Desde mediados de la década de los 70 del siglo XX, los indios colombianos, después de haber sido los parias entre los parias de nuestra sociedad, han venido constituyéndose en sujetos sociales gracias al desarrollo de sus procesos de organización y de lucha. Y este hacerse actores de su destino y hacer escuchar su voz con fuerza y decisión en todo el país no podía dejar de incidir en la antropología y, en especial, lo que aquí es centro de mi atención, en las relaciones de los etnógrafos con las distintas comunidades que venían siendo sus campos de trabajo, sus objetos de estudio e investigación.
Entre otras cosas, la voz de los indios se alzó para denunciar el papel de los investigadores entre sus sociedades, los efectos nocivos de su trabajo y de su manera de relacionarse con la gente. Poco a poco, el trabajo etnográfico fue haciéndose cada vez más difícil y fue siendo condicionado y restringido de diversas formas por los afectados. Es oportuno recordar aquí la exigencia que se hizo a los investigadores en el Primer Congreso Nacional de Antropología, en Popayán, para que devolvieran a las comunidades los resultados de sus investigaciones, para que les hicieran conocer sus informes y sus publicaciones, pues, alegaban los indígenas del Cauca, la norma era que, una vez terminaban sus trabajos en el terreno, se iban y no volvía a saberse de ellos ni de lo que habían obtenido.
Más tarde, llegó el tiempo de que todo estudio que tuviera trabajo de campo debía solicitar y obtener la autorización de las distintas autoridades y organizaciones indígenas; de lo contrario, no podía realizarse. Lo mismo ocurría si el proyecto o las explicaciones del investigador no satisfacían las expectativas de los indígenas. Todo esto, por supuesto, no era siempre del agrado de los hasta poco antes sujetos, acostumbrados a actuar a su antojo, guiados solamente, eso decían, por las necesidades y las normas de la ciencia antropológica, y a ser siempre bien recibidos y ayudados por los miembros de las comunidades.
No puedo dejar de pensar, pese a los discursos que surgieron entonces y que se repiten todavía, que esta es la raíz principal del declive creciente de los estudios etnográficos y del peso de esta disciplina en el conjunto de la antropología, tanto en Colombia como en el resto del mundo, donde se vio afectada por los crecientes y vigorosos procesos de la descolonización que la desposeyeron de sus objetos de estudio, como ha explicado tajantemente Duvignaud (1977: 227-246).
En este contexto y sobre la base de la experiencia de mi participación en el movimiento indígena, en especial en el del Cauca, desarrollé unas primeras reflexiones críticas sobre los procedimientos etnográficos en el campo, sobre todo en aquello que estaba más directamente relacionado con la problemática de la relación sujeto-objeto, óptica con la que se planteaba entonces el problema, adelantando la idea de que pensarlo de esta manera escamotea, de todas maneras, el carácter social de los procesos y relaciones que se encuentran en el fondo del proceder investigativo de cada etnógrafo y, también y principalmente, su carácter objetivo, que coloca tales actividades y relaciones más allá de cualquier intencionalidad o voluntarismo personal o de grupo.
Presenté tales observaciones en el II Congreso Nacional de Antropología como parte del trabajo de un grupo de solidarios con la lucha indígena, entre los cuales se contaban Víctor Daniel Bonilla, María Teresa Findji, Doumer Mamián y Álvaro Velasco, que no se quedaba únicamente en el aspecto crítico, sino que proponía una alternativa de trabajo con los indígenas, estructurada sobre la base de las necesidades derivadas de sus luchas: los denominados “mapas parlantes”. Nuestra idea fue la de mostrar a los estudiantes de antropología de entonces que había caminos diferentes a los de la etnografía tradicional para vincularse con los indígenas y adelantar procesos de conocimiento que contribuyeran a fortalecer sus luchas.
Los esfuerzos de algunos organizadores del Congreso para que nuestras ponencias, que constituían una unidad, resultaran desvertebradas a la hora de su presentación ante los asistentes, nos indicaron que habíamos optado por un camino válido; pero, por supuesto, incidieron en su influencia sobre la gente, en especial los estudiantes, y para que los efectos que buscábamos sólo pudieran lograrse en forma parcial.
