[Publicado como Introducción en Vasco 1994b: 14-20]
Es 1969. El Departamento de Antropología de la Nacional bulle y se agita. Hace meses que se discute un nuevo plan de estudios. Pero ahora toda la universidad, todas las universidades del país hierven. La academia tradicional es blanco de la lucha del movimiento estudiantil; los planes gringos para su reforma también son atacados. El marxismo y el aliento revolucionario son la guía. La exigencia en antropología es clara: la teoría creada por Marx debe ser el eje del nuevo plan. Los estudiantes proponemos cuatro semestres de Marx. Los profesores están horrorizados. No quisieran ninguno, pero su fuerza no es bastante para conseguirlo.
Engels ha dicho que Morgan, Lewis Henry Morgan, descubrió por su cuenta y a su manera el materialismo histórico. Se discute febrilmente y se ve allí la solución. Los seminarios y las asambleas se suceden. Y salta la propuesta. Queremos dos semestres para estudiar a Marx. Y dos dedicados a Morgan. Son cuatro para el marxismo.
Los meses pasan. Los semestres corren. La propuesta se mantiene. Y, al fin, el triunfo. El nuevo plan incluye lo pedido. Pero no hay profesores ni textos para dictar Morgan ni otros cursos. La universidad, al aprobar el plan, se compromete a preparar o a conseguir los profesores. A adquirir o editar las obras. El comienzo es promisorio y se inicia el proceso para publicar La sociedad primitiva de Morgan.
Pero el camino siguiente es un calvario. Cuando el curso se dicta por vez primera, el texto no ha visto aún la luz, ni la verá durante mucho tiempo. Vana esperanza, pues los otros libros nunca se publican y los recursos docentes no aparecen.
A última hora se hace el intento de conseguir los profesores. Se abren convocatorias, iniciando un camino muchas veces repetido: antropólogos desempleados aspiran al puesto, logran “sortear” las pruebas e ingresan. Sólo para sabotear los cursos colocados a su cargo, como aquel que los bautizó desde un comienzo como Mandrake I y Mandrake II. Solo para entonar desde el primer instante su cantinela repetida por años: Morgan está revaluado, refutado, superado. No lo han leído, es cierto, pero no faltan autores extranjeros que así lo han dicho y es agradable repetirlo, como loros. Sólo para lamentar como plañideras: “En Morgan no hay suficiente materia para trabajarar durante dos semestres, si acaso uno”; cuando a duras penas han malmirado La sociedad primitiva. Solo para cacarear sobre su pretendido evolucionismo lineal, sin lograr demostrarlo nunca. En fin, sólo para terminar escurriendo el bulto, abriendo paso, una y otra vez en sucesión interminable, a nuevos concursos y a nuevos aspirantes.
Con el tiempo, se me asigna el curso sin otro argumento que el de haber estado entre los estudiantes que lo propusieron y haber sido el profesor que le dió su espaldarazo para la aprobación definitiva. Y acepté el reto. Reconociendo de entrada no conocer al autor con suficiencia, pero estando dispuesto a conocerlo. Aceptando haber leído La sociedad primitiva e ignorar los otros textos, pero pronto a leer y releer lo necesario. Habiéndome movido un poco, como tantos, entre la obra de críticos y exégetas (uno de los cuales traduje del francés al castellano), recordando sus argumentos y asombrándome, sobre todo, que coincidieran en referirse casi exclusivamente a la obra traducida a nuestra lengua, como si las otras, escritas durante treinta años, no existieran.
No fue amor a primera vista ni fue fácil. Pero allí se inició un trabajo, una relación con Morgan que ya dura quince años.
Rastrear los ejemplares de sus obras. Meterles el diente sin conocer su lengua. Enfrentar un inglés, extraño a veces. Avanzar al comienzo con lentitud desesperante. Enfrentar a estudiantes de aquellos que se asombran ante fachadas de sapiencia sin advertir que ocultan abismos de ignorancia, pero que se revuelven como víboras sobre una parrilla al rojo ante el público reconocimiento de las limitaciones que se tienen. Que no soportan el llamado a conocer juntos, pues los aterra. Que prefieren la plácida comodidad de recibir todo masticado a los sobresaltos y dificultades de descubrir las cosas por sí mismos. Que prefieren la mentira lanzada con la seguridad de la verdad a la confesión de la ignorancia, unida a la intención de subsanarla.
