Y verdad, reunía a la gente y les decía: —mi gente, yo tengo un Porré, ya estoy aburrida con él y lo quiero matar; el que quiera oro para hacer un collar, conchitas... solo apenas voy a pedirle que me haga punta de chonta y ahí le doy un pedacito de oro, a mí eso me queda pesado, ¿quién me quiere acompañar?
Así reunía un poco de gente y se iban quebrada arriba donde el Porré y taz... taz... taz... dele así al Porré hasta que casi caía, taz... y pun... pun... caía el Porré de una vez ensartado en esa chonta y pas.. pass... la sangre que le salía era oro puro y el tronco al astillarse también era oro puro. Entonces, ahora sí a repartir: —moche aquí, eso es suyo, moche acá eso es suyo, bueno, esto ya sí es mío.
Así repartían el oro, todo el mundo a labrar, a labrar sus collares, sus figuras, los muñecos labrados para los muchachitos jugar y así utilizábamos el Porré, el oro criado por uno mismo con maíz, criado vivito...pero hoy en día con toda esa ambición, toda esa violencia desde hace quinientos años no conocemos el Porré. Ahora vemos un oro por ahí y ahí lo dejamos quieto...
El Porré es la “Madre de Oro”; los viejos hasta hace poco tiempo cuando escuchaban cierto ruido lejisísimo decían: “cayó un Porré”.
En otra parte (Vasco 1985: 56), cito un relato sobre Porré que fue recogido por Edgardo Cayón en su trabajo con los embera-chamí de Risaralda, alrededores de Villa Claret y Santa Cecilia y que le relató Avelino Nakábera:
Por los lados de Taibá, en el patio de la escuela, vivía Porré. Era un animal que crecía más alto que la iglesia, crecía como culebra, era de oro y tenía barbas, como una manila de grueso cada pelo. Cuando tocaban un caracol en el sitio, crecía para arriba, chillando, se oscurecía, había viento y tronera. Se comía hombres con cuerpo y todo, trayéndolos en el viento. El Jaibaná Mikisu labró otro miasú; se fueron dos Mikisus y dice que tocaron el caracol para que crezca. Cuando estaba alto, Mikisu pasó la voz: “que duerma, que duerma, que duerma”, brujeándola cantando “que no se mueva nadie”. Entonces quedó quietecita y ellos se fueron abajo y pusieron una hilera de miasú en el sitio donde caía. Mikisu le jaló las barbitas y quedó sin moverse, ya dormido. Después se fueron otra vez a tocar el caracol y entonces cayó encima de los miasú y se murió. Ya Mikisu había dicho que resultara puro oro; así salieron las vetas de oro entre la tierra.
En este relato, Porré aparece relacionado no solamente con el oro sino con la oscuridad, el viento y el trueno, es decir, con las tormentas. Y son los mellizos jaibanás, Mikisu, quienes le dan muerte con lanzas de chonta, miasú. Pero, además, Porré es definido aquí no como un árbol sino como una culebra. Empero, en lugar de encontrarse en los montes altos de las cabeceras, alejado de la vida cotidiana de la gente, como en la primera versión, Porré vive en el patio de la escuela, no solamente un lugar de vida doméstica, sino un sitio de “civilización” en la medida en que se trata de un espacio de los blancos. Otra versión de esta historia establece nuevas relaciones:
Desde Charco Negro hasta el lugar donde había caído Porré, quedó enterrado mucho oro, como venas, y la gente lo fue sacando y sacaron mucho, hasta el propio patio donde se había levantado el animal la última vez. Solamente la cabeza no la han podido sacar, porque quedó muy enterrada.
Donde quedaron las patas de Porré hay un río de vacas, de manatíes, con muchos animales, muchos pescados. Es el lugar que ahora llaman Charco Negro. Allí hay dos piedras enormes que forman remolinos y entre ellas vivía Tacubé-Nebedé, que era la madre de los tacubas, de esos peces buenos para comer.
En ese punto todavía hay guaguas pero se esconden y no se pueden sacar. Antiguamente cuando un indígena se metía por debajo de las piedras a buscar guaguas, si veía dos ojos enormes como lunas y muy miedosos, era seguro que Tacubé-Nebedé, Tacubana, tan grande como una canoa, se lo tragaba. Hoy todavía hay peces y guaguas, pero a las orillas ya hay cañaduzales y no hay montes.(Vélez Vélez 1982: 232).
