Cuando en 1991 se aprobó la nueva carta constitucional colombiana, en la cual un amplio articulado pareció recoger las demandas que el movimiento indígena venía levantando y por las que luchaba desde hacía 20 años, la mayor parte de la opinión pública, pero también las organizaciones indígenas y quienes las respaldaban, manifestaron su convencimiento acerca de que había advenido una nueva era en la situación de las poblaciones aborígenes que moran en Colombia, así como en las relaciones entre estas y la sociedad y el estado colombianos. En consecuencia, consideraron que para avanzar por este nuevo camino ya no había que seguir la estrategia de la lucha sino la de la concertación y la participación.
Muy pocas voces, entre ellas la mía, se levantaron para pregonar lo contrario, en contravía de la euforia general, sustentada y ampliada en gran escala por los medios masivos de comunicación y los diversos aparatos propagandísticos del gobierno.
También en el interior del movimiento indígena, del cual yo hacía parte casi desde sus inicios, los efectos de la reforma constitucional no tardaron en aparecer, afectando su desarrollo. Así lo planteé para su discusión en el seno del Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia a solo un año de vigencia de la nueva estructura jurídica del país, introduciendo como importante elemento de análisis lo que implicaba que este movimiento, que en sus orígenes había avanzado a escala local y regional, se hubiese transformado en uno de carácter nacional, proceso que había comenzado con su participación en la elección popular de alcaldes y concejales en sus respectivos municipios con base en la denominada descentralización municipal, varios años atrás, hasta llegar a las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente, primero, y para el Senado y la Cámara de Representantes, luego.
Estas transformaciones se reflejaron en distintos cambios formales: la adopción del nombre de Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia en lugar de Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente, la apertura de una sede nacional en Bogotá que era atendida en forma permanente por distintos dirigentes, el trámite y obtención de una personería jurídica, el manejo de presupuestos, proyectos y ayudas económicas provenientes de ONGs y otras fuentes de financiación. Casi todos estos aspectos habían sido fuertemente criticados por el movimiento en los años anteriores, en el momento en que fueron adoptados por el CRIC, la ONIC y otras organizaciones indígenas.
Como uno de los resultados de esta situación, comenzaron a disgregarse muchos de sus participantes, tanto indígenas como solidarios, aunque, por supuesto, llegaron muchos otros, nuevos y que no habían hecho parte del movimiento durante la época de las luchas. Situación que era fácilmente previsible a partir de los primeros indicios que se observaban desde hacía ya algunos años y que se agudizaron después de la entrada en vigencia de la nueva Constitución.
Entonces, ya era posible percibir hacia dónde conducían los caminos que las organizaciones indígenas habían comenzado a transitar, que han dado como resultado central la situación que se presenta en la actualidad y que algunos dirigentes y comunidades han empezado a percibir y a rechazar tímidamente. Para ellos comienza a ser claro que la Constitución del 91 fue, en lo fundamental, un instrumento de cooptación de las sociedades indígenas por parte del estado, que de esta manera las convirtió en eslabones de su propia estructura.
Precisamente, la Constitución del 91 reconoce los cabildos indígenas, pero como una parte integrante de la estructura político-administrativa del estado y no como una autoridad por fuera de este aparato. Cosa semejante sucede con algunas formas de organización indígena, a las cuales la descentralización otorga el ejercicio de funciones que corresponden al gobierno y/o al estado.
El caso inicial y más notorio, pero no el único, se dio con la Organización Indígena de Antioquia, OIA, la cual pasó a ejercer todas las funciones que anteriormente desarrollaba la Secretaría Indígena de ese departamento, que dejó entonces de existir; también el presupuesto de dicha entidad oficial pasó a la organización indígena; incluso, algunos de sus asesores pasaron a desempeñar el mismo oficio al lado del gobernador del departamento. Eso significa que una muy buena parte de los funcionarios de la OIA se convirtieron en funcionarios a sueldo del estado, cuyos intereses entraron a representar en lugar de aquellos de las comunidades, bajo el supuesto de que ahora unos y otros eran coincidentes, al menos en lo fundamental.