Y fue un descubrimiento. No el esplendoroso paisaje que se abre repentino ante los ojos en una vuelta del camino. No, más bien la esquiva riqueza mineral que se descubre en la más profunda veta bajo la gigantesca montaña, y se arranca al filón con sudor y esfuerzo, grano a grano.
Fue encontrar al pionero y seguir sus pasos en el desbrozar caminos. Y aprender a quererlo a través de su tarea.
Hace años. Estoy en las cabeceras de El Engaño, una quebrada que cae al río El Pedral y luego se precipita con él, restallando y espumeando contra enormes rocas, hacia el río Garrapatas. Es la zona embera-chamí del noroccidente del Valle del Cauca.
Bonifacio se me acerca mientras desayuno y me pregunta si quiero que vayamos juntos al Chocó, pero no por la trocha conocida y lejana sino cerro arriba, hasta llegar al filo de la Serranía de los Paraguas. Acepto y pasamos el día alistando las cosas para salir al siguiente amanecer.
Arrancamos apenas clareando el día por una trochita que sube firme por la empinada pendiente. Por allí se va a traer leña, a cazar, a recoger algún fruto silvestre, a buscar el bejuco para hacer los canastos. El camino es duro pero abierto. Las plantas, llenas de rocío, nos empapan el pantalón hasta bien arriba de la rodilla.
Al poco tiempo, la trochita se transforma en un pisito casi invisible entre la hojarasca y los arbustos bajos y más aún con la escasa y difusa claridad que las copas de los árboles más altos dejan llegar a duras penas hasta el suelo. Bonifacio, que camina tras de mí desde la salida, dice: “casi no se pasa por aquí”. Una hora y media después, el pisito desaparece y me detengo ante las ruinas de un tambo. Bonifacio me cuenta que son viejas casas de los antiguos y me muestra palos de café cuyas copas se pierden en la altura.
Al abandonar los senderos trillados el andar se hace más difícil. Ahora no hay siquiera huellas y es preciso abrir camino. Bonifacio toma la delantera y, machete en mano, busca por donde avanzar. Me dice: “hay que buscar el filo, en las cañadas se encuentran peñoleras”. Y corta, adelantamos, corta, adelantamos.
Miro hacia atrás al cabo de un rato de lento pero firme paso y me asombro de ver la nítida senda que queda a nuestro avance.
Caminante, son tus huellas el camino y nada más;
caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
Al andar se hace camino y al volver la vista atrás,
se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
(Antonio Machado, cit. por Serrat 1985: cara A, banda 2).
Así vamos. Tropezando a veces con algunas peñas altas y lisas que obstruyen el paso, otras con cañadones profundos que cortan por completo el cerro. Toca devolverse y ensayar por otro lado.
De pronto, nos encontramos con un bosque homogéneo y compacto de guaduas, muy espeso y oscuro... Tampoco es posible cruzarlo a pesar de varios intentos. Los troncos están muy cerca unos de otros, los más viejos han caído, quedando atravesados y entrecruzados en todas direcciones, las púas son agudas y fuertes. Nos devolvemos un trecho y lo rodeamos en más de media hora.
En cada metro que se recorre, en cada camino que hay que abandonar, en cada rodeo, en cada sitio que pasamos es posible un descubrimiento: un animal extraño para mí y en ocasiones para Bonifacio, el bellísimo trino de un pájaro invisible entre la espesura, una planta exuberante y hermosa, un fruto que comemos, la veloz huida de una serpiente, la huella de una remota presencia humana. Todo ello nos atrae y deslumbra por un instante, pero desaparece no bien damos otros pasos, indiferenciándose entre el monte, inmenso conjunto verde-café, y dejando lugar a nuevas impresiones.
