EN BUSCA DE UNA VÍA METODOLÓGICA PROPIA > REPLANTEAMIENTO DEL TRABAJO DE CAMPO Y LA ESCRITURA ETNOGRÁFICOS
[Escrito especialmente para este libro]
Durante los años 70 del siglo XX comenzó a desarrollarse en Colombia un amplio cuestionamiento acerca de la antropología, en especial de la etnografía, y del para qué de la misma; una de las bases de esta discusión fue establecida en lo esencial, aunque no en forma exclusiva, por parte de un grupo de antropólogos, del cual yo hacía parte, corriente que alguien ha llamado impropiamente antropología del debate (Arocha 1984: 90, 97-99); y digo que no es apropiada esa denominación porque un verdadero debate nunca hubo y quienes no estaban de acuerdo con los cuestionamientos que hicimos prefirieron, en su enorme mayoría, pasar en silencio.
Otros académicos hacían especial énfasis en un aspecto que considerábamos importante, pero que no veíamos como fundamental: la necesidad de alcanzar una difusión más amplia de los resultados que se obtenían con la investigación y de que la gente del común entendiera lo que se escribía, pues el lenguaje que se empleaba entonces era demasiado especializado, hasta hacerse de comprensión exclusiva por los “iniciados”, y pesado, plano y carente de vida hasta el cansancio.
Este debate también se desarrollaba en otros lugares, principalmente en Norteamérica, pero entre lo que ocurría en Colombia y las corrientes del norte se presentaban grandes diferencias. Mientras en Estados Unidos el eje central del replanteamiento estaba centrado en la escritura como forma de comunicación de los resultados de la investigación, la presencia creciente de un fuerte movimiento indígena en Colombia nos llevó a cuestionar las formas mismas en que se efectuaba el trabajo investigativo, sobre todo en su componente de campo. Para nosotros, la pregunta clave era: ¿cómo lograr la completa transformación del quehacer antropológico?
Pensábamos que el tema de la escritura ocupaba un segundo plano, aunque no dejaba de estar presente en nuestras reflexiones; mejor aún, lo considerábamos como derivado de una problemática más amplia y más importante, dadas las condiciones del contexto del país, la del para qué y para quién debía hacerse la antropología. No creíamos que lo esencial estuviera en replantear la manera de comunicar los productos de nuestra actividad, sino en una reconsideración de las formas como se hacía el trabajo investigativo mismo, así como los propósitos que se querían alcanzar con él, pues eso determinaba sus resultados, incluyendo en ellos la escritura.
Además, precisamente aquellos indios, negros y campesinos a quienes iba dirigido nuestro trabajo eran analfabetos en su aplastante mayoría; muchos de los indígenas eran monolingües en sus propias lenguas, las cuales, en ese entonces, carecían de alfabetos que posibilitaran su escritura; los pocos que existían eran producto del trabajo del Instituto Lingüístico de Verano, ILV, enemigo decidido de las luchas indígenas, por lo cual los indios de entonces se negaban a utilizar esas grafías. Incluso, nuestra posición general era contraria a poner por escrito los distintos productos de nuestro trabajo.
Pensábamos que no era posible cambiar la escritura etnográfica en sus aspectos substanciales sino sobre la base de modificar la metodología de la investigación en terreno. De otra manera, los cambios en la escritura solamente podrían darse en la forma, como efectivamente ha ocurrido con el postmodernismo, una de las corrientes que más se ha preocupado por esta temática. Hoy es claro que los replanteamientos posmodernos sobre escritura son teóricos y, en lo fundamental, se han quedado en ese nivel, sin poder alcanzar los propósitos que han postulado. De ahí que algunos autores (Reynoso 1992, por ejemplo) afirmen que los posmodernistas no han podido pasar del nivel de las declaraciones de principios, puesto que existen muy pocos trabajos que se hayan desarrollado realmente sobre la base de lo que han propuesto.
En cambio, nuestro replanteamiento se centró en un criterio esencial: el trabajo etnográfico debía estar dirigido a apoyar los intereses de aquellos sectores sociales que han constituido tradicionalmente el objeto de estudio de la antropología, los indios especialmente, quienes en ese momento constituían el sector popular con una mayor dinámica de lucha en Colombia. Era para respaldarlos que queríamos investigar.
Esta afirmación no era completamente nueva; ya había sido hecha a finales de los años 60 por un grupo de científicos sociales agrupados alrededor de La Rosca de Investigación y Acción Social, conocido más tarde solamente como La Rosca, a cuya cabeza estaban Orlando Fals Borda y Víctor Daniel Bonilla, y en cuyas publicaciones se hacía una fuerte crítica a la orientación que hasta entonces tenían los estudios sociales en nuestro medio, proponiendo, en cambio, una ciencia social al servicio de sectores populares colombianos, tales como campesinos, indios y negros, en ese momento.
Este grupo creó y desarrolló una nueva orientación de trabajo que denominó Investigación-Acción-Participativa (IAP); más tarde, sus miembros avanzaron hacia la conformación de la llamada Investigación-Militante1, mucho más comprometida con las acciones encaminadas a la transformación de las relaciones sociales, y se vincularon al trabajo en terreno con diversos sectores en lucha, en particular con grupos negros de la Costa Pacífica, indígenas del Tolima y el Cauca y campesinos de la Costa Atlántica.
DE LA RELACIÓN ENTRE TEORÍA Y PRÁCTICA
Planteadas las cosas de este modo, se imponía como de prioritaria atención el problema de la relación entre teoría y práctica, pues hacia esta última, caracterizada como el objetivo de la investigación social, iban encaminados nuestros trabajos, como también los del grupo de La Rosca. Para alcanzar esta definición avanzamos con base en algunos planteamientos de Marx, en primer lugar su tesis de que “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” (Marx 1966: 406, resaltados de Marx), concepción que vimos apropiado aplicar también a las ciencias sociales y, entre ellas, a la antropología; en segundo término, y en cuanto a los medios para conseguir este cambio, aceptamos que “La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana solo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria” (Marx 1966: 405, resaltados de Marx), práctica a la cual, en el mismo texto, denomina también actividad sensorial humana; de ahí derivaron los integrantes de La Rosca la investigación militante, a la cual ya me referí.
Para mí resultaba casi evidente que el lugar de esta práctica, en el caso del etnógrafo, no podía estar en su oficina de investigador, en su sede académica, sino, al contrario, en el terreno mismo, que era el lugar donde los distintos grupos populares, y en este caso los indios, adelantaban sus luchas en el proceso de transformar sus condiciones de vida. Si también, de nuevo según Marx, el campo de la práctica era el único lugar donde se hacía posible la validación del conocimiento que resultara de la investigación, se llegaba a la necesidad imprescindible de replantear el trabajo de campo, que constituía parte central del hacer de la etnografía, y examinar la llamada relación sujeto-objeto bajo la consideración de que se constituye en el ejercicio de unas determinadas relaciones de poder que, si bien en cada caso concreto se dan entre el investigador y aquellos con quienes investiga, están enmarcadas y determinadas por unas relaciones de poder y dominación mucho más amplias, aquellas que existen entre la sociedad nacional colombiana y las nacionalidades indígenas.
Los integrantes de La Rosca postularon también la necesidad de abandonar el mundo cerrado de la teoría, reina y señora en los espacios académicos, para ir hacia la práctica; algunos, incluso, abandonaron por muchos años la universidad para ir a vivir entre los grupos con los cuales trabajaban; ese fue el caso de Fals Borda, por ejemplo, quien salió de la Universidad Nacional y se estableció durante muchos años en la Costa Atlántica, en relación con sectores campesinos en lucha bajo la orientación de la ANUC.
Para muchos otros, en cambio, todavía hoy la práctica se concibe simplemente como un conjunto de actividades materiales, en mayor o menor aislamiento de la teoría; o bien, como acciones puramente individuales, cuya potencialidad transformadora es casi nula. Estas concepciones son bien diferentes de la de práctica transformadora en el sentido marxista, a la cual algunos denominan praxis, para marcar la diferencia.
Con fundamento en esta concepción errónea de la práctica, así en muchos casos se encuentre soterrada y no explícita, el problema de los espacios se maneja de cierto modo peculiar y se construye una territorialidad específica para la investigación etnográfica, otorgando un espacio particular para la práctica y otro diferente para la teoría. Pero no se trata solamente de una diferenciación, sino que se crea también una separación espacial y temporal entre ellos, en la cual el uno viene después que el otro, lo cual se ve reforzado por la mutua exterioridad. Uno es el mundo de los “objetos de estudio” y otro el del investigador, el “sujeto”.
De acuerdo con ello, el etnógrafo se mueve en el espacio urbano de la metrópoli; el “otro” es, en la antropología clásica, un ser rural que pertenece al mundo de las colonias; es el colonizado. Entre ellos debe darse una relación que posibilite la introducción de este al proceso de conocimiento; este encuentro tiene su punto de partida cuando el antropólogo emprende su viaje hacia ese otro mundo, en el cual lo precedieron los conquistadores, colonizadores, misioneros, comerciantes y viajeros (empíricos), cuya vasta información desempeñó un papel inicial, pero esencial, en la conformación de la antropología, pues constituyó la materia prima para el trabajo de la mayor parte de los primeros antropólogos, aquellos llamados “de escritorio”.
Esta exterioridad, pues, obliga al etnógrafo a abandonar el lugar donde desarrolla sus actividades académicas y donde vive, para ir al espacio donde sus objetos de interés residen. De otra manera no le sería posible entrar en contacto con la realidad de estos por medio de sus órganos de los sentidos, único mecanismo del que dispone para lograr toda la información sensible que requiere para su trabajo. No es aleatorio que su forma de trabajo en el campo haya sido designada con el término genérico de observación, es decir, empleo prioritario del sentido de la vista para recabar conocimiento sensible en forma directa, aunque la encuesta y la entrevista incorporan de modo secundario el uso de otros sentidos, en especial el oído, para acceder a información indirecta sobre aquellas cosas que el etnógrafo no logra presenciar por sí mismo.
Se introducen, entonces, tanto una diferenciación como una separación, lo mismo en lo espacial que en lo temporal, en el proceso de conocimiento, sea como resultado de considerar el conocimiento como meramente sensorial o de priorizar al extremo esta clase de conocimiento, bien como consecuencia de mirar la relación entre conocimiento sensible y conocimiento racional solamente como dos etapas sucesivas y acumulativas que se dan en tiempos y espacios diferentes, sin tener en cuenta la relación dialéctica que se da, a través de la práctica, entre ambos momentos del conocer.
Si, por el contrario, se considera que ambas formas de conocimiento interactúan entre sí dialécticamente, estas deben llevarse a cabo en forma simultánea y en el terreno. De este modo, el trabajo de campo se transforma, ve cambiar su estatus epistemológico: de ser únicamente una técnica para la recolección de la información, se hace el método para conocer, para “producir” el conocimiento.
Aquí resulta conveniente recordar que, hasta las primeras décadas del siglo XX, la observación fue ante todo observación directa, es decir, la del etnógrafo como testigo. La observación participante solo surgirá y adquirirá importancia más tarde, en todo caso bastante después de Malinowski; en este es secundaria y consiste en lo que llama “zambullirse” en la vida indígena.
Es así como se “inventa” el trabajo de campo, que ha caracterizado la antropología en el último siglo hasta constituirse en la marca que la define y diferencia de otras disciplinas sociales.
LA FUNDACIÓN DE UN EMPIRISMO
En esas condiciones, dicho trabajo en terreno aparece como resultado de una opción que deviene en lo fundamental del predominio creciente del positivismo en el campo de lo social, es decir, de dar la primacía al conocimiento sensible o, en los casos extremos, a la consideración de que este es todo el conocimiento que puede existir y que, por lo tanto, es posible lograr. Y, al desarrollarlo con este criterio, se lo convierte en la base fundante de un empirismo en el que la observación es la única proveedora de los datos, cuyo conjunto constituye el todo del conocimiento; para que este quede completo, sólo queda organizarlos, una vez aquí, de regreso, mediante el empleo de los conceptos que suministran las distintas teorías, los cuales funcionan, en la mayor parte de los casos, no como categorías para un análisis, sino como principios cuyo papel es meramente el de organizar la información, sobre todo en términos de clasificaciones. Estas categorías generalmente buscan encontrar lo que es común dentro de los elementos de una misma sociedad o entre sociedades diversas; se trata, por consiguiente, de categorías empíricas, como las del culturalismo. Posteriores trabajos de campo se orientan solamente a verificar la presencia de los mismos aspectos en otras sociedades, también mediante la observación; así operan y desempeñan su papel las denominadas “guías de observación” y “guías para la clasificación de datos culturales”.
El propio Malinowski, pese a su propósito declarado, no logra abstraerse de la realidad concreta, trascenderla; sus conceptos son, pues, conceptos empíricos, meras generalizaciones. Incluso su obra teórica Hacia una teoría científica de la cultura (Malinowski 1978) no lo es realmente, pues en ella se limita a unas pocas generalizaciones acerca de la necesidad humana de satisfacer sus necesidades biológicas. Para él, en un primer nivel, los datos tienen que ser construidos mediante la observación; en un segundo nivel, hay que escudriñar en busca de las realidades que permanecen invisibles a la simple observación, las que no es posible captar directamente en el terreno con el empleo de los órganos de los sentidos; herramientas en este trabajo son los cuadros sinópticos y los esquemas. Luego se desenvuelve un tercer nivel de penetración: la síntesis rigurosa que busca las relaciones más amplias que permiten evaluar el peso del conjunto en la cultura. Este nivel, que no tiene nada que ver con el trabajo de campo, aparentemente alejaría a Malinowski del empirismo, pero no es así, pues en su trabajo avanza estableciendo relaciones entre datos empíricos, lo que le permite establecer relaciones también de tipo empírico y generalizaciones de semejante naturaleza.
