[Escritas con base en una ponencia presentada en el “Coloquio sobre Cultura Afroamericana”, Colcultura, Tumaco, diciembre, 1992. Publicadas en Lecturas de la Cátedra Manuel Ancízar: Colombia Contemporánea. Vicerrectoría Académica-Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1995]
Quiero presentar aquí algunas reflexiones sobre la relación entre cultura y territorio que han surgido de mi relación de 20 años con el movimiento indígena. Pienso que implican una claridad teórica que, en consecuencia, es aplicable para iniciar el análisis de este problema en cualquier grupo social. No se trata de ideas tomadas de las teorías, sino de saberes que vienen de las nacionalidades indígenas; de ellas he aprendido esto que ahora sé y planteo aquí.
Por eso, no estoy de acuerdo con quienes pregonan que muchos indígenas están hablando de territorio sin saber qué es y que se hace preciso que los “sabios”, los doctores, vengan a explicarlo y que recorran las comunidades para educarlas, enseñándoles en qué consiste su territorialidad. Al contrario, la experiencia del movimiento indígena y de su relación con los intelectuales muestra que son estos quienes han tenido que aprender de aquel, que las comunidades saben en qué consiste su territorio y pueden enseñarlo a los de afuera.
Este es el único camino. Si los dirigentes que ahora se mueven en Bogotá y en las demás ciudades no se nutren, no beben su saber y sus propuestas de las comunidades, nada podrán alcanzar para sus gentes. Igual ocurrirá con los “sabios” que dicen apoyarlos. Como alguien ha dicho: “Lo primero que hay que hacer es que las gentes de las comunidades nos concentremos en saber quiénes somos y cómo somos; de ahí tiene que arrancar todo, de abajo para arriba”.
El desarrollo de las luchas indígenas de los últimos veinte años puso en discusión un problema sobre el cual los teóricos de la antropología en Colombia no tenían nada que decir hasta ese momento: el de su especificidad en relación con la lucha de los campesinos por la tierra. Las propias luchas, la relación-confrontación entre indios y campesinos, el devenir de los procesos de recuperación indígena, terminaron por hacer evidente tal diferencia: las luchas indígenas buscan la recuperación de los territorios de sus sociedades, las de los campesinos colombianos se orientan a lograr el acceso a un pedazo de tierra que les permita subsistir mediante su trabajo agrícola, es decir, acceder a la pequeña propiedad de ese fundamental medio de producción agropecuario.
En tal tarea, los indios se basan en su tradición histórica, sobre todo en la ocupación ancestral de sus espacios, que muchos expresan diciendo “nosotros no somos venideros, somos de aquí”. También es factor esencial la consideración de la tierra como “madre”, como el origen, de donde se derivan una peculiar red de relaciones e intercambios con ella y una cosmovisión propia, particular.
Es sabido cómo la incomprensión de esta diferencia por parte de los campesinos agrupados en la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) produjo un completo distanciamiento de ambas luchas, en un principio conjuntas y coordinadas, y un rompimiento entre las organizaciones indígenas y campesinas.
A medida que avanzó el proceso de lucha indígena por la recuperación de los resguardos, surgió otra reivindicación peculiar, incomprendida por muchos hasta hoy: la idea de que no basta con recuperar las tierras, sino que es necesario “recuperarlo todo”, autoridad, lengua, pensamiento, historia, etc., idea que algunos tradujeron diciendo que hay que recuperar la cultura.
Una vez tuvieron la tierra en sus manos, los indios sintieron que era preciso que ella estuviera bajo la autoridad propia y que la manera de relacionarse con ella, de distribuirla, de trabajarla, de caminarla, de pensarla, de nombrarla, etc., fuera también una manera propia, que en ese momento no sabían muy bien cómo era, pero que se podía y debía recuperar.
Así pudo entenderse que el territorio no es solo ni principalmente un espacio geográfico, una parte de la naturaleza, sino también y sobre todo el vasto conjunto de relaciones que una sociedad establece con ese espacio a través de su historia y como resultado de su acción, conjunto del cual las relaciones directamente económicas —de propiedad y producción— son solo una parte. Y pudo comprenderse que las relaciones que se daban por medio del pensamiento y de la palabra eran igualmente importantes y esenciales en la conformación de esa territorialidad. De ahí el papel clave de los historias propias, de los nombres dados a los lugares, de los caminos que los atraviesan, de las historias que se refieren a ellos, de las formas de distribución de la población en los distintos sitios y de muchos otros factores, en la tarea de conformar y entender la territorialidad de toda sociedad.
Por eso, una vez recuperadas las tierras, los indígenas emprendieron el gigantesco esfuerzo de hacerlas suyas, de apropiárselas en calidad de territorio propio, única manera de que esa recuperación sirviera para afianzar su peculiaridad, para poder crecer como nacionalidades diferentes. De lo contrario, la posesión de unas tierras con las cuales se establecieran unas relaciones semejantes a aquellas que establecen los campesinos colombianos solo haría avanzar el camino de su integración en el campesinado parcelario.
