[Ponencia para el seminario “Marx Vive. Siglo y Medio del Manifiesto Comunista”. Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, agosto de 1998. Publicado en Cabuya. Editado por un grupo de trabajo del Departamento de Antropología, Universidad Nacional de Colombia, No. 7, septiembre 15, Bogotá, 1998, p. 1-4]
A finales del siglo XX y ya en los umbrales del XXI, muchos de nuestros intelectuales contemplan abismados la galopante marcha del capitalismo en todo el globo y el papel que en ella desempeñan los medios de comunicación, y les parece estar frente a una situación económicosocial y cultural nueva por completo, que los apabulla al tiempo que los deslumbra. Han acuñado el término posmodernidad para denominarla, a la vez que consideran que ninguna de las teorías existentes es suficiente para dar cuenta de lo que ocurre; mientras tanto, tocan clarines de muerte, no sólo para la historia, sino también para las categorías trascendentes, las ideologías y aquellos que nombran como metarrelatos o grandes narrativas, queriendo sepultarlos, en especial al marxismo, para aparentar que sus concepciones son del todo novedosas.
Las condiciones de hoy, en las que las fuerzas materiales capitalistas les semejan cataclismos devastadores que todo lo aplastan, los avasallan y se confiesan incapaces para controlarlas, refugiándose en los vastos campos del pensamiento, en los que ellos mismos denominan con los conceptos de universos simbólicos y, a veces, mundos posibles. La cultura cobra un peso y una importancia cada día mayores en sus consideraciones; y forjan nuevos conceptos para tratar de seguir sus huellas y de comprender sus caminos, que creen inéditos.
Aun así, pese a sus rimbombantes y estruendosas baterías conceptuales, sus mentes están obnubiladas y ante sus ojos todas las cosas tienen la apariencia de haberse confundido e interpenetrado para siempre, borrándose las especificidades y diferencias que permitían establecer los límites entre ellas y definir sus identidades. Así ocurre con las clases, las ideologías y las culturas. Los campos que antes parecían distintamente nítidos, ahora se les antojan mezclados en una confusión indescriptible que pareciera conducir a la completa homogeneización de todo a través de los caminos de la globalización, la mundialización y la transnacionalización.
En la noche de oscuridad y silencio que ha caído sobre ellos, las únicas luces que parecen alumbrarlos no se encienden en el mundo exterior, en la sociedad, sino que estallan aquí y allá, fugaces, pasajeras, dentro de sí mismos, en sus cerebros agobiados. Por ello persisten en refugiar su vivir en los mundos imaginados e imaginarios que crean en sus delirios empavorecidos, en las construcciones de nuevos sentidos, posmodernidad avestruciana que hoy reina por doquier, nueva acometida del idealismo más reaccionario. De ahí que no importe, para ellos, que todavía retumben —aunque un tanto asordinadas— las voces que hace siglo y medio reconocieron y todavía hacen reconocibles, comprendieron y todavía hacen comprensibles las condiciones del mundo de hoy, substancialmente el mismo que vieron y previeron desde entonces. Como si carecieran de oídos, simplemente no las escuchan.
Como han perdido la memoria histórica, nada “recuerdan” de las anticipadoras palabras que sobre el desborde global del sistema capitalista escribieron los fundadores del socialismo científico, Marx y Engels, en especial en aquella obra cuyo 150 aniversario de aparición celebramos hace poco, el Manifiesto del Partido Comunista:
Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero… Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes (Marx y Engels 1965: 37).
Esta necesidad de expansión, sin la cual el crecimiento del capitalismo se estancaría al no poder conseguir la realización de la plusvalía ni nuevas fuentes de materias primas ni mano de obra barata ni mantener y acelerar la corriente de la circulación del capital y la de su rotación, no es un elemento accesorio o circunstancial de la producción burguesa; al contrario, constituye una de sus características esenciales. Es sabido cómo esta peculiaridad estuvo en la base del surgimiento del sistema colonialista mundial, la primera forma que asumió el carácter expansionista del capital en su camino globalizador al engarzar en una unidad los continentes:
El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. Tras ellos, pisando sus huellas, viene la guerra comercial de las naciones europeas, cuyo escenario fue el planeta entero (Marx 1964: 638, énfasis de Marx).
Pero esta creación de un sistema productivo y un mercado mundiales rompe también con el aislamiento, con las particularidades locales y nacionales en otros campos de la vida social, y va creando e imponiendo un carácter globalizante que busca la homogeneidad del mundo bajo la égida de la burguesía y de acuerdo con su modelo y sus necesidades:
Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía dio un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional.
Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo y cuyos productos no solo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos (Marx y Engels 1965: 37).
Hace siglo y medio se avizoraba ya, tras las primeras formas de concentración del capital, esa transnacionalización de la producción en manos de grandes trusts monopolistas, que alcanzó un alto nivel a comienzos de este siglo con la ruptura que significó el advenimiento del imperialismo y que ahora aparece ante la visión del posmodernismo como si fuera una novedad nunca antes vista. Este sistema de organización del capital no afectó solo la elaboración de las mercancías, sino que llevó a la aparición y creación de nuevas y crecientes necesidades y, por lo tanto, de los productos para satisfacerlas, impactando significativamente los modos de vida de las poblaciones que fueron involucradas. Hasta los más alejados lugares del mundo fueron conectados unos con otros, y lo siguen siendo, por los tentáculos de la burguesía, originándose un intercambio y una interdependencia universales que abarcan a todos los países y que se extienden a todas las esferas de la vida social y no únicamente al mundo de la economía:
En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material como a la producción intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal (Marx y Engels 1965: 37-38).