Entre tanta novedad el camino es agotador, y tanto Bonifacio como yo vamos empapados en sudor, pese a que hemos subido mucho y el ambiente es más frío.
Ya llegando a la cresta, en el tronco de un árbol que se eleva muy arriba, profundos desgarrones, verticales y paralelos, atraviesan la corteza y alcanzan a marcarse sobre el duro tronco. Bonifacio mira con aprensión a nuestro alrededor. Pasado un momento, dice: “son las huellas de las garras de un oso que se afila las uñas o trepa buscando un panal. A ellos les gusta mucho la miel”.
Así hasta coronar el cerro. La selva no permite una visión de su conjunto. Cada parte de ella aparece ante nuestros ojos fugazmente y se pierde cuando nos movemos, dando campo a otro lugar, otro escenario, otro paisaje, nuevas sensaciones.
Únicamente en la noche, al reconstruir en mi cabeza el recorrido para anotarlo en el diario de campo, obtengo una imagen global de la inmensa riqueza, de la sobrecogedora belleza de la selva, entrevista a trechos, a pequeños retazos, incoherentes en su inmediatez. Qué concepción de monumentalidad, de diversidad, de ruda armonía surge al rememorar y entrelazar el mosaico de impresiones del camino recorrido. Solo al final descubro la grandiosidad que he acumulado poco a poco, paso a paso. Es la selva de montaña.
Desde arriba, desde lo más alto de la Serranía de los Paraguas, miro hacia el Chocó. Y es solo un inmenso y parejo tapete verde que cubre todas las vertientes de las montañas y allá, mucho más lejos, tapiza las llanuras que se pierden entre la bruma y la distancia. Nada lo rompe, nada lo turba, nada permite adivinar lo que hay bajo su sombra.
Así me ocurrió con Morgan. Durante años lo he seguido en su trajinar, desbrozando, construyendo caminos. En cada uno, una riqueza, un aporte; muchos de estos caminos fueron desandados luego, muchos no se recorrieron por completo, bastantes quedaron abandonados a poco de iniciar la marcha. Cuántas maravillas apenas vislumbradas y luego dejadas atrás porque la marcha conducía a otros sitios. Cuánto depurar, modificar, desarrollar miríadas de ideas, de potencialidades. Cada paso suyo abriendo al frente un inmenso ramillete de posibles, y otros más, muchos más, que apenas si se logra adivinar en la distancia. No todos ellos explorados, pues no se alcanza. Es preciso decidir la vía en función de una meta, del logro de un objetivo.
Además, la determinación de la historia empuja en ciertas direcciones, cierra o bloquea el paso en otras. Así se avanza. Pero, al llegar, solo una parte del espacio conceptual y empírico ha sido conocido a fondo. Muchas cosas quedan apenas iniciadas. Otras permanecen inéditas por la premura de la marcha.
Pero, para uno, que todavía vive, es posible volver atrás, al comienzo de un camino, explorar, recorrer otras sendas. Leer y releer una y otra vez. Iniciar de nuevo permite captar vías no distinguidas en la vez primera, precisar detalles perdidos en la inicial visión. Encontrar nuevas maravillas que no fueron vistas antes. Recoger toda la inmensidad de un planteamiento. Descubrir el sentido de una frase, banal en apariencia. Encadenar hallazgos de una página a otra, de un libro a otro.
Y, sobre todo, palpitar con Morgan, con su emoción ante sus propios descubrimientos, con su deslumbrarse ante la riqueza humana que su método coloca ante sus ojos. Sentir vibrar todo su ser en su trabajo. Sentir que pone belleza en sus ideas. Descubrirlo viviendo plenamente en contacto con toda la espléndida diversidad del hombre.