ALGUNAS REFLEXIONES EPISTEMOLÓGICAS Y METODOLÓGICAS SOBRE LA UTILIZACIÓN DEL MÉTODO ETNOGRÁFICO EN TRABAJO DE CAMPO
[Ponencia para el II Congreso Nacional de Antropología en Colombia, Medellín, Universidad de Antioquia, octubre 7-11, 1980; publicada en Boletín de Antropología. Departamento de Antropología, Universidad de Antioquia, Vol. V, Nos. 17-19, Tomo II, Medellín, 1983, p. 665-675. Su título encierra una velada ironía a la forma rimbombante como muchos antropólogos titulan sus escritos con la intención de aparentar gran sabiduría]
Cuando en la transición entre los siglos XIX y XX, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la etnografía se desarrolla alrededor de su método monográfico-descriptivo, lanzando a la antropología desde la soledad de los gabinetes magistrales al duro trajinar del trabajo de campo, varias centenas de años han transcurrido ya desde el momento en que el capitalismo europeo ha rebasado las fronteras del continente que lo vio nacer, sometiendo a sus dictados a los otros continentes, apropiándose de las sociedades en ellos existentes para hacerlas objetos de su propio desarrollo, alimentos para nutrir su crecimiento desmesurado.
Para que la etnografía nazca como la conocemos, para que el trabajo directo entre las sociedades que estudia se haga su fundamento, ha sido necesario que mucho antes ellas hayan sido sometidas a la dominación colonial y, con base en ella, impuesta por la fuerza y por ella mantenida, hayan devenido en objetos de la más rapaz explotación económica.
Arrebatadas, despojadas de sí mismas como sujetos de su desarrollo económico y social, las sociedades no europeas se encuentran frente a un capitalismo en expansión que se concibe a sí mismo como el único sujeto, como el sujeto universal de la historia y que como tal procede, negando a otros tal condición y pensándolos y comportándose en consecuencia.
Convertidas entonces en objetos del sujeto-Europa desde el punto de vista económico-social, no es de extrañar que tal objetivación se realice también en otros niveles de su relación con aquél. Así ocurre, pues, en el plano del conocimiento: las sociedades no capitalistas de fuera de Europa son convertidas en objetos de estudio por y para los europeos, en objetos de una nueva ciencia, la antropología, siendo esta, a través de sus practicantes, el sujeto que conoce, que estudia.
Pero lo anterior no es historia nueva. De tiempo atrás se ha vuelto un lugar común plantear y aceptar las relaciones estrechas de la antropología en sus orígenes y el capitalismo; así como también el papel ideológico por ella desempeñado en la tarea de dotar de una fachada aceptable y decente las relaciones de dominación y explotación por él establecidas, considerándolas como el contexto en que esta nueva ciencia se desarrolla y que en buena medida la contaminan. Pero no es mi empeño repetir de nuevo todo esto.
Lo que sí interesa recalcar es que si el colonialismo es relación económico-política a través de la cual las sociedades colonizadas son apropiadas por el colonizador para su exclusivo beneficio, ninguna cosa distinta acontece en el plano del conocimiento, de la ciencia. También esta es, y no podía no serlo, vehículo por medio del cual el capitalismo se apropia de las sociedades-objetos de estudio en su exclusivo provecho. Y para conseguirlo, no sólo utiliza la relación de dominación-explotación que le preexiste, sino que incluso la reproduce y desarrolla, no solamente en cuanto el conocimiento así obtenido sirve a esa relación (recordemos los aportes de la antropología al establecimiento de los sistemas impositivos de los ingleses en la India, o la creación de gobiernos títeres de diversas metrópolis en las sociedades subyugadas), sino también en cuanto la relación de conocimiento “goza” de las mismas características.