Es conocido que muchos otros indígenas de distintas nacionalidades y regiones fueron nombrados como funcionarios del gobierno nacional, así como de los gobiernos departamentales y municipales en sus diversas dependencias. Y que los cabildos y las asociaciones de cabildos que se crearon en zonas como el Cauca, pasaron a ser gestores de los planes y proyectos oficiales o de aquellos llegados del exterior, tanto auspiciados directamente por gobiernos extranjeros, como indirectamente a través de las ONGs de esos países.
De ahí que en este momento, a diez años de haber sido aprobada la Constitución del 91, el movimiento indígena ha dejado de existir en lo fundamental como un movimiento de comunidades en lucha, aunque todavía tengan lugar movilizaciones esporádicas y aisladas, sobre todo en el Cauca, pero cuyo papel es ejercer presión en alguna de las negociaciones en curso o, peor aún, presionar para que se cumplan los acuerdos a los cuales se llegó como resultado de alguna movilización anterior.
Las organizaciones indígenas actúan sobre la idea de que lo que se ha alcanzado hasta el momento, en especial en cuanto a territorio, autoridad y reconocimiento, está ya consolidado de una vez por todas, pues han perdido de vista al enemigo en la estructura del estado y, por supuesto, en los intereses de los sectores sociales que este representa y defiende; enemigo que dista mucho de estar derrotado y que volverá a la ofensiva contra los indígenas a la primera oportunidad, que no parece estar muy lejana.
Así lo anuncian las ofensivas de los paramilitares en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta y del Perijá, en el Sinú y en el Cauca, para no mencionar sino estos casos. Pero también la ofensiva institucional lanzada directamente por algunas dependencias oficiales.
Es lo que sucede con el proyecto de la Dirección de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior, ya en marcha, para revisar, con base en investigaciones relámpago hechas por equipos de antropólogos y abogados, los reconocimientos otorgados a los indígenas en cuanto tales. El trabajo se inició hace algún tiempo con el desconocimiento de algunos cabildos urbanos y la negativa a reconocer otros que lo solicitaron, como el de los yanacona en Cali; y ahora avanza con el examen de la indianidad de varias comunidades en el Putumayo, del cual dependerá que se las continúe reconociendo y tratando como tales o que se desconozca en adelante su carácter indígena. Otra vez los antropólogos y otros investigadores asumen, como antes del comienzo de las luchas en los años 70, su papel de jueces que deciden quién es y quién no es indígena; además, sin criterios claros para ello, pues la mayor parte de estos nuevos empleados de Asuntos Indígenas son recién egresados de las universidades, que poco o nada conocen de las nacionalidades indígenas y corren presurosos de un lado a otro tratando de encontrar quien les aporte las bases sobre las cuales deben juzgar.
En el Cauca, el INCORA ha emprendido una ofensiva contra los resguardos, asegurando que solamente uno o dos tienen existencia legal y los demás deben iniciar el proceso de su legalización, pues los títulos sobre los cuales se afirman son ilegales y falsos, como, por ejemplo, el de Juan Tama sobre los cinco pueblos nasa, o son históricos y la historia ya está muerta y no vale. Situación que deja en interinidad la casi totalidad de los territorios de todos los resguardos, no solo en cuanto a las tierras recuperadas con la lucha sino también en referencia a aquellas poseídas por ellos tradicionalmente.
Todo esto ha tomado a las organizaciones, autoridades y comunidades indígenas desprevenidas, sin que hasta ahora haya habido una reacción amplia y fuerte en contra de estas acciones del gobierno, como debiera ser, ni se haya comenzado a organizar la lucha contra ellas, pues todavía permanecen, en lo fundamental, aletargadas por la Constitución del 91 y por todo el proceso posterior de negociación y participación.
EL MOVIMIENTO INDÍGENA DE HOY FRENTE A LO NACIONAL
[Escrito en noviembre de 1992 como carta para su discusión entre indígenas y solidarios del Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente. Publicado en Lecturas de la Cátedra Manuel Ancízar: Colombia Contemporánea. Vicerrectoría Académica-Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1995]
Después de transcurrir veinte años de la etapa que se inició a comienzos de 1970, el movimiento de los indígenas que habitan en Colombia parece haber asegurado su organización y sus logros y consolidado el reconocimiento de sus derechos, especialmente después de la promulgación de la nueva Constitución colombiana en 1991 y de su acceso al Senado y la Cámara de Representantes, a juntas directivas, alcaldías y concejos municipales en distintos lugares del país, Bogotá entre ellos. Lo mismo parecería indicar el relativo espaldarazo oficial a sus dos principales organizaciones: la ONIC y el Movimiento de Autoridades Indígenas, así como la participación de las mismas en entidades de carácter oficial, como el INCORA, el Consejo de Política Indigenista, la Comisión de Reordenamiento Territorial y otras.