Se establece entonces de nuevo la relación entre Porré y el agua y sus recursos, pues en donde quedaron sus patas —¿sus raíces?— hay un río con abundante pesca y manatíes, estos últimos seres un tanto ambiguos en cuanto a su carácter de peces. En ese lugar vive, además, Tacubé-Nebedé, ser cuya identidad no está definida en el relato, pero cuyo nombre tiene importantes resonancias etimológicas, pues takubé hace referencia a un pez, el capitán negro, y ne significa oro, be es maíz y de quiere decir casa, es decir, se trata de la casa del maíz amarillo o maíz de oro. Así, entonces, se establece otra vez la asociación entre oro, maíz y agua.
En otros grupos, como entre los catíos, un ser parecido recibe la denominación de Costé, y se describe como un monstruo o demonio que está hecho de oro y es el dueño de este mineral. Antropófago, ataca y devora a los hombres que entran en sus dominios. Puede convertirse en tigre y otros animales y en algunas versiones aparece transformado en tigre y domesticado por los indios, quienes luego lo matan y le quitan la piel.
De acuerdo con Pineda y Gutiérrez de Pineda (1958: 453), Costé “son cuatro demonios dueños del oro y asesinos de los indios”. Para librarse de ellos, los indios decidieron matarlos:
Diez indígenas salieron en su búsqueda y tropezaron con el primero, que de un solo abrazo cortó la cabeza a uno de los expedicionarios; los demás luchaban para matarlo, pero no lo conseguían, hasta que a alguien se le ocurrió dispararle las flechas a los ojos y con eso murió. Siguieron yendo a la selva, creyéndose libres del monstruo, pero a la cuarta vez no regresaron, y los compañeros salieron en su busca en número de veinte y vieron que habían sido devorados por Costé. Se trabó una nueva lucha, tan difícil como la anterior, porque este demonio tenía el corazón en el dedo gordo del pie izquierdo y solo cuando lo hirieron allí pudieron matarlo. Poco tiempo después regresaron los indios a cazar y toparon con el tercero de los Costé en una gruta; el monstruo dio muerte a uno de ellos y los demás huyeron, juntaron más gente y regresaron y lo mataron en la misma forma que al primero, y dejaron su cadáver consumiéndose en una hoguera, cuyo reflejo llegó hasta la casa de los indios en forma de una luz quemante. El cuarto y último se convirtió en cuatro tigres, de los cuales dos fueron muertos por los indios. Los otros dos llegaron un día a comerse algunos animales domésticos y los indios mataron a la tigresa, que había dado a luz a dos cachorros, se apoderaron de ellos y los domesticaron; cuando estuvieron grandes los llevaron al monte, los mataron, les sacaron la piel y la vendieron (Madre Laura Montoya, citada por Pineda y Gutiérrez de Pineda 1958: 453-454).
Pese a que el relato se refiere a Costé como un ser único, es claro que los cuatro que lo componen no son idénticos, razón por la cual deben emplearse distintos procedimientos para matarlos. Llama la atención la peculiaridad de la luz que despide el proceso de cremación del tercer Costé: quemante y muy fuerte, puesto que alcanza a llegar hasta las casas de los indios.
Rubén Domicó Domicó de Dabeiba, Antioquia, contó una historia diferente acerca de Costé; en su relato, Domicó se acerca más bien a relacionar a este personaje con los antepasados primitivos de los embera, tal como aparecen en un relato de la misionera María de Betania:
Costé era como un indio, pero muy grande. En los brazos tenía unas especies de barberas enormes con las cuales cortaba todo lo que quería. Sus dientes eran de oro puro. Cogía los indios que se perdían en el monte, cuando estaban cazando y se los llevaba para su tambo. Los castraba y los engordaba. Para engordarlos pronto, les ofrecía carne gorda de otros indios, pero como ellos no comían, les preguntaba qué era lo que querían. Si decían que carne de cerdo o de res, Costé se iba y se robaba un cerdo o una res. Como tenía mucha fuerza, los llevaba encima.
Cuando los indios estaban gordos, los ponía sobre una batea grande de madera, para no perder nada, y con sus brazos los destrozaba y se los comía y se tomaba la sangre. Pero la mamá de Costé era una vieja muy flaca, porque Costé no le daba sino huesos. La vieja vivía muy enojada con su hijo por esto.
Un día que Costé se fue a montiar y a traer leña, la vieja le explicó a un indio que su hijo estaba engordando cómo podía hacer para escaparse. Tenía que subir a un filo y echarse a correr hacia abajo, hasta que volviera a su casa.
El indio dijo que él tan gordo como estaba no era capaz de correr, pero la mamá de Costé lo alentó y le indicó que cuando llegara al alto se echara a rodar.
