A estas alturas, el concepto de nacionalidades sufre una nueva modificación en su proceso de aplicación/adaptación a la realidad de los indígenas en Colombia. Poco a poco se me ha ido haciendo claro que el aspecto minoritario de las nacionalidades no tiene mayor importancia en el establecimiento de su situación de subordinación económica, política, social y cultural con respecto a la sociedad nacional, aunque el número reducido de miembros de algunas de ellas sí es un resultado de dicha subordinación. La situación de los indios en otros países de América Latina, en particular en Guatemala, Bolivia, Ecuador y Perú, así lo corrobora, pues en ellos los indios se encuentran en una situación semejante o peor que la de aquellos que habitan en Colombia, pese a que en estos casos la población india es mayoritaria o, al menos, muy alta en relación con los blancos, mestizos, ladinos o como se quiera calificar a la población no india.
Además, la incorporación del término indígenas en lugar del de minoritarias busca precisamente dar cuenta del carácter dependiente de tales nacionalidades con respecto a la sociedad nacional. Siguiendo los planteamientos del antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, elaboré una reconceptualización de la noción de indio o indígena como “categoría de la situación colonial”, para expresar con él la explotación económica, la dominación política y la negación cultural a la cual están sometidos los miembros de las nacionalidades por parte de distintos sectores de la sociedad nacional colombiana.
Así mismo, la ubicación del término nacionalidades en primer lugar implica que, en ese momento y en Colombia, el aspecto nacionalitario es el fundamental para definir el movimiento indio tal como se da en los hechos, aunque su avance futuro, sobre todo en el proceso de unidad con las luchas del pueblo colombiano y de confrontación con el estado, puede llevar a una inversión del peso relativo entre los dos aspectos que conforman esa caracterización.
Sobre estas bases conceptuales fue posible tomar los desarrollos del movimiento indígena en sus niveles local y regional, en especial en lo concerniente a la autoridad y la autonomía, como bases para pensar un camino de avance para el conjunto de la sociedad colombiana, alternativo al capitalismo, pero también al tipo de socialismo que se construyó en la Unión Soviética, centralizado y fundado en un gigantesco crecimiento de la industria y de las necesidades sociales, el mismo que se dio también en China durante los primeros años después del triunfo de la revolución en todo el país y de la Constitución de la República Popular China, hasta 1965.
Esta visión permite darse cuenta de las posibilidades que ofrecen la experiencia indígena y las características peculiares de estas sociedades para aportar a la solución de problemáticas globales de la nación, como ya lo había visto y afirmado José Carlos Mariátegui (1973) en el Perú, en los años 20 del siglo pasado.
Este planteamiento, teniendo en mente a Colombia, se confrontó en su momento con las políticas descentralistas que gobierno autoproclamaba como una panacea en el proceso de la llamada democratización del país, que comenzó a postularse y a llevarse a cabo a finales del gobierno de Virgilio Barco y durante el cuatrienio de César Gaviria, en especial con el proceso de descentralización municipal y otras reformas, entre ellas las aprobadas por la Asamblea Nacional Constituyente en 1991. Así lo planteé en un foro de la Escuela Superior de Administración Pública dedicado a la descentralización, al tiempo que profundizaba en la situación que se venía presentado entre los indígenas en relación con lo que habían conquistado en autoridad y autonomía durante los veinte años de su lucha y las transformaciones, a mi manera de ver negativas, que se estaban dando en las nuevas condiciones de su relación con la sociedad colombiana y con su estado.
AUTONOMÍA Y PODER LOCAL
[Ponencia para el Seminario Taller sobre “Reforma Descentralista y Minorías Étnicas”. E.S.A.P., febrero 14-16, 1991. Publicada en Varios autores: Colombia multiétnica y pluricultural. Memorias del Seminario Taller sobre Reforma descentralista y minorías étnicas en Colombia. Escuela Superior de Administración Pública, Documentos ESAP, Bogotá, 1991, p. 149-156]
Se ha creado una especie de leyenda rosa acerca del modelo de autonomía territorial y política de resguardos y cabildos indígenas, considerando que de ser herramientas de dominación durante el régimen colonial, han pasado a ser formas autónomas de autogestión de las comunidades, al menos después de los procesos de recuperación iniciados hace veinte años en algunas regiones, que desplazaron a gamonales, misioneros y agentes de los politiqueros.