Comprender, descubrir en él que la antropología es también y sobre todo una vivencia, que la razón no logra ahogar en él el brillo de la intuición, que también ella tiene su cabida. Y escucharle decir, casi que al oído, que la antropología es también un compromiso:
[las instituciones de los iroqueses] tienen un valor real, presente, por lo que fueron, con independencia de lo que han llegado a ser. Los iroqueses nos precedieron en soberanía. Nuestro país fue llamado por ellos, hace ya tiempos, su país, nuestros ríos y lagos fueron suyos, también lo fueron nuestras montañas y nuestros valles. Antes que nosotros, disfrutaron ellos del maravilloso escenario natural ubicado entre el Hudson y el Niágara, con su inmensa variedad que va desde lo simplemente placentero hasta lo sublime. Antes que a nosotros, nuestro clima vigorizó sus cuerpos y se sustentaron ellos con los frutos de la tierra, el bosque y el agua. El vínculo que nos une de este modo, nos impone el deber de hacer justicia a su recuerdo, preservando su nombre y sus hazañas, sus costumbres y sus instituciones, para que no desaparezcan de la memoria. No podemos pretender avanzar ignorantes por encima de aquellos extintos fuegos de consejo, cuya luz, en los días de la dominación india, fue visible sobre la mitad del continente.
Sus fuegos de consejo, en la medida en que simbolizaban la jurisdicción civil, se han extinguido hace ya mucho, su dominio ha terminado, y las sombras del atardecer están cayendo ahora, espesamente, sobre los dispersos y extenuados restos de la otrora poderosa Liga. Pueblo fue sometido a pueblo, resultado inevitable del contacto de la civilización con la vida de cacería. Quién podría relatar con qué pesar, con qué dolor tuvieron que entregar, de río en río, de lago en lago, el extenso y próspero territorio de sus antepasados. Como pueblo, los iroqueses estarán pronto perdidos en la noche de oscuridad impenetrable en la que tantas poblaciones indias se han visto amortajadas. Ya su país ha sido apropiado por nosotros, talados sus bosques y cegados sus caminos.
Los restos de esta arrogante y talentosa estirpe subsisten aún alrededor de sus antiguos asentamientos, pero están condenados a continuar decayendo hasta ser extinguidos, finalmente, como un tronco Indio. Antes de que esto ocurra, daremos una extensa mirada hacia el pasado de los iroqueses, hoy una raza privada del derecho a su existencia, para recordarlos como a un pueblo cuyos sachems no tuvieron ciudades, cuya religión no tuvo templos, y cuyo gobierno no tuvo igual (Morgan 1962: 143-146).
Pero no fue únicamente la lectura... ni la reflexión sobre ella. Fue el vuelo del pensamiento planeando sobre los cursos. Fue el hallazgo en medio de una clase. Fue el establecer conexiones ante la pregunta de un estudiante o el reconocer elementos nuevos o aristas insospechadas en su respuesta a un exámen, pues también ellos contribuyeron al descubrimiento. Fue un proceso en permanente desarrollo... y que no termina.
Fue el resultado de un compromiso serio con la cátedra. Fue la “obsesión” por Morgan, al decir de algunos.
1984. Hace calor en este amanecer en la casa de Ricardo, a orillas de la quebrada Jebanía, región del río Garrapatas. A las 5 a.m., desde el otro lado del “agüita”, Rodolfo grita para despertarnos. Hemos quedado en ir a cazar siside (golondrinas de agua) en la cueva de piedra del río Blanco.
Los hombres preparan una flexible y larga vara de bambú y por el camino se corta otra de una larga astilla de guadua.
Ascendemos por la margen izquierda del río, siguiendo un camino entre piedras que está marcado, como siempre entre el monte, por las raíces de los árboles. Sobre un cañadón hay un árbol caído; en lugar de rodearlo caminamos sobre él hasta el otro lado. Está algo podrido y no es duro ni liso, los pies se hunden ligeramente en él cuando pasamos.
Luego caemos al río, cruzándolo tres veces de un lado a otro, hasta llegar a un paso angosto en medio de dos rocas gigantescas que se elevan a pico sobre el agua.
Estrechado por las peñas, el río ruge y hace espuma, formando un oscuro y profundo charco a la salida. Allí donde el chorro escapa de su encierro, ha excavado una como cueva en cuyas paredes, húmedas y perfectamente lisas, el agua reverbera y refleja la luz con unas extrañas tonalidades blanco-azules, espectrales.