El indio gordo, se escapó y logró llegar a su casa y contó la historia de lo que había sucedido y describió a todos cómo era Costé y habló de sus barberas y sus dientes de oro. A las doce de la noche, fueron más de cincuenta indios con escopetas y lo encontraron dormido y lo mataron (Vélez Vélez 1982: 243-244).
En este caso, la relación entre el dueño del oro y un ser animal no se da con la culebra sino con el tigre, el cual está ligado de muy cerca con el jaibanismo, como lo he mostrado en mi libro acerca del jaibaná (Vasco 1985: 94-99). El tema de los seres con brazos cortantes aparece en las historias de los antecesores de los embera, los burumiá, quienes eran antropófagos y vivían en cuatro gigantescos árboles que eran guardados por un tigre; casados con mujeres antomiá, estas “les enseñaron a valerse de las manos para sacar oro de los filones, derribar árboles y cortar con ellas lo necesario”. Al mismo tiempo, otros seres primitivos, los bibidí, solían capturar a los humanos y engordarlos para comérselos, hasta que uno de ellos escapó y trajo a sus compañeros para dar muerte al bibidí, tal como hace Costé. Se dice que los Carauta, otros antepasados de los embera, seres incestuosos, eran muy buenos trabajadores del oro (Vasco 1985: 95).
Otros temas llaman la atención en esta historia: primero, este Costé no es de oro, pero sí sus dientes, es decir, los instrumentos que emplea para comerse a los indios que engorda; segundo, el conflicto que sostiene con su madre a causa de que la alimenta solo con los huesos de los muertos, repite un hecho del relato de María de Betania, en el cual una anciana bibidí, enojada porque sólo le ha correspondido como alimento el pene de un burumiá, ayuda a que los compañeros de aquel que ha logrado escapar, derroten a los bibidí y los aniquilen.
Los usos del oro en los tiempos de antigua
Hasta aquí se ha avanzado por las historias de la tradición oral embera indagando acerca de la manera como los estos conciben lo que tiene que ver con el origen del oro. Pero también es importante buscar sus criterios sobre su empleo en las épocas antiguas, aquellas que corresponden al tiempo en que se desarrollan tales relatos.
Uno de los principales personajes de las historias embera es Carabí o Caragabí. Algunas de ellas establecen que se trata de uno de los primeros jaibanás, otras lo identifican con luna, cuyas manchas son una camisa con llagas que Carabí puede colocarse para ocultar su belleza y su brillo. Además de su camisa, Luna, que es hombre, se ponía manilla, orejeras (parataquéra) y nariguera (pirú) de oro, a lo cual agregaba sus chaquiras, para ir en busca de su mujer que lo engañaba con otros hombres cuando asistía a las fiestas; por esta razón, Luna le raja la boca y la convierte en lechuza como castigo, para luego subir al cielo.
Otro relato, contado por Floresmiro Dogiramá, en el Baudó, dice que Carabí vivía con su hermana en una casa en donde moraban solamente viejos. Por este motivo, en la noche y cuando todos dormían, él se vestía con todos los vestidos que usaba: amburá y cruzadilla de chaquiras y bajapelo y manillas de oro, y cohabitaba con su hermana sin que ella se diera cuenta quién era. Una noche, para identificarlo, aquella lo untó en la cara de negro; al verse descubierto, el escapó al cielo y allí se le ve con la cara manchada.
Otras tradiciones narran las confrontaciones entre Carabí y Trutuica, —según algunos el demonio, según otros el dios del otro mundo—; en una de ellas, Trutuica reta a Carabí para entrar en un horno que han calentado con la madera que cortaron durante seis días; este permaneció encerrado allí durante todo un día y, cuando abrieron el horno, estaba vivo y hermosamente adornado con joyas de oro.
Una historia recogida por Reichel-Dolmatoff (1953: 161) entre los chamí de Riofrío, Valle, cuenta que la gente del sol y la gente de la luna tenían mucho oro. En un intento por mostrar su poder, los jefes de ambos bandos tendieron una trampa para capturar a estos astros; la del sol fue preparada con maíz caliente y así fue apresado y guardado dentro de un talego rojo.
Esta relación entre el oro y Caragabí, quien, como he mostrado en otro texto (Vasco 1985), es jaibaná y está asociado con los otros mundos, bien con el de abajo, de donde provienen el jaibanismo, el maíz y el chontaduro, bien con el de arriba, de donde otras versiones hacen provenir también estos dos cultivos, indica el carácter originario del oro y su “lugar natural” en esos dos mundos, entre los cuales se encuentra situado el nuestro. Así, en uno de los muchos relatos del Chocó que tienen como personaje central a Ventura, cuando este es raptado por los Antumiá y llevado al mundo de abajo y navega por los ríos, ve a su alrededor una gran abundancia de cántaros rebosantes de oro; al mismo tiempo, mira hacia arriba y ve cómo se mecen con el viento las matas de muinú, rascadera, que nacen en las orillas de un río de nuestro mundo.
