La conceptualización de la problemática territorial entre las sociedades indígenas adquirió un nuevo desarrollo cuando se integró como una parte substancial de la caracterización de estas sociedades como nacionalidades indígenas, de las cuales constituye su base de existencia, el lugar sobre el cual existe y se despliega la cultura y donde se habla la lengua propia.
En una charla que tuvo lugar en 1988, sinteticé estos y otros aspectos de la conceptualización de los indígenas como nacionalidades, lo cual me permitió, además, establecer con claridad su relación de mutua interdependencia con la nación colombiana, expresada por la idea de que se trata de sociedades parcialmente incompletas y, en consecuencia, precisan para su existencia, al menos en las condiciones actuales, de diversos elementos de esta última.
Así mismo, logré aclarar y exponer en forma sencilla, pero nítida, el carácter dinámico, histórico, de dichas nacionalidades, el cual fundamenta una buena parte de la diversidad que ostentan las sociedades indígenas.
En ese entonces, cuando, como en la actualidad, los indígenas estaban siendo sometidos a diversos mecanismos violentos que buscaban por distintos caminos su desaparición, fue importante avanzar en la compresión del concepto de etnocidio para explicar los resultados de dichos procesos, que presionaban sobre la casi totalidad de los aspectos que conforman la vida de estas sociedades.
NACIONALIDAD Y ETNOCIDIO
[Conferencia en el ciclo “Derecho, Tierra y Cultura”. Publicada en Politeia. Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Colombia, Vol. 1, No. 4, agosto de 1988, Bogotá, p. 15-20]
El tema que voy a tratar busca suministrar un marco general para comenzar a profundizar en el análisis de la tierra y el territorio en las sociedades indígenas, desde el punto de vista de una teoría de las nacionalidades. Haré énfasis en el aspecto de la territorialidad dentro de la visión general de estas.
No hay un acuerdo sobre una definición de las nacionalidades que aglutine a su alrededor la mayor parte de las posiciones o puntos de vista que al respecto se plantean. Sin embargo, desde tiempo atrás, he venido desarrollando un trabajo de análisis que concluye, hasta el momento presente, en su consideración como nacionalidades minoritarias.
Pero este criterio implica una segunda definición, pues no hay tampoco acuerdo sobre la significación del concepto de nacionalidad; éste ha recibido múltiples interpretaciones según las distintas vertientes teóricas que tratan de darle un sentido. En general, considero que una definición de esta naturaleza debe ser contextualizada históricamente, es decir, considerada no de una manera estática sino dentro de un proceso. Podemos, pues, decir que una nacionalidad es un grupo social que se ha formado a lo largo de un proceso histórico cuyo resultado hace que sus miembros presenten una comunidad de lengua, de organización sociopolítica, de economía, de cultura, todo ello sobre la base de su asentamiento en un territorio propio común y, finalmente, una autoidentificación étnica, alrededor de la cual sus miembros se consideran como una unidad y con base en la cual, al mismo tiempo, se diferencian de otros grupos sociales de la misma naturaleza.
Pero esta caracterización, tomada tal cual, al pie de la letra, tiene muy poca o ninguna utilidad; es rígida y anquilosada. Para su validez es preciso mirarla dentro de la situación que tienen, y han tenido, tales grupos sociales en Colombia.
LAS NACIONALIDADES INDÍGENAS NO SON PRECOLOMBINAS
Hay que entender, en primer lugar, que el carácter de nacionalidades de los grupos indígenas que habitan en Colombia no es un carácter precolombino, un carácter que existiera ya desde antes de la llegada de los españoles y que, por lo tanto, se hubiera conservado a lo largo de las vicisitudes de la conquista, de la colonia y del período republicano. Al contrario, es un carácter que se ha conformado, en sus distintos aspectos, como un resultado de todo ese proceso de sometimiento, de explotación, de dominación, al cual han estado y siguen estando sometidos los grupos aborígenes; carácter, por lo tanto, que continúa conformándose, modificándose, en la actualidad.