Alrededor, todo es oscuridad, como si apenas comenzara a amanecer... y ya son las siete y media.
Los hombres se adelantan con el agua en la ingle, avanzando por una pequeña playa sumergida. Llegan al lado del profundo charco y se paran frente a la boca del agua, blandiendo sus varas. Las mujeres y los niños esperan atrás, entre el río. Rodolfo me dice que espere a un lado porque los blancos no pueden matar. Pero me da un palo.
Cuando aumenta la luz, las golondrinas vienen gritando mientras vuelan a ras del agua, pues las rocas y la vegetación que cubre el río como un dosel no las dejan elevarse.
Los hombres las atacan con las varas, en pleno vuelo. Ellas, sorprendidas, tratan de esquivarlos. Y chillan con fuerza. Casi todas pasan veloces y se remontan, saliendo del estrecho cañón del río. Otras caen muertas al agua, otras heridas y aleteantes, y son arrastradas por la corriente. Las mujeres y los niños se tiran al agua y nadan en pos de ellas, hasta atraparlas.
Una logra volar, cae, vuela otra vez, cae de nuevo. La niña nada tras ella sin conseguir alcanzarla. Se alza otra vez y se eleva definitivamente. Otra hace lo mismo, pero en contra de la corriente, sale a la orilla y le doy con el palo, y la niña llega pronto y la captura, viva.
Los gritos de unas alertan a las otras y dejan de venir, quedándose en sus nidos en las grietas de las peñas.
Después de un rato, uno de los hijos de Germán sale del agua, deja su vara a Rodolfo, pues la de este se ha quebrado, y sube por las rocas lisas para ir a espantar las golondrinas de sus nidos. Al rato, grita y le oímos tirar palos y piedras; aquellos y muchas hojas vienen bajando por el agua. Y detrás llega otra bandada. Rodolfo golpea y caen dos más. Luego... nada. Solo los chillidos intermitentes más arriba.
El muchacho hace mucho ruido al otro lado y Rodolfo sale del agua, escala la roca y va a llamarlo. “No es bueno tanto ruido, a lo mejor sale el Dojura (el marrano del agua) y nos come; el muchacho está haciendo mucha bulla”. Desaparece entre la vegetación de arriba y a los diez minutos regresan los dos.
Rodolfo insiste en que estaba haciendo mucho ruido en la cueva y a él le da mucho miedo: “de pronto se sale el Dojura”.
Contamos trece siside, algunas de ellas vivas. Se guardan en los lichigueros, dan tres a los hijos de Germán y regresamos.
A las nueve estamos en la casa. En la cocina, sentados al pie del fogón para calentarnos, esperamos. Rodolfo insiste en que mucha bulla es peligrosa porque de pronto se viene el río y nos arrastra.
Asadas sobre el fuego y con plátanos verdes asados entre las brasas, las siside resultan deliciosas. “Tienen harta manteca”, apenas logro entenderle a Rodolfo entre bocado y bocado, “fue una buena cacería”.
Así fue mi trabajo de años con Morgan. Los resultados del esfuerzo fueron buenos. Por él, la cátedra de Morgan logró existir, viva, a diferencia de otras que se arrastran en la indigencia intelectual, en los discursos siempre repetidos, en la relectura siempre idéntica y estéril. Fue un trabajo de descubrimiento y de creación, de vida.
En el Departamento de Antropología se discute un nuevo plan de estudios. Pero no hay ebullición ni hay entusiasmo. La discusión, si así puede llamarse, se arrastra con languidez desesperante durante años. No hay deseo, no hay vida. Es sólo una obligación... y una coartada.
Saltan de nuevo los loros con su parloteo. Morgan está revaluado y Marx no es antropología. El movimiento estudiantil está golpeado, amarrado, subyugado. La marea está de vuelta. La antropología tradicional retoma su lugar en forma vergonzante. Los “supersabios de bolsillo” acaban por imponer su idea fija. El Departamento de Antropología dice adiós a Morgan.
Una golodrina logra remontarse muy, muy alto... ¡Escapa!
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