Pero estas nuevas políticas estatales no se ejercen solamente en el campo de la cultura, sino que permean aspectos fundamentales de la vida indígena, incluyendo aquellos de carácter económico.
En esta área, las políticas, programas y proyectos, bien sean ellos directamente oficiales, bien lo sean indirectamente, ocultos tras las mamparas que ofrecen las ONGs, tienden clara y decididamente a acelerar y fortalecer las formas de integración material de las nacionalidades indígenas con el sistema económico capitalista, en el marco del llamado “nuevo orden mundial”. Así se observa en lo que tiene que ver con la creciente monetarización de estas sociedades, con su inserción en los circuitos de la circulación del capital y del trabajo asalariado y otros aspectos, por consiguiente, en la pérdida creciente de los elementos de autosubsistencia y autonomía económica que pervivían en ellas.
De ahí la importancia de estudiar los efectos que las transferencias del presupuesto nacional hacia los indígenas están teniendo en la vida de sus sociedades y, a la vez, en la de muchos de sus integrantes a un nivel personal.
TRANSFERENCIAS PRESUPUESTALES Y SOCIEDADES INDÍGENAS EN COLOMBIA (¿Una visión pesimista?)
[Publicado en Kabuya. Editado por un grupo de trabajo del Departamento de Antropología, Universidad Nacional de Colombia, No. 9, diciembre, 1998, Bogotá, p. 8-10]
No es solo en el campo de lo cultural donde se manifiestan los efectos negativos para los indígenas que se derivan de nueva Constitución política de Colombia, aunque en ella, al parecer, las nacionalidades indígenas habrían logrado las reivindicaciones por las que lucharon durante veinte años, desde cuando surgió el Consejo Regional Indígena en el Cauca. En realidad, este logro resultó más bien ser un espejismo, pues lo que la Constitución hizo fue maquillar con una nueva cara la estrategia integracionista que siempre había constituido la política oficial. Y declarar a los indígenas, en tanto grupos étnicos, partes integrantes de la sociedad colombiana; a sus autoridades, parte de la estructura político-administrativa del país; a sus territorios, parte de la estructura territorial colombiana; a sus usos y costumbres, parte de la legislación colombiana, siempre y cuando no se opusieran a ella; a sus recursos y patrimonio, parte de los recursos y patrimonio de la nación; a su educación, parte del sistema educativo de Colombia, etc. Pero, por supuesto, lo hizo de una forma tal que resultara acorde con la estrategia descentralista que se venía aplicando para conseguir la “modernización” del país y entroncarlo de manera más eficaz con los procesos de globalización y transnacionalización dictados por el capitalismo mundial encabezado por los Estados Unidos, es decir, con una política de autonomías restringidas y limitadas casi exclusivamente al campo de lo cultural.
Dentro de esta orientación, tendiente a conseguir la unidad real de la nación más allá de aquella meramente declarativa de la Constitución del 86, en el Artículo 357 de la nueva Constitución se determinó que:
Los municipios participarán en los ingresos corrientes de la Nación. La ley, a iniciativa del Gobierno, determinará el porcentaje mínimo de esa participación y definirá las áreas prioritarias de inversión social que se financiarán con dichos recursos. Para los efectos de esta participación, la ley determinará los resguardos indígenas que serán considerados como municipios (Asamblea Nacional Constituyente 1991: 139, subrayado mío).
Este artículo vino a ocupar el lugar de una reivindicación que presentó el Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia a través del constituyente y, más tarde, senador guambiano Lorenzo Muelas, que implicaba una indemnización entregada de manera incondicional por el gobierno en contrapartida por los siglos de saqueo de los recursos de las sociedades indígenas, indemnización que debería permitir su reconstrucción económica y social, derecho este que también debía quedar reconocido en la Constitución; cabe anotar que no sólo fueron los constituyentes blancos quienes rechazaron esta propuesta, sino que tampoco recibió el apoyo de los demás sectores indígenas, quienes en esa época se oponían a la caracterización de los indígenas como pueblos o como nacionalidades, por considerar que era una posición divisionista, que aislaba a los indígenas de otros sectores de la sociedad nacional, como tantas veces sostuvieron en sus documentos y publicaciones el CRIC y la ONIC.
Por supuesto, esta diferencia de posición tenía que ver con distinciones de fondo en las concepciones sobre lo indígena en Colombia y sus implicaciones políticas. Mientras la idea de reconstrucción económica y social y de indemnización conllevaba el planteamiento de una autonomía nacionalitaria de las nacionalidades o pueblos indígenas frente a la sociedad colombiana, la de las transferencias (participación en los ingresos corrientes de la nación) en tanto entidades asimiladas a municipios partía de un reconocimiento de la integración indígena dentro de la estructura económica, social y política colombiana, que era el objetivo final de la nueva Constitución.
Más tarde, en 1993, en el Decreto número 1809 del 13 de septiembre, el Presidente de la República dispuso en su Artículo 1: “Para los efectos previstos en el Artículo 357 de la Constitución Política, todos los resguardos indígenas legalmente constituidos a la fecha de expedición del presente decreto, serán considerados como municipios”. En 1995, se modificó el decreto para incluir también en los recursos de cada año a los resguardos que se hubieran constituido en el año inmediatamente anterior.