Por supuesto, las formas crecientes de organización y la fuerza de la lucha de algunas comunidades han permitido que estas se levanten desde una situación de sujeción casi completa hasta lograr detentar algún poder y una cierta autonomía. Pero la posterior acción del gobierno y las entidades oficiales ha echado atrás, en buena parte, estos logros y ha desarrollado nuevas formas de sometimiento y dependencia, basadas principalmente en la penetración económica y tecnológica, en los programas de desarrollo y crecimiento, presentados con el argumento de mejorar las condiciones de vida y el bienestar de las comunidades. Tarea en la cual se destacan el Plan Nacional de Rehabilitación y otros programas oficiales, con sus políticas francamente integracionistas y, por ello, etnocidas.
Después de reflexionar sobre esto y analizar lo que ocurre en algunos sitios donde parecía haberse recuperado buena parte de la autonomía territorial y política y desarrollado formas propias de autoridad y de apropiación del espacio, quiero hacer algunas anotaciones al respecto.
Muy poco se discute, a fondo y de modo consecuente, el carácter centralizado de la actual sociedad colombiana, de su estado y su gobierno, no tanto desde el punto de vista administrativo y formal, sino, especialmente, de su forma de organización y de ejercicio del poder. Aun la izquierda ha partido de la consideración de que esta situación es inalterable. Se aspira a la “toma del poder” para alcanzar y ocupar las instancias centralizadas y desde allí poder decidir la suerte de todo el país. No se plantea construir el poder tomando como punto de partida y de ejercicio las instancias local y regional de organización popular. Esta visión es, por completo, autocrática, típica de la democracia burguesa. La “democracia” que piden y de la que tanto se habla ahora es solo la garantía de acceso a este aparato central o, al menos, a sus ramificaciones locales: alcaldías, concejos municipales, etc., tal como se ha visto a lo largo de todo el reciente proceso de la mal llamada democratización. Y no se aspira a conseguir nada más.
En cambio, la autonomía en el poder político y económico como forma de democracia del pueblo y para el pueblo no se plantea, no se discute, no se exige. No es de atención prioritaria la búsqueda de autonomía de los poderes locales, del pueblo organizado con su fuerza por fuera del aparato político estatal, de los partidos, de todas aquellas instancias que hacen parte del aparato de gobierno burgués. Ni tampoco la construcción de poderes locales autónomos, coordinados y federados, la construcción del poder popular no desde abajo sino abajo, pues allí es donde está el pueblo.
Una cosa es el poder representativo, la democracia representativa de base electoral, esencia de la democracia burguesa, donde el pueblo “delega” su poder, su autoridad y su suerte en sus “representantes”, quienes salen del pueblo y van a ocupar el poder central en sus distintas ramas y aparatos. Otra cosa es el poder del pueblo, el pueblo en el poder, abajo, sin delegados ni representantes, autónomo, soberano, dueño de su destino, con autoridad y control sobre un territorio también autónomo, de tipo local y/o regional. Un poder que bien puede tener una cabeza, pero que es nada sin su cuerpo, el conjunto del pueblo. Cabeza que, por tanto, no puede separarse del cuerpo sin decapitarse, pues sin él es impotente.