No es por casualidad ni tampoco por efectismo literario que Malinowski (1973: 26) podía expresarse del quehacer del etnógrafo en los términos ya bien conocidos:
El etnógrafo no solo tiene que tender las redes en el lugar adecuado y esperar a ver lo que cae. Debe ser un cazador activo, conducir la pieza a la trampa y perseguirla a sus más inaccesibles guaridas.
Pero también en lo que se refiere al beneficio que dicha apropiación produce no se andan los etnógrafos por las ramas. Oigamos al propio Malinowski (1973: 42):
Quizá la comprensión de la naturaleza humana, bajo una forma lejana y extraña, nos permita aclarar nuestra propia naturaleza. En este caso, y solamente en este, tendremos la legítima convicción de que ha valido la pena comprender a estos indígenas, a sus instituciones y sus costumbres, y que hemos sacado algún provecho del Kula (subrayados míos).
Y ya que de “anécdotas” se trata, es posible y justo dedicar un buen espacio a Lévi-Straus, así no sea sino por la importancia que se le concede entre nosotros. Recordémoslo en el barco que lo conduce a América, y esto ya en pleno siglo XX, acompañado de asesores militares que van al Paraguay y que, según él, “confundían un viaje transatlántico con una expedición colonial y el servicio de instructores de un ejército con la ocupación de un país conquistado” (1970: 25). Y él, que huye de Europa en busca del paraíso virgen, comienza a descubrir que aquello que quiere dejar atrás lo ha precedido y, aun más, que es en virtud de esta precedencia que él mismo puede llegar aquí y ser recibido en la forma como lo reciben.
Poco a poco descubre, para su decepción, que “los perfumes de los trópicos y la frescura de los seres son viciados por una fermentación de hedores sospechosos”, que “la aviación militar y comercial marchita el candor de las selvas americanas”, que las tribus, que él supone salvajes viviendo en forma primitiva, tienen contactos con misioneros desde hace años, que a ellas se llega por líneas regulares de botes de motor, que cocinan sus alimentos en latas oxidadas, hasta concluir, desolado, que “la evasión pretendida por el viaje solo puede conseguir ponernos frente a las formas más degradadas de nuestra existencia histórica” (Lévi-Straus 1970: 27).
Pero no por eso puede arrancar de sí el tomar a esas sociedades como objetos, cosa que frente a su propia sociedad considera imposible:
Arrastrados por el movimiento de la nuestra [sociedad], en cierto modo somos parte del proceso. No depende de nosotros el no querer lo que nuestra posición nos obliga a realizar; cuando se trata de sociedades diferentes, de las cuales somos solo espectadores, todo cambia: la objetividad, imposible en el primer caso, nos es amablemente concedida (Lévi-Straus 1970: 386).
Y luego, frente a la utilidad de sus conocimientos, plantea: “utilizar todas las sociedades, sin retener nada de ninguna, para desentrañar esos principios de la vida social que aplicaremos a la reforma de nuestras propias costumbres y no de las sociedades extrañas” (Lévi-Straus 1970: 394, resaltado mío).
Está muy claro que el conocimiento acerca de las sociedades que resultan dominadas y explotadas por el capitalismo es un conocimiento producido por la sociedad capitalista para la obtención de sus propios fines; la etnografía se apropia de las sociedades que estudia, claro está que en el plano del conocimiento, y esta apropiación es luego puesta al servicio del capitalismo, así sea solo en la forma aparentemente neutral de contribución al desarrollo de la ciencia. No podemos olvidar que una sociedad desarrolla la ciencia, su ciencia, no por simple afán de conocer, sino para utilizar tal conocimiento en el logro de sus fines.
Pero también está muy claro que sin la relación establecida por el capitalismo sobre aquellas sociedades que se estudian, su investigación no podría realizarse. De tal relación emana mucha de la información necesaria, y es en virtud de ella que el etnógrafo, embajador del capitalismo a su pesar (aunque no siempre), puede trasladarse a tales sociedades e instalarse entre ellas según su querer.
Y todo esto pese a que tales sociedades ni lo buscan ni lo quieren ni lo necesitan. Y pese a que el conocimiento que sobre ellas produce no está a su alcance ni tiene en cuenta sus necesidades y propósitos.