Tal asimilación como municipios, que finalmente fue aceptada por las diferentes sociedades y organizaciones indígenas sin mayor discusión y en la medida en que significaba dinero, implicó que en la reglamentación correspondiente (Ley 60 de 1993) se dispusiera que los municipios o los departamentos debían ser los administradores de esos dineros a través de sus alcaldes y gobernadores, que la inversión no fuera autónoma sino que debía hacerse en sectores determinados por la ley, en las condiciones que ella fija y con criterios emanados de la sociedad nacional (por ejemplo, con base en proyectos cuyos lineamientos están dados por la ley y cumplen los requerimientos de las entidades internacionales, como el Banco Mundial, para sólo citar una), y, sobre todo, que los alcaldes y gobernadores serían quienes desarrollarían los proyectos elaborados por los resguardos (numeral 4, artículo 5, decreto 1386 de 1994), lo cual implica que serían ellos quienes decidirían sobre ejecución de los recursos, contrataciones, gastos, etc. de acuerdo con la Ley 80 de 1993, tal como ha venido ocurriendo desde entonces.
El resultado de esto fue sujetar de nuevo a las autoridades y resguardos indígenas a las autoridades nacionales (en este caso alcaldes y gobernadores), echando atrás todo lo que se había avanzado en autonomía frente a ellas mediante la lucha de 20 años, cuando incluso se obligó a una nueva interpretación de la Ley 89 de 1890.
Es claro que donde no había habido tradición reciente de una lucha indígena por la autonomía de sus autoridades, es decir, en gran parte de las zonas no andinas habitadas por indígenas, esta relación con los alcaldes y gobernadores alrededor de las transferencias implicó un paso adelante, pues garantizó unos ingresos presupuestales fijos que ya no obligaban a andar rogando a tales autoridades ni a los politiqueros para conseguir recursos para inversión en las comunidades. Pero, al mismo tiempo y para poder tener derecho a estos dineros, casi obligó a la creación de resguardos y cabildos en regiones donde no había ninguna tradición de estas formas de propiedad de la tierra y de autoridad, como en la mayor parte de los Llanos Orientales, la Amazonía, la Guajira, etc. Lo cual implicó el desplazamiento o la subordinación de las formas propias de territorialidad y autoridad tradicional, avanzando por el camino de los procesos de homogeneización de las sociedades indígenas.
Así mismo, la ley acepta que si en un mismo resguardo hay dos o más cabildos o autoridades tradicionales, cada uno de ellos puede manejar la parte de las transferencias que le corresponda, aunque también pueden formar asociaciones para tal efecto. Esto, en la práctica, ha dado como resultado una rebatiña entre diferentes sectores de los resguardos para apropiarse de las transferencias mediante el expediente de multiplicar al infinito la creación de nuevos cabildos y autoridades tradicionales, con el consiguiente fraccionamiento interno de las comunidades y el enfrentamiento entre sus distintos sectores.
Además y observando lo que ha ocurrido como resultado de las transferencias en el tiempo en que han venido operando, hay algunos aspectos que destacar, aunque no son los únicos problemáticos en este campo.
El principal de ellos consiste en que las transferencias no se han invertido en proyectos productivos que puedan fundamentar más adelante una cierta autonomía económica, pues la Ley 60 de 1993 no lo permite así, sino fundamentalmente en obras de infraestructura que tienen que ver con servicios públicos y redes viales, como carreteras, edificaciones escolares o de salud, acueductos, letrinas, puentes (“hasta donde no hay ríos”, como decía hace años un dirigente del CRIC), sin atender a los usos y costumbres (al contrario, en muchos lugares con claros criterios de ostentación, verdaderos elefantes blancos de dudosa utilidad) y con los tradicionales despilfarros, sobrecostos y mala calidad que se dan también en la sociedad colombiana; en algunos sitios, incluso, algunas de estas obras muestran ya signos de deterioro, sin que se hayan previsto recursos para su mantenimiento; en otros, hubo que reemplazarlas tan pronto se terminaron porque quedaron mal hechas y, por lo tanto, incapaces de prestar los servicios para los cuales se construyeron.
Solo en los últimos tiempos y en algunos pocos lugares la inversión se ha dirigido a sistemas de riego y, en menor medida, a la compra de tierras, aunque todavía son experiencias escasas, sobre todo porque las instituciones nacionales exigen que estas tierras tienen que ser adquiridas dentro del mismo municipio donde habita la comunidad, cosa que es imposible en aquellos que son casi por completo indígenas.
De todos modos es clara la intención de los legisladores y del estado de que las transferencias de hoy no puedan garantizar una autonomía en el mañana, sino, al contrario, creen y consoliden una mayor dependencia de la sociedad nacional.