No puedo dejar de pensar que una de las causas del resultado de los procesos revolucionarios vividos en los países exsocialistas está en la política de construir estados por completo centralizados, una de las características que asumió la lucha de clases en ellos e instrumento de la burguesía y demás clases dominantes para retener el poder. En Rusia, después de la toma del poder central, los bolcheviques tuvieron que conquistar el resto del país, en muchos casos por la guerra. Esa fue la política de Stalin en los últimos años de la década del veinte: la conquista violenta de la enorme mayoría de la Rusia rural, la conquista de los campesinos y la imposición del poder central sobre ellos. Allí, la política inicial de “todo el poder para los soviets”, para los obreros, los campesinos, los soldados organizados en la base y por todo el país, se transformó en la realidad de un Soviet Supremo, central y todo poderoso y, más tarde, en la dictadura centralizada del partido único.
En China, se construyó, primero, poder en el pueblo, en su seno, poco a poco, por todo el país, y este poder, armado, derribó la república centralizada de los imperialistas y las clases dominantes. Pero, luego, el poder no volvió al pueblo. Se asentó en el centro para permanecer en él. Y allí se quedó.
En sus últimos años, Mao Tsetung vio los resultados e intentó dar marcha atrás. El pueblo, en sus bases, abajo, pudo tomar en sus manos el mando en sus sitios de trabajo, de habitación, de estudio, pudo acceder a la dirección de su destino. Se acusó a Mao de destruir el poder central, desbaratar el aparato centralizado de gobierno, destrozar el partido, máxima instancia centralizadora y excluyente. Y era cierto. Pero lo que los burgueses veían como el caos y la anarquía era, en verdad, el poder del pueblo organizado en gobiernos locales, el poder de los obreros, los campesinos, los estudiantes en sus sitios de trabajo y de vida, la autonomía y autosuficiencia, en lo fundamental, en las comunas populares y en las empresas.
Pero el ejército, único aparato central que permaneció intacto, destruyó la obra de la Revolución Cultural. Volvió la situación a su justo estado de cosas burgués. ¿Qué era ese embeleco de campesinos y obreros gobernando, haciendo política, ciencia, filosofía, historia, cultura? ¡Abajo la nación de los patanes! No más obreros y campesinos en el poder del partido y del estado, con poderes locales autónomos, no más pueblo construyendo su vida según sus costumbres y tradiciones particulares y de acuerdo con sus necesidades específicas, apoyado sobre sus propias fuerzas. A todo esto se lo llamó utopía comunista de tipo campesino y, por lo tanto, pequeño burguesa, atrasada y anárquica. Para los seguidores del camino capitalista se hacía necesario romper con esa experiencia, calificada de oscurantista, de retrógrada, de consagración de la pobreza, y emprender el camino de la llamada modernización de China. Su consigna fue: ¡Paso a la China del siglo XXI! Y, con ella, la burguesía ha vuelto al poder central y a cabalgar sobre el pueblo.
Así, los países donde se realizó la revolución del pueblo fueron llevados por sus dirigentes a perseguir las mismas metas de los capitalistas, a crecer indefinidamente hasta crear gigantes industriales basados en las máquinas y el acero, cuyo objetivo debía ser lograr la satisfacción de necesidades siempre crecientes, inacabablemente crecientes. Bienestar, crecimiento, desarrollo significaron cada vez más necesidades y cada vez más productos para satisfacerlas. Es decir, los mismos objetivos y el mismo camino para alcanzarlos planteados por los capitalistas. Y se hundieron. A su caída se la ha llamado “la revolución de los estantes vacíos”, y lo es.
Frente a esto, el tercer mundo, el mundo de los pobres, ofrece una solución, una revolución de los pobres que quieren satisfacer sus necesidades básicas de alimento, salud, educación y bienestar, basándose en su historia, en sus propios recursos y en su propia sabiduría. Y para eso, tienen que recobrar su poder, su autonomía, su derecho a decidir sus destinos.
Localidades y regiones autónomas, economías autónomas que buscan la autosuficiencia, sin que se crea que se la puede conseguir completamente, poderes autónomos, culturas autónomas, he ahí la única esperanza de vida para el pueblo, la única posibilidad de verdadera democracia, de un poder popular. Y este hay que irlo construyendo abajo, en cada localidad, en cada grupo, poco a poco, a lo largo de una gran marcha, por todo el país.