Si bien es cierto que para estos grupos es posible trazar una línea de derivación y continuidad directas entre su situación y características actuales y aquellas del período prehispánico, su configuración actual es diferente de aquella que presentaban a la llegada de los conquistadores. Son sociedades que han cambiado mucho; incluso es posible que algunas de ellas se diferencien más hoy de sus características de entonces que lo que se diferencian de otros grupos del presente dentro de la sociedad colombiana, los campesinos por ejemplo.
No son, entonces, entes sociales ahistóricos que se hayan conservado sin variaciones durante siglos, como especie de supervivencias del pasado precolombino, sino productos de la historia vivida por ellos desde entonces y que desemboca en su condición de hoy. Pero, en la medida en que la historia no termina, tampoco termina su proceso de conformación; indudablemente su carácter de nacionalidades continuará cambiando y modificándose en el futuro.
Por otra parte, son grupos sociales cuya existencia actual, en ciertos aspectos, tiene que ver con peculiaridades del propio proceso de dominación colonial que tuvo lugar en América del Sur y, por supuesto, en países como Colombia. La sociedad española, en la legislación y las instituciones, aceptó a las sociedades aborígenes como sociedades diferentes de la española y creó para ellas un régimen especial, dentro del cual encomiendas, resguardos, mitas, pequeños cabildos o cabildos de indios y otros elementos fueron ejes fundamentales de la relación, a la vez que diferían de los elementos legales e institucionales mediante los cuales se desarrollaba la sociedad colonial en su conjunto.
Lo anterior no significa que hayan sido reconocidos como entes aparte por la sociedad española, primero, y por la sociedad colonial o criolla en formación, posteriormente; tampoco que se hayan mantenido separados, aislados de este desarrollo de la colonia. Al contrario, estas instituciones que he mencionado como de origen colonial y específicamente dedicadas a los indígenas, eran todas ellas las formas a través de las cuales se normaban y llevaban a la práctica las relaciones de sometimiento y explotación de los españoles sobre los aborígenes conquistados y dominados por la fuerza. Es por ellas y con ellas que estas antiguas sociedades pobladoras de los territorios de América comenzaron a hacer parte integral, desde un principio, de las sociedades construidas aquí por los colonizadores, tanto en lo económico, como en lo político y cultural.
Durante todo este período, por su intermedio, se constituyeron los sistemas de relaciones y canales por donde fluían los recursos y productos aborígenes de los cuales la sociedad colonial se nutría. Lejos, pues, de ser mecanismos para mantener apartados, marginados, alejados, a los indígenas, eran la forma de integrarlos dentro de la nueva sociedad en creación, basada, por otra parte, como sabemos, en el saqueo y pillaje directos de las riquezas y recursos indígenas, en su primer momento, de su exacción indirecta por medio de los tributos y otros sistemas, en sus momentos más avanzados. Sistemas que no solo extraían los excedentes de los aborígenes sino, inclusive, a veces, hasta la producción necesaria para su propia subsistencia, como ocurría con la utilización no remunerada o solo simbólicamente remunerada de la mano de obra de esas sociedades.
Desde el comienzo mismo de la conquista se marca, entonces, una doble peculiaridad de las nacionalidades, de aquellas que se consideran estructurales, que hacen parte de su existencia y, por ende, de su caracterización: por un lado, son sociedades diferentes, con especificidades que si no vienen desde la época precolombina, sí las han diferenciado de la sociedad que se desarrolla en la colonia y continúa con la república; por otro lado, hicieron parte de la estructura económica, política, social y cultural de la colonia y la hacen hoy de la república. No son, entonces, como una interpretación apresurada de la definición podría dar a entender, sociedades aisladas que tengan una existencia en sí mismas y por sí mismas, aparte de la vida que lleva el conjunto de la sociedad colombiana, visión que, por otra parte, sostienen también varias corrientes del pensamiento antropológico. Son grupos sociales cuya existencia actual está estrechamente ligada con la existencia y características de la sociedad nacional colombiana de hoy.