En el primer nivel se obtiene la información fáctica inmediata; en el segundo se generaliza, desarrollando afirmaciones más amplias a partir del examen comparativo de casos particulares, afirmaciones que se derivan directamente del trabajo de campo; en el tercer nivel hay una mayor generalización al establecerse correlaciones entre las aserciones anteriores. Se teje así una red de relaciones, una red organizada a nivel empírico mediante un manejo inmediato, tangible, de la información; red en la cual y para la cual la escritura actúa como procedimiento que permite redondear los conocimientos en un todo.
Según Malinowski, es el observador quien construye los hechos, que son realidades “invisibles”, como él mismo lo hace en el estudio de la propiedad de la tierra en las Trobriand, cuyo sistema se desprende del sistema de usos de este elemento imprescindible para la producción agrícola de los trobriandeses. Para ello, parte de su método de documentación estadística a partir del caso concreto, que consiste en recoger información sobre todos los casos que tienen que ver con el tema, reales o hipotéticos; aunque realmente no se trata de estadística propiamente dicha, pues no trabaja con muestreo sino con la totalidad del universo, ni da un tratamiento cuantitativo a su información.
Es iluminante darse cuenta que aunque Malinowski no considera que la síntesis deba ocurrir una única vez al final de la investigación, sino que debe haber períodos intermedios en que se hagan síntesis parciales, siempre plantea que para realizarlas el investigador debe alejarse del campo durante ese tiempo, pese a que es en esos momentos cuando debería darse la confrontación entre la teoría y la realidad material. Como un resultado no buscado de esto, cuando la síntesis definitiva muestra vacíos en la información, estos ya no pueden ser llenados, pues el investigador se encuentra otra vez en su lugar y muy lejos de la posibilidad de relacionarse de nuevo directamente con el grupo que estudia. No está de más decir que Malinowski no alcanzó nunca ese último nivel de síntesis en su trabajo sobre los habitantes de las islas Trobriand.
Verdaderamente, es claro que el trabajo de síntesis que hace Malinowski no es de abstracción sino de generalización. Abstraer es elevarse a un nivel superior de conocimiento que se aleja del hecho concreto; es capacidad de comparar y relacionar lo que no es comparable porque es diferente, como hace Marx en su estudio sobre las mercancías; en su análisis, Marx compara entre sí todas las diferentes formas que asumen las mercancías en el sistema capitalista y que el mercado pone ante sus ojos, las cuales son empíricamente distintas, cosa que por lo tanto resulta evidente; pero esta comparación metodológica es posible sobre la base de que el proceso de cambio que ocurre en la vida cotidiana compara entre sí las diferentes mercancías, pues nadie intercambia una mercancía por otra igual a ella. Entre las mercancías, lo que es común no puede ser percibido con los sentidos, pues estos lo que hacen es constatar su diferencia, sino solamente con el pensamiento, con la teoría. Es así como se efectúa un proceso de reducción de una realidad a otra, ya que para alcanzar el conocimiento del contenido, de la esencia de las mercancías, que es invisible a los sentidos, hay que desprenderse de lo empírico, de su forma visible, y trascender a otro nivel hasta llegar al valor, a la cantidad de trabajo abstracto que es necesario para producirlas. Pese a ello, la constatación de la validez del conocimiento así alcanzado siempre se da en la realidad concreta, empírica.
Por el contrario, Malinowski buscaba la función de las instituciones, que había hecho sus objetos de indagación, en términos inmediatos, prácticos, y con una base biológica y no social; aquí, lo social aparece como secundario en relación con lo biológico. Marx decía que hablar de que el hombre necesita comer, vestirse, etc., es una perogrullada, y eso es lo que plantea Malinowski en su teoría. Leach (1974: 291-312) cree encontrar en el pragmatismo de William James, más que en el de C. S. Peirce, las “bases epistemológicas del empirismo de Malinowski”.
Pero no es Malinowski el único que ha desarrollado un empirismo en la antropología; también lo ha hecho Lévi-Strauss, quien parecería ser la antítesis del empirismo. Su trabajo es esencialmente formalista, moviéndose en forma permanente con su atención centrada en el campo de los fenómenos y no de lo esencial. Por eso, para él, el sentido no importa, pues solo describe, sin explicar. Muestra la manera como las estructuras se transforman entre sí, de acuerdo con leyes teóricas de tipo formal, pero no puede explicar las causas reales, materiales, de esas transformaciones. Puede constatar que algún elemento está presente en distintas sociedades, pero no puede explicar por qué.
¿LAS TÉCNICAS ETNOGRÁFICAS SON NEUTRALES?
Uno de los problemas capitales en la problemática de trabajo de La Rosca fue el de cómo devolver los resultados del proceso de conocimiento a los grupos sociales a los cuales debía pertenecer y que constituían sus destinatarios. Que esto fuera un problema de importancia relevante y que la búsqueda de su solución absorbiera una parte significativa de los esfuerzos de la Rosca significaba que a pesar de los grandes cambios que la IAP introdujo en la manera de hacer investigación, en las formas de relacionarse con los integrantes de los distintos sectores sociales involucrados, en el alto nivel de participación que otorgó a estos en el proceso investigativo, al final, los resultados del conocimiento seguían estando en poder de los investigadores, como había ocurrido antes, lo cual era motivo de visibles molestias y desazón para estos, que tuvieron que desplegar amplias reflexiones y actividades y dar gran prioridad a la búsqueda de formas novedosas para devolver el conocimiento a quienes debían tenerlo en sus manos y mentes, única manera de que pudieran emplearlo en sus luchas para transformar la realidad. A mi parecer, los integrantes de la Rosca no lograron solucionar este problema en forma satisfactoria, pese a los reconocidos logros que alcanzaron en este campo, sobre todo en lo que tiene que ver con la creación de herramientas de comunicación que atendieran a la característica de los grupos populares de ser esencialmente iletrados.
El análisis de algunas experiencias de trabajo de La Rosca, la lectura atenta y crítica de sus publicaciones y mi propia experiencia de trabajo con los indígenas, me llevaron a la conclusión de que la causa de los resultados contradictorios de la acción de La Rosca se encontraba básicamente en que no habían hecho una evaluación profunda y crítica del carácter de las distintas técnicas de investigación que empleaban los científicos sociales, semejante a aquella que habían adelantado sobre sus teorías y orientaciones de trabajo. En consecuencia, habían concluido sobre el carácter antipopular de estas últimas, al tiempo que consideraban que, desde este punto de vista, las técnicas de investigación existentes entonces eran neutrales y no tenían un carácter de clase, por lo cual podían ser utilizadas por cualquiera sin que tuvieran ninguna consecuencia negativa para el trabajo que se adelantaba, aunque en sus escritos planteaban la necesidad de elaborar nuevas herramientas acordes con sus planteamientos teóricos y políticos.
Mi conclusión fue la opuesta. Dichas técnicas habían sido desarrolladas por los científicos sociales al servicio de los enemigos del pueblo y para reforzar el dominio y la explotación sobre este; además, estaban esencialmente ligadas con las teorías en que sustentaban su trabajo tales investigadores, razón por la cual compartían su carácter. Era a través de esas técnicas que se reproducían en el terreno las relaciones de poder entre sujeto y objeto de la investigación. Al basar en ellas su trabajo, pese a que crearon y emplearon algunas nuevas, los investigadores de la IAP se hacían, en contra de su propia voluntad, los verdaderos sujetos de ese proceso; por ello, al término del mismo, los conocimientos que se habían producido estaban en su poder, en su cabeza, y no en las de aquellos campesinos, negros e indios con quienes y para quienes habían trabajado; en la realidad, estos no habían dejado de ser objetos de investigación, como objetos de otros habían sido siempre.
En consecuencia, si había que abandonar las teorías sociales en boga hasta ese momento, como había hecho La Rosca desarrollando su propio cuerpo conceptual, la IAP, era necesario hacer lo mismo con las técnicas de investigación: adelantar su crítica para mostrar su carácter, la manera como este operaba en el terreno, la marca que imprimía en el proceso de conocimiento y en sus resultados y, por supuesto, la incidencia que tenía sobre la utilidad de los mismos para alcanzar los propósitos de las luchas populares. En contraposición, había que crear técnicas nuevas, acordes con las teorías que se adoptaban para reemplazar aquellas de las ciencias sociales.
El carácter autoritario de técnicas como la entrevista es claramente perceptible en la medida en que es el etnógrafo quien interroga sobre los hechos de su interés, sin dar mucha posibilidad, si es que da alguna, para que el informante preguntado pueda averiguar, a su vez, por aquellos temas que a él o a su sociedad puedan interesar. A lo cual hay que sumar que el investigador selecciona sus informantes bajo su absoluto criterio; ni hablar de la posibilidad de que sean las autoridades del grupo bajo investigación quienes puedan designar a las personas que deban trabajar con el etnógrafo. También los cuestionarios y sus características, las condiciones y momento para el trabajo y otras condiciones son de libre decisión del sujeto de la investigación. Es obvio el carácter impositivo de estas relaciones y que, en ellas, el informante queda colocado en una nítida posición de subordinación. Pero, además, tal forma de proceder introduce inevitablemente un sesgo etnocéntrico en los resultados, obviando los criterios básicos y la visión propia que la sociedad investigada pueda tener sobre la temática en cuestión.
SEPARACIÓN ENTRE TRABAJO INTELECTUAL Y TRABAJO MATERIAL
Un segundo elemento en esta discusión hacía referencia al carácter mismo del conocimiento y de sus fuentes. Pese a que los integrantes de La Rosca rompieron con toda la tradición anterior de los científicos sociales y validaron los saberes y experiencias del pueblo como elementos esenciales para su trabajo, no fueron lo suficientemente adelante en este aspecto y, al considerarlos como sentido común, les dieron, tanto teórica como prácticamente, una posición subordinada con relación a aquellos suyos correspondientes. Si bien es cierta y adecuada su observación de que no por provenir del pueblo todos estos conocimientos y experiencias son verdaderos y tienen que ser aceptados, fallaron al tomar como filtro para su evaluación y examen los suyos propios. De ahí que a la hora de la devolución, como ocurrió con la Historia doble de la Costa (Fals Borda 1979: 11), hubiera un canal analítico, teórico, metodológico, generalizante y escrito con un lenguaje bastante académico, destinado para los investigadores y cuadros populares avanzados, y otro descriptivo, concreto y anecdótico, en tono de relato y con muchas fotos, para la gente común y corriente.
En todo esto hay un trasfondo más importante todavía y que da el basamento real, objetivo y determinante de esa distinción de campos entre sujeto y objeto de conocimiento; se trata de una forma de división social del trabajo propia de las sociedades escindidas en clases sociales, la separación entre el trabajo intelectual y el trabajo manual o material. En estas sociedades, el trabajo intelectual es un proceso cuyo ejercicio está reservado solamente para un sector de clase, el de los intelectuales, componente de la pequeña burguesía; y eso es lo que hay que tratar de romper, en lugar de darlo por válido o intransformable, adaptándose a él. En el fondo de su práctica, la mayor parte de los investigadores de la IAP procede partiendo del supuesto de que el pueblo es incapaz de crear conocimientos válidos, científicos, así ésta sea una idea que muchos de sus practicantes rechazan conscientemente. Por eso, en lo esencial, no retoman conceptos teóricos ni procedimientos metodológicos de los integrantes del pueblo. De ahí que no resulte extraño que, al final, el conocimiento se encuentre depositado en las manos de sus investigadores. Además, muchos de sus intentos de “devolución” no pasaron de ser simples procesos de vulgarización de un conocimiento producido por otros, pero dirigidos al pueblo y que no lograban romper con la separación entre trabajo manual y trabajo intelectual.
CONFRONTACIÓN Y CONOCIMIENTO
En mi criterio, el camino para romper con esa condición que impide dar cabida a los saberes y formas de conocer de los sectores populares y avanzar en superarla debe estructurarse sobre la base de la confrontación, que en otra parte llamé diálogo (Vasco 2002a), realizada con nuevas técnicas y metodologías de trabajo. En la tarea de crear estas, las formas de conocimiento y las teorías de los sectores populares deben ser la materia prima básica, el eje articulador. Es en la confrontación con ellas que ambas, las nuestras y las suyas, deben validarse, depurarse y amalgamarse para dar origen a concepciones, métodos y procedimientos de investigación-acción, maneras de saber-hacer, novedosos, creativos, pero, sobre todo, útiles para la transformación de la realidad.
Desde que comencé a participar en la lucha de los indígenas en el Cauca y Nariño, a mediados de 1972, me llamó poderosamente la atención la forma como aquéllos trabajaban en sus asambleas, encuentros y demás reuniones amplias, sistema que ellos denominaban “por comisiones”, en un evidente préstamo del término que designa los mecanismos de funcionamiento que estaban y están en boga en muchos sectores de la sociedad nacional, en especial académicos, sindicales y estudiantiles.
Pero una observación más detallada me mostró muy pronto que había ciertas diferencias importantes en la mayor parte de los casos. Corrientemente, la actividad comenzaba con una reunión general de todos los participantes en la cual se presentaban los informes necesarios y se planteaba la temática básica sobre la cual se iba a trabajar. Luego, los asistentes se distribuían en “comisiones” cuya conformación dependía del carácter de los participantes; en ciertos casos, la gente se adscribía a una u otra de ellas con base en su lengua materna o sobre criterios nacionalitarios: guambianos, nasas, pastos, solidarios, etc.
En ellas no había secretarios ni relatores, aunque era frecuente que se designara a alguien para dar la palabra. Durante todo el tiempo, los distintos participantes intervenían para presentar sus ideas y sus puntos de vista, lo cual conducía con frecuencia a amplias y a veces muy acaloradas discusiones; algunos hablaban una y otra vez, otros lo hacían menos, pero eran muy escasos aquellos que no tomaban la palabra. Al finalizar el tiempo fijado para la reunión de los grupos —que bien podía ser de dos o tres días— todos sus integrantes se incorporaban de nuevo a la reunión general, sin que se hubieran sacado conclusiones explícitas ni se preparara un informe para la plenaria.