La única posibilidad de mantener la cultura propia, las formas propias de vivir, de hacer, de cada sector popular, incluyendo las nacionalidades indígenas, es con su ejercicio autónomo en las localidades y regiones. Para los actuales poderes centrales de nuestro país, la verdadera cultura es la de los centros mayores, la de las metrópolis del capital; las culturas del pueblo son vistas como simple folclor, espectáculo decorativo, no como formas de vida con vigencia y validez.
Se trata de luchar por lo contrario de lo que buscan las políticas estatales, centralistas, como las que aplica el gobierno a través del Plan Nacional de Rehabilitación. Este es presencia e imposición del poder central sobre las comunidades, es integración y negación de la especificidad, es atar al pueblo con el país central, es embutir en las localidades las formas de vivir, de pensar, de hacer, de desear, de la burguesía explotadora y centralista, convertida en la clase nacional dominante en el poder. Según tales políticas, para progresar hay que aprender a desear el desarrollo, el crecimiento, la modernización, la tecnología, la sociedad del siglo XXI.
Y, para los indios, todo esto es el llamado etnodesarrollo; son los disfraces ideológicos que sirven de caballo de Troya para la penetración, para aherrojar a las comunidades y atarlas al carro del gran capital. Son los hilos de la nueva atarraya, para que el atarrayamiento continúe como viene ocurriendo desde hace 500 años. Porque crecimiento, desarrollo, modernización, tecnología, siglo XXI, ¿qué quieren decir, hasta ahora y homogéneamente, sino crecimiento, desarrollo, modernización, tecnología y siglo XXI capitalistas? Entonces, ¿en dónde queda lo propio, lo comunitario?
Con las nuevas políticas y programas, lo propio se transforma en propiedad privada. La meta es llevar la nación de los propietarios privados a las comunidades, hacer que todos aspiren a ser propietarios. ¿Es esto la democratización de la propiedad? No; es la imposición de la propiedad privada y la ruptura de la comunidad, de los mecanismos internos de reciprocidad y redistribución, es la sujeción completa al dominio de la mercancía.
El crédito, la participación diferencial en el mercado, las desigualdades en la apropiación de las tierras, aun en aquellas recuperadas, acaban por romper la unidad interna y producen enfrentamientos entre los comuneros y una capa dirigente que se separa de ellos rápidamente, asume el poder interno, se vincula con el poder político burgués del estado nacional y aprovecha todo esto para su propio beneficio.
Aparece la lucha entre los tradicionales y los modernizadores, quienes avanzan distanciándose cada vez más de los comuneros, a quienes califican desdeñosamente de “atrasados” y “conservadores”. Así, el crecimiento es la integración a la sociedad capitalista y la descomposición de las relaciones comunitarias de tipo tradicional.
Este desarrollo no responde a necesidades internas de las sociedades indígenas en relación con lo propio; el crecimiento lo es del mercado. El P.N.R. en las comunidades es tiendas, Idema, ganados y establos, molinos, cría de peces y de ovejas, créditos, “dotaciones”, carreteras, acueductos, más escuelas, casas de Cabildos en los pueblos, etc., etc. ¿En dónde está lo propio? ¿Acaso desarrollar los principios de lo propio es convertir los cabildos en propietarios y, más tarde, en patrones? ¿En introducir el salario en las comunidades, hasta el extremo de hacer recuperaciones de tierras picándola con peones asalariados?
Hay que tender a la búsqueda de una autosubsistencia en las necesidades básicas, fundamentales, en condiciones propias, obteniendo uno de los recursos básicos, la tierra, mediante las luchas de recuperación, para poder ocupar el principal, el hombre, en la producción para la sociedad, esa gran familia.
Desde el punto de vista de los guambianos, por ejemplo, crecer, desarrollar, es organizar comunitariamente. Es todo lo contrario de lo que impulsan los programas del gobierno y sus intermediarios, y de lo que está ocurriendo ahora.