Lo anterior constituye entonces un primer elemento peculiar de estas sociedades indígenas, de estas nacionalidades indígenas, a diferencia de lo que básicamente se entendió en el pasado cuando se daba una definición de este tipo, es decir, cuando se decía que eran sociedades con un territorio, una economía, un sistema sociopolítico, etc., propios, entidades no sólo diferentes sino apartadas. Se trata de que su existencia y peculiaridades no pueden darse, entenderse ni pensarse por fuera de su relación con la sociedad colombiana. Incluso, constituyen a veces la otra cara, el otro nivel de características que se dan en ella.
Así, por ejemplo, hasta hace pocos años, indígenas terrajeros del Cauca eran la contrapartida de los terratenientes de la misma región. Esos indígenas que, a cambio de una pequeñísima parcela de pancoger y de un diminuto espacio para edificar su precaria vivienda, tenían que trabajar gratuitamente en las haciendas, no tenían una existencia independiente, en sí mismos, sino en la relación con ese terrateniente que había robado sus tierras de resguardo manteniéndolos, al mismo tiempo, sujetos a ellas; se era terrazguero, entonces, en dependencia de la estructura económica colombiana, de una forma de tenencia de la tierra que se daba dentro de ella, que permitía robar las tierras de los indígenas, concentrarlas en unas pocas manos y luego usufructuar gratuitamente la mano de obra de sus antiguos dueños.
El terraje, repito, es, o sería mejor decir fue, una característica de algunas sociedades indígenas del Cauca y de otras regiones del país, pero su existencia no era autónoma, independiente de la sociedad colombiana; al contrario, son ciertas peculiaridades de tal sociedad las que dan como resultado formas propias de las nacionalidades indígenas, como el terraje.
Otro ejemplo nos lo suministran el mito y las formas de pensamiento de algunas sociedades indígenas, que integran en su interior rasgos y características claramente tomados de la religión católica y hoy también de religiones protestantes. Este mito y pensamiento, tanto en su elaboración como en la forma de su uso, son elementos que distinguen a esas nacionalidades frente a las concepciones del mundo de la sociedad colombiana, pero son impensables e inexplicables sin tener en cuenta el prolongado contacto entre sus concepciones y las nuestras y sin ciertas modalidades que el pensamiento religioso presenta en nuestro medio.
Pudiéramos multiplicar los ejemplos, aun en rasgos que aparecen como claramente autóctonos de los indígenas, sin serlo; tales los vestidos que distinguen y diferencian a ciertos grupos indígenas, muy distintos de aquellos correspondientes a los de los colombianos, pero que han surgido dentro de esas sociedades como un resultado de la dominación, como resultado de los esfuerzos del clero por dotarlos de ropas “decentes y civilizadas”. La ropa tan peculiar de los guambianos y de los kamsá del Valle de Sibundoy no es de origen precolombino, al menos no en su forma visible, y ni siquiera se originó en los primeros años de la colonia; la introducción de algunos de sus elementos puede ser ubicada en los últimos 100 años de su historia. Pero no por ello dejan de ser distintivos de su ser actual, a la vez que diferenciadores con respecto a otros indígenas y a los colombianos. Tampoco pueden pensarse por fuera de la sociedad colonial o de la colombiana porque de ellas vinieron las presiones para el uso de estos vestidos, de ellas tomaron las técnicas de su fabricación y, en ocasiones, hasta los elementos mismos, como ocurre con las botas y los sombreros actuales que uniforman a los guambianos, sean ellos hombres o mujeres.
Repito, pues, que una primera peculiaridad de estas nacionalidades minoritarias que habitan en Colombia, y que modifica y adecua a nuestras propias condiciones la definición que di al comienzo, es que ellas no son de origen precolombino sino resultados de los 500 años de historia que han corrido desde la llegada de los primeros españoles a América.