Igualmente, las ardillas que por orden de Caragabí derriban con sus dientes el árbol de Jenené, en donde la hormiga Jentserá escondía el agua para mezquinarla a los humanos, tenían narigueras de oro, que se les reventaron cuando el árbol cayó.
Una de las muchas versiones embera acerca de la ocurrencia del diluvio, se atribuye a los mellizos la salvación de la gente, pues estos fabricaron una champa de guadua, pero no funcionó. Entonces hicieron otra del árbol San Pedrito, el mismo que utilizan los jaibanás para cantar jai. La hicieron pequeñita y empezaron a decir: “crezca, crezca.” y esa champa creció grandísima y en ella se embarcaron hasta llegar al morro de Chimpé, donde orillaron y se quedaron cuidando el bote. La tradición dice que alrededor del barco existe una cadena de oro y el día que alguien la rompa, habrá otro diluvio.
Una historia sobre la guerra entre los embera del valle y los de la montaña, Erubidá y Siebidá, narra que después de la victoria de uno de ellos, hicieron una fiesta para pactar la paz. En ella, el viejo Erubidá regaló a los Siebidá un cacique de oro como señal de amistad y, entonces, se apaciguaron y dijeron que no hay más guerra entre nosotros.
En una concepción sobre cielo, mundo de arriba, cercano al sol y en donde vive Baa, Baha o Bajía, el trueno, se dice que allí viven todos en un continuo baile, sentados en tronos de oro y las mujeres adornadas con parumas que llevan monedas de plata y los hombres con el cuerpo pintado. Entonces, el oro se asocia también con el mundo de arriba y no solo con el de abajo.
Pardo (1987b: 86) recuerda que, según el padre Severino de Santa Teresa, el rayo (Pardo dice que los embera no diferencian entre el trueno y el rayo, es el mismo) era un indio que vivía en un tambo de oro. Caragabí quiso tener esa casa y le ofreció un cambio, pero el rayo no aceptó. Por ello, Caragabí lo cogió del cabello y lo lanzó al aire, dejándolo a vivir allá arriba, con un tambor para avisar cuando va a llover. La misionera María de Betania también relaciona el trueno con el oro, al decir que el trueno es el ruido de un tambor de oro que tocan los hijos de los seres que habitan en el mundo de arriba.
Diversas versiones aclaran que este indio-trueno era un jaibaná, lo cual no es extraño porque en la tradición embera los primeros jaibaná, los más poderosos que han existido, tenían sus objetos de oro, en especial su banco, su bastón y su tambor. Así lo confirma la historia de un yaberá, habitante del mundo de abajo; este, después de casarse con la hija de un jaibaná del río Atrato y antes de regresar con ella a su mundo, regaló a su suegro un bastón y un banco de oro, como correspondía a aquel; además, le advirtió que, por causa de estos objetos, él y todos los demás iban a ser muertos, lo cual se hizo realidad con la llegada de los conquistadores españoles.
De todos modos, la defensa contra el trueno consiste en una lanza de chonta que se guarda en la casa y que se coge para apuntarla hacia el cielo cuando comienza la tempestad, en claro recuerdo de aquellas con que los mellizos derrotaron y dieron muerte a Porré.
Oro, maíz y rayo: en busca de una identidad
Aquí es bueno recordar la historia de la culebra Jepá, tal como se cuenta entre los embera-chamí. Se dice que Ba mandó un rayo que cayó en un montecito en donde había dos niños recogiendo leña. Donde cayó el rayo resultó un gusanito largo, largo, de colorcitos. Los niños lo recogieron y lo metieron en un cántaro con agua y le daban comida de harina de maíz y de jentserá (un frutico negro que se quiebra y tiene el corazón colorado; se come con la harina). Y así creció mucho, hasta convertirse en una gran culebra, que producía agua y creó una laguna con sus movimientos. La semejanza de esta Jepá con Porré es grande, pero lo más interesante es su relación directa de origen con Ba, el rayo. Al parecer, como entre los guambianos, se encuentra entre los embera la relación de identidad entre el oro, el maíz y el rayo.