Pero si miramos más de cerca lo que ocurre, quizá la situación no esté para tanto optimismo. Este desarrollo implica que el movimiento indígena ha pasado de organizarse y dar sus luchas a nivel local, máximo a nivel regional (como en el caso del Cauca), a moverse y actuar en el plano nacional y, en consecuencia, cerca al gobierno central en Bogotá, lo que ha traído dos consecuencias principales.
Una de ellas es la conformación de una elite indígena que reside en forma permanente en Bogotá y otros centros principales, como Quibdó y Medellín, la cual se va separando cada vez más del contacto con las comunidades y perdiendo el pulso de los intereses y luchas de estas; además, esto implica un distanciarse de las condiciones propias de la vida comunitaria, bastante diferentes de aquellas que se viven en las ciudades. “Profesionales” del movimiento, estos “representantes” indígenas se van acostumbrando a estar separados del trabajo productivo y cotidiano y a depender de un sueldo, así como de las múltiples oportunidades que ofrecen los auxilios internacionales, los viajes, la cercanía y relación con los centros de poder, la burocracia oficial, etc., para gozar de una vida relativamente “regalada” y hasta “lujosa” en relación con aquellos en cuyo nombre actúan y reciben fondos. Sin olvidar las tentaciones de la venalidad y la corrupción, a las cuales no todos escapan.
Con la actuación de estos dirigentes, la lucha se ha ido debilitando y perdiendo poco a poco, para dar paso a la negociación y a la convivencia con el gobierno, a la concertación como estrategia, a la búsqueda de beneficios personales más que a la obtención de cosas que realmente favorezcan a las comunidades de base. Al contrario, a través suyo han penetrado en ellas proyectos oficiales de todo tipo que, aunque afirman ir en su provecho, tienen como papel fundamental llevarlas por el camino de la integración, ensayando nuevas formas para conseguirla. Por esta vía, el gobierno ha ido recuperando los movimientos y autoridades indígenas para su propia política desarrollista e integracionista. En ellos crece el convencimiento de que la solución de los problemas está en la concertación con el estado, aceptando esta nueva forma de dominación que se les presenta como una democracia que los reconoce pero que, en la práctica, impide o restringe considerablemente el ejercicio de la autonomía de las nacionalidades indígenas.
Otro efecto, más grave aún, es la pérdida de claridad acerca de quién es el enemigo. Cuando surgió el movimiento, las luchas se dieron al nivel de cada una de las comunidades, es decir, al nivel local, contra sus enemigos inmediatos, los de siempre: terratenientes, curas, intermediarios, politiqueros, etc., que eran fácilmente identificados por todos los indígenas miembros de las comunidades. Sus reivindicaciones eran las nacionalitarias, las comunitarias, que todos sentían vitalmente, pues eran directamente, como tantas veces lo expresaron, cuestión de su propia supervivencia.
Después, las cosas se crecieron, como pasó en el Cauca, y se fueron ampliando hasta alcanzar un nivel regional: surgieron el CRIC y otras organizaciones semejantes, pero sus enemigos siguieron siendo básicamente los mismos, dándose una coordinación y una unión de lucha contra ellos. Las reivindicaciones no cambiaron, aunque se expresaron con un mayor nivel de generalidad, tales el programa de los Siete Puntos del CRIC y, más tarde, los objetivos de la ONIC y del Movimiento de Autoridades Indígenas. Los movimientos seguían presentándose y luchando básicamente a nivel comunitario, nacionalitario.