DISTINCIÓN E INTEGRACIÓN
Una segunda peculiaridad se desprende del hecho de que, pese a que fueron reconocidas como distintas en el pasado colonial, y de que la legislación vigente también las reconoce así (legislación vigente pese a que se trata de una ley de hace casi 100 años, la Ley 89 de 1890, producto de los esfuerzos de la sociedad colombiana por conformarse a sí misma), a pesar, repito, de ese reconocimiento como diferentes, toda la legislación y todo el conjunto de las relaciones reales entre la sociedad colombiana y esas nacionalidades ha tendido a incorporarlas en una escala cada vez creciente, a absorberlas, a integrarlas dentro de esa nación colombiana. No se trata solamente de plantear que están allí y se toman sus recursos, sino que la ley y práctica colombianas han estado fundamentadas en la negación de su derecho a la existencia, a tener una vida propia y distinta, a seguir vías alternativas en su desarrollo. La política frente a ellas ha sido la de “reducirlas a la vida civilizada”, como dice todavía hoy la Ley 89 de 1890, la de asimilarlas, como se decía a comienzos de este siglo, la de integrarlas como se dice desde hace algún tiempo, la de etnodesarrollarlas, como se dice en el lenguaje moderno, es decir, a que se pierda esa diferencia, a que cada vez sean más iguales a cualquier colombiano genérico, a que su distinción desaparezca, cosa que, por cierto, fue conseguida para muchas de aquellas sociedades aborígenes existentes en el momento de la conquista, como los muiscas, por ejemplo.
Esta política, esta presión, ha implicado efectivamente para las nacionalidades una relativa y parcial integración a las formas estructurales de la sociedad nacional colombiana, más en los aspectos económicos y sociales que en los culturales y lingüísticos, pero también en ellos el proceso se presenta y avanza.
Por eso hoy, desde el punto de vista económico, las nacionalidades indígenas que habitan en Colombia, principalmente aquellas de la zona andina pero también en forma creciente las de los llamados territorios nacionales, forman parte de la estructura económica colombiana y por lo tanto sus miembros participan de la estructura de clases de tal sociedad; es decir que si bien son miembros de nacionalidades diferentes de la nación colombiana, son también y al mismo tiempo partícipes de las peculiaridades de nuestra sociedad, bien como campesinos, como jornaleros agrícolas, como artesanos, como campesinos pobres y, por qué no, algunos de ellos como comerciantes, como terratenientes, como gamonales, etc. Ello da a estas sociedades un doble carácter, algo que no está comprendido en la definición que vengo analizando y que fue elaborada en su momento para referirse a sociedades que estaban comenzando a ser dominadas por Occidente, no pudiendo ahora dar cabal cuenta de las circunstancias actuales. Son, por una parte, nacionalidades, sociedades distintas, pero, por otra parte, están parcialmente integradas a la sociedad colombiana, sus miembros comparten el carácter de clase de nuestra sociedad. Por eso no es posible comprender a los indígenas de hoy sin considerar su ubicación, su papel, su relación con la estructura de clases colombiana, de la cual participan en forma creciente. Desde este punto de vista, los miembros de algunos grupos indígenas son bastante homogéneos, pero en otros se presentan niveles avanzados de estratificación interna, tanto económica como sociopolítica.
NO SON SOCIEDADES COMPLETAS
Hay un tercer aspecto que se debe analizar. He dicho que se trata de nacionalidades y que estas tienen un territorio, una economía, una organización sociopolítica, una cultura, una lengua, elementos de autoidentificación, etc., que corresponden a la definición general, pero que no necesariamente se presentan así en la realidad actual de estas sociedades, precisamente como resultado de ese proceso de integración al cual se han visto sometidas.
Por ejemplo, algunas de tales nacionalidades no poseen hoy un territorio propio porque han sido despojadas de él a lo largo de la historia. Pero se organizan y luchan por recuperarlo. Esas luchas de recuperación suplen, por decirlo así, la carencia o falta de un territorio real. O sea que no por el hecho de que se les haya desposeído de su territorio han perdido su carácter de nacionalidades y se las puede considerar ya como integradas a la sociedad colombiana.
Otro tanto ocurre con aquellas que han perdido total o parcialmente sus formas políticas, sus formas sociales, sus características económicas o, incluso, en ciertos casos, sus mitos, sus concepciones del mundo, etc., pues tales elementos, especialmente a partir de la nueva etapa de luchas indígenas que se inicia en 1970, están presentes, si no en su existencia real sí en sus aspiraciones, propósitos y luchas, en su búsqueda por recuperar todo aquello que perdieron.
