Entre las novedades que se dieron en el campo metodológico de la etnografía se encuentra el replanteamiento de lo que significa el escribir, como parte medular de esta disciplina. Sobre esta problemática se habían originado y continúan llevándose a cabo enconados debates, que hacen parte de los planteamientos de nuevas corrientes de pensamiento, en especial las denominadas posmodernas norteamericanas.
El conjunto del proceso investigativo que se adelantó en Guambía permitió llevar esta problemática más allá y postular que es en la vida misma de las comunidades, en el trabajo de campo, y en relación con ellas y con sus luchas que es posible alcanzar modificaciones significativas en esta clase de actividad. De otra manera, los distintos cambios que se persiguen en el escribir de la etnografía no pueden trascender lo meramente formal, dejando intacta su esencia, tal como esta se ha dado y desarrollado a lo largo de su historia.
Con estos criterios, el trabajo en terreno deja de ser solo un momento de la investigación, el de recolectar la información, para constituirse en el componente medular de su metodología, a la vez que nutre y sienta las bases para la escritura, dando a esta también un papel en la producción del conocimiento y no únicamente en la comunicación de los resultados. Por supuesto, para que esto sea así se hace necesario que el proceso de escribir se realice conjuntamente con los indígenas, así como se ha hecho durante la investigación con esta nueva metodología.
VIVIR Y ESCRIBIR EN ANTROPOLOGÍA
[Publicado en Boletín de Antropología. Departamento de Antropología, Universidad de Antioquia, Vol. 13, No. 30, Medellín, 1999, p. 43-51]
En los últimos años, diversas corrientes en antropología, en especial los posmodernistas norteamericanos, han venido replanteando el trabajo de la escritura antropológica, la etnográfica principalmente, no solo en el sentido de hacer los textos más accesibles a un lector no especializado, más agradables de leer, más capaces para plasmar la vivacidad de la experiencia de campo —lo cual no es por cierto nada nuevo—, sino, sobre todo, al parecer, más exitosos en convencer, más abiertos a la voz de sus protagonistas, silenciosos antes, más inclinados a reconocer otras autoridades paralelas a la del etnógrafo, como se sustenta en sus inicios en varios de los textos publicados por Reynoso (1992) y también en el libro de James Clifford (1995), entre muchos otros.
Pero casi todo este esfuerzo se concentra en la escritura misma, como si ella fuera un momento aparte, el final, en el proceso del conocimiento etnográfico, aislado y factible de ser replanteado y recompuesto en sí mismo, pues se considera que hay dos grandes momentos: por un lado, el trabajo de campo, el período establecido para la investigación, que implica necesariamente el contacto con el objeto y la recolección de la información; por el otro, el proceso de escritura, que se realiza en la sede del investigador, en su universidad, en su oficina; aunque ambos se piensan como intermediados por una etapa de manejo o de análisis de dicha información, de los datos —como algunos los denominan—. Clifford Geertz(1989a) se ha referido a esta situación marcando con claridad lo que ocurre: “estar allá y escribir aquí”, investigar allá y escribir aquí. En la concepción de la mayor parte de estos autores, pareciera que una y otra etapa no tuvieran mayor correlación que la de una secuencia necesaria: primero hay que ir a terreno para obtener los datos necesarios para el proceso de elaboración, construcción lo llaman algunos, del conocimiento; luego hay que regresar para analizar e interpretar el conjunto de materiales provenientes del campo y, finalmente, dar a conocer los resultados a través de un texto escrito.
Los diversos caminos de replanteamiento: antropología dialógica o polifónica, autoridad descentrada, dispersa o compartida, estallido de los géneros literarios, etc., se mueven en forma abrumadoramente exclusiva en este campo; para ellos, la práctica etnográfica queda reducida en lo esencial a la tarea de escribir; incluso, algunos llevan la sobrevaloración del texto hasta plantear que se trata de leer las culturas como si fueran uno de ellos. Además, de todas sus discusiones y consideraciones se desprende con total claridad que piensan que es posible conseguir una transformación radical en la escritura etnográfica sin que haya mayor necesidad de preocuparse por lo que sucede en el terreno con las relaciones entre el investigador y aquellas personas y grupos sociales sobre los cuales realiza su trabajo.
En mi criterio, se trata de una posición que se mueve por completo en el campo del formalismo, que no escapa de los estrechos límites del mero discurso y que no puede, por lo tanto, transformar esencialmente el carácter de la etnografía que se ha venido realizando ni resolver realmente el problema de la autoridad en sus procesos de conocimiento; y ello pese a todas sus declaraciones plenas de buenos propósitos y “arrepentimientos”. En la medida en que el descentramiento de la autoridad que se propone tiene lugar sólo en el texto y no en la realidad, únicamente aquí y no allá donde viven aquellos a quienes atañen tales saberes, por graciosa concesión del autor y no por un cambio real en las relaciones sociales, las cosas no se modifican en el fondo, realmente.
Como algunos lo han hecho notar ya, se trata verdaderamente de un diálogo de los autores consigo mismos, llevado a cabo a través de sus objetos de estudio, quienes quedan reducidos de este modo al papel de marionetas, de muñecos de ventrílocuo, de simples intermediarios. Esto explica por qué mientras los posmodernistas abundan en propósitos y en declaraciones de principios, su concretización real en trabajos que se conformen de acuerdo con tales manifestaciones es mínima. Todo se queda en declarar disuelta o, mejor, superada, la relación sujeto-objeto en la escritura, mientras se la mantiene y se la refuerza en la realidad del trabajo de terreno.
DESCOLONIZACIÓN Y ETNOGRAFÍA
Pese a que esta moda nos llega —o nos la traen—, como tantas cosas, desde los Estados Unidos y con la pretensión de iluminarnos, de trazarnos una vía nueva para el desarrollo de la etnografía en Colombia, el problema de fondo que los posmodernistas escamotean, y del cual la escritura es solo un fenómeno derivado y secundario, ya se había planteado entre nosotros desde comienzos de la década de los setenta, a partir de una pregunta fundamental: ¿antropología para quién? o, dicho de otra manera: ¿a quién debe servir la antropología?, interrogante cuyo origen y raíz hay que buscar, no en la reflexión teórica de los antropólogos sobre el estado de su disciplina y las limitaciones de la misma —base sobre la cual se ha desarrollado el cuestionamiento posmoderno—, sino, sobre todo, en el surgimiento, avance y fortalecimiento de la organización y la lucha indígenas, las cuales hicieron irrupción hace casi ya treinta años, con fuerza y sin pedir permiso a nadie, en la problemática del país y, por consiguiente y con mayor razón por tratarse de indios, en la etnografía.
Este fenómeno tiene una contraparte a nivel mundial en los procesos de descolonización que cambiaron la geografía (quizá habría que decir cartografía, para ponerse a la moda) del universo etnográfico. Así lo entendió Jean Duvignaud (1977: 238-242) al estudiar la ruptura ocurrida en la tradición investigativa de la etnografía a raíz del surgimiento de las guerras campesinas revolucionarias en Asia, África y América Latina, según él a partir de 1945, fenómeno que “cierra a la antropología las puertas del pasado” y nos pone frente a un hecho incontrovertible: “el objeto mismo de la antropología desapareció”; de ahí que “en el terreno, solo en el terreno se desarrolla el debate, no entre el observador y el objeto de su observación sino entre las formas de cultura y el dinamismo generador de innovación”.
No puedo dejar de pensar que ello está muy en la base del fenómeno posmodernista, en cuyo caso el texto escrito no resulta ser otra cosa que el refugio donde vienen a instalarse aquellos que se sienten incómodos, por decir lo menos, entre aquellas sociedades que se han levantado sobre sus propios pies y han echado a andar por sí mismas. O la coartada de quienes pretenden aparentar que todo ha cambiado para que nada cambie, como alguna vez el Gatopardo afirmó que era preciso hacer.
Ya Lévi-Straus (1970) había entrevisto que esa era la situación, cosa que lo condujo a afirmar que: “Los pueblos colonizados verán en la antropología la expresión objetiva de una relación de fuerzas entre nuestra sociedad y las suyas”. Y hoy, la balanza en la confrontación se inclina del lado de aquellos pueblos que ayer estuvieron por completo subordinados y antropologizados y que hoy recorren los caminos de la autonomía. De ahí que el ejercicio de la etnografía en el marco de las nuevas relaciones entre las distintas fuerzas no pudiera seguir dándose como hasta entonces.
La conversión de los objetos de estudio en sujetos, en actores sociales, mediante su propia acción, subvirtió por completo la relación sujeto-objeto en la etnografía y obligó a sus practicantes a tomar partido y a afrontar sus implicaciones en el modo mismo del hacer de la disciplina. Los indios dejaron de ser sumisos objetos al vaivén del querer del etnógrafo y su sociedad, seres que debían plegarse siempre ante sus intenciones y postulados, para confrontarlo, para expresar y sostener su verdad frente a la de este, para plantear sus necesidades y propósitos frente a los de la “ciencia del hombre”, para gritar su vida concreta y sus luchas frente a las vagas generalidades y las asépticas descripciones del etnógrafo.
A quienes en ese entonces asumimos que la antropología debía servir a los indios y no seguir haciéndolo a sus enemigos, se nos presentó la necesidad de que nuestro trabajo aportara a la organización de aquéllos y a las luchas que venían librando, solo para descubrir que los productos que derivaban de nuestra forma clásica de investigación no eran eficaces para tales propósitos y, por supuesto, que las tradicionales monografías a las que estábamos acostumbrados y que constituían el meollo de nuestro quehacer no podían cumplir con esos objetivos. Pero nuestra decisión nos permitió ir creando en la lucha una forma diferente de relacionarnos con los indios; más que etnógrafos, muchos nos hicimos solidarios o, mejor aún, solidarios-etnógrafos. Y esas relaciones de solidaridad dieron la base para crear nuevas maneras de trabajo, de investigación, pues era necesario conocer para que los esfuerzos de nuestra solidaridad fueran eficaces.
REPLANTEAMIENTO DE LA RELACIÓN CON LOS INDIOS
Esas circunstancias nos llevaron a replantear nuestro quehacer como etnógrafos, no en la escritura sino en el terreno, en el trabajo de campo, en la relación con aquellos con quienes y sobre quienes queríamos conocer. Y como resultado y durante bastante tiempo, el problema de escribir sobre los indios perdió relevancia, sobre todo si de publicar se trataba, aunque muchas veces nuestras manos se convirtieron en el instrumento para que su voz y sus ideas se escucharan, se difundieran.
Caminando en la compañía india aprendimos que conocer es recorrer, que para conocer hay que andar mucho, que su trasegar ha dejado impreso en su territorio el conocimiento, la manera de ser, la historia de sus sociedades, de sus relaciones con el medio, y que, por lo tanto, recuperar el territorio era la vía para recuperarlo todo, para volver a ser ellos mismos, para buscar una autonomía, y que caminar era el método para recoger todo eso, para captarlo en nosotros, y no únicamente en nuestra mente, sino, también y principalmente, en nuestro cuerpo y en nuestras vidas. Pues, como lo manifiestan Bonilla y Findji (1986: 14), otros de aquellos que vivieron la experiencia, es: indispensable sumergirse en las sociedades a que hacemos referencia [...] para poder sentirlo, seguirlo, entenderlo [al saber interno de las comunidades], en lugar de sólo ‘pensarlo’, ya que ese conocimiento nace, se reproduce y se conserva a través de los sentidos (agregado mío).
Con los indios aprendimos de las reuniones de discusión en las que los saberes de cada uno se confrontan y se socializan con los de los demás, alcanzando un nuevo nivel más elevado y, lo que es más importante, convirtiéndose en resoluciones y motivaciones de acción, de lucha, sin que nadie tenga que devolver ningún conocimiento a ningún otro, problema clásico que nunca lograron resolver por completo la investigación-acción-participativa y la investigación-militante.
Junto con ellos y con grandes dificultades aprendimos que sus sociedades piensan también con cosas, con objetos; que los resultados de sus procesos de abstracción y conocimiento revisten formas concretas porque entre ellos el saber es un saber-hacer y el conocer lo es para vivir, que un caracol o un sombrero, por ejemplo, pueden ser conceptos (véase al respecto Dagua, Aranda y Vasco 1998: 59-69). Y que para aprehenderlos hay que recogerlos en los caminos de la vida, de la cotidianeidad vivida y compartida. Como lo plantean Bonilla y Findji (1986: 17):
La materialidad que impregna los relatos orales de los hechos y las cosas —en que se refleja un alto grado de observación y análisis de los indígenas— no implica una ausencia de conceptualización, sino una forma distinta de hacer teoría a partir de la realidad.
Así aprendimos conjuntamente que para conocer hay que acompañar entre todos, que todos tienen derecho a investigar y a aportar, pues el conocimiento es “un redondeo que se da entre todos”, aunque no todos seamos iguales. Y que quien realmente detenta y ejerce la autoridad es el cuerpo de la sociedad con la que se trabaja.
ESCRIBIR BROTA DE LA NECESIDAD DE LA LUCHA
Un día, bien avanzado el camino, nuevas circunstancias trajeron la necesidad de escribir para cumplir algunos de los propósitos del trabajo. Es claro que todo lo conseguido anteriormente dio nuevas bases a este problema y que lo que se había alcanzado en las relaciones para la lucha y la investigación marcó el derrotero para la escritura.
Cuando aceptamos que allí, en terreno, entre las comunidades, sus autoridades eran las autoridades; que en la investigación nuestras ideas y propuestas eran solamente unas entre otras y que debíamos confrontarlas y sostenerlas en discusión con aquellas de los indios; cuando tuvimos que aceptar que ellos sí tenían cosas para decir y proponer por esos caminos del conocer, mientras habíamos creído que ese campo era un patrimonio exclusivo de los antropólogos y demás “científicos” y, además, que en innumerables ocasiones ellos tenían razón frente a nosotros; al otorgar veracidad a las interpretaciones y explicaciones de la gente, y no solo a las del etnógrafo, a contrapelo de toda la tradición antropológica; al tomar como punto de partida que la historia oral, que los “mitos” son verdad, y no las interpretaciones y discursos de los etnógrafos sobre ellos; cuando todo eso ocurrió, quedaron socavadas las bases de la autoridad absoluta del etnógrafo y de su pretendida objetividad.
En el momento en que los criterios para decidir los objetivos de la investigación y la conveniencia o no de averiguar sobre algunos temas específicos, de trabajar con determinadas personas, de crear ciertas metodologías y técnicas nuevas por completo o desarrollar algunas de las tradicionales, de utilizar algún tipo de materiales, informaciones o fuentes, de vivir en ciertos lugares y moverse por otros, de dar a conocer algunos resultados particulares del trabajo y las formas de hacerlo, tuvieron que resultar de amplias discusiones, —que a veces se nos hacían eternas—, con muy distintos sectores de la comunidad, bajo la guía de una cabeza, las autoridades propias indígenas, la autoridad del etnógrafo en el campo se hizo compartida y en ocasiones —sí señor— hasta subordinada.
Doumer Mamián (1990: 19-20) ha descrito así las cosas que se hicieron y el enfoque para lograrlas:
De otra parte, ideológicamente como solidarios, no podemos dejar de insistir en el criterio investigativo, no académico, que sustenta este trabajo y que consiste en intelegir la vida de los pueblos y comunidades ignoradas u oprimidas, participando, no tanto de su vida general cuanto de su lucha, es decir, militando y arriesgando con ellos expectativas, desgracias y peligros. Investigando los problemas, las dificultades, las experiencias y las alternativas; no investigando-inquiriendo a las comunidades como objetos, concepción y actitud propia de ciertos cientistas sociales, académicos de profesión, productores de abstracciones deslumbrantes para sus iguales o simple y llanamente peones de la integración y la dominación. Este criterio de investigación militante, no solo participativo, junto al reconocimiento de que las comunidades de estos Andes tienen sus propios saberes, paradigmas, categorías, procesos y fuentes vivas (no de archivo ni de museo) para intelegir, así como la necesidad política de cambiar las relaciones de dominación por el reconocimiento mutuo y el diálogo, implica la necesaria acción intelectual, coordinada y conjunta entre los militantes externos, los dirigentes, los abuelos, (recipiente, crisol y fuente de experiencias) y toda la comunidad. Implica, también, la superación del tratamiento de los otros como incapaces de intelegir o meros informantes de datos; datos que como las materias primas para las industrias, solo pueden ser trasformados y elaborados en finos artículos suntuarios o de consumo por máquinas, cerebros, categorías y métodos propios de los científicos e institutos de investigación.
Por eso, cuando las autoridades indígenas comenzaron a solicitar determinados materiales escritos para buscar el logro de fines específicos, definidos de acuerdo con las necesidades de las luchas y orientados hacia ciertos lectores, la mayoría de las veces integrantes de las propias comunidades, pero otras aun enemigos suyos; escritos que, en consecuencia, debían desempeñar un papel en las confrontaciones en curso, se encontraban bien sentados los cimientos para cuestionar de manera amplia la construcción misma del texto, sobre la base de que el “para qué” y el “para quién” se escribe determinan el “quiénes” y el “cómo” lo hacen.
Una de las cosas esenciales que se modificó en forma radical, aunque en algunos casos solo se alcanzó parcialmente, y no podía ser de otra manera pues era apenas un comienzo, fue el escribir aquí luego de haber investigado allá. Los temas fundamentales de los textos y los contenidos básicos de los mismos surgieron de reuniones de discusión con diferentes sectores de las comunidades, en las cuales se confrontaron distintas propuestas hasta llegar a tener una opinión común en muchos casos, o hasta acordar la manera de articular las diferencias que no lograron resolverse. Algo semejante sucedió con la estructuración de los aspectos anteriores en una unidad textual, que si algunas veces lograba hacer coros de todas las voces, otras debía alternarlos con la intervención de solistas y hasta con la participación de duetos, tríos y otras formas de acompañamiento.
Las concepciones indígenas sobre el espacio y el tiempo y sus formas de relación, sobre la articulación de las generaciones en la conformación del río, camino o tejido de la existencia misma de la sociedad y de su transcurrir, sobre las varias temporalidades, sus diferencias e hilaciones, sobre los seres que conforman la naturaleza, sus manifestaciones y acciones, sobre lo que es el ciclo de la vida social y los parámetros que lo determinan, aunadas con las formas de su organización socio-parental y sus modos de autoridad, con su manera de producir y reproducir su vida, con el carácter y papel del sueño y de sus sabios propios y con multitud de aspectos más, entre ellos y con un peso no menos relevante, las características de sus modos de pensar y de hablar, y, por supuesto, las correspondientes del etnógrafo, todo ello confluyó en la elaboración del discurso escrito en formas diferentes en lo esencial de aquellas que han sido usuales en la antropología.
Fueron procesos amplios y a veces dilatados que no siguieron nunca caminos lineales ni trillados; como dice Juan Manuel Serrat (1985) al citar a Antonio Machado: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Fueron necesarios muchos ires y venires, bastantes avances y retrocesos, muchísimos intentos sometidos a grandes discusiones que los modificaron o, a veces, pues ocurrió también, los eliminaron. En esta tarea de escribir en acompañamiento, cada quien intervino de acuerdo con su capacidad, habilidad, concepción, conocimiento y ubicación, de acuerdo con el principio indígena de que “todos tenemos derecho, pero no todo es igual”.
Aquí fue preciso y fundamental resolver el paso de la voz a la escritura, en la medida en que se trabajaba con sociedades orales que se veían obligadas a apelar a la escritura en el curso de su lucha y como un instrumento más para ella. Los mapas parlantes (para una explicación amplia acerca de los mapas parlantes véase el texto de Bonilla y Findji 1986 y el de Vasco 2013), alrededor de los cuales convergieron las voces autorizadas de los mayores y de las historias propias con las disciplinas de la antropología (arqueología, etnografía, etnohistoria), constituyeron un instrumento metodológico clave en el camino hacia la solución a este problema.
A la hora de redactar, sobre todo al principio, fue la mano del solidario-etnógrafo la que sostuvo el lápiz o digitó la tecla, pero la mente que la condujo no fue solo la suya, sino que estuvo guiada por los resultados del trabajo conjunto, aunque en algunos lugares y momentos del escrito su voz pudo o debió intervenir como solista. Acompañar escuchando con tensa atención prolongadas discusiones, conversaciones o discursos en las lenguas indígenas y en castellano, oír una y otra vez durante muchas horas las grabaciones en ambas lenguas hechas con los mayores y otros integrantes de esas sociedades, anotar en los diarios de campo con frecuencia y en forma minuciosa y literal los planteamientos realizados por ellos en ciertas oportunidades, prestar atención para oír, recoger y emplear en el hablar cotidiano ciertos giros idiomáticos distintivos, y, sobre todo y principalmente, redactar escuchando la voz de los indígenas hablándonos desde dentro de nuestra propia cabeza y analizando y discutiendo con la nuestra, fueron algunas de las condiciones de trabajo, y a la vez exigencias, que permitieron construir textos escritos duales, a la vez voz y escritura, a la vez indios y castellanos, donde las distintas autoridades ocuparon su lugar y desempeñaron su papel de acuerdo con los requerimientos de la situación.
Nada de lo anterior quiere decir que el problema está resuelto. Al fin y al cabo, las luchas indígenas no lograron romper del todo las relaciones de subordinación de sus sociedades a la nuestra, aunque las modificaron en alto grado, lo cual se sigue reflejando en el quehacer de la etnografía, en los procesos de recuperación de la autoridad etnográfica, aunque ahora se haga tras la cobertura de los discursos sobre la investigación-acción, la participación, el diálogo intercultural y otros señuelos. Y la subsistencia de estas relaciones de fuerza continúa fundamentando la persistencia de las relaciones sujeto-objeto en la investigación.
Pero sí se marcaron vías que indican que el cambio es posible, y se construyeron escritos que quedan para mostrar que el camino para transformar el texto etnográfico pasa por el cambio indispensable de las relaciones de poder en el trabajo de campo y, por supuesto, en una escala más vasta, al nivel de la sociedad en su conjunto.
Poco a poco fueron constituyéndose en fundamento para la creación y crecimiento de una nueva metodología de investigación que he llamado, con posterioridad, “recoger los conceptos en la vida”.
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