El tema de la objetividad que introduce el texto anterior era un aspecto importante que requería ser ampliado, sobre todo porque no había una concepción única sobre ella y, en consecuencia, tampoco de la posición que era necesario adoptar al respecto. Por otra parte, el trabajo creciente con los indígenas del Cauca, los guambianos especialmente, había ido mostrando la importancia de ciertas formas de subjetividad en los procesos de conocimiento y transformación de la realidad que les eran propios y que representaban aportes valiosos para el trabajo de solidaridad-etnografía.
Un breve artículo, escrito en Guambía para una revista de estudiantes de antropología, me sirvió de vehículo para plantear unas consideraciones primarias sobre la objetividad, las cuales continuaron desarrollándose a lo largo del trabajo que en ese lugar adelantaba.
OBJETIVIDAD EN ANTROPOLOGÍA: UNA TRAMPA MORTAL
[Publicado en Uroboros. Ciencias Sociales/Antropología, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, No. 1, abril-junio, 1987, p. 7-9]
La objetividad se nos presenta como un requisito absolutamente imprescindible para garantizar la cientificidad del trabajo del antropólogo, para acceder a las grandiosas cumbres de LA VERDAD. Ella sería la piedra de toque que revela al antropólogo de calidad. Pero poco acuerdo hay acerca de lo que ella significa. “Desprenderse de prejuicios y juicios de valor”, “arrancar de sí la subjetividad”, “ser fiel a los hechos”, “ser imparcial y no tomar partido”, “estar comprometido sólo con la antropología misma”, son apenas algunas de las fórmulas con las cuales se pretende caracterizarla. Algunos llegan hasta el extremo de recetar la “puesta en blanco de la mente”, “despojándose de los conceptos, que encierran todos una preconcepción del objeto de estudio”.
Quizá todo esto no sea otra cosa que expresión de un positivismo ya bastante trasnochado, pero sus implicaciones políticas hacen que se mantenga en vigencia y que se preconice su aplicabilidad actual. La docencia dentro de la academia sigue haciendo énfasis sobre la necesidad de la objetividad y ella sigue siendo el eje alrededor del cual giran muchos de los esfuerzos en el campo de la metodología y la investigación. Por ello, prestaremos atención a algunos de sus puntos de vista y a las consecuencias que de ellos se derivan, sin pretender agotar, por supuesto, la totalidad de sus sentidos.
Como afirma Jean Copans, la antropología ha hecho suyo como objeto de estudio el campo empírico del colonialismo, de los pueblos, etnias o nacionalidades subyugados y explotados. Es decir que mientras la expansión capitalista por el mundo despojaba a infinidad de sociedades de su carácter de sujetos de su propia historia, de su autonomía y posibilidad de vivir de un modo propio, haciéndolos receptores pasivos de una historia ajena y decidida en las metrópolis, objetos de la historia universal capitalista, la antropología hacía lo propio en el campo del conocimiento.
De entrada, se declaró inválido el conocimiento que estas sociedades tenían de sí mismas y de su entorno, se postuló su incapacidad de producir un conocimiento valedero de sus formas de vida, de las leyes que las rigen, y se llegó hasta negar el derecho a su existencia como sociedades y culturas diferentes. Se afirmaba: solo la antropología puede producir un conocimiento adecuado de ellas; sólo el discurso de Occidente puede ser científico. Oigamos a Malinowski: “La clave para interpretar la cultura no la pueden ofrecer los informadores nativos porque ellos la desconocen conscientemente. Es más adecuada la visión que ofrece el antropólogo”. En ese sentido, objetividad es reducir a las sociedades estudiadas por la antropología a la calidad de meros objetos de conocimiento, despojándolas de su propia subjetividad, negando su capacidad de autoconocimiento, irguiendo frente a ellas al sujeto que conoce: el antropólogo.
Así, la antropología se hace un eslabón más en la cadena de mecanismos a través de los cuales se ejerce la dominación sobre tales sociedades. Por eso ellas la perciben como a un enemigo. “Los pueblos colonizados verán en la antropología la expresión objetiva de una relación de fuerzas entre nuestra sociedad y las suyas”, captó Lévi-Straus.