Pero que lo reciben porque es un blanco, otro más de aquellos que desde mucho tiempo atrás han impuesto su presencia: colonos, misioneros, funcionarios, terratenientes, comerciantes, porque llega presentado por ellos y porque de ellos recibe hasta la información necesaria para su llegada y vinculación con sus “objetos”.
Hay, sin embargo, una realidad que la etnografía oculta cuando discute sus presupuestos, cuando forma a sus practicantes, cuando les entrega las instrucciones “metodológicas” para establecer los vínculos con la comunidad objeto de su estudio y poder obtener en ella y frente a ella un determinado papel o estatus. Objetivamente, cada miembro de la sociedad dominante y explotadora es portador de relaciones de este tipo frente a los dominados y explotados. Y estos lo captan así. “Los pueblos colonizados verán en la antropología la expresión objetiva de una relación de fuerzas entre nuestra sociedad y las suyas”, nos dice Lévi-Straus. Y, agrego, la verán también en cada etnógrafo.
La etnografía se desenvuelve en un campo ideológico que impone a los etnógrafos la ilusión de que la relación que establecen con la sociedad estudiada es nueva por completo, creación suya y en virtud de sus capacidades, un producto de su acción subjetiva. Como si él, a diferencia de los demás miembros de su sociedad presentes entre los indígenas, no llevara sobre sus espaldas el peso de relaciones preestablecidas que lo determinan.
Y esta ilusión es base necesaria para fundar el carácter pretendidamente científico de sus relaciones; y entiendo aquí el término científico principalmente en uno de sus sentidos, el más recalcado por la etnografía, el de ser neutral frente a lo que acontece en las sociedades que estudia, y, por supuesto, aunque esto se enfatice menos, frente a lo que acontece entre ellas y la sociedad a la cual él pertenece.
Pero basta con hojear cualquier manual de etnografía o leer la introducción metodológica de toda monografía, clásica o no, o acercarse en puntillas a la puerta de un salón de clase universitario donde se “enseñan” etnografía o técnicas de investigación antropológica y pensar un poco sobre lo que allí se escribe o se dice, para que la ilusión se desvanezca.
Porque las neutrales técnicas, únicamente discutidas por su utilidad mayor o menor para producir conocimiento, no son otra cosa que un conjunto de instrucciones para convertirse en el perfecto objetalizador. He allí todas las recetas que cuidan hasta del menor detalle de cómo hay que comportarse en las sociedades indígenas y con ellas, pero no solo así, en forma tan neutral, sino cómo hay que comportarse para ser el perfecto sujeto frente a su objeto.
La ilusión envuelve al etnógrafo y lo hace creer el centro de la acción con los indígenas. Le hace pensar que: yo, sujeto, decido. Decido si me presento como etnógrafo o bajo otra máscara, si me establezco entre ellos por un mes o un año o más tiempo, si participo de sus actividades y en qué papel o si no lo hago o solo a veces, si les pregunto o únicamente los observo, si hago una muestra o me dedico a todos, si trabajo con informantes y quiénes sirven para ello, quiénes son dignos de interés y quiénes pueden ser ignorados, si vivo en una vivienda o las recorro, si me intereso por toda su vida o me dedico a un aspecto, si me “zambullo en la vida indígena” (como dice Malinowski) a ratos o todo el tiempo. Ellos, objetos, me reciben, me aceptan, me creen lo que les digo de mí y de mis propósitos, me contestan cuando pregunto y actúan cuando observo, aparecen si los necesito o pasan desapercibidos si me dedico a otras cosas, no cambian si no quiero que cambien, lo hacen si busco el cambio dirigido.
Y a medida que transcurre el tiempo, que mi investigación avanza, los hago míos, me los apropio, los transformo en conocimiento y, una vez en poder de tal conocimiento, me voy con él, para entregarlo a la sociedad a la que pertenezco. El contacto se rompe y ya nada tengo que ver con ellos.
Solo la ideología burguesa que ve al mundo como la simple acción de sujetos individuales que hacen únicamente su voluntad soberana, que ve las relaciones sociales como meras relaciones entre individuos, puede sustentar una visión de tal naturaleza, puede conseguir que la ilusión se mantenga.