Y aquí es necesario hacer una precisión. Recuperar aquello que perdieron no se entiende por los indígenas como el volver a una condición del pasado, como vivir de nuevo en la forma de hace 50, 100, 200 o 500 años, porque, aunque se niegue, todas ellas son sociedades con un profundo sentido histórico que les permite captar, quizá mejor aún que a nosotros mismos, que las condiciones históricas han cambiado, que la vida de hoy ya no es la misma de épocas pasadas y que, por lo mismo, no hay ya ninguna base para poder vivir igual que entonces.
Para ellos, recuperar la autoridad no es, por ejemplo, volver a tener las mismas formas de autoridad del período precolombino ni aquellas de hace 100 o 300 años, sino recuperar el derecho a la autonomía, a decidir y resolver sus propios asuntos, a manejar su propio destino, a mandar según sus propios criterios. Y es problema de debate y de discusión en su interior cuáles deben ser las formas actuales de hacerlo, cómo es el modo de ejercer la autoridad propia de acuerdo con las condiciones actuales de su vida y sus relaciones. No se piensa en volver a los caciques o a otras formas de jefatura; al contrario, constituye motivo de inquietud y de investigación encontrar, crear las formas actuales de una autoridad indígena, de acuerdo, eso sí, con las tradiciones y perspectivas de una u otra de estas sociedades.
Este no ser sociedades completas es la tercera peculiaridad que hay que tener en cuenta en su análisis. Este concepto, acuñado por algunas de ellas en su lucha, les permite plantear la recuperación no en términos de volver al pasado, sino de ser de nuevo sociedades completas, sociedades que lo tengan todo: territorio, economía, lengua, organización sociopolítica, cultura y pensamiento propios.
COMPLEJIDAD SOCIAL E INTEGRALIDAD
Importante es, también, el hecho de que las nacionalidades son sociedades integrales, cuyos diferentes componentes están indisolublemente interrelacionados; es decir que no existen aislados, autónomos, sino ligados entre sí. Así, aunque en algunas nacionalidades la organización sociopolítica, la forma de descendencia, el parentesco, el territorio y hasta la lengua han desaparecido, continúan existiendo para sus miembros a través de la existencia de otros aspectos que sí permanecen.
Por ejemplo, sociedades que han perdido la base física de su territorio, es decir, que han sido despojadas de la tierra que habitaron originalmente y reducidas a mínimos espacios donde la vida ya casi no es posible, siguen conservando su territorio en otros elementos de la vida social, lingüísticos unos de ellos, como ocurre con la toponimia; si ya no tienen la tierra bajo su control, sí conservan los nombres que designaban los distintos lugares y la memoria de sus significados. Continúan haciendo suyos los lugares perdidos al darles un nombre en la lengua propia, en lugar de llamarlos con los nombres que en castellano les han dado españoles y colombianos al irlos ocupando, arrebatándolos a los indígenas. Llamar un río con el propio nombre que se ha conservado en la tradición, es mantener la vigencia de la territorialidad dentro de la vida comunitaria y constituye, como se ha podido constatar, algo importante y que fortalece y fundamenta la lucha de esas sociedades por la recuperación del espacio físico perdido.
También cuando la concepción que se tenía del territorio persiste en el mito o en el pensamiento indígenas y es utilizada todavía para pensar su entorno, para adelantar lo que denominan su trabajo interno o aun para adelantar las luchas de recuperación, ese territorio continúa teniendo vigencia aunque se haya perdido el control sobre su materialidad.
Cuando los indígenas se mueven sobre unas tierras que no están ya bajo su control sino que son controladas y utilizadas por los colombianos, pero lo hacen bajo su concepción de la orientación de tal espacio, por ejemplo, siguiendo el eje de los ríos en una dirección que origina fenómenos humanos, o en la contraria que engendra fenómenos naturales, a veces opuestos y antagónicos con los anteriores, ese territorio sigue teniendo existencia real para tales sociedades a despecho de la pérdida de su posesión material.