Otros ven la novedad de la situación posmoderna en un campo que no se centra esencialmente en el proceso industrial de elaboración de las mercancías, sino que, al contrario, se realiza en el campo de los medios de comunicación. Olvidando que son las empresas capitalistas de conquista, colonización e imperialización las que enlazan primordialmente y en primer lugar al mundo entero, piensan que son la televisión, la Internet, los satélites, etc., etc. los sujetos que han hecho del planeta una “aldea global” y que avanzan en la creación de una cultura mundial, que rompe y arrasa con la diversidad cultural; y ven en esta circunstancia la especificidad de la condición del globo a finales del siglo XX. Pero no es así. Hace ya siglo y medio que Marx y Engels entrevieron este papel de los medios de comunicación en la transnacionalización del mundo y de la cultura, pero también que ellos seguirían siendo solo eso, medios al servicio de la producción burguesa. Para que ésta sea posible a escala planetaria, el orbe entero debe ser transformado por la burguesía, cual moderno dios, a su imagen y semejanza:
Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza (Marx y Engels 1965: 38, subrayado mío).
Tampoco es el desarrollo gigantesco de las ciudades con su masiva concentración de la población en ellas, monstruoso mercado cautivo conformado por millones de millones de consumidores, ni la invasión de los últimos resquicios de la tierra y del hombre aún no colonizados lo que caracteriza la condición novedosa del mundo de hoy. En la época de Marx y Engels ya comenzaba a desarrollarse una situación en la que:
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente (Marx y Engels 1965: 38).
Pero es necesario decir lo que el posmodernismo calla, que la transnacionalización del mundo no es uniforme, que no significa que todos los países avanzan en camino hacia un capitalismo de pleno desarrollo, vía en la que simplemente unos estarían más cerca que otros de alcanzar la meta; al contrario, con ella el mundo se ha jerarquizado vertical y radicalmente y, al menos en este momento, llamarla más bien norteamericanización del mundo resulta mucho más adecuado a la realidad; y esto es válido no sólo al nivel de la producción material, sino también en el campo de la cultura, en el campo intelectual, aunque por supuesto, como ya ha ocurrido en el pasado dando origen a dos guerras mundiales por el reparto del mundo, también ahora los Estados Unidos de América se ven obligados a competir por las áreas de influencia, especialmente con el Japón y con la Unión Europea.
Es claro, entonces, que el imperialismo ha dividido el globo en dos grandes campos: un puñado de países imperialistas, encabezados por los Estados Unidos de América, y de empresas transnacionales que en virtud de la apropiación privada del capital moran en ellos, y el resto del mundo, cuyos países son objeto de la explotación más voraz y de la dominación más cruel por parte de las grandes metrópolis capitalistas, que exprimen al máximo sus recursos y reprimen brutalmente a sus pueblos cuando se levantan para tratar de dar un vuelco a su situación. Mientras los primeros son los usufructuarios de esta internacionalización del mundo, los segundos son sus víctimas, que precisan levantarse para destruir al capitalismo imperialista.
En este accionar, la función de los bancos, del capital financiero, se hace cada vez más importante, produciendo una gigantesca concentración del capital. Hoy, este papel se ejerce cada vez con mayor fuerza, plegando los estados nacionales a sus designios o, como se da en forma creciente en la actualidad, pasando por encima de ellos, disminuyendo su importancia y su poder, con lo cual se va alcanzando aquella situación que Marx consideró también como una característica del modo de producción capitalista, en el cual la coacción que mantiene la dominación de la burguesía y obliga a los trabajadores a vincularse fatalmente a la producción capitalista es cada día más directamente económica. Además, se acentúa la fusión a gran escala de los bancos con las empresas directamente productivas, es decir, la fusión del capital bancario con el industrial, llegando a altísimos niveles de concentración del capital.
Asistimos, pues, no al advenimiento de un nuevo mundo posmoderno, sino a la plena realización de aquel capitalismo que en su etapa imperialista caracteriza a lo que los “nuevos” teóricos llaman la modernidad. Si miramos la situación actual luego de la restauración del capitalismo en los países de lo que fue el campo socialista y vemos las cosas desde esta perspectiva, y solo desde ella, el período del desarrollo del socialismo en un conjunto de países, que se inició con la Revolución de Octubre en la Rusia zarista, además de todo lo que implica como experiencia para los revolucionarios y de lo que representa como herencia revolucionaria para los pueblos, ha dado paso, tras una ardua y prolongada lucha en la que el socialismo fue derrotado temporalmente, a la implantación del capitalismo en todo el orbe. La construcción socialista creó condiciones materiales —desarrollo de las fuerzas productivas, elevación del nivel de vida del pueblo, dotándolo de una capacidad de consumo que permite su incorporación masiva al mercado, por ejemplo— e ideológicas —como el revisionismo, entre otras— que han hecho posible la implantación plena del capitalismo, con sus crisis, miserias y desastres, en países que hasta el momento del triunfo revolucionario eran de capitalismo incipiente, como Rusia, o colonias, como China, por ejemplo.
Pero lo que esto significa no es que haya terminado la época de la revolución proletaria que vaticinaron los autores del Manifiesto, sino, al contrario, que se afianza aún más la necesidad de que ésta tenga un alcance mundial, que sea internacional, que los pueblos de los diversos países se unan para derrocar a la burguesía en todo el orbe, con el proletariado a la cabeza, y dando comienzo a su tarea revolucionaria golpeando a esta clase primero en sus países respectivos.
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