Los guambianos conciben su sociedad como una gran familia, el máyaleo, es decir, el conjunto de todos aquellos que comparten la gran casa que constituye su territorio, agrupados alrededor de la autoridad propia. Para vivir en ella como guambianos, hay que estar en latá-latá, o sea, reconociendo “que hay derecho para mí y para ustedes también”, derecho de todos en igualdad, según corresponde a cada uno de acuerdo con su sexo, su edad, su experiencia, su autoridad, en general, de acuerdo con su particularidad; y también en linchap, es decir, en acompañamiento, participando todos de la vida y las actividades comunes. Crecer, entonces, es desarrollar el máyaleo,, viviendo en latá-latá, con todos los miembros de la gente guambiana en linchap, y no de aumentar la acumulación de tierras en manos de unos pocos, como empieza a ocurrir con las últimas recuperaciones.
La minga, esa gran fiesta colectiva, es la máxima expresión de esta manera de ser, de este proyecto de vida de los guambianos. Ahora pocas se hacen o se efectúan mingas del cabildo con alimentos de procedencia externa, del Plan Mundial de Alimentos, por ejemplo; de esta manera, la minga deja de ser la gran fiesta de participación, redistribución y acompañamiento.
Estos tres principios, que constituyen la carta constitucional de la sociedad guambiana, van quedando atrás, se van perdiendo en la sociedad guambiana ante la penetración de las fuerzas que buscan su integración a la sociedad colombiana. Por eso ahora se plantea participar en la elaboración de una carta constitucional central, única, colombiana, para buscar un espacio en el cual puedan renacer, crecer y florecer de nuevo, con base en la lucha organizada, las distintas constituciones de los pueblos.
Para el avance de la gran familia guambiana, para satisfacer necesidades tradicionales comunitarias con base en relaciones también comunitarias, es preciso el desarrollo propio con base en los recursos propios —o en los obtenidos en la lucha por la indemnización por los 500 años de explotación y de saqueo—, para romper así con el avasallamiento de la Gran Flota Mercante, el pulpo capitalista que lo detenta todo y vivir de acuerdo con la propia cultura, enriquecida por el intercambio libre entre los sectores del pueblo y con otros pueblos.
Pero se dirá: es una utopía campesinista. Y es cierto, es la utopía campesinista que el capital y el falso socialismo han declarado pasada de moda e imposible. Es el socialismo indio de que habló Mariátegui, dejado de lado por los seguidores de aquel socialismo que terminó por construir un verdadero capitalismo, por someter a los pueblos a la férula del capital internacional. Es el socialismo americano, propio, de raíz india; esa utopía es la única salida.
El socialismo de la gran industria, de la gran maquinaria, del acero, del imperio de la técnica y la modernización, del mercado centralizado y monopolizado, del plan económico único decidido desde arriba por el centro, del gigantesco desarrollo de las fuerzas productivas, de la homogeneización forzada, de la transmutación de las culturas de los pueblos en folclor recién acabamos de enterrarlo. Y los profetas del capitalismo anuncian el fin de la historia, el imperio universal y eterno de la mercancía. ¿Acaso será éste también el único destino de nuestros pueblos, la suerte inevitable de los indios?
El mundo de la mercancía, del consumismo, de la dependencia, ¿acaso es el único ideal, el único camino para los indios? ¿El futuro de todos los pueblos indios estará en malcomer sardinas en lata, arroz con pastas y café de sobremesa, mientras lo propio desaparece? Recorro los caminos de Guambía. Tiradas en ellos, pisoteadas y marchitas, hechas basura inútil, encuentro las plantas de ulluco bala, oca, mauja y muchos otros alimentos, y pregunto. La respuesta es sentencia de muerte de lo propio: eso es maleza porque ya no se vende, nadie lo compra. Y la autosubsistencia, el depender de los recursos propios van quedando atrás, en el olvido.
¡No puede ser este el único camino!
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