Al menos, aquella entre el oro y el maíz es muy clara en la historia de Porré y así lo ratifica también un relato recogido por Zuluaga en el alto río San Juan, en el Chamí, sobre “El gurre que cagaba oro y plata”:
En antigua, una indígena que estaba en tambo con una hija, vio por la noche debajo del piso, como una candela que se movía, como una vela. Esa candela daba miedo a indígenas, porque movía, pero miraron mejor y vieron que era como un animal con cola que se movía despacito. Cuando animal movía, dejaba como candela amarilla, amarilla como candela de vela. La mamá dijo a hija que cogiera el animal, que parecía candela pero que no era, que no diera miedo. La hija bajó siempre con miedo y cogió el animal, que era un gurre y entraron con gurre en el tambo. El gurre se hizo amigo de ellos, porque indígenas cuidaban y daban de comer. Cuando ya era día, la mamá bajó del tambo y vio debajo del piso unas pepitas amarillas como oro. ¡Y era oro! Indígena dijo a hijas que candela que habían visto de noche, era pepitas de oro.
Cuando llegó marido de indígena, que estaba en monte buscando animales, dijeron que gurre “cagaba” oro. Hombre no quería creer. Decía que eran mentiras, que mostraran el oro. Mujer mostró oro, y tampoco el hombre creyó, y dijo que habían conseguido en otra parte.
Bueno, esa noche, como gurre tenían en tambo, el gurre comenzó a “cagar” y cagaba orito amarillo que también parecía candela. Hombre ahí sí creyó que habían dicho purita verdad y pusieron contentos y guardaron oro.
Bueno, un día maíz amarillo se acabó y dieron maíz blanco para comer el gurre y entonces esa noche, cuando esperaban que “cagara” orito amarillo, “cagó” otra cosa que brillaba, pero como color blanco. Indígenas estaban aburridos porque gurre ya no “cagaba” más oro amarillo y entonces acostaron todos aburridos y dejaron las cositas blancas en el piso y no quisieron recoger.
Cuando ya era día, una hija vio las cositas blancas y vio que eran duras como piedritas bonitas, y llamó al papá y mostró. El papá también vio y entonces vieron que era plata. Indígena se puso a pensar entonces y ese día consiguió maíz otra vez amarillo para el gurre. Esa noche, gurre “cagó” otra vez oro amarillo. Entonces indígena dio cuenta que gurre “cagaba” oro si comía maíz amarillo, y si comía maíz blanco, entonces cagaba plata.
Así indígenas tuvieron oro y plata, y llenaban cántaros grandes. Pero indígenas no peleaban por oro, porque antigua no había envidia ni mataban por el oro. Bueno, así pasó mucho tiempo y gurre no se ponía viejo y cuidaban mucho, porque siempre ponía oro. Esta historia me contó mi papá y a él también habían contado los de antigua.
Cuando llegó don Cristóbal (Colón), mandó soldados como bandoleros y entonces comenzaron a matar indígenas para quitar oro. Entonces un día llegaron soldados al tambo del indio que tenía el gurre, y quitaron todo el oro que guardaba en el cántaro y preguntaron de dónde sacaba oro. Pegaron duro al indígena y no dijo nada del gurre. Y pegaban y pegaban con palos y no decía nada. Soldados aburrieron de pegar y se fueron. Entonces indígena que tenía gurre escondido en el zarzo, dio mucha rabia y tenía mucho miedo que fueran a matar por oro. Entonces cogió el gurre y metió debajo del brazo y se fue para río San Juan. Cuando llegó a río San Juan tiró el gurre al agua, como en una corriente de remolinos, y dijo al gurre que no volviera a salir, porque blancos querían coger para ellos. Y esa es la historia y entonces indígenas no tuvieron más oro (Zuluega 1991: 13-15).
Entre el gurre y Porré/i> se presenta una relación de oposición, pues mientras se dice que Porré es grande y se levanta hacia arriba por encima de las casas más altas, aquél es un animal más pequeño y acostumbra vivir en cuevas, es decir, enterrado. En cambio, la identidad entre el maíz amarillo y el oro es completa, a la cual se agrega otra entre el maíz blanco y la plata, como ocurre entre los guambianos; esto explicaría el hecho de continuar denominando pino/i> a los aretes, así estos no sean ya de oro sino de plata, como había anotado más arriba. Además, aunque sin la claridad con que aparece en el pensamiento guambiano, se establece así mismo una relación entre el oro, el maíz amarillo y el fuego, la candela, pese a que no se trata aquí de la del fogón, sino de la de una vela; en todo caso, fuego domesticado, a diferencia de aquel de Ba, el rayo.
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