Cuando los miembros de ciertas sociedades indígenas recorren un río desde su nacimiento en las lagunas del páramo hasta su desembocadura y consideran que estos recorridos son generadores de autoridad propia y consolidan la vida social, o cuando conciben los recorridos en sentido inverso, de la bocana hacia las cabeceras, como generadores de conflictos, como generadores de problemas y peligros para la comunidad, aunque las tierras que bordean ese río y el río mismo estén bajo control de los blancos, ese río sigue formando parte, aunque en forma parcial, por supuesto, del territorio indígena y, por lo tanto, esa concepción y su vigencia son elementos fundamentales para la lucha por la recuperación del espacio real y físico.
Pero no es sólo al nivel del pensamiento donde estos fenómenos se presentan. Lo mismo ocurre cuando, entre grupos amazónicos, las jerarquías entre distintos segmentos sociales se siguen pensando a través de la ocupación de los ríos por la anaconda o la canoa-culebra, cuyas distintas emergencias o estaciones fijan la jerarquización entre los grupos así como el estatus que les corresponde. En este caso, el espacio amazónico sigue teniendo una vigencia, una presencia viva en la territorialidad de esas sociedades, pese a la pérdida del control físico a manos de colonos y otros ocupantes. Y suministra, además, elementos que fundamentan y guían las posibilidades de su recuperación y de una nueva ocupación de ellos en la “forma tradicional”.
Así mismo, en las formas políticas, en aspectos económicos y en sectores de la cultura podemos encontrar la permanencia del territorio en forma viva para sociedades que perdieron total o parcialmente el espacio físico que alguna vez poseyeron y sobre el cual se fundamenta el territorio. Pero también es válido lo inverso. Las jerarquías sociales, las costumbres económicas, la estructuras del pensamiento o del lenguaje perviven en otros elementos de la vida social, en el territorio, en el mito, por ejemplo. Es decir que esa peculiaridad de que no hay una especialización y diferenciación tajante entre los niveles de la vida social, sino que cada uno de ellos está penetrando y penetra a cada uno de los otros niveles, es un factor de persistencia total, específico y correspondiente a su carácter como nacionalidades.
Con estas bases, paso a tratar del segundo tema, el del Etnocidio.
NACIONALIDADES INDÍGENAS Y ETNOCIDIO
Es válido plantear, a manera de resumen de todo lo anterior, que en la cultura de estas sociedades, entendida como su forma de vida, perviven las características definitorias de su carácter nacionalitario, o sea, de sus peculiaridades como nacionalidades. Pese a ello y como un resultado de la dominación y negación que enfrentan, han sido reducidas a una situación de minorías, inclusive en el sentido más absoluto del término si tenemos en cuenta que algunas de ellas no cuentan sino con 20, 50 o, en todo caso, menos de 100 miembros, en condiciones tales que han llegado a imposibilitar su reproducción como sociedades diferentes. En esas condiciones, resulta obvio que el destino de algunas de ellas, como ha ocurrido con otras en el pasado, es la desaparición.
Pero en los últimos años, y se trata de un hecho cada vez más notorio, se ha venido viendo que no basta con integrar a la vida económica de las sociedades nacionales a los miembros de estas nacionalidades, que no basta con arrebatar sus territorios, con arrasar sus formas políticas o sociales, para que ellas desaparezcan. A pesar de lo anterior, aspectos importantes de sus culturas y, sobre todo, de lo que pudiéramos llamar cultura espiritual: concepción del mundo, manera de pensar y conocer el mundo y de relacionarse con él, se han mantenido fuertes a través del tiempo y quizá con base en ellos se ha mantenido hasta hoy la existencia de estas sociedades como diferentes, como nacionalidades.