Pero todo esto no significa que solo las sociedades indígenas tengan territorio, al contrario, éste es base fundamental para la existencia de cualquier sociedad, pues representa para ella el único cimiento sobre el cual puede existir, la única posibilidad de tener una fuente de recursos para su subsistencia y reproducción. Cuando nadie amenaza la vida de una sociedad sobre su espacio, su conciencia acerca de su territorio está latente, implícita, a veces pareciera no existir. Sin embargo, se dan momentos en la historia de los pueblos en que la defensa o recuperación de sus territorios se hace vital para su existencia; en ese momento la conciencia de la territorialidad se hace muy fuerte. Es lo que ha pasado con las nacionalidades indígenas en las dos últimas décadas.
El ser humano es un ser social, pero también es un ser biológico y, por lo tanto, su existencia implica un conjunto de necesidades que precisan de elementos materiales para satisfacerlas. La naturaleza es la única fuente para su obtención, pero, para conseguirlos, necesita relacionarse con ella, con ese almacén natural de donde puede obtener todo lo necesario.
Este proceso de relación tiene lugar a través del trabajo, del conjunto de actividades materiales e ideales mediante las cuales hombres y mujeres intercambian con ese medio natural para hacerlo su territorio. El trabajo no es solo la forma material mediante la cual el ser humano se relaciona con la naturaleza, este proceso es, también, ideal; es decir que también a través de lo ideal, de la acción de su cerebro, de su pensamiento, de su conciencia, el ser humano convive e intercambia con el mundo objetivo que lo rodea, al tiempo que lo transforma, que lo asemeja a sí mismo. Esta culturización de la naturaleza se efectúa también por medio de las relaciones sociales, de las relaciones de unos seres humanos con otros, pues ambas formas de trabajo humano, la material y la ideal, son por naturaleza sociales.
La humanidad, pues, no puede desprenderse de la naturaleza, pues no podría vivir. No puede desprenderse de su ser biológico; tampoco puede hacerlo del medio que la rodea. No es válido, pues, pensar al ser humano a través de la oposición entre naturaleza y cultura.
Pero la humanidad no es solo naturaleza natural, al contrario, es una parte diferenciada de la naturaleza y este proceso de diferenciación se dio y se continúa dando por medio del trabajo. Este ha hecho del ser humano lo que es, una parte específica y diferenciada de la naturaleza, que trabaja, que piensa, que habla; pero, al mismo tiempo, el trabajo es, igualmente, el lazo que lo mantiene unido, relacionado con ella. El trabajo es la conexión fundamental entre sociedad humana y naturaleza, las diferencia al tiempo que las relaciona, que sirve de puente para su intercambio. El trabajo es, entonces, como actividad tanto material como ideal, el medio que provee los elementos que permiten producir y reproducir al ser humano.
La cultura, elemento que según ciertos antropólogos distingue al ser humano de los animales y del resto de la naturaleza, es un producto del trabajo, en sus dos formas, ideal y material. Pero, en la medida en que el trabajo es fuerza de trabajo humana, acción humana, relación vital entre sociedad y naturaleza, la cultura no es ni puede ser ni concebirse como aparte de la naturaleza, totalmente diferenciada y desprendida de ella. Ni, tampoco, un fenómeno meramente ideal. En ella están indisolublemente integrados lo material y lo ideal. Una cultura, pues, es siempre una totalidad, pero una totalidad jerarquizada, ordenada, conformada alrededor de un eje fundamental, de un núcleo que la sostiene y que la determina: los procesos de trabajo. Esto quiere decir que las relaciones que se crean entre los miembros de la sociedad para desenvolver ese proceso de interrelación con el medio también desempeñan un papel esencial.
También sabemos que el trabajo no es siempre igual en todas las sociedades humanas ni en todas las épocas históricas, que tiene, al contrario, un carácter histórico, que corresponde a formas diferentes y concretas de desarrollo social. Cada sociedad, en cada período de su historia, alcanza una determinada capacidad de trabajo, de interrelación con la naturaleza y, de acuerdo con ella, establece una determinada y particular red de relaciones con su medio. Este nivel de la capacidad humana para interactuar con la naturaleza, alcanzado por una sociedad en un momento dado, lo podríamos denominar una cultura, la cual abarca, por lo tanto, en forma claramente inseparable, los dominios de lo material y de lo ideal. Una cultura, cada una de ellas, es, pues, el elemento que funda el territorio de una sociedad.
En los procesos de trabajo concretos, específicos, históricos, tanto materiales como ideales, en las maneras como una sociedad se interrelaciona con su medio, lo adapta y lo moldea de acuerdo con su necesidad, en el modo como los miembros de la sociedad interactúan para trabajar, allí debemos ir a buscar lo que constituye el núcleo esencial de una cultura y por lo tanto de una sociedad dada.
Si por 20 años las luchas indias han constituido una base esencial para producir conocimiento acerca de la territorialidad y la esencia de la vida de sus nacionalidades, el hecho de que en ellas lo material y lo ideal no se conciban como separados, tal como ocurre en nuestra propia sociedad, hacen que el mito y otras formas de pensamiento, así como las actividades relacionadas con ellos, que los antropólogos denominan rituales mientras los mismos indígenas las consideran trabajo, constituyan un camino claro y eficaz para tratar de acercarse al descubrimiento de ese núcleo esencial de sus culturas.
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