En el Cauca, como ocurriría luego en formas distintas en casi todo el país, esa ampliación del movimiento y la lucha a una escala regional tuvieron un resultado, una expresión orgánica: el Comité Ejecutivo del CRIC, que no era ni mucho menos una instancia de autoridad propia, de poder comunitario. Era supraétnico, se dijo, aunque nunca dejó de estar desgarrado por el tironeo entre dos polos: paeces y guambianos. Y en cuyo seno estaba el germen de un poder y una dirección separados de las comunidades, distantes por distintos de ellas. Ahí estaba la raíz de la fisura entre CRIC, como comunidades organizadas y en lucha, y Comité Ejecutivo, apostándole a lo nacional y lo internacional.
Casi desde el comienzo hubo un factor que apuntaba en otra dirección: la ANUC, que tenía un carácter nacional y se movía en esa escala. Por su orientación clasista y su intención revolucionaria, identificaba otro enemigo además de los terratenientes y politiqueros locales: el gobierno, el estado, como expresión y ejercicio de los intereses de las clases dominantes.
Este criterio de clase vinculó con otros elementos que también se pensaban y se movían a nivel nacional: las organizaciones de izquierda. Además, el factor de la parcial pero paulatina y creciente integración de las comunidades a la sociedad nacional apuntaba y apunta en idéntica dirección, y quizá con más fuerza que los factores externos. En el seno de lo comunitario existen personas, núcleos de mayor o menor amplitud que participan ampliamente de esta integración y que la piensan y desean: aquellos a quienes se les mestizó la mente, como los llamaron los arhuacos.
El resultado escindió el movimiento en dos sectores: aquellos que se mantuvieron actuando, no sin dificultades, en los niveles regional y local, comunitario y nacionalitario, especialmente el Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente, y aquellos que pusieron el eje de su acción en niveles cada vez más amplios, hasta llegar al nacional, al de todo el país, encabezados por el Comité Ejecutivo del CRIC, que llegaría a convertirse por este camino en Organización Nacional de Indígenas de Colombia.
El Movimiento de Autoridades Indígenas no se limitó, por supuesto, a los niveles local y regional, recuérdense la Marcha de Autoridades Indígenas hacia Bogotá, en 1980, la visita de Belisario Betancur a Guambía, en 1982, la toma de Cali, para no mencionar sino algunos de los grandes “momentos”. Pero esta “nacionalización” estuvo siempre determinada por las necesidades coyunturales de las luchas de las comunidades contra sus enemigos en la localidad y sus aliados en la región; siempre hizo parte de una lucha de base comunitaria.
Para entender lo que ha venido sucediendo después, hay que contestar con certeza esta pregunta: ¿cuáles son, aquí y ahora, a nivel nacional y hoy, los enemigos fundamentales del movimiento indígena? Habría que buscar su caracterización en términos de clases y sectores de clase colombianos que se plantean frente y contra los indios, porque las reivindicaciones locales y regionales de estos chocan con los proyectos nacionales de aquellos. Pero éste es un nivel abstracto y no creo que pueda ser apropiado por las comunidades en esa forma ni en el momento presente.
En la actual etapa del movimiento, en que la representación ante las instancias oficiales y la negociación y concertación con ellas han reemplazado en lo esencial a la lucha organizada, el enemigo ha desaparecido del campo visual de las comunidades y el escenario de la lucha les ha sido escamoteado. ¿Cómo, entonces, puede recuperarse la acción de las comunidades a través de la lucha cotidiana?
Pero hay más. ¿Cuál es la posición del movimiento indígena frente al gobierno, al estado, al sistema? Cuando la pregunta se formula en el nivel local, en el de lo comunitario cotidiano, la respuesta puede ser evadida en un principio, pues los enemigos están claramente personalizados. El gobierno aparece —o aparecía— con frecuencia como una instancia de negociación, incluso como un mediador entre las comunidades y sus enemigos, bien sea directamente al nivel del aparato de gobierno (gobernadores, ministros, presidentes, etc.), bien en la forma de sus instituciones “indirectas” (INCORA, Cencoa, Inderena, C.V.C., etc.). Es decir que aparentemente el movimiento no va contra el sistema ni contra el gobierno que lo expresa en un momento dado, no se propone subvertir el orden estatal.