O puede crear la ilusión contraria: la de creer que es posible introducirse en las sociedades estudiadas, ser como uno de sus miembros, integrarse a ellas y de esta manera producir su conocimiento. Es decir, la ilusión de que es posible abandonar el papel de sujeto e integrarse al objeto, abandonar lo que se es para convertirse en otra cosa, y ello como un artificio metodológico para procurarse el conocimiento. Y también esto basado en el axioma de que, pese a hacerse como un indígena, se puede producir conocimiento simplemente porque se es blanco, civilizado, científico. “La clave para interpretar la cultura no la pueden ofrecer los informadores nativos porque ellos la desconocen conscientemente. Es más adecuada la visión que ofrece el antropólogo” (Malinowski).
Pero todo esto oculta una realidad: desde la expansión del capitalismo, y esta continúa todavía en países como el nuestro y sobre las llamadas comunidades indígenas, verdaderas nacionalidades minoritarias dominadas y explotadas, no hay ya más, como lo constató Lévi-Straus, sociedades aisladas que constituyan totalidades autónomas y que, por tanto, puedan ser conocidas en sí mismas, como el etnógrafo pretende. En esto, la etnografía ha caído en su propia trampa, viciando así y de entrada sus posibilidades de producir conocimiento científico.
Pero, como ya he indicado, la conceptualización de esta relación no aparece en la etnografía más que al nivel de la falsa dialéctica sujeto-objeto, afuera-adentro. Aquí, la etnografía se concibe a sí misma erróneamente.
Recordemos otra vez a Lévi-Straus: “En nuestra sociedad somos parte del proceso, no depende de nosotros el no querer lo que el proceso nos obliga a realizar; en las sociedades diferentes todo cambia”. Cuando la realidad es que frente a ellas también “somos parte del proceso” y, por tanto, “no depende de nosotros el no querer lo que nuestra posición nos obliga a realizar”. Somos parte de la relación de dominación-explotación que nuestra sociedad mantiene con las sociedades indígenas. Y ellas no pueden ser científicamente comprendidas por fuera de esta relación, aunque queramos hacerlo así.
El verdadero objeto de conocimiento es la unidad expresada en la relación entre esas sociedades diferentes, pero ya desde hace mucho tiempo imposibles de desligar, de considerar como independientes las unas de las otras. Y mientras no se asuma tal realidad y con base en ella se replanteen los procesos de conocimiento, la cientificidad de los vigentes nos está negada. No se trata pues de integrarnos voluntariamente al objeto, se trata de aceptar que objetivamente somos parte de él.
Pero si estamos en lo cierto, si lo anterior es asumido, si con base en ello queremos replantear, ahora sí científicamente (es decir, acordes con la realidad tal como es y no como hasta ahora la ha pensado la etnografía), el método de conocimiento de ese objeto que es múltiple, complejo, debemos concluir, de igual manera, que no es otro el sujeto de dicho conocimiento. Que ambas sociedades son, como una totalidad, el sujeto que conoce, que se conoce a sí mismo.
Esto no es algo dado de por sí, algo que ocurra espontáneamente. No olvidemos que la relación a la que nos referimos no es de igualdad, que uno de sus aspectos se concibe a sí mismo, determinado por su posición en tal relación, como el único sujeto de conocimiento, conocimiento cuyo proceso implica, en tales condiciones, la subordinación del otro, su reducción a la calidad de objeto. Ni que hasta el momento la etnografía se fundamenta en un aspecto característico de la ideología y del conocimiento capitalistas, su atomización, su ausencia de visión de totalidad o, mejor, la atribución del carácter de totalidad a lo que son solo aspectos, partes de ella o, en el menos grave de los casos, la concepción de totalidad como la simple suma de las partes, obtenida a través de la comparación y la generalización formalistas.
Además, lo planteado no quiere significar que haya una absoluta coincidencia entre quien conoce y lo conocido. Es claro que ni las sociedades implicadas, en todos sus aspectos, ni la totalidad de los miembros de ellas participan activamente en el proceso de conocimiento. Solamente quienes participan en la producción del conocimiento acerca de la relación anotada con la finalidad de modificar esencialmente su carácter desigual, su carácter de explotación y dominación, pueden tener como expectativa la cientificidad de tal conocimiento. Y resulta obvio que son solamente ciertos sectores de las sociedades en relación quienes participan de él con tal criterio.
Aquéllos cuyo propósito es apropiarse de los dominados para el beneficio de su propia sociedad o, de un modo más disimulado, para el desarrollo de la ciencia de su sociedad, o consideran que el dominado puede ser conocido autónomamente, como totalidad, siendo ellos los sujetos de tal conocimiento, no se proponen el cambio de aquella relación, al contrario, la reproducen y consolidan, como hemos visto antes.
Parece claro que la producción de un conocimiento como el que propongo, orientado a modificar básicamente las relaciones de dominación-explotación a que están sometidas las minorías indígenas por parte de nuestra sociedad, solo puede hacerse dentro de tal relación, objetivamente existente por encima de nuestros mejores propósitos; pero que tales propósitos de cambio, al aplicarse, implican comenzar a modificar el carácter de la relación.
Conocidos son los esfuerzos realizados en tal dirección por la llamada investigación-acción, la investigación militante y la investigación-acción-participativa, cuyo principio guía es colocar el conocimiento al servicio de los intereses populares, principio que se desarrolló a partir del compromiso con la causa de tales sectores. Según ellas, tal compromiso es la garantía de que el acercamiento a los sectores dominados y explotados por la sociedad a la cual pertenece el investigador militante no va a reproducir el carácter de tales relaciones. Pero, por sobre todo, un principio aparece como fundamental y necesario: si el objetivo es transformar el tipo de relación existente, solo la práctica, la acción encaminada a esa transformación puede brindar ese conocimiento y ello implica romper con la neutralidad, la objetividad frente a tales relaciones y frente a los intereses de los sectores populares.
Pero la solución que dan a este problema es en mucho cuestionable. Si bien rechazan el saqueo del acervo cultural y del tesoro de la experiencia populares, realizado por los investigadores tradicionales, plantean su superación al nivel de “devolver a esos sectores o grupos los resultados de la investigación”, cosa que “afecta y condiciona toda la técnica del investigador militante”. Esto presupone que, de todas maneras, el conocimiento es producido fundamentalmente por el investigador, que en este nivel no hay una participación de los sectores populares, que como resultado de ese proceso el investigador se apropia de tales sectores y los transforma en conocimiento, que al final el conocimiento está en sus manos, viéndose entonces en el problema de devolverlo, de entregarlo a aquellos a quienes interesa primordialmente. En otras palabras, que todavía solo uno de los términos de la relación está en capacidad de conocer, en tanto que el otro continúa relegado a la posición pasiva de ser conocido, aunque luego este saber sobre sí mismo le sea transmitido, devuelto.
Planteo que esta orientación-solución se queda a medio camino y que, si al nivel teórico-político plantea el problema de la investigación tradicional, su solución no logra superar los marcos establecidos por ella, como los resultados de sus trabajos lo demuestran. Y que el problema no consiste en que se haya fracasado en encontrar los mecanismos adecuados para la devolución, el lenguaje de ella que permita a los sectores investigados apropiarse y hacer suyo el saber producido, “expropiar” al investigador sus técnicas y capacidades, sino que en el fondo han continuado siendo objetos de investigación, aunque se reivindique que son los sujetos de su hacer.
De un hacer que para las minorías indígenas implica no solo ni tanto el conocerse a sí mismas, sino el hacerlo como sujetos de la relación con la sociedad colombiana y, por tanto, producir también el conocimiento sobre ella.
Pero de la investigación militante, un marco debe perdurar. La consideración de que solo para y en la transformación, para y en la lucha de las sociedades indígenas por cambiar la relación mediante la cual son dominadas, explotadas y negadas, el conocimiento científico tiene posibilidad de ser tal.
La sociedad colombiana, sin embargo, no es una sociedad homogénea; es, al contrario, una sociedad dividida en clases sociales que se enfrentan. Y dentro de ella, las clases dominantes son las principales usufructuarias de la dominación y de la explotación que se ejercen sobre los indios; no son, pues, ellas las interesadas en romperlas. Son únicamente los sectores populares colombianos, los mismos que luchan contra tales clases dominantes y explotadoras, quienes pueden tener interés, a más de los indígenas, en la transformación de tales relaciones. Ellos son quienes aspiran a ser libres y “no puede ser libre un pueblo que oprime a otros pueblos”. Es en estos sectores y en consonancia con sus intereses donde es necesario buscar el establecimiento de una nueva relación que permita desarrollar conocimientos como los que aquí propongo.
Pero, ¿cómo hacerlo? ¿De qué tipo debe ser la relación establecida entre sectores populares de la sociedad colombiana y sectores de las sociedades indígenas para que no reproduzca relaciones desiguales, sino que contribuya a la vez a su transformación y conocimiento? ¿Cuáles son los métodos y técnicas que permitan la conformación, pues no está dado, del sujeto de este conocimiento? Y, ¿cuál debe ser su acción hacia ambas sociedades implicadas para que su conocimiento sirva efectivamente a los propósitos explicitados aquí? ¿Cómo se debe desarrollar la relación entre el sujeto que transforma y el que conoce?
Existen algunas respuestas teóricas que nos dicen que es el “partido del proletariado” el único sujeto de transformación y conocimiento científico, el único que logra superar la atomización del conocimiento burgués. Pero ésta no deja de ser una respuesta teórica. En la realidad todavía queda por resolver el problema de sus relaciones con el conjunto de la sociedad, como lo demuestra la actual situación colombiana. Además, ¿es el único camino?, ¿no hay otras formas de relación y conocimiento-transformación? Y, cuando se trata de indios que no son proletarios ni están, muchísimos de ellos, en el camino de serlo, ¿sigue siendo lo anterior totalmente válido? No lo pienso así.
El diálogo, pero el diálogo como contradicción, parece ser un camino. La confrontación del conocimiento de dos sociedades a través de una relación de diálogo que implique necesariamente acción, podría indicar una vía de avance en este camino. Diálogo que represente una forma de elaboración del conocimiento y su sistematización y afinación a través de la expresión-comunicación del mismo. No se trata, entonces, de ligarse, de insertarse con y en las sociedades indígenas, recoger sus experiencias y saberes, analizarlos luego para producir el conocimiento, devolverlo más tarde, transmitirlo por medio de instrumentos que hay que elaborar conjuntamente.
Al contrario, la elaboración misma de tales instrumentos, no necesariamente escritos, hace parte del proceso de conocer; si se hace necesario transmitir es porque a nivel individual no todos participan de tal producción ya que, como decía más arriba, no hay coincidencia absoluta del sujeto y el objeto del conocimiento y la transmisión busca cubrir este desfase, esta no correspondencia.
El compromiso no puede ser, entonces, con los intereses de otros, los indígenas, si se quiere que realmente él de origen a una nueva relación. Solamente cuando haya un interés común entre ellos y algunos sectores de la sociedad colombiana por construir esa nueva relación de igualdad entre los dos tipos de sociedades, cuando tal compromiso sea a la vez compromiso con nuestros propios intereses, tal relación podrá establecerse en forma nueva y dejará de ser una carga artificial que se echa sobre nuestras espaldas, transformándose en algo vivido, por lo tanto actuado, por lo tanto real y efectivo.
La suerte de las sociedades indígenas es inseparable del camino que sigue nuestra propia sociedad, como así lo ha sido hasta hoy. El marco de su desarrollo no es otro que el nuestro en virtud de la relación que nos liga, aunque sus vías y recorridos sean propios. Pienso que el análisis y discusión de algunas de nuestras experiencias permitirá recoger lo que de ellas pueda haber de avance efectivo por el camino a nivel teórico-general propuesto en estas líneas.
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