Es frecuente que las autoridades indígenas y municipales manejen las transferencias como cosa propia, desatendiendo las propuestas y necesidades de la gente. Se ha dado el caso de que grupos de indígenas presenten proyectos para que sean financiados por diferentes entidades y, cuando se les pregunta por qué no los financian con las transferencias, responden: “porque esas son platas de ellos, del cabildo, y este es un proyecto de la comunidad”. Muchas y diversas ideas y propuestas de otros sectores “no oficiales” de las comunidades, en especial cuando se trata de los más tradicionales, quedan excluidas porque no logran plasmarse en proyectos aceptables para su financiación y, cuando lo hacen, resultan desvirtuadas en sus contenidos fundamentales durante ese proceso.
A este respecto es verdaderamente notable cómo en muchas sociedades indígenas los llamados Planes de Vida, que se supone deben marcar las pautas que se deben seguir para su crecimiento futuro y estar basados en sus “matrices culturales”, se han convertido en paquetes de proyectos para obras de infraestructura y servicios con un nítido sesgo occidentalista, muy semejante a aquel que dan a su trabajo las Juntas de Acción Comunal, y con la más clara injerencia de los funcionarios oficiales, asesores y aun organizaciones indígenas en su elaboración y desarrollo.
Algunas autoridades indígenas han celebrado convenios con ONG para el manejo de las transferencias, sin que quede asegurado el control de dichas autoridades sobre esos procesos ni sobre los criterios con los que se manejan los recursos.
En algunas regiones del país se ha hecho asombrosa la proliferación de autoridades indígenas que reclaman su parte de las transferencias, con la consiguiente desunión y división interna; en ciertos casos, las confrontaciones para apropiarse del manejo de los recursos de las transferencias o de los intereses que éstas generan mientras se encuentran depositadas en los bancos a nombre de las tesorerías municipales o departamentales han llegado a la violencia entre los mismos indígenas, produciendo hasta muertos, como ocurrió en el Chamí, Risaralda, o a choques, también con su saldo de víctimas, entre indígenas y autoridades blancas, como sucedió con los zenúes.
Muchas organizaciones indígenas de nivel nacional y regional han intervenido en la inversión de los recursos con el propósito de lograr la financiación de sus asesores por parte de las propias comunidades; hay quienes, incluso, han conseguido por este medio la financiación de sus tesis de grado por parte de los indígenas “objetos de estudio”.
En las sociedades indígenas han aparecido o se han acelerado en forma considerable procesos de conformación de nuevos sectores sociales, especie de clases relativamente altas, separados del trabajo productivo y dependientes de ingresos que provienen de las transferencias o que se relacionan con ellas, y que están estrechamente ligados con las autoridades propias, en especial con los cabildos.
Los propios cabildos, que antes funcionaban “con las uñas”, es decir, con los escasos recursos aportados por sus propias gentes, ahora desarrollan sus actividades con dineros generados por fuera de las comunidades, parcialmente por las transferencias, que si bien facilitan su trabajo los separan de la gente y los hacen dependientes de esos recursos. La cosa ha llegado a tal punto que en comunidades en las cuales durante mucho tiempo fue difícil encontrar quien quisiera asumir los cargos del cabildo, en especial el de gobernador, ahora se observa la proliferación de candidatos a la hora de las elecciones, muchos de ellos autopostulados.
De la misma manera, si antes quien desempeñaba un cargo de autoridad regresaba a sus actividades productivas una vez terminado su período, ahora muchas de estas autoridades se alejan definitivamente de la producción, para quedarse trabajando a sueldo en los proyectos “gerenciados” por los cabildos. De la misma manera, algunos indígenas que han obtenido títulos universitarios han regresado a sus comunidades de origen para participar, con altos sueldos, en la elaboración y administración de los presupuestos y proyectos.
Es visible cómo se ha aumentado la dependencia económica y por consiguiente política, social y cultural de las sociedades indígenas respecto del dinero y del estado, lo cual las pondrá en situación de crisis cuando la transferencia de recursos se reduzca drásticamente o aun se elimine, como parece avizorarse ya en las políticas oficiales en el país.
Por último, quisiera mencionar el papel de las transferencias en la acelerada integración de los indígenas dentro de una economía de moneda, aunque no todos los dineros que provienen de las mismas ingresan a las comunidades, pues la mayor parte de las obras se contratan con gente de fuera de ellas con la consideración de que los indígenas no están capacitados para adelantarlas con calidad, eficiencia, “responsabilidad, economía y transparencia”. Pero, aun a nivel ideológico se viene dando esta influencia, pues la gente se va acostumbrando a pensar todo el tiempo en términos de dinero.
La única alternativa, para que las transferencias no continúen produciendo en las sociedades indígenas los efectos mencionados y consolidando sus procesos de integración y dependencia de la sociedad nacional, se encuentra en que el manejo de esos recursos se entienda también como una lucha por recuperar la producción, la economía y la autonomía propias. Y que las autoridades indígenas, respaldadas por la fuerza de sus pueblos, como ocurrió durante veinte años, reivindiquen y asuman su autonomía para manejar e invertir las transferencias en la creación de una base material propia que garantice la persistencia y consolidación de la autonomía de las nacionalidades indígenas en el futuro.
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