Allí, en los factores que basan la autoidentificación nacionalitaria, está uno de los puntos fuertes y fundamentales, no solo de la permanencia sino también de las luchas de recuperación que se vienen librando. Conociendo y captando este hecho, la sociedad colombiana ha venido planteando programas orientados hacia el campo específico de la cultura, de los elementos autoidentificatorios, con el objetivo de culminar el despojo y eliminar esta fuente de resistencia y de fuerzas de recuperación. Su propósito es arrebatar estas peculiaridades de pensamiento, concepción y cultura, estos usos y costumbres. El objetivo es el mismo de siempre, desaparecerlas, pero la estrategia ha cambiado. Ahora no se trata de extinguir física, biológicamente a los miembros de las nacionalidades, tampoco de simplemente integrarlos a nivel económico o territorial dentro de la sociedad mayoritaria, se trata de extinguirlos, de integrarlos borrando los elementos de su autoidentificación, exterminando su cultura. A esto se llama ETNOCIDIO, el asesinato de los elementos nacionalitarios de estos grupos sociales, la muerte de las formas de vida distintas, aunque luego sus antiguos portadores puedan sobrevivir como personas, como individuos.
Esto ha sido sentido y comprendido por los indígenas, quienes comienzan a plantearse su lucha también en este campo, la recuperación de lo que algunos llaman su cultura y otros denominan el pensamiento propio. En una ocasión, uno de los dirigentes indígenas del Cauca decía, para expresar a su manera y sin conocer este concepto: "No sólo con balas nos matan; cuando nos enseñan y enseñan a nuestros hijos que todo lo que hacemos es malo y debemos abandonarlo, que la forma como vivimos no es humana sino de salvajes y que debemos abandonarla para civilizarnos, también así nos matan". Es claro que la nueva estrategia de destrucción de las nacionalidades indígenas ha sido captada por estas hace ya algunos años, (lo anterior fue planteado a mediados de la década del 70), especialmente por aquellas que más han avanzado en su organización y en sus luchas.
Esta estrategia de exterminio, que ya no es la de la eliminación física ni la de arrebatar por completo la tierra donde viven, ha sido aplicada con gran vigor en la región amazónica y en los Llanos Orientales colombianos, y desafortunadamente con un éxito relativo que no ha tenido en otros lugares. Allí se observa que no ha sido preciso arrebatar totalmente los territorios indígenas ni ha sido necesario despojarlos por completo de sus formas económicas, políticas y sociales, sino que la herramienta de destrucción ha sido el despojo de sus formas de autoidentificación nacionalitaria, el llevarlos a aceptar que la manera de ser del indio es mala porque equivale a ser como un animal, conduciéndolos de este modo a adoptar nuevos patrones de identidad que tengan como parámetros los de la sociedad colombiana, a que acepten el modo de vida de los colombianos, pero no el de los colombianos comunes y corrientes, sino los aspectos más degradados de ese modo de vida, cosa que una vez motivó las lamentaciones de un antropólogo que se dolía no únicamente de haber encontrado en las sociedades amazónicas las formas de vida introducidas por la sociedad occidental, sino de encontrar que los indígenas comenzaban a aceptar como formas de autoidentificación los aspectos más degradados y repugnantes de nuestra sociedad, aspectos contra los cuales, incluso, sectores importantes de Occidente están combatiendo en busca de su erradicación.
Esta perspectiva es importante para la comprensión de la situación actual de muchos grupos indígenas amazónicos, en los cuales se observa el abandono voluntario de grandes extensiones de tierra que nadie les ha cuestionado, de formas de cultivo y de vida que nadie les ha obligado a abandonar, y que se establecen en los lugares cercanos a los centros de población blanca, como mecanismo para poder adoptar un nuevo modo de vivir, una nueva forma que han aceptado como la manera correcta de identificarse.
También ocurre que conservan sus tierras propias, pero comienzan a apropiárselas mediante formas de utilización y de trabajo que no están acordes con aquellas propias que los caracterizan como miembros de una u otra nacionalidad indígena, sino con elementos que identifican la forma de trabajo de la tierra, de apropiarse un territorio, de producir, de relacionarse entre sí que han sido introducidas en su seno por la sociedad colombiana por medio de diversos agentes (entre ellos, los misioneros y colonos no son los menos importantes), produciéndose en toda la Amazonía un fenómeno de amplitud insospechada, el etnocidio, la muerte de las sociedades indígenas que habitan esa región en tanto sociedades diferentes de la sociedad colombiana, en tanto nacionalidades indígenas.
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