Una vez se reunían todos de nuevo, se retomaban los temas y los distintos participantes intervenían otra vez con sus planteamientos, generándose constantes discusiones. Por último, se analizaba lo que había que hacer y cómo y alcanzados los acuerdos se daba término a la reunión.
Eso de no sacar conclusiones en las reuniones de grupo, no presentar informes de cada uno en la plenaria y que en ésta todos tomaran parte de nuevo como si no hubiera habido trabajos por grupos, parecía para mí inexplicable. Hasta que asocié lo que ocurría con un texto de Mao Tsetung, Oponerse al culto a los libros, donde éste propone una técnica de investigación que caracteriza como “celebrar reuniones aclaratorias de los hechos y emprender la investigación a través de las discusiones”, agregando que “ésta es la única forma de acercarse a la verdad, el único medio de extraer conclusiones” (Mao 1966: 13-14). Esto implica partir de la base de que la gente del lugar es la que conoce; por eso, el cuadro dirigente debía reunirse con un grupo de unas 20 a 30 personas para discutir los problemas; cada uno aporta algo y entre todos se redondea.
La diferencia hay que buscarla en que, para Mao, son el dirigente y la organización quienes sistematizan los resultados de la discusión y extraen las conclusiones correspondientes, para luego tomar decisiones y devolverlas a la gente en forma de directrices para la acción. En las reuniones de los indígenas, las decisiones se toman entre todos, con base en la confrontación de criterios a través de la discusión; los gobernadores, los cabildos y los dirigentes no son quienes toman las decisiones, sino quienes las ejecutan.
Entendí, entonces, que los trabajos por grupos que organizaban los indígenas en sus reuniones eran en verdad reuniones de investigación, de avanzar en el conocimiento de un problema a través de la discusión, por medio de la cual lo que se hacía era confrontar los conocimientos de cada uno con los de los demás para, finalmente, tener un conocimiento global. Más adelante, uno de los miembros del Comité de Historia con los cuales se hacía el trabajo diría que en el campo del conocer todos tienen derecho, cada uno sabe una parte y entre todos se da un redondeo mediante la discusión.
Mi visión de que en las reuniones no había conclusiones era errada; sí las había, pero estas no revestían la misma forma con la que yo estaba familiarizado entre nosotros ni eran escritas. Después me resultó claro que luego de las reuniones por grupos y de las múltiples discusiones que se desarrollaban en ellas, en la mente de cada uno de los integrantes quedaban ciertas conclusiones: un conocimiento del problema mayor que el que tenía antes de la reunión, pues ahora no era su saber personal sino el de todo el grupo, validado, además, por la confrontación. Este conocimiento avanzaba aún más en la plenaria, pues en ella el redondeo se daba sobre la base de un grupo más grande. Al llegar a tomar las decisiones, éstas se apoyaban en el convencimiento que cada uno había alcanzado con la discusión en común. Para mí fue claro, entonces, que se trataba de una actividad definitivamente intelectual y que lo que se hacía eran “mingas de investigación”, “mingas de conocimiento”, cuyo resultado era la transformación de los conocimientos individuales en colectivos, en conocimiento del grupo, aunque este existía individualmente en la conciencia de cada uno de sus miembros.
Con esta claridad, toda la metodología del trabajo de campo para la investigación en Guambía se estructuró con las reuniones de investigación como eje central, es decir, sobre la base de que el trabajo de conocimiento no podía darse con un criterio individual, con el empleo de informantes que relatan sus experiencias a un investigador, sino en forma colectiva, con la intervención del mayor número posible de miembros de la sociedad guambiana.
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ETNOGRAFÍA Y PODER
De la misma manera, algunos etnógrafos, entre ellos los posmodernistas, también ubicaban el problema en términos de relaciones de poder y se proponían cambiar esta situación, solo que veían que tales relaciones estaban presentes en la escritura, en el texto, obviando la consideración de su existencia en la realidad material del trabajo de campo.
Al contrario, mi objetivo fue asentar los procesos de cambio de esas relaciones de poder en el trabajo en terreno. Para ello, se hizo preciso concebir y replantear este como práctica, tanto por su papel en la producción de conocimiento, como por ser el lugar en que se da su empleo en la transformación de la realidad y, al mismo tiempo y por ella, el espacio en que encuentra su propia validación. Pero, para que fuera así, debían alcanzarse dos condiciones indispensables: que la actividad de campo estuviera guiada por una teoría, al tiempo que la desarrollaba, y que se tratara de una práctica social y no individual y aislada, lo cual se hizo posible mediante la vinculación orgánica con las luchas que adelantaba el movimiento indígena. Esto determinó que los objetivos de la investigación se definieran con base en las necesidades derivadas de esa lucha, luego de una amplia discusión de aquellos que propuso el Consejo del Cabildo.
En el intento de modificar las relaciones de poder en el texto etnográfico, los distintos antropólogos ubican el problema en términos de autoridad, la cual, dicen, había sido toda para el etnógrafo. Ahora habría que dar también autoridad a aquellos a quienes se refiere el escrito. Pero, ¿cómo sería posible cambiar realmente las relaciones de poder en el texto si no se han modificado en el campo, del cual aquellas dependen y provienen? Esto sin contar con que existen condicionamientos sociales que no está en manos del etnógrafo transformar.
Geertz (1989, 1997) toma el concepto de autor en dos sentidos: como autoría del texto y como autoridad que decide sobre él. Pero es posible agregar un tercer sentido, el que hace algo por sí mismo, es decir, el problema de la autonomía en la escritura etnográfica. El cuestionamiento de la autoridad en esta última concepción nos remite no solo al autor como autoridad, sino también a la posibilidad de la escritura como vocería, como aquello que habla por otro.
El mismo Geertz (1989) ha caracterizado la investigación etnográfica en términos de “estar allá y escribir aquí”, es decir, allá se reúne la información, pero aquí se trabaja sobre ella, se analiza, se produce el conocimiento y luego se escribe. Este planteamiento implica que dicho autor acepta el procedimiento de trabajo que ha sido tradicional en la etnografía y que parte de la base de que el investigador y su sociedad, por un lado, y las sociedades que investiga, por el otro, son por completo exteriores entre sí. Por lo tanto, el trabajo de campo se concibe solamente como una etapa de recolección de información, es decir, como el nivel del conocimiento sensible, allí, en el espacio de los investigados. El análisis de esa información, su organización, constituye el espacio de los investigadores, y este se encuentra aquí.
Frente a todo esto, la autoridad y el poder del etnógrafo se rompen solamente cuando, en el campo, se aceptan unos presupuestos centrales y se actúa con base en ellos:
—la autoridad clave es la de los indígenas
—la opinión del etnógrafo es una más entre otras
—tiene que discutirla con los indios
—los indios tienen sus propias propuestas
—los mitos son verdad y no un mero discurso
Por tanto, la autoridad del etnógrafo debe ser semejante y en ocasiones hasta subordinada a la de los indios. De este modo, se cambian las relaciones de dominio por una acción conjunta, por un diálogo real a través de la confrontación. Un ejemplo de estas situaciones se dio transcurridos los primeros seis meses de mi trabajo en Guambía; la metodología de los mapas parlantes, que era el eje central de la investigación, fue abandonada por decisión del cabildo, pues este la consideró inconveniente dadas las condiciones de la situación política (presencia permanente del M-19 y del ejército dentro del resguardo) y religiosa (presiones de las monjas sobre el nuevo gobernador, muy cercano a ellas), puesto que, precisamente, la guerra y la religión eran los dos aspectos en los cuales se estaba haciendo énfasis durante ese período de la investigación.
Pero, el descentramiento de la autoridad en el campo no se da solamente en que sean las autoridades indígenas quienes fijen los objetivos y pautas para el trabajo, ni en que una forma de conocimiento que les es propia como las reuniones de discusión-investigación sea el eje de las técnicas de trabajo, sino también en el reconocimiento de los saberes, de los conocimientos de los indígenas, una gran parte de los cuales está contenida y sistematizada en las historias propias, aquellos relatos que la antropología ha conceptualizado como mitos, los cuales revisten la forma concreta de relatos que hacen referencia a personajes, relaciones específicas entre ellos, conjuntos de actividades, acontecimientos, etc., cosa que ha llevado erróneamente a que diversos etnógrafos, Lévi-Strauss entre ellos, propongan que se trata de metáforas, de símbolos que ellos deben interpretar para determinar cuáles son los contenidos que están expresados a través de ellas. Esta visión implica la introducción de una separación entre mundo material y mundo ideal, que no existe en estas sociedades o que, al menos, no está todavía completamente desarrollada en ellas.
En mi concepto, esto deviene precisamente de que no se trata de un conocimiento contemplativo, sino que busca, como lo plantea Marx, un hacer; se trata de un saber-hacer en términos de la vida concreta de la gente. Para el pensamiento indígena, el mundo ideal y el mundo material están unidos; de modo que la llamada cultura material es parte también de un conjunto ideológico, como lo he mostrado en otra parte (Vasco 2002b). Es lo contrario de lo que acontece con el estructuralismo, que plantea la autonomía del símbolo frente a la vida, y que define al hombre como un productor de símbolos y no como un ser que trabaja.
Los indígenas no separan, pues, entre objeto e idea, pues ninguno de ellos tiene vida propia sin el otro. Conocer es recorrer porque la cultura está impresa en el territorio. Conocer no es solo captar en la mente, sino también con el cuerpo; no solo pensar el conocimiento, también sentirlo. Así, teoría y práctica no están separados y es posible pensar con cosas, por lo que sus formas de conceptualización son diferentes a las nuestras. A la manera indígena, las abstracciones se expresan con formas concretas, con cosas-conceptos, por ejemplo, el tiempo es un caracol que camina, como dicen los guambianos. Tales cosas-conceptos están constituidas por elementos materiales concretos que existen en la vida cotidiana, de ahí la metodología de recoger los conceptos en la vida.
Marx ha considerado que la relación que se da entre realidad material y formas de conciencia en las primeras formas de sociedad es diferente a como ella se presenta en las sociedades de clases:
La producción de las ideas y representaciones, de la conciencia, aparece al principio directamente entrelazada con la actividad material y el comercio material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. Las representaciones, los pensamientos, el comercio espiritual de los hombres se presentan todavía, aquí, como la emanación directa de su comportamiento material (Marx y Engels1968: 25-26).
Es decir que como no se han separado todavía el trabajo material y el trabajo intelectual, así mismo y por esa causa, materia e ideas no se han separado tampoco, lo que no quiere decir que no se hayan diferenciado, y no es posible ubicar las actividades materiales a un lado y el conjunto de las ideas al otro. Dicho de otra manera, en estas formas de sociedad las ideas están todavía ampliamente cargadas de materia, al tiempo que la actividad material está también cargada de ideas. Lo cual, por supuesto, contradice radicalmente los planteamientos de la llamada antropología simbólica, e incluso los de la corriente de pensamiento más amplia de la cual ésta se deriva: el estructuralismo, sobre todo en su variedad lévistraussiana. Por consiguiente, con referencia a estas sociedades tampoco es posible plantear la existencia de mundos posibles que no sean al mismo tiempo mundos reales.
Esta manera de concebir las cosas también fue percibida por Lévi-Bruhl (1974: 94); por ello piensa que “la oposición entre la materia y el espíritu, que nos es tan familiar, hasta el punto de parecernos casi natural, no existe para la mentalidad primitiva”; como era de suponer, Bruhl, quien no era precisamente un materialista, interpretó esa mentalidad de un modo muy diferente al de Marx, es especial en cuanto a las causas que la originan. Elsdon Best expresó de un modo muy claro su percepción acerca de este aspecto de las concepciones aborígenes, así como el efecto que ellas producían, y producen, en la cabeza de los etnógrafos:
Se produce una confusión en nuestro espíritu a causa de los términos indígenas que designan a la vez representaciones materiales de cualidades inmateriales y representaciones inmateriales de objetos materiales (Best citado por Bruhl 1974: 94).
Esto permite entender por qué para los indígenas el conocimiento existe objetivamente, fuera de la gente. Por lo tanto, lo que hay que hacer es verlo, relacionarse con él a través de los sentidos y de la mente; lo que lleva precisamente a que los sabios propios utilicen el ver, la visión, como forma esencial para conocer, mientras para nuestra sociedad el conocimiento es una creación humana2.
Empero, no todas las teorías del conocimiento en Occidente son opuestas a esta indígena; en las concepciones marxistas de Federico Engels (1961) se plantea que existe una dialéctica de la naturaleza, que en ella hay contenida una dialéctica. Otros, sin embargo, afirman que la dialéctica es una creación del pensamiento humano y la de Engels es una visión mecanicista; entonces, según ellos, sería el hombre quien pone la dialéctica en la naturaleza mediante su pensamiento, ya que ella no la contiene en sí misma; la naturaleza no sería dialéctica.
De todos modos, si el conocimiento está en las cosas, existe objetivamente en ellas, en la realidad material, su verificación solo puede darse en la práctica, que es exactamente lo que plantea el marxismo, y no, como ocurre en las ciencias sociales, de acuerdo con criterios teóricos creados por ellas mismas. Tales ciencias dejan la aplicación de tal conocimiento a los funcionarios, pese a que la antropología, sobre todo la norteamericana a partir de los años cincuenta del siglo pasado, despliega su aplicación en los programas de desarrollo que los Estados Unidos implantan en los países que controla o busca controlar, surgen así corrientes como la del cambio cultural dirigido, propuesta por Willems (1964), y la de antropología aplicada, de Foster (1974).
El planteamiento del problema como una relación entre sujeto y objeto de investigación oculta el fondo esencial de lo que ocurre, que es la existencia y ejercicio de relaciones sociales, no solo aquellas que se dan entre la sociedad dominante, a la cual pertenece el investigador, y las sociedades dominadas, colonizadas, que son estudiadas, sino también las que operan en la sociedad dominante misma y que envuelven, conforman y determinan al etnógrafo. Pues, en realidad, en la medida en que el hombre es un ser social, un individuo no es él en sí mismo, sino un lugar de entrecruzamiento de múltiples relaciones sociales, no es otra cosa que el conjunto de las relaciones sociales que convergen en él y, al hacerlo, lo determinan.
Se atribuye a Malinowski la creación del sujeto etnográfico y, por lo tanto, de la relación sujeto-objeto3. El sujeto etnográfico es la materialización del individuo en el campo concreto de la etnografía y, como este, creación de la sociedad burguesa, producto de la propiedad privada y del capitalismo. Marx consideraba que en la sociedad primitiva no existía el individuo, aunque, por supuesto, sí personas específicas, diferentes unas de otras; es decir, no existía el individuo como categoría social, como sujeto social contrapuesto al conjunto de la sociedad (como analizo en Vasco 2002c).
Una persona es un ser físico y social, producto de la sociedad. El individuo, en tanto categoría social, es esta persona más el conjunto de relaciones sociales que le conciernen. Por consiguiente, puede decirse que uno no es uno sino todos los demás. De ahí que sea una ficción la idea de Malinowski sobre el etnógrafo, o sobre el aborigen, como sujeto personal. Por el contrario, Marx se refiere a los capitalistas considerándolos como encarnación, como materialización de relaciones sociales, incluso, en ciertos casos, a su pesar; que lo sean no dice nada de sus personas ni implica que desde ese punto de vista sean monstruos.
En consecuencia, no es posible sostener la idea del etnógrafo como individuo, es decir, como el sujeto personal de la investigación. Lo que soy como individuo está determinado desde fuera de mí, por la sociedad. De ahí que el proceso de transformación únicamente puede y debe darse desde fuera. Contra la concepción que hace carrera en la actualidad en la antropología y, en general, en la sociedad moderna, mi subjetividad está objetivamente dada desde fuera de mí. Esto rompe también con la falsa contraposición entre subjetividad y objetividad que se plantea por aquellos sistemas de pensamiento que buscan crear, como parte de un sistema de manipulación, la ficción de una identidad entre persona e individuo, partiendo de la aseveración de que el individuo es natural, que siempre ha existido, cosa que no es cierta; al contrario, el individuo es una creación histórico-social. Se va conformando paralelamente con el surgimiento de las primeras sociedades de clases, durante el proceso de descomposición de la comunidad primitiva; en ella no existía el individuo sino la colectividad, aunque esta estaba conformada por personas, que constituían la materia prima de la que la comunidad estaba hecha.
El planteamiento de la oposición entre sujeto y objeto se convierte en un problema que se formula con base en la ficción de la identidad entre persona e individuo, y se convierte así en un mecanismo para la dominación. Además, según estos criterios, la relación de desigualdad entre investigador-investigado, sujeto-objeto, aparece como una cuestión voluntarista y, por consiguiente, que puede desaparecer por un acto voluntario del etnógrafo, como si no tuviera sus fundamentos en la realidad objetiva.
El propio Malinowski no niega la subjetividad, pero la separa, dándole un canal de expresión en el diario personal; pero este va aparte de lo científico, campo en el cual no hay que dar rienda suelta a la imaginación ni a la de los indígenas y no hay lugar para las emociones. Su método tiene en cuenta la dualidad de la naturaleza humana: sentimiento y razón. Por eso en la recolección de información hay que atender a ambos aspectos; para acercarse al sentimiento de los aborígenes, el corpus inscripcionem es la herramienta que propone. Es decir, hay que recoger los sentimientos de las personas, como los de los trobriandeses cuando navegan en la bahía de Kiriwina, y captar su punto de vista y su explicación sobre las cosas. Pero nada de esto hace parte, para él, del conocimiento, sino que solo significa materia prima para que sea el etnógrafo quien lo produzca.
Una manera contraria de mirar las cosas exige trascender la individualidad, romper con la ficción del sujeto y eliminar la idea de que el sujeto del conocimiento es el etnógrafo. Realmente el sujeto debe ser conjunto, social, integrado por el etnógrafo, que ya porta sobre su espalda el peso de las relaciones de su sociedad que lo determinan, y los indígenas.
El campo de trabajo debe hacerse el lugar de encuentro de subjetividad y objetividad, en tales condiciones que su confrontación ayude en la construcción de un verdadero sujeto etnográfico, ya no como ficción, sino como un sujeto objetivante que se fundamenta en sus relaciones sociales. Solo así puede darse, entonces, una práctica transformadora que verifique la validez, tanto del conocimiento como del sujeto. En la medida en que el desarrollo de esta práctica muestre la validez de la orientación de la acción del sujeto, se convierte en lugar real, y no solo declarado, de encuentro entre objetividad y subjetividad. Se trata de conocer en el proceso mismo de cambio, pues la práctica es la principal generadora de conocimiento. La orientación no es la de conocer primero para después aplicar ese conocimiento para cambiar.
VIDA Y CONOCIMIENTO
Es necesario ahora examinar la relación entre vida y conocimiento, para entender el replanteamiento epistemológico del trabajo de campo que se concretiza en la metodología de “recoger los conceptos en la vida”, que ya he mencionado más arriba. Llamo de nuevo la atención sobre dos elementos de la concepción indígena al respecto. El primero plantea que el conocimiento existe objetivamente en las cosas, en lugar de ser una producción humana, como se lo considera en Occidente. El segundo hace referencia a que este conocimiento se expresa con cosas-conceptos, con elementos materiales que hacen parte de la vida cotidiana de la gente. Es por eso que, para acceder a ellos, para “reconocerlos”, esto debe hacerse en la vida misma, lo que hace necesaria la convivencia con las sociedades con las cuales se investiga y, de esta convivencia, un elemento esencial en el proceso de conocimiento.
Lo contrario es lo que se piensa en la antropología. Para Lévi-Strauss, por ejemplo, la vida no tiene ningún valor explicativo, por eso se hace necesario trascenderla para poder conocer, para acceder a la realidad oculta; en ese proceso hay que pasar de la vida a la realidad, que no es visible, mediante un proceso de reducción. Se trata de reducir la vida a la realidad, las formas al contenido, que está constituido por modelos teóricos, por matrices. Aunque la vida concreta es el punto de partida, esta no vuelve a jugar ningún papel en el pensamiento lévistraussiano. De ahí en adelante, el pensamiento teórico es el único instrumento para conocer. El trabajo de campo constituye, pues, la puerta de entrada al conocimiento de la realidad, a la vez que es un obstáculo para el mismo; por eso se deja de lado la vida, los elementos que la componen, los cuales no tienen significación por sí solos, únicamente dentro del todo, de la estructura. Esta constituye el enlace de estos elementos, que generalmente son constantes; lo que se modifica son sus relaciones, sus combinaciones, aunque estas se dan de acuerdo con leyes universales.
Otro aspecto importante que nos interesa en la concepción lévistraussiana es la atribución al ser humano de la característica de obrar al nivel del pensamiento inconsciente para la producción de su mundo social; por lo tanto, es claro que no concibe al hombre como sujeto de su propia historia, sino como objeto pasivo de las circunstancias, cuyas determinaciones son, en lo fundamental, biológicas, lo que hace de su teoría un antihumanismo.
Inicialmente, Lévi-Strauss busca en los indígenas una alternativa de vida, decepcionado como estaba de su sociedad; pero llega a la conclusión de que no hay sociedad perfecta y que no tiene por qué tolerar entre los indios lo que no tolera en su propia sociedad. Su nueva idea es que el antropólogo construye un modelo de sociedad; pero corresponde a otros tomar ese modelo para buscar el mejoramiento de la vida de su sociedad, trabajando por acercarla a él. Para construir ese modelo, toma elementos de todas las sociedades, descontextualizándolos en cuanto a tiempo y espacio, es decir, arrancándolos de la vida donde estaban insertos. Eso permite que dicho modelo sea aplicable a cualquier sociedad en cualquier época y cualquier lugar, en un proceso claro de deshistorización. Es decir que el estructuralismo en cuanto tal no transforma, no vuelve a la realidad; así ocurre con el mismo Lévi-Strauss, quien jamás vuelve a realizar un trabajo de campo etnográfico como el que dio origen a su libro Tristes trópicos (1970).
En cambio, para Marx, la vida oculta la realidad y al mismo tiempo la manifiesta, pero presentándola como no es. En su método, entonces, va de lo concreto real a lo concreto pensado mediante un proceso de reducción, que difiere por completo del que emplea Lévi-Strauss. Si para Marx la vida concreta no es la explicación, sí es lo que debe ser explicado. Hay, pues, entre ambos autores una similitud formal, pero no metodológica, así Lévi-Strauss afirme que una de las fuentes de su pensamiento, junto con la geología y con el psicoanálisis de Freud, es Marx.
Dando relieve a la vida, los guambianos afirman que conocer es recorrer; pero hay dos formas de hacerlo: una, como el cotidiano caminar para realizar las tareas de la vida; la otra, como metodología de investigación. Los recorridos constituyen una forma de conocimiento, sean ellos físicos o realizados con la mente, aunque ambos tipos no se dan por separado. Así ocurre con el tejido de los arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta; los hombres se sientan a tejer en su telar y, mientras sus dedos tejen la vida, su mentes viajan para conocer las fuentes de la misma.
Este carácter de los recorridos como metodología de conocimiento entre los guambianos se fundamenta, también, en el hecho de que la historia está impresa en el espacio. Y como forma de recoger los conceptos en la vida. Como Marx lo planteó, no hay una separación entre el proceso de vivir y el de pensar o conocer la vida, aunque haya distinción entre ellos. Cuando es etnógrafo el sujeto que conoce, pero no vive la vida de la sociedad que investiga, determina que el proceso de investigación y conocimiento se construya aislado de la vida, cuando debería hacer parte de ella. En Guambía, investigación y conocimiento hacen parte de la vida, en la medida en que están en función de la lucha. En general, es posible afirmar que en las sociedades indígenas el aprender se da viviendo en lo cotidiano; el conocimiento es obra; se aprende a pensar las cosas haciendo cosas.
La antropología posmoderna, sobre todo en la concepción de Tyler (1992: 292-294), lleva al extremo las posiciones antivitalistas del formalismo estructuralista y habla no de conocimiento sino de evocación, pues plantea que no hay ningún referente objetivo en el pasado del texto, sino que este es mera creación. Para él, se trata de una especie de nostalgia, porque es un proceso de creación donde lo que cuenta son los sentimientos del etnógrafo; los hechos son un pretexto para dejarlos correr. Por eso se refiere a la estrecha cercanía entre la etnografía y la poesía; en estas condiciones, la etnografía resulta ser más bien un arte que una producción de conocimiento científico.
Contra las pretensiones de la etnografía del tipo Malinowski, que se propone recrear la realidad en forma veraz mediante el texto, Tyler es enfático en afirmar que la evocación no puede traer la realidad al aquí y al ahora; para él, en el mejor de los casos la realidad es una representación y no una presentación y ninguna representación plantea los problemas de ser o no confiable. La etnografía, entonces, no permite conocer ni es esa su finalidad; lo que posibilita es la construcción de una imagen de lo etnografiado. Con mayor razón rechaza la posibilidad de que se otorguen a la representación finalidades políticas, es decir, que su objetivo esté encaminado a la transformación.
Al contrario, en mi trabajo, el punto de vista que lo guía considera que no hay discontinuidad entre vida y realidad, aunque no son la misma cosa; la realidad solo existe como vida y solo puede experimentarse legítimamente viviéndola. Solo a través de la sensoriedad: vista, olida, tocada, etc., puede vivirse la realidad; pero quedarse en este nivel significa que no se la comprende. Para conocer qué es lo que mueve esa vida, se hace necesario pensarla además de vivirla; de otro modo no es posible explicar por qué es como es.
Lévi-Strauss tiene razón en que la vida en sí misma no suministra su propia explicación, cosa en la que coincide con Marx. La vida es incomprensible en sí misma, por eso hay que ir más allá, buscar aquello que muestra, al mismo tiempo que se empeña en ocultarlo; sobre esta base es posible volver a ella para verla con otros ojos, iluminados de conocimiento, pero hay que regresar de nuevo a la vida misma para transformarla, pues solo con el pensamiento no puede cambiarse nada.
Esto implica que el proceso de fetichización de la realidad no es meramente, como algunos consideran, un proceso mental, una falsa conciencia de la realidad, sino que se trata de un hecho que existe en la vida cotidiana, y esto origina su correlato en la conciencia, en el universo de las ideas. Por eso no es válido el principio de la etnografía tradicional de observar allá y conocer aquí, pues la vida misma es principio, medio y finalidad del conocimiento.
LUCHA INDIA, TERRITORIO Y SABER
Ya en mi libro sobre los jaibaná de los embera (Vasco 1985) planteé la indisoluble relación entre tiempo y espacio que se presenta en esta nacionalidad indígena, en la cual la categoría tiempo no tiene una expresión propia, independiente, sino que necesariamente lo hace en relación con el espacio, categoría esta que ocupa el lugar preponderante.
Más tarde, al vincularme con el movimiento indígena del suroccidente, pude darme cuenta que esta asociación también existe entre ellos y que se expresa, por ejemplo, en la idea de que la historia está impresa en el territorio, razón por la cual para lograr el conocimiento de aquella se hace necesario recorrerlo. Para poder tener las bases de conocimiento necesarias para participar con eficacia en el apoyo de las luchas de recuperación de las tierras de los resguardos, fue necesario realizar permanentes recorridos por diferentes espacios, entre ellos los que se dieron a lo largo de los linderos; así ocurrió en Nariño, con los pastos, en un extenso viaje que tuvo su inicio en el resguardo de Males y se extendió hasta las zonas cálidas limítrofes con los kwaiker; pero también en Guambía, con agotadoras caminatas por los filos de las montañas del páramo y con el ascenso a los cerros más altos.
A mi llegada a Guambía para participar en el trabajo de recuperación de la historia, una mayora, al enterarse de los propósitos de mi estadía, se condolió porque seguramente me iba a cansar demasiado. Al preguntarle por el significado de su afirmación, me respondió: es que para conocer hay que caminar mucho. El desarrollo de la investigación me mostraría que aquella mayora había dado en el clavo acerca de lo que constituye una metodología propia guambiana de conocimiento, seguramente presente también en otras sociedades indígenas. En ellas, el recorrer no solamente permite conocer —oír— el territorio, sino que también es el eje fundamental de su constitución como tal, de su construcción.
Algún tiempo después, algunos mayores guambianos me explicaron más a fondo cómo había que entender este procedimiento, y concluyeron afirmando que una de las causas de la pérdida del conocimiento de las tradiciones y de las formas propias de vida guambianas había que buscarla en el hecho de que la gente de hoy ya no camina, pues sólo le gusta desplazarse en diferentes vehículos, con lo cual se rompe la comunicación con la tierra, una de las fuentes esenciales del conocimiento.
Igualmente, esa relación vital entre espacio y tiempo suministra la explicación de por qué la lucha por recuperar el territorio condujo muy pronto a tomar conciencia de la necesidad de recuperar también la historia. La cadena de relaciones fue, pues, la siguiente: para recuperar el territorio no solo hay que arrebatarlo de manos de los terratenientes, sino también relacionarse con él de una manera propia, para retomar ésta hay que recuperar también la historia, que está impresa en el territorio, por lo cual se hace necesario recorrerlo en forma permanente.
Una parte central, que también se constituyó en el comienzo de ese proceso en Guambía, consistió en la recuperación de la toponimia, de los nombres de los lugares en la lengua wam. Cuando llegué, en agosto de 1987, ese trabajo ya había sido emprendido por el Comité de Historia en su actividad con las escuelas del resguardo; en ellas, maestros, alumnos y padres de familia habían caminado las tierras de su vereda para dibujar mapas de las mismas, colocando en ellos los nombres de los sitios en lengua guambiana. Estos mapas se presentaron a toda la gente durante una asamblea y, posteriormente, se expusieron en el Museo-Casa de la Cultura.
Allí estaban cuando iniciamos nuestro trabajo de recuperación de la historia en la “oficina” que nos fue asignada por el cabildo, vecina del Museo. En un descanso, en uno de los primeros días, los estuve observando y me llamó la atención el nombre en castellano de un cerro: los Tres Jóvenes, Maatseretun, en lengua wam. Pregunté a los compañeros del Comité por la historia de ese cerro y me respondieron que no había ninguna; yo aseguré —¿deformación profesional?— que tenía que haber una narración al respecto. Un día, cerca de tres semanas después, uno de los compañeros llegó con la noticia de que sí había un relato que explicaba la razón de ese nombre. Y nos dijo que la víspera, cuando iba para su casa, se encontró por la carretera con un mayor y se fueron conversando; ya iban adelante cuando a lo lejos, en un atardecer muy claro, se recortaron contra el cielo los Tres Jóvenes y el mayor le dijo que había una historia y se la contó.
A partir de allí encontramos que no bastaba con retomar los nombres de los lugares en la lengua propia, aunque esto era importante porque muchos habían caído en desuso y ya no se recordaban, al menos por parte de los jóvenes, sino que también había que recuperar las historias de esas denominaciones, historias que eran, al mismo tiempo, parte de la historia de los guambianos y de su construcción territorial. Pero había más aún, pues esos relatos fundaban el papel que cada lugar, que cada espacio, desempeñaba en la vida guambiana. Así, el Maatseretun era el sitio al cual, por tradición, debían acudir los jóvenes al llegar a una cierta edad con el fin de conocer cuál iba a ser su camino en la vida, costumbre que ya muy pocos seguían, a lo cual algunos mayores atribuían gran parte de la desorientación en que se encontraba la juventud.
Con esta base, se programó un amplio conjunto de recorridos hasta abarcar la totalidad de las tierras del resguardo, uno de cuyos objetivos era recuperar los nombres ligados a los distintos lugares. En estas caminatas participábamos los miembros del grupo de trabajo de la investigación, acompañados por mayores que vivían y/o trabajaban en esas tierras y que las conocían; en ocasiones se nos unieron otros guambianos y guambianas que también deseaban conocer su territorio. Por el camino, los mayores iban contando los nombres y las historias y discutiendo acerca de los mismos, pues no siempre todos coincidían en las denominaciones o en los porqué de las mismas. Todo esto se iba dibujando y anotando para, más tarde, confrontarlo con grupos más grandes, hasta llegar a pintar el mapa de todo el resguardo, con sus correspondientes historias, que hablaban de la formación del territorio guambiano a través de la actividad de sus pobladores y de la manera como lo habían manejado y lo manejaban los guambianos de hoy en su vida diaria.
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RECOGER LOS CONCEPTOS EN LA VIDA
En una ocasión, pregunté a unos guambianos con los cuales había estado reunido cuál era el mejor camino para ir desde ese lugar hasta la casa de un compañero en otra vereda; uno de ellos me explicó que bajara por la carretera hasta llegar a la “horqueta de la virgen” y que allí tomara el camino de la derecha hacia arriba. Recordé que a poca distancia, en esa dirección, había un cruce de caminos y que en la esquina que éstos formaban se levantaba una estatua de María Inmaculada, seguramente colocada allí por las religiosas de la Madre Laura, con lo que la indicación me quedó clara; pero, para mi sorpresa, la reacción de los demás guambianos ante ella fue de extrema hilaridad; una y otra vez repetían, tanto en wam como en castellano, “la horqueta de la virgen”, y cada vez sus carcajadas eran más fuertes y prolongadas, sin que yo pudiera entender en dónde estaba el chiste de esa expresión.
Cuando conté a los compañeros del Comité lo que había pasado, tampoco ellos pudieron contener la risa, pero finalmente me explicaron el significado del concepto de utik, horqueta, que tiene un claro sentido de generación, de procreación. Cuando una hija soltera se va de su casa y después regresa llevando un hijo cargado en la espalda, el papá y la mamá le dicen utikmisra arrinkon, que se fue por un ramal de la horqueta y regresó por el otro; se fue sola y se ramificó; ya no es virgen. De ahí que cuando las monjas erigieron la estatua de la virgen inmaculada en el sitio más estrecho de la confluencia de los dos caminos, seguramente no sabían que estaban haciendo un chiste, pero no en forma oral sino material.
Un tiempo después, en uno de los recorridos atravesábamos las tierras recuperadas al terrateniente Suszman rumbo hacia La Clara. En una planada podían verse varios caracoles sobre la tierra negra y húmeda; uno de los guambianos me dijo que ese sitio se llamaba srurrapu, caracol, nombre que atribuí a la presencia de los caracoles de tierra. Pero, un poco más arriba por el mismo llano nos desviamos del camino para entrar en un lote que estaba en descanso y cubierto de hierba. Allí, los compañeros levantaron el pasto con sus machetes y apareció una gran piedra casi plana con su superficie cubierta por completo con petroglifos espiralados, srurrapu dijeron ellos al mostrármelos. Y uno de ellos agregó: “Esa es la historia, un caracol que camina”.
Esta afirmación se haría más clara aquella vez que encontramos a una mayora caminando por la carretera y con su cabeza cubierta con un sombrero propio guambiano, kuarimpoto, que se fabrica tejiendo en espiral, caracol dicen los guambianos, una larga cinta de hoja de caña brava trenzada, y el mismo compañero a quien me referí en el párrafo anterior explicó que en ese sombrero “se puede leer la historia”.
Así, en la diaria convivencia e interrelación fueron apareciendo muchos más de estos elementos, que he llamado cosas-conceptos, con los cuales los guambianos piensan el mundo y expresan, como en sus historias propias, las abstracciones que condensan sus conocimientos abstractos, teóricos; aunque precisamente el empleo de esta forma de conceptualizar ha llevado a algunos antropólogos a plantear que los indios no tienen pensamiento abstracto o que su pensamiento es prelógico, como analizaría Lévi-Bruhl (1974).
En el proceso de detectar, de “descubrir” y recoger un concepto de esta clase, se indagó y se discutió en qué otras circunstancias de la vida guambiana se manifestaba y cuál era su significación en cada una, para así ir entendiendo cuál es la abarcadura de conocimiento que se encierra en él.
En el momento en que se necesitó un cuerpo conceptual que sirviera de guía para el análisis y, luego, para estructurar sobre su base todo el conocimiento que iba resultando del trabajo de investigación, las cosas-conceptos de los guambianos, tanto los de utik, srurrapu, kuarimpoto, que he mencionado arriba, como otros que recogimos en similares circunstancias a las que acabo de describir, tales como máyaleo, lata-lata, linchap, kanto, constituyeron la base teórica para ello, en un duro y largo proceso que los confrontó con los míos propios y con otros que surgían de la bibliografía que leímos y discutimos durante esos años.
Ya bien avanzado el proceso de conocimiento, en un taller con funcionarios del gobierno que trabajaban con los guambianos, alguno de aquéllos preguntó acerca de las relaciones de la sociedad guambiana con la sociedad colombiana y cómo definían los guambianos lo que era comunidad. Al día siguiente, uno de los guambianos solicitó la palabra para responder a las preguntas formuladas la víspera y se extendió sobre los principios que orientan la vida guambiana y qué ha ocurrido con ellos bajo la explotación por parte de las clases dominantes de la sociedad colombiana. Para hacerlo, tomó el concepto de Gran Flota Mercante o Flota Mercante Grancolombiana, que recordó de una noticia radial de la víspera, y lo convirtió en el elemento teórico que le permitió analizar la relación entre sociedad guambiana y sociedad colombiana, tomando en consideración el mercado como la base de las relaciones de sujeción y explotación de la primera por parte de la segunda. En esta dirección, la Flota Mercante Grancolombiana resultó ser la clara materialización del capital mercantil, efectivamente predominante en una región como el Cauca, con bajísimos niveles de desarrollo industrial y, por supuesto, de avance del capital financiero.
Más todavía, el compañero explicó que todo ese análisis había sido elaborado la noche anterior en la cocina de su casa, conversando con su familia sobre los contenidos que se habían trabajado en el taller durante ese día (Dagua 1991). Ante nuestros ojos asombrados, el compañero guambiano creó y puso en acción una de esas cosas-conceptos que caracterizan el pensamiento guambiano, como el de otros indígenas.
La vida cotidiana es profundamente variada, pero tiene elementos estructurales que no son invisibles. Hay cosas que se repiten una y otra vez de modo casi invariable y que son claves. Se trata de buscar estos elementos en el lugar donde están, en la vida cotidiana, donde pueden ser objeto de experiencia; son los verdaderos “ordenadores” de la vida social.
Recoger los conceptos en la vida no se refiere a un pensamiento encapsulado en la lengua, sino al pensamiento práctico, que a través de la palabra, como en encuestas, entrevistas y similares, solo puede alcanzarse en forma muy restringida. Se hace necesario vivir con la gente su vida cotidiana, compartir actividades y trabajos, pues en ella está su pensamiento, aquel que algunos llaman en forma errada pensamiento étnico, y complementarlo con la observación. En las actividades cotidianas, este pensamiento se recoge como acciones y objetos, con los cuales está ligado a través de los “usos y costumbres”, que le dan permanencia y continuidad. Allí, la palabra tampoco se ha desprendido del pensamiento.
Cuando uno mismo vive esta vida y sus dificultades y problemas, y trabaja junto con los indígenas en busca de su solución, a medida que se van recogiendo los conceptos y se van confrontando en la discusión con los propios de Occidente, que uno lleva necesariamente en su cabeza y no puede dejar en casa, aunque algún etnógrafo haya recomendado alguna vez “poner la mente en blanco”, las concepciones de uno mismo se van modificando, va transformándose su manera de pensar y, por supuesto, de actuar o, mejor dicho, en ese recoger los conceptos en la vida, uno va viviendo distinto y de una manera metodológica, o sea, deliberada, va pensando de otra manera, en un proceso en el que uno retoma muchos elementos del pensamiento indígena para hacerlos suyos. Esto implica que uno va haciéndose como ellos y, no podía ser de otro modo, que aquellos con quienes uno vive y trabaja van haciéndose también como uno. Sin temor a exagerar, puede afirmarse que si uno sale del trabajo con los indios, tanto en su manera de vivir como de pensar, igual a como llegó, perdió la parte fundamental de su trabajo.
Es inocultable que todo este proceso de conceptualización y abstracción nace y se nutre de un modo directo de la vivencia comunitaria misma, lo que hace necesario que en un trabajo de conocimiento haya que participar de esta vida como parte de la propia y, por consiguiente, también que sus dificultades y esperanzas se hagan las de uno. Cosa que difiere considerablemente de la observación participante de los etnógrafos, la cual resulta ser solamente una táctica para una más eficaz recolección de la información, tanto porque así es posible ganarse la confianza de la gente, como porque puede verificarse en forma más tangible la información correspondiente.
Así mismo, es distinta del llamado acompañamiento (Andrade 1993: 2-3), porque con este aún se trata de un acompañar durante cierto tiempo la vida del otro, sin que sus problemas lleguen a ser también los del investigador.
Pero recoger los conceptos en la vida no hace referencia exclusivamente a lo que tiene que ver con el conocimiento de la sociedad guambiana concebida como se la suele pensar desde afuera, sino que se relaciona con otros aspectos de ella, por ejemplo el que llamamos naturaleza, de la cual los guambianos se sienten formando parte, así como lo expresó en alguna ocasión el taita Lorenzo Muelas: “la naturaleza no nos pertenece, al contrario, nosotros pertenecemos a ella”.
Todos los elementos que constituyen esta naturaleza son, para los guambianos, seres animados, vivos, semejantes a la gente; de ahí que para conocer este aspecto de la vida guambiana haya que relacionarse directamente con estos seres, con páramo, con aguacero, con viento, etc., etc. Por esto, al poco tiempo de iniciado el proyecto de nuestra investigación, tuvimos que ir al páramo para conocernos mutuamente. Ese día, páramo, nube y viento salieron a recibirnos con fuerza, azotándonos durante todo el recorrido y relacionándose con nosotros de distintas formas. Por la noche, de regreso, los compañeros guambianos concluyeron que “el páramo los desconoció”, pero, aseguraron, una vez conocidos, la próxima vez nos trataría mejor. Similares experiencias hubo que realizar en relación con las lagunas, con los cerros y otros seres, a los cuales fue necesario consultar e interrogar varias veces, y de los cuales se recibían sus “señas”, sus indicaciones, en distintos sitios de nuestros cuerpos y de distintas formas, cada una de las cuales significaba que nos estaban diciendo algo.
Por eso, los guambianos, cuando se refieren a ciertos cerros importantes de su territorio, dicen que “esas montañas hablan muchas cosas”; los cerros más grandes, con sus rugidos y fortísimos estremecimientos, son anunciadores de lo que va a pasar; todo esto es necesario aprenderlo a escuchar, pues unas veces se escucha con el cuerpo, y no solo con los oídos, pero en otras ocasiones esos seres hablan directamente a nuestro pensamiento a través de los sueños y otras formas de comunicación.
ESCRIBIR EN ETNOGRAFÍA
Ya he planteado que para el postmodernismo la esencia de la práctica etnográfica se encuentra en la escritura. Hace una sobrevaloración del texto con relación al trabajo de campo y, aun, con relación a la tarea de análisis, y llega al extremo de proponer la lectura de las sociedades o culturas como si fueran textos. En general, replantean la escritura sin replantear su contenido ni las relaciones de poder, es decir, se trata de un formalismo que no transforma ni se propone hacerlo.
Para ellos, el descentramiento de la autoridad se da solo en el texto, pero no en la realidad, lo cual implica que es el autor quien emplea su autoridad para desautorizarse a sí mismo, en un claro movimiento ideológico que, en el fondo, constituye un engaño. El diálogo que algunos de ellos plantean no es otra cosa que un monólogo del etnógrafo consigo mismo, pero que toma al indio como intermediario, como pretexto.
Duvignaud (1977: 227-246) ha mostrado cómo las luchas guerrilleras que se desarrollaron a partir de los años cincuenta del siglo pasado en las sociedades campesinas e indígenas, conceptualizadas antes como sociedades tradicionales, conservadoras, reacias al cambio, les permitieron convertirse en sujetos sociales de su propia historia. Según él, estas luchas cuestionaron la caracterización de la cultura y mostraron el carácter ficticio de los objetos de conocimiento de la antropología, con lo cual estas sociedades arrasaron con la visión de su exotismo, de su rareza. A partir de ahí, la antropología no puede seguir basándose en la estabilidad que encierra el concepto de cultura, sino en el cambio. La descolonización obliga a replantear las relaciones entre observador y observado. Si era válida desde el principio, aunque no se aceptaba explícitamente ni se tenía en cuenta, ahora se impuso la realidad de que los objetos de estudio no son separables de nuestra realidad ni se pueden pensar como exteriores a ella, pese a que se los describe sin darles participación.
En mi criterio, los etnógrafos posmodernos, y aun algunos que no lo son o no del todo, se han refugiado en la escritura ante su incomodidad frente a la rebelión de los colonizados, de sus objetos de estudio, que se han levantado y han echado a caminar por sí mismos, haciéndose sujetos de su vida. Ahora desean, como el Gatopardo, cambiarlo todo para que nada cambie.
El estar allá, es decir, el trabajo en el terreno, se ha visto afectado por la descolonización, que ha erosionado los fundamentos mismos del hacer de la etnografía al plantear una pregunta inédita ¿quiénes somos nosotros para describirlos a ellos?; pero, al mismo tiempo, que ha puesto en duda la posibilidad misma de estar allá y, en caso de que sea posible, que se pueda continuar desarrollando el trabajo en las condiciones y con los criterios e intereses del etnógrafo.
Pero la etapa posterior al campo, el estar aquí, también ha sido afectada al ponerse en duda la validez de la representación que se realiza con la escritura, es decir, al cuestionarse los fundamentos epistemológicos mismos de este último momento de la etnografía. Si para Malinowski conocer al otro es conocerse a sí mismo, pues la cultura es un producto consciente en la medida en que se toma conciencia cuando se conoce al otro, hoy se plantea, en especial por algunos posmodernos, que la antropología no es el conocimiento del otro real sino sólo una creación del etnógrafo que lo rehace en términos de la sociedad a la que este investigador pertenece, que la antropología que se hizo anteriormente dice más del etnógrafo y de su sociedad que de los otros, algo que posiblemente sea cierto si se acepta que toda la etnografía anterior implica, más que un conocimiento científico, el pensamiento alienado de Occidente sobre el otro no occidental, como dice Marx que ocurre con el discurso religioso actual acerca de los dioses, que es realmente un discurso sobre el capitalismo.
ESCRITURA, IMAGEN Y SOCIEDAD
Efectivamente, la escritura está socialmente determinada, tanto en lo que se dice como en el cómo se dice. La sociedad occidental ha producido la imagen del otro que necesita para sus propósitos, con la mediación de la antropología. El indio del etnógrafo no es el indio real, es la imagen del indio que el capital necesita infundir y difundir en un momento dado para su dominación, por eso es cambiante.
Así lo reconocen algunos etnógrafos, para quienes el otro no es el otro sino una imagen, una representación de nosotros mismos. Se trata de imágenes virtuales pragmáticas, que causan efectos. Aún hoy, existen descripciones etnográficas hechas por los propios indios con el fin de obtener recursos, como aquellas sobre el indio perfecto ecólogo.
Vista de este modo, la etnografía aparece como un sistema de producción de imágenes, de representaciones de la realidad; por lo tanto, sus productos no son la realidad sino imágenes de ella, que no constituyen simples retratos. Pero los posmodernistas van más allá y aseguran que la representación es un discurso libre y subjetivo, que no pretende tener una relación con la realidad y para el cual ésta es solamente un pretexto para su existencia. En cambio, para la mayor parte de las sociedades indígenas no hay una separación entre representación y realidad; discurso e imagen son la realidad, pues ya se vio que no hay una separación entre realidad y pensamiento, entre realidad y discurso. El conocimiento científico, por su parte, pretende una concordancia entre conocimiento y realidad.
Aparecen enfrentados, pues, criterios diferentes acerca del carácter epistemológico de la representación etnográfica, que discuten sobre si esta expresa o no un conocimiento de la realidad y, si es así, cuál es la relación entre uno y otra.
Para la etnografía posmoderna más radical, sin embargo, este dilema carece de significación, pues no pretende ser ciencia. Al postular, incluso, que no se trata de texto sino de discurso, la interpretación abandona toda intención explicativa, desvinculando realidad y conocimiento al pretender que todos los conocimientos son válidos, ya que el conocer es por completo subjetivo. Es decir que han abandonado la búsqueda que adelantó por años la antropología persiguiendo la objetividad de su conocimiento. De ahí que algunos ubiquen la antropología actual en el campo del arte, pues esta no debe buscar el mostrar las cosas como son, sino partir de la realidad como punto de inicio y apoyo para crear una imagen subjetiva de cómo los artistas-antropólogos ven el mundo, cada uno con su propio estilo; es decir, de antemano se postula que las imágenes que se producen no pretenden ser representaciones.
Uno de los argumentos más fuertes que aducen en apoyo de esta posición se basa en que la realidad es caótica, puesto que no existen relaciones estructurales y sus elementos están sueltos; toda congruencia entre las partes es inventada, es una construcción, como ocurría con el concepto de cultura de la antropología clásica; lo que existe no es una comunidad o una sociedad, sino el caos. Cabe recordar aquí que Marx (1971b: 41) ya había planteado que estas visiones caóticas de la realidad resultan de tomar en cuenta únicamente las relaciones superficiales entre los elementos externos de la realidad, concepción que caracteriza sin lugar a dudas a los formalismos.
Suponiendo que la etnografía posmoderna tenga razón en que su trabajo solo crea imágenes de la realidad y no conocimiento, todavía hay que plantearse el problema acerca de qué clase de imágenes crea y cuál es su efecto. Distintos autores, como Vine Deloria (1975: 91-114) y Andreski (1973: 39-51), han analizado en forma extensa el poder de manipulación de la descripción etnográfica, que fabrica imágenes que no concuerdan con la realidad, pero que sí producen cambios en las comunidades, que buscan parecerse a tales descripciones para obtener beneficios, incluso para conseguir su reconocimiento como indios; todo ello como consecuencia de las relaciones de poder, de dominación, que se ejercen sobre ellas. Las clases dominantes solo reconocen al indígena si se parece al imaginario existente y que han creado los antropólogos.
En Colombia, la lucha indígena incluyó la reivindicación de que se los reconociera como indios con base en sus propios criterios y no por un aval dado por la oficina de Asuntos Indígenas con fundamento en las imágenes y conceptos de los antropólogos, como ha vuelto a suceder en el presente, al contratar esa oficina nuevos equipos conformados por antropólogos y abogados para certificar acerca del carácter indígena de algunas comunidades del Putumayo. Todo esto tiene estrecha relación con los procesos de reindianización y recuperación cultural, que están marcados a veces por criterios externos, pero que el estado busca impedir o revertir porque, se afirma, “hay ya demasiados indios en Colombia”.
Tales imágenes, sin embargo, no son puras ni aisladas entre sí; al contrario, existe una contaminación mutua entre las imágenes propias y las externas a través, por ejemplo, de los medios de comunicación, y también de la actividad directa de los mismos etnógrafos. Así mismo, existe la posibilidad de que la imagen de la etnografía no coincida con la realidad en el momento en que se produce, pero sí lo haga en el futuro, precisamente a través de los efectos que tiene, como ya mencioné, sobre las comunidades. Estas visiones externas coexisten con lo propio, como ocurrió, por ejemplo, cuando en una celebración, niños guambianos bajo la orientación de sus maestros, monjas entre ellos, dejaron a un lado sus vestidos propios y se vistieron con plumas y taparrabos para verse como indios.
Pero la imagen escrita también causa efectos sobre el dominante que hace la descripción. Así se dio en el siglo XIX, por ejemplo, con ecos que duran todavía, con el discurso acerca de la benéfica acción civilizadora de los occidentales sobre los salvajes, que sirvió como argumento moral, ante los ojos de los propios colonizadores, para justificar la colonización de los aborígenes.
¿QUÉ HACER CON LOS RESULTADOS DE LA INVESTIGACIÓN?
En mi criterio, uno de los motivos de este divorcio que se propone entre realidad y conocimiento se encuentra en la gran distancia espacial y temporal que ha establecido la antropología entre el trabajo de campo y el análisis de la información y la escritura. Incluso, puede observarse cómo los posmodernistas extremos reducen la etnografía al momento de la escritura, suprimiendo el análisis de la información, que ya no es necesario pues no se piensa en un proceso de conocimiento; otros se limitan a presentar los datos directamente, apenas con un ligero ordenamiento, si hacen alguno, para permitir, alegan, que los lectores se formen sus propias representaciones o evocaciones.
De acuerdo con lo que he venido analizando y con el replanteamiento epistemológico del trabajo en terreno, que lo hace una metodología en lugar de solo una técnica, unido a la experiencia de mi trabajo con los guambianos, de lo que se trata es de reunir los dos niveles, que ya no etapas, en el lugar y en el momento del trabajo de campo; lo cual no implica que no se distinga entre ellos, pues cada uno tiene sus especificidades. Por supuesto, esto va en contradicción con los planteamientos de los posmodernistas, pues concibo que la etnografía no es la escritura, que esta no es lo fundamental, sino que lo esencial está constituido por el trabajo de campo, del cual tanto el análisis como la escritura son partes indisolubles.
Lo anterior implica que tanto las preguntas acerca del para qué, como aquellas sobre el para quién y el cómo, que ya analicé para el trabajo de campo, extienden su cuestionamiento hasta alcanzar la escritura, la cual debe desempeñar, entonces, un papel en el proceso de conocimiento y no limitarse a comunicar los resultados del mismo. Así, la escritura deja de ser un instrumento de comunicación para hacerse parte de la metodología de investigación, es decir, sufre también un replanteamiento epistemológico.
En Guambía nuestro trabajo partió de un problema esencial: ¿cómo relacionarse con la tierra recuperada de una manera específicamente guambiana, diferente de la propiedad privada del capitalismo? Esta pregunta contenía, a su vez, otros dos interrogantes: 1) ¿cómo llegar a relacionarse con la tierra? La solución que se proponía entonces desde afuera, en especial por el INCORA, era la adjudicación de parcelas individuales o la creación de cooperativas o empresas comunitarias. El pensamiento guambiano al respecto se fundamentaba en que “todos tienen derecho” y en que había que adjudicar su derecho incluso a los niños; y 2) ¿cómo trabajar la tierra?
Inicialmente, los guambianos propusieron una manera para avanzar en la solución de dicha problemática, incluyendo dos aspectos simultáneos: el primero de ellos, recorrer, mirando cómo cultivan los guambianos y participando en los trabajos de hoy; y cómo cultivaban en las haciendas, con el examen de los vestigios materiales del pasado (las huellas de los antiguos surcos, por ejemplo); y, el segundo, hablar y discutir con la gente, especialmente con los mayores, acerca de cómo eran las relaciones con la tierra y el territorio, incluyendo las formas de cultivo.
Pero quedaba el problema de qué hacer con todo este material. ¿Acaso convertir en escritos lo oral, a través del diario de campo y de las fichas? Al comienzo se sistematizó en carteleras, porque la idea original era la construcción de los mapas parlantes. Finalmente, como ya he explicado, el Cabildo no permitió seguir trabajando así y pidió cartillas para la población y para los maestros y las escuelas, escritas unas en guambiano y otras en castellano. Para nuestro trabajo, esto representó un problema de difícil solución.
El paso de lo oral a la escritura es un proceso de traducción que va del indígena al etnógrafo, a través de una mediación, de un puente, que es el diario de campo. Cuando se graba, se obtiene un registro más amplio, pero la desgrabación también es escribir. Las fichas son un estadio intermedio entre el diario y la escritura propiamente dicha, ellas rompen la forma de agrupamiento de la información dada por la vida, orden que el diario recoge parcialmente, e introducen una nueva, fundamentada esta vez en los conceptos del etnógrafo o en la interpretación que este da al conjunto de los contenidos del diario. Pero tal traducción no es necesaria ni exclusivamente de sentido; lo es de un código a otro, lo cual implica una elaboración.
Lo oral contiene una serie de elementos que no tienen que ver directamente con las palabras mismas: entonación, postura, expresión facial y corporal, etc. Signos como las comillas, las interrogaciones y admiraciones que se emplean en la escritura, tratan de suplir esta dificultad, pero nunca lo consiguen de manera completa. En lo oral se da también un proceso acumulativo y uno de atención, así como un manejo del cerebro, que difieren notablemente entre una sociedad regida por lo oral y una regida por la escritura; en este sentido son diferentes un oyente y un lector.
Hay una flexibilidad en lo oral que contrasta con la fijeza y permanencia de la escritura. Esto permite a lo oral un permanente proceso de actualización, cambio de contenidos, modificaciones, etc., acordes con la dinámica de las circunstancias, del contexto. En cambio, la escritura sigue ahí, inalterada mientras la realidad se modifica, aunque, por supuesto, esto cambia la manera como los lectores reciben e interpretan el texto. Los artículos de revistas son un poco más flexibles en este sentido, en la medida en que tienen una distancia temporal corta entre uno y otro número, lo que les permite seguir y recoger en algún grado los cambios.
En los textos escritos no existe el trasfondo implícito que contiene lo oral. ¿A quién se habla?, ¿en qué momento? Se tienen en cuenta elementos ya conocidos en una experiencia de vida compartida entre el hablante y el oyente. Al contrario, la escritura debe contener directamente, en forma explícita, todos los contenidos necesarios para que sea entendida, pues se desconoce el universo de sus lectores y se supone que el autor no tiene vínculos previos con ellos, aunque generalmente sí se plantea a quién quiere dirigirse con su escritura; pero, entonces, cuando un texto se elabora adecuándolo a un público determinado, es de muy difícil comprensión por parte de otras personas.
EL DIARIO DE CAMPO
Además, el contrapunteo entre oralidad y escritura es un aspecto de una confrontación más amplia que se basa en relaciones de dominación de unas sociedades sobre otras y, por consiguiente, de la propia escritura sobre la oralidad. En la etnografía, estas condiciones llevaron a la necesidad de crear mecanismos para pasar de lo oral a lo escrito, cosa que se dio con la intermediación del diario de campo. El resultado es tener vida indígena hecha textos, que a veces pueden estar a medio camino entre lo oral y lo escrito, lo cual lleva a un segundo momento de escritura, una reescritura, que permite producir algo que es definitivamente un escrito; este proceso tiene lugar aquí, por fuera de la vida indígena y en medio de la sociedad a la cual pertenece el etnógrafo.
Como el ir de las sociedades orales hacia la escritura etnográfica está mediado por el diario de campo, esto lleva a la necesidad de reflexionar acerca de éste: ¿qué clase de escritura es el diario de campo?, ¿cuál es su relación con el trabajo de terreno?
Usualmente se piensa en el diario como un instrumento esencial para recoger, guardar y recordar la información que resulta del trabajo de campo; pero en realidad su papel va mucho más allá en ese proceso de objetivación que conduce de lo oral a lo escrito; constituye el primer escalón, porque plasma y fija ideas, discursos, costumbres, acciones, etc., en un ámbito material, el papel.
Se presupone que el etnógrafo, al elaborar su diario, va colocando aparte su subjetividad y plasmando en él, objetivamente, la información, que ha pasado a través de dos filtros: los órganos de los sentidos y el cerebro, es decir, la interpretación. Precisamente, la diferencia que se establece entre diario de campo y diario personal busca que el etnógrafo pueda separar lo objetivo de lo subjetivo, pero esto conlleva de todos modos un proceso de elaboración, puesto que en la vida personal ambas cosas van juntas, sin que se separen sentimiento de conocimiento, de razón.
La escritura favorece ampliamente este poner aparte, pues permite una revisión crítica de cómo lo subjetivo puede haber coloreado lo objetivo; por ello, el diario personal nunca es objeto de publicación, excepto en casos excepcionales y casi nunca por parte del mismo autor, como ocurrió con los diarios personales de Malinowski. En ocasiones, el autor retoma en sus escritos algunos apartes o contenidos de su diario personal, pero a manera de anécdotas o ilustraciones.
Todo esto ha sido poco tenido en cuenta. Al repensar la escritura etnográfica, el cuestionamiento se ha limitado al texto final escrito y no al diario de campo. Podría pensarse que esto se debe a que, se dice, el diario de campo no tiene una redacción completa, pero podemos preguntarnos si no la tiene y, si es así, ¿por qué no? Es peculiar su estatus ambiguo, que deriva de que no es una escritura aunque sea escrito. En última instancia, su propósito es mostrar la relación personal del etnógrafo con el momento y, porque está cerca a los sujetos, con la oralidad; su estructura no es la de un análisis. En él, el orden de la escritura lo da la vida cotidiana misma, que no es textual sino una estructura vivida, inconexa o incongruente si se lee de esta manera. En él están ausentes los procesos de teorización explícitos, aunque las ideas del etnógrafo necesariamente guían su pluma. Sin embargo, algunos recomiendan que se lea en las noches para incentivar la reflexión, para, sobre esta base, permitir crear un orden explícitamente escrito.
Tampoco se ha discutido si el diario de campo es imprescindible, es decir, si el paso de lo oral a lo escrito requiere de esta semiescritura. Parecería que no se puede prescindir de él por problemas de la memoria, aunque en realidad la fugacidad de ésta entre nosotros es resultado precisamente de la escritura. La grabación con la que algunos pretenden reemplazar el diario, en el fondo es también una forma de escritura, porque sola, por sí misma, es casi inutilizable y requiere de la desgrabación. Sin el diario, sería necesario desarrollar otras formas de memoria, como las que existen en las sociedades orales, “recordando” a través de la vivencia de los hechos y acontecimientos. Vivir con la gente activa esos mecanismos, caso en el cual no puede hablarse propiamente de recuerdos, sino de elementos que se utilizan en la vida y para vivir; cuando la convivencia termina, se van alejando hasta perderse.
Si se aceptaran los puntos de vista del postmodernismo extremo, lo único realmente etnográfico sería el diario personal; o mejor aún, la respuesta personal del etnógrafo a la relación con el otro, su sentimiento al respecto. Geertz (1997) piensa que Malinowski fue el primero en lograr la objetividad mediante la separación entre el conocimiento y la impresión subjetiva, lo que consiguió con la elaboración de dos diarios separados.
Parecería entonces que se tratara simplemente de la traducción de una codificación oral a una escrita, pero es también un proceso de individualización, de predominio de lo individual sobre lo comunal; a lo cual se agrega un proceso de objetivación, pues se supone que la escritura etnográfica debe contribuir a dar un primer carácter objetivo a ese conocimiento, pues, luego de escrito, el resultado cobra una existencia objetiva exterior a su autor. Lo oral, en sí mismo, no sería objetivo, sino que se objetiva cuando se escribe y sale fuera de uno mismo, pues se hace independiente del sujeto.
El código oral es más subjetivo y corresponde más a sociedades con un carácter comunitario. El código escrito tiene un carácter más individualista, como corresponde a sociedades divididas en clases; en él se dan procesos de objetivación por cuanto desprende las palabras de su autor; además, confiere a estas una permanencia. La materialidad del texto oral es más transitoria: solo dura mientras las ondas de aire están en movimiento, aunque puede perdurar impreso en el cerebro, en la memoria.
El carácter objetivo del texto escrito con respecto a su autor es retomado por los posmodernos como base para plantear su deconstrucción. Cada lector tiene la posibilidad de reelaborar el texto a su conveniencia y en forma independiente de quien lo escribió. Según ellos, el texto no dice lo que dice sino lo que el lector con sus propios criterios personales elabora a partir de él. Sin embargo, ésta es una condición general de toda escritura, en un proceso de interpretación que media entre el autor y el lector, pero la oralidad también implica elementos de interpretación, por ejemplo en relación con el contexto.
La materialidad de la escritura funda un permanente proceso de interpretación del texto, mientras que la interpretación de lo oral es más inmediata. Los textos tienen un carácter más amplio y global porque su interpretación puede, incluso, convertirse también en textos, como se da con las reseñas y las críticas, por ejemplo, incluso es posible que se formen grupos de discusión para interpretarlos.
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LOS MUSEOS: UN CAMINO HACIA LA ESCRITURA
El paso de la oralidad a la escritura en el proceso de conocimiento ha sido hasta ahora labor del antropólogo, lo que implicó la necesidad de que este se vinculara con la vida de las sociedades que quería estudiar, a través del método fundamental del trabajo de campo.
En los inicios de la antropología, la relación con los objetos de estudio se daba a través de la experiencia indirecta, mediada por administradores coloniales, misioneros, comerciantes, etc., que carecían de instrucción previa y entrenamiento; es el tipo de trabajo de alguien como Frazer. Más adelante, la mediación se dio a través de los informantes. No era un “zambullirse” en la vida de las sociedades, sino que se iba de la mano de los informantes, con la observación directa como un complemento. Pero es la aparición de la observación participante la que posibilita pasar de la oralidad y la vida a la escritura, en la cual la vida no aparece, puesto que escribir descontextualiza y abstrae de la vida la información, la cual se materializa, fija y consolida con su anotación en el diario de campo; es así como aparece el “vivir allá y escribir aquí”. La oralidad, en cambio, no puede hacer abstracción de la vida, que constituye su contexto, pues entonces carecería de sentido y no sería comprensible.
En el paso de la oralidad a la escritura en etnografía, los museos jugaron un papel de intermediación, de puente. En los primeros, cuyas colecciones fueron recolectadas directamente por el saqueo colonial, primero, y por los etnógrafos, luego, el significado estaba en los objetos mismos, sin contexto, sin discurso, sin escritura. Ahora, los museos conforman sus exhibiciones sobre la base de un guión previamente escrito y sus vitrinas y demás espacios están llenos de textos escritos. Es de anotar que, cuando los guambianos montaron su Museo, la estructura de la vivienda, centro y eje de la vida social, dio la guía de cómo ubicar y mostrar los objetos; el guión se escribió mucho después, para contar lo que allí se mostraba y por qué y para qué se hacía.
En ese momento inicial, el de los museos, solamente se presentaban los resultados por medio de objetos, pero con un nuevo ordenamiento que hacía irreconocible lo conocido, produciendo un efecto de extrañamiento, que ahora se denomina efecto museo, en el cual lo exótico no aparece como real. En esos museos, los propios indígenas representados no se reconocen, como después no se reconocerán tampoco en los textos, pues el orden etnográfico les hace extraño lo propio, al abstraerlo, al descontextualizarlo. Más tarde, se plantean relaciones entre los objetos de los museos, cosa que ya va siendo característica de la etnografía escrita. En este orden de ideas, los primeros museos constituyen una forma de etnografía anterior a la monografía escrita y estaban muy cerca de lo aborigen, pues los objetos decían directamente los contenidos. Es decir que en el proceso que va desde la abstracción hasta la escritura había una manifiesta incapacidad inicial de separarse del mundo material de las sociedades que se estudiaban, de sus objetos, de aquellos que les eran arrancados por el etnógrafo, quien los llevaba consigo a su sociedad para recluirlos en los museos. De este modo, presentaban sus resultados de conocimiento con cosas, como hacen los indios.
PODER Y ESCRITURA
Pero la expresión escrita tiene otras implicaciones. Hasta ahora se ha dado una coincidencia histórica en que las sociedades marcadas por la oralidad han sido las dominadas, en tanto que aquellas marcadas por la escritura han sido las dominantes, sin que se pueda decir que se trata completamente de relaciones de causa a efecto entre una condición y otra. Estas relaciones de dominación han implicado que sea lo oral lo que se traduce a lo escrito y no al revés, lo cual se refuerza precisamente por la pertenencia del etnógrafo a la sociedad dominante.
Pero si la posesión de la escritura no fue la causa de la dominación, ésta sí ha jugado un papel en el proceso de subordinación de las sociedades orales. Algunos autores han anotado la coincidencia entre la aparición de la escritura y la de las sociedades de clase, y hecho caer en cuenta que es entre las clases dominantes que surge lo escrito. Las primeras cosas que se escribieron, hasta donde se conoce, fueron inventarios de los bienes guardados en los almacenes o depósitos de los grandes reyes, es decir, inventarios de los productos acumulados como resultado de la explotación.
Ya he planteado que la aparición del trabajo intelectual, como una actividad especializada y separada del trabajo manual, corresponde a la formación de las sociedades de clases. La escritura tuvo un papel de importancia en dicho proceso, posibilitando el alejamiento entre materia e ideas al poderse poner éstas por escrito.
La confrontación entre lo oral y lo escrito no se da en sí misma, en abstracto, sino que está vehiculada por lo político y se presenta en el contexto de un conjunto más amplio de relaciones sociales. En las sociedades indígenas, como también ocurre entre las clases dominadas de nuestra propia sociedad, se tiene el sentimiento de que aprender a leer y a escribir funda, por sí mismo, las bases para romper las relaciones de dominación, para no seguir siendo engañados, con lo cual se hace plausible para ellas la apropiación de formas de conocimiento que les son extrañas.
En la escritura, el enfoque, el contenido y hasta la forma del texto no son completamente una construcción del autor; todo esto corresponde generalmente a las corrientes antropológicas de moda, las que, a su vez corresponden a unas condiciones sociales determinadas; o, si no, que lo diga la monofonía de los posmodernistas de hoy. Tal determinación, fragmenta, diluye y desautoriza en la práctica al autor. El autor, pues, no es autor(idad), como lo muestra el que diversos autores coincidan en la imagen que dan de los indios, según la época en que escriben, a pesar de las diferencias de personalidad, históricas y de otra naturaleza.
La monografía, por ejemplo, es un modelo estandarizado de escritura que se ha mantenido durante décadas y que todavía es exigencia en los medios académicos. Si el autor lo fuera realmente, ¿por qué escriben todos de la misma manera? O bien son muy poco autoriales o están en extremo limitados por marcos sociales muy estrechos. Los modelos de la escritura científica, incluyendo los de la etnografía, trazan los límites de esta y la reducen a ellos cuando plantean la necesidad de una definición previa de su contenido y su propósito y, luego de definir la temática principal, llevan a su descomposición en un amplio plan de temas, con un orden dado y una relación preestablecida entre ellos, lo cual quiere decir que antes de comenzar a escribir ya se sabe lo que se va a decir en el texto y cómo.
Si la etnografía ha modelado ideológicamente la existencia del sujeto etnográfico en el trabajo de campo, mediante la acción de mecanismos que ya analicé más arriba, convenciendo al etnógrafo de su propia importancia y velando su carácter de agente social, otro tanto opera en lo que se relaciona con la escritura, invistiéndolo de un carácter autorial que en verdad no tiene. La visión del “antropólogo como autor” constituye el eje fundamental que refuerza la importancia de sí mismo. Es decir que existe una congruencia en la doble ilusión del etnógrafo, la del terreno y la del texto. Pero esto incide directamente en su posibilidad de conocer aprendiendo de los indios; así lo ha captado el chamán yaqui Don Juan, tal como aparece expresado en los libros de Carlos Castañeda (especialmente en 1977b): la pérdida de la importancia personal es requisito previo para poder comenzar a aprender.
MANTENER LOS CONCEPTOS EN LA VIDA
Para enfrentar todo esto que ha sido el desarrollo dado por la etnografía hasta hacerse escrita y lo que implica, una de las condiciones es tratar de recuperar para la escritura, y en ella, ese aspecto que ha sido anulado, excluido: la vida. Uno de los caminos apunta a confrontar la separación tajante entre la vida y el diario de campo y entre este y el texto escrito definitivo, cosa posible mediante una elaboración conjunta con los indígenas, la cual no puede darse en una forma voluntarista, sino en un marco específico de relaciones sociales y de cooperación solidaria, por ejemplo, como parte de la lucha.
En lo que tiene que ver con la traducción, el diario de campo no es algo unívoco, sino que puede llevarse de dos maneras: una, en la que los hechos de la realidad se traducen en algo para mí, con mi concepción y mi vocabulario; otra que prácticamente no traduce, sino que recoge incluso el vocabulario propio indígena, pero también el contexto, la entonación, el lenguaje corporal, los énfasis. Para que el diario de campo, primera escritura, desempeñe un papel importante en la segunda escritura, uno debe ser capaz, al leerlo, de oír en su cabeza la voz del que habla, de ver en su cerebro la imagen y acciones de quien actúa.
La palabra en las sociedades orales no es solo discurso hablado sino, fundamentalmente, vida. Cuando los guambianos dicen que “la palabra de los mayores quedó silencio”, se refieren a que desde varias generaciones la gente dejó de vivir como guambianos y no a que se haya quedado muda. El pensamiento propio se detuvo, dejó de caminar, porque la gente orientó su vida por fuera de los consejos de los mayores, de la tradición.
Por eso, los procesos de recuperación que adelantan los indígenas requieren de un elemento nuevo, de la explicitación del pensamiento en una forma novedosa, como conceptos-palabras en lugar de como cosas-conceptos, que exige que la crítica sobre sí mismos adopte una forma diferente; para eso, entre otras cosas, tuvieron que escribir, para dar paso al tipo de crítica que era necesaria. Las formas anteriores estaban orientadas a dar una permanencia a su pensamiento, a conservarlo como orientación para vivir, pero no estaban hechas para su recuperación, que era la necesidad del momento.
Cuando el pensamiento es vida y se vive, la recuperación implica, después de que se ha dejado de hacerlo, volver a vivirlo; pero, tomarlo tal como se ha vivido implicaría retomar las formas de vida anterior, lo cual es imposible porque esos usos y costumbres, esa tradición, ya no corresponden a las condiciones de hoy; nadie quiere vivir así ni es posible. La vida propia guambiana de antes ya no existe; ahora hay que crear una nueva vida propia sobre la base de buscar las raíces de vida y pensamiento. Uno de los caminos para hacerlo es con los mayores, pero también con mediaciones como el Museo-Casa de la Cultura, cuyo papel, como lo definen los guambianos, es precisamente ese: dar vida; de ahí que su patrimonio sea vida, sea vivo, y no un pasado muerto como lo es para nosotros.
Esta necesidad de explicitar viene también de que muchos de los aspectos materiales de vida, en los cuales el pensamiento existía antes, ya no se encontraban en la vida cotidiana, se habían perdido. Era necesario recordarlos de otros modos, en la palabra de los mayores, que expresa su memoria, y en los recorridos, entre otros.
Aquí tuvieron, igualmente, un papel la arqueología, la etnohistoria y la búsqueda de objetos en desuso. Los mayores contaron de los usos y costumbres. Se volvieron a fabricar objetos que ya no se hacían, como muestras para el trabajo de la arqueología. Pero el recuerdo conseguido solamente de esta manera, se quedaba en el pasado: así era, así fue. Y no se trataba de volver a vivir como antes; lo que se quería era resolver los problemas de la vida de hoy de una manera propia, hacerlo como guambianos. Eso hacía necesario explicitar.
Y había que hacerlo como un conjunto de ideas abstractas, expresando con palabras esos pensamientos propios que habían existido siempre como actividades, como vida, como cosas, desarrollando formas de pensamiento que no se habían dado antes entre los guambianos. Por ejemplo, tradicionalmente, el sombrero transmitía toda una conceptualización con solo elaborarlo y usarlo. Hoy, esto ya no resultaba suficiente, aunque, por supuesto, era posible fabricarlo otra vez con base en el recuerdo de los mayores y en los ejemplares que todavía quedaban. Pero ahora se hizo necesario hablar sobre él, y escribir, para poder abstraer de ese elemento de vida cotidiana su contenido conceptual pensado. Explicitar crea una conceptualización que no existía con anterioridad en esa forma, crea conocimiento y no solo lo comunica, y posibilita encontrar nuevos tipos de relaciones entre los conceptos y entre las diversas formas del pensar. Eso obligó a que en los textos, escritos en castellano mientras la escritura en la lengua propia se crea y avanza, las palabras que expresan los conceptos claves debieran aparecer en lengua wam. Aun así, se buscó mantener en lo posible las cosas-conceptos y los conceptos en su estado práctico, como acciones de vida, y también que la organización estructural del texto escrito se diera con base en la organización del pensamiento y el discurso oral de los guambianos.
Esto tuvo apoyo en un elemento de tipo intermedio entre la oralidad y la escritura, pero que muchos guambianos, entre ellos los que trabajaban conmigo, consideran como una forma propia de escritura: los petroglifos, en los cuales aparecen caracoles, sombreros, espirales, que hacen referencia tanto a la forma de expresión como a la existencia de las categorías. Conceptos más abstractos, como mayelo, linchap, lata-lata, no se desprendieron nunca en el texto de la minga ni de la comida, en las cuales existen. En los escritos, las palabras en wam están prendidas siempre de la realidad a la cual se refieren. También los mapas parlantes mediaron en el ir de la palabra al texto.
El segundo paso en el proceso de recuperación fue mantener los conceptos en la vida. De ahí la necesidad subsiguiente de encontrar las maneras para crear nuevas actividades y formas de vida que estén acordes con esos pensamientos propios “recuperados”, pero que sean acordes también con las actuales condiciones de vida. La gente no quiere ni puede ser un museo vivo. Cuando se construye el Museo-Casa de la Cultura, que hace las veces de la palabra de los mayores, que la lleva a vivir a ese lugar que reproduce la casa propia, pero en el que los niños no viven sino que lo recorren, lo que se quiere es conseguir que el pensamiento hable de nuevo en los objetos.
Se presentan, sin embargo, muchas dificultades en el trabajo de creación de nuevas formas de vida; ahora no puede ser un proceso espontáneo, sino que requiere de una orientación y una autoridad; de ahí el papel que debe desempeñar en él el cabildo; este es, en la actualidad, básicamente letrado y cada día lo es más, de tal manera que no puede ejercer su autoridad sino en forma letrada. Por eso tiene también un nuevo papel, que antes no le correspondía, en el proceso de convertir lo oral en escrito, en pensamiento letrado. En la práctica, volcado cada vez más hacia afuera como resultado del creciente proceso de integración a la sociedad nacional que se fortaleció desde y con la Constitución del 91, el cabildo se ha convertido en un obstáculo básico para que el trabajo logre cuajar en formas propias y nuevas de resolver los problemas y de vivir. Poco a poco ha ido abandonando su papel de tata, de dar consejo a la comunidad, de orientar en las actividades diarias y, como lo expresó con claridad una mujer guambiana: “El consejo es como la comida, sin él se muere”.
LA ESCRITURA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO
De todos modos, replanteada como se empleó en Guambía, la escritura es una forma de abstracción particular que hace parte de los procesos de conocimiento, en los cuales cumple con una doble operación, un desligar y un relacionar; en ese sentido y sobre tal base, es posible plantear, explicitar y utilizar sistemáticamente la escritura como parte de la metodología del proceso de conocimiento.
Como ya lo he dicho más arriba, una característica fundamental de la escritura consiste en que al escribir es necesario abstraer; si el discurso oral es esencialmente concreto, la escritura es, por su naturaleza misma, una forma de abstracción. En la medida en que generaliza, al mismo tiempo y para poderlo hacer, descontextualiza, y debe reemplazar el contexto que elimina con formas específicas de discurso que sirvan de referencia al lector; puesto que el lenguaje oral implica la relación directa y personal entre quien habla y sus interlocutores, estos comparten unos elementos contextuales: viven en la misma época, seguramente pertenecen al mismo grupo social o a grupos relacionados y, por consiguiente, comparten unas formas de ver el mundo, de vivir, etc., elementos que la oralidad da por supuestos y por ello no tiene que recogerlos ni expresarlos; en ese sentido, lo oral se restringe a un contexto espacial, temporal y social que lo hace específicamente concreto.
La escritura, que tiene posibilidades de cobertura mucho más amplias, a diferencia de la oralidad elimina esos contextos concretos, hace abstracción de los contextos espacial, temporal, cultural, situacional y, al hacerlo, permite el acceso y la comprensión del texto a gente de otras condiciones, para lo cual debe adoptar unas formas discursivas que reemplacen los contextos por otra clase de referencias. Precisamente por eso se desarrolla como una forma específica de lenguaje, que corresponde a otras condiciones sociales y a otra situación de desarrollo de la sociedad.
Es posible darse cuenta que hay momentos en que quien realiza un trabajo de campo o una investigación, a la hora de escribir el informe no lo logra porque “no ha podido aclarar las cosas”; en realidad, no ha entendido el papel aclarador de la escritura, ni que las cosas sólo se van aclarando en el momento en que se comienza a escribir. De ahí que la introducción de un libro sea lo último que se escribe, puesto que no sabe de antemano qué es lo que se va a escribir, aunque a veces se crea que sí; se puede tener una cierta idea de lo que se va a hacer, pero cuando se empieza a escribir, las cosas van cambiando, se van transformando, se van aclarando, se van encontrando otras relaciones y, entonces, el resultado final no es lo que se había previsto al comienzo.
Solamente pensando no es posible trascender lo empírico, ir más allá de la información recogida, entender conceptualmente; proceso que no se limita a tener un cuerpo de conceptos como parte de un marco teórico, pues es posible tomarlos prestados, o robados, de los libros, sino que implica entender la relación conceptual entre todos los elementos que se han tomado a través del trabajo de campo o de entrevistas o de encuestas. Todo esto no puede lograrse si no se escribe. Hay quienes se estancan y nunca terminan la monografía o el informe porque están esperando a que todo se les aclare, a poder analizar y comprender mentalmente las cosas antes de escribir; y no es posible, a menos que simplemente se repita el mismo material factual, organizándolo en formas diferentes, agrupándolo de otra manera, etc., pero sin avanzar en el proceso de comprender, de encontrar la esencia de las cosas. Para escribir, hay que forzar el cerebro; escribir es una ayuda, una presión al cerebro para que abstraiga, al pensamiento para que obre mediante la abstracción. Abstraer es una operación del pensamiento, pero la escritura fuerza, facilita la acción de ese procedimiento, de esa manera de pensar; pese a ello, el lenguaje escrito no es la única forma de llegar a la abstracción.
Sin embargo, la abstracción es mental; cuando se escribe, el proceso de abstraer no lo realiza la escritura, pues es un proceso de pensamiento; al contrario, hay que abstraer para poder escribir, aunque también es posible desarrollar la capacidad de abstracción ejercitando la mente. Esto implica que a veces pueden alcanzarse abstracciones para las cuales no existen las palabras que permitan decirlas ni escribirlas, lo cual obliga a emplear viejas palabras, transformando su sentido.
Otra peculiaridad de la escritura es su carácter lineal, progresivo, que también obliga a la abstracción; si no sigue esa linealidad al escribir, se tienen problemas de comprensión por parte de quien lee. Como resultado de su linealidad, el escribir obliga a un ordenamiento de las ideas que requiere la abstracción. En sectores sociales como el nuestro, esta incidencia es tan fuerte que incluso la oralidad tiene un sustento escrito en nuestra mente, tenemos en ella un esqueleto escrito que le da al discurso oral una organización lineal: planteamiento, desarrollo, conclusiones, por ejemplo. Lo contrario ocurre cuando se introduce la escritura en las sociedades orales. Al inicio, la escritura es lo oral escrito. Para poder escribir textos pensados para ser escritos se tiene que pasar por una etapa intermedia.
Éste fue el camino que se siguió en Guambía para llegar a investigar conjuntamente y para poder escribir como parte integral de los procesos de conocimiento, cosa que se llevó a cabo en el campo, con la participación de los guambianos sobre la base de dos criterios: todos tenían derecho a participar en el escribir, pero no todo es igual y por eso cada uno participaba de acuerdo con sus capacidades y condiciones.
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