Por supuesto, esta apariencia desaparece, como ya venía haciéndolo después de veinte años, a largo plazo, en el tiempo histórico propio de las comunidades, en aquel en que la historia se hace mito para la mirada externa, pues en él las comunidades reivindican su diferencia, su peculiaridad contra el carácter hegemónico y homogeneizador del sistema, su autonomía frente a la dominación, su territorio ante el de la nación y el imperialismo, su cultura contra la imposición cultural del capitalismo, etc., etc. Es decir, porque las nacionalidades indígenas constituyen algo que el capitalismo y su estado no pueden ser ni dejar ser; por eso representan un proyecto alternativo de vida.
Pero, ¿qué ha ocurrido en el plano nacional? Que allí quienes realmente están del otro lado de los indígenas son el estado, el gobierno, el sistema. Ya no se trata de que estos realicen una mediación entre dos polos, se trata ahora de que el estado y su gobierno son uno de los dos elementos contrapuestos; el sistema, materializado en el aparato de gobierno y en el estado, se yergue frente al movimiento indígena. Aquí la respuesta acerca de quién es el enemigo no puede soslayarse. Aquí hay que optar: o se negocia y, sobre todo, se participa del aparato estatal o se lo considera como el enemigo contra el cual hay que luchar. En mi opinión, los representantes del movimiento indígena no han optado por la lucha sino por la participación, por la negociación —o concertación, como ahora se la denomina—, en un trasplante erróneo de la visión del pasado sobre la posición frecuente del gobierno en el nivel local y en el regional. Se hace política nacional con la misma estrategia local, cosa que no es válida y repercute en la recuperación y captación del movimiento por el gobierno, directamente y a través de sus instituciones.
De ahí que no se logre visualizar el doble carácter de lo que se alcanzó en la Asamblea Constituyente, que consolida una parte de los logros de la lucha indígena hasta ese instante, pero que lo hace en una forma nacional. La no aceptación de un título especial para los indígenas en la nueva Constitución colombiana, la negativa a considerarlos como pueblos, la no inclusión del derecho a su reconstrucción económica y social son puntos claves que revelan precisamente que el estado reordenado con base en esa Constitución es un estado enemigo, el de unas clases sociales enemigas. Pues aquellos son los puntos que implican claramente formas de vida alternativas, peculiares, distintas, y la viabilidad y aceptación de los proyectos propios de los pueblos indígenas. Esto explica por qué el gobierno tumbó a última hora todos los acuerdos conseguidos en los meses de deliberación de la constituyente y ya aprobados en primer debate, alegando que implicaban la desmembración del país, y obligó a renegociar todo de nuevo, en la última semana y con la presión de alcanzar algo para no perderlo todo.
Así, lo que se consiguió lo fue bajo una forma nacional, y esta nacionalización se hizo —no era posible de otra manera— dando a las reivindicaciones y contenidos de las luchas una forma general, abstracta, que pudiera cobijar a todos, pero que resulta extraña para las comunidades. Por ello, de quedarse las cosas ahí, a fuerza de cobijar a todos acabará por no cobijar a nadie. Es preciso dar a esas generalidades, de nuevo, en las nuevas circunstancias, un contenido nacionalitario, comunitario, propio, a la vista de las comunidades y con la ubicación de unos enemigos que de verdad lo sean para ellas y contra los cuales puedan luchar. Hacer esto es elaborar un programa de lucha.
Hasta ahora, el movimiento indígena se ha dedicado a cumplir con la Constitución del 91, que no aprobó nada de vigencia inmediata para los indígenas, y, casi literalmente, se ha sentado a esperar que se produzcan las leyes reglamentarias por parte del Congreso, y a participar en él y en la Comisión de Reordenamiento Territorial a la espera de poder concertar con el gobierno la elaboración de esa nueva legislación.
Así, pues, la nacionalización de lo indígena, conseguida por el gobierno con base en las presiones emanadas de la nueva Constitución, la consideración de las nacionalidades indígenas como partes integrantes de la “nueva Colombia”, la declaración del imperio de la ley colombiana sobre ellas (hasta ahora negada por la ley 89 de 1890), la inclusión de sus territorios como entidades territoriales del país, la de sus autoridades como partes del aparato del estado constituyen para los pueblos indios armas de doble filo que establecen los cimientos de su recuperación por parte del sistema y su empleo como un nuevo mecanismo para la integración, esta vez, quizá, definitiva.
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