Pero también la segunda parte de la ecuación, aquella del antropólogo como sujeto de la investigación, es una ilusión, una falacia y un mecanismo de dominación, esta vez dentro de nuestra propia sociedad. Porque cuando se prescribe que la objetividad es despojarse de la propia subjetividad del investigador, del antropólogo, se le está queriendo aplicar una dosis de la misma medicina que se aplica a los pueblos estudiados por él: reducirlo a la cualidad de un mero objeto de su disciplina, la única con la cual puede comprometerse. Se trata de objetivar también al investigador, hacerlo instrumento ciego de las fuerzas e intereses que dominan a la sociedad misma y, con ella, a la ciencia que allí se desarrolla.
Despojado de su subjetividad o, mejor, viendo cómo ella le es negada, cómo se le exige dejar de ser un sujeto activo, pensante, con intereses propios, y actuar solo en pro de la ciencia, el investigador va siendo reducido a instrumento del verdadero sujeto del conocimiento, de la antropología y, a través de ella, de la sociedad de clases que domina y explota, en el caso colombiano, a los pueblos indios, entre otros sectores sociales. Como ellos, el antropólogo cae en la condición de objeto y, como tal, de dominado, de instrumentalizado. Todo ello con la creencia, falsa, de que puede ser neutral, de que no está implicado en las relaciones de dominación y explotación de la sociedad colombiana sobre los indios.
Reduciendo a los pueblos indios y las clases dominadas, así como a los investigadores sociales, al papel de objetos, los capitalistas y explotadores aseguran su hegemonía como los sujetos de la sociedad de clases.
Pero, incluso, como ya lo vio Lévi-Straus, se trata de una relación de fuerzas. Esa visión de la objetividad es el proyecto de las clases dominantes y solo pueden imponerlo en la medida en que la correlación de fuerzas lo permita. No es algo que se de mecánicamente y sin impugnación. Los pueblos indios, las clases dominadas, algunos antropólogos y científicos sociales luchan contra ese proyecto, tratan de romper esa dominación, de hacerse sujetos de la historia y del conocimiento, de tomar en sus manos su destino.
La renuncia a su subjetividad por parte del investigador no es posible en términos absolutos, engendrando permanentes contradicciones dentro del sistema de ejercicio de la ciencia, de la antropología. Cada día, más investigadores descubren que renunciar a su subjetividad, tratar de hacerlo, es renunciar a su creatividad, a su posibilidad de aportar positivamente al conocimiento, a derivar de él elementos para su realización personal, a hacer de él algo más que una profesión de la cual devengan sus medios de vida.
Porque éste es otro sentido de la objetividad que el sistema científico exige al antropólogo: la separación entre profesión y sociedad, entre profesión y personalidad. No se quiere que haya una reflexión acerca de cómo las actividades del antropólogo, sus temáticas y metodologías de investigación, sus formas de relación con los indios afectan a estos, a las relaciones que con ellos mantiene nuestra sociedad. ¿Los favorecen?, ¿van en su contra?, ¿refuerzan su dependencia, su explotación, su negación?, ¿sirven para debilitarlos? Pensar en todo esto afecta la objetividad profesional. Se supone que el ejercicio de la profesión debe ser pulcro, limpio, neutral, al margen de las implicaciones de la política, que lo mancharían, lo contaminarían. Se quiere que el investigador ignore los resultados de su trabajo y que, al ignorarlos, continúe sirviendo a los intereses de las clases dominantes que se benefician con ellos. Se quiere hacer creer que el ejercicio profesional está al margen de las relaciones sociales y que no las afecta.
Toda la academia está marcada por la separación entre profesión y personalidad. Se estudia antropología para tener un título profesional que autorice y capacite para ejercer las actividades profesionales de un antropólogo y, mediante ellas, ganarse la vida. Pero no para ser un antropólogo. Esto se evita cuidadosamente. Los estudiantes deben aprender las ideas que se mueven en su campo, pero no hacerlas suyas, no deben hacer de la antropología una concepción del mundo, una actitud hacia la vida, no debe ser algo que forme parte de la propia personalidad. Todo el tiempo se trata de ideas prestadas, ajenas, extrañas, que discurren por un cauce diferente al de la propia vida. Por ello es posible tener un título de antropólogo y ejercer la profesión y, al mismo tiempo, ser racista, insultar a alguien llamándolo indio, considerar a estos como inferiores que deben desarrollarse para desaparecer.
Una actitud diferente, una concepción de la antropología como forma de una vida abierta al otro, a lo diferente, se rechaza, se la califica de huida o de escapismo; y si lleva al compromiso con el indígena, con el explotado, se la rechaza también, calificándola despectivamente de misión.
Se presenta la objetividad como fidelidad a la verdad de los hechos. Pero, ¿a cuál verdad? ¿Acaso hay en la sociedad una sola verdad? Ya oímos a Malinowski: fidelidad a nuestra verdad, a la de Occidente, a la de las sociedades que dominan sobre los indios, a la de las clases que dominan sobre el resto de la sociedad. La antropología, contraviniendo sus propios principios, siempre ha declarado su propia verdad como la única, como LA VERDAD. Aceptar la verdad del otro, del diferente, del indio, quizá dejaría a la antropología sin objeto, al antropólogo sin oficio o, mejor, desnudaría el verdadero carácter de la verdad con la cual trabaja y en aras de la cual se afana: el discurso de los explotadores de Occidente sobre los pueblos subyugados, discurso que juega un efectivo papel en el mantenimiento de esa subyugación; imposición de la verdad de los capitalistas frente y sobre la verdad de los explotados, que es subversiva.
Se proclama una verdad por encima de las clases, por encima de la dominación y explotación étnicas, por encima de las leyes de la historia. Y solo porque estas leyes revelan el carácter fatalmente caduco de los sistemas de explotación y dominación, porque estas leyes no favorecen a sus detentadores. Cuando la historia corre a favor de los hoy dominados y explotados, se prescribe la objetividad como apoliticidad y como no compromiso.
La objetividad se predica también como no intervención. El antropólogo debe actuar de manera que su trabajo introduzca los mínimos cambios posibles dentro de las sociedades o sectores sociales que estudia. El ideal es la modificación cero. No es ésta la tarea del antropólogo, excepto cuando del cambio dirigido (por el sistema, por supuesto) se trata; si interviene dentro de los fenómenos que estudia se vicia la objetividad de la investigación, “no podría saber cuánto de lo conocido pertenece realmente al objeto de su investigación y cuánto al resultado de su participación”. La intervención se queda para los políticos, es algo impropio de los científicos. Pero la neutralidad, la no participación en relaciones de dominación étnica y de clase es favorecer a los usufructuarios de la situación actual, intervenir en su favor. La única no neutralidad que se rechaza es aquella en favor de los indios, de los dominados, aquella que pudiera pesar en el balance de la relación de fuerzas y contribuir a inclinarla en favor de estos y no de las clases dominantes.
Al contrario, la verdad muestra que los intereses del capitalismo y de los capitalistas pertenecen objetivamente al pasado, así tengan fuerza aún en algunos sistemas como el nuestro, que no pertenecen al futuro. El futuro es el de los pueblos. Ir en esa dirección es marchar con las leyes objetivas del desarrollo de la humanidad; luchar contra la explotación y la dominación, eso es la objetividad.
Objetividad se expresa también como no compromiso con el investigado; es distanciamiento entre este y el investigador. Es la negación de que el investigado puede elevarse a la categoría de sujeto de conocimiento a través de una investigación que sea una acción conjunta entre él y el antropólogo, nacida de un compromiso entre ambos, no al margen del sistema sino contra él. El compromiso es rechazado cuando se plantea en estos términos, solo se acepta cuando es con el empleador, con el dominante, con el patrón.
Pero también se plantea la objetividad como la no creación de lazos profundos, afectivos, personales con los pueblos indígenas, con los dominados. Es una negación como vacuna contra lo que ellos representan como formas de vida, como proyecciones de futuro, como alternativas sociales frente a lo que somos en el capitalismo, en nuestra sociedad. Esta objetividad no es nada distinto que una barrera, un muro, una discriminación contra el otro, es el rechazo a la pluralidad y a la posibilidad, incluso, de cambiar de bando.
En este sentido, la subjetividad podría lanzarnos en “brazos del enemigo”. Y este solo debe ser estudiado, no aceptado, mucho menos querido.
La objetividad garantiza contra que en la subjetividad podamos encontrar, quizá, una salida a lo que rechazamos en nuestra sociedad, pero que ella nos impone en forma férrea, monolítica. Se prescribe que solo se puede vivir a la manera de nuestra sociedad, que solo resulta válida su forma de vida pues solo ella asegura el bienestar de los explotadores. Por eso, la objetividad es también prohibición de vivir las vidas que investigamos. Así, el capitalismo ha hecho de nuestra vida una cárcel y a través suyo nos mantiene cautivos, toda ella es un gigantesco mecanismo de dominación y de explotación. Nuestra vida no nos pertenece. No podemos ir de ella hacia otras formas de vida, de pensar, de conocer. No se debe ser subjetivo. La subjetividad